Martín Amaro apareció en Bilbao varios días después de que Julián hubiera recibido su mensaje. Había hecho el viaje desde Oporto en una galera, un carro con toldo alto que disponía de bancos para asiento de los viajeros, bastante incómoda pero segura, aunque habían tardado casi dos semanas en hacer el trayecto debido al mal tiempo. Logró dar con el despacho de Erribera tras preguntar a varias personas, y un mozalbete, que lo mismo limpiaba que llevaba recados, lo acompañó hasta el domicilio del patrón por indicación del contable. Al verlo sucio, con una bolsa al hombro y una barba de días, Maridominga no lo dejó entrar en el piso. Tenía órdenes de Ximeno de no dejar pasar a nadie que no conociera y corrió a avisarlo. No ocultó su sorpresa al verlos abrazarse efusivamente, y tampoco disimuló su disgusto cuando el hombre atravesó el recibidor y se dirigió al salón con las botas llenas de barro.
—Mujer, prepara un cuarto para el invitado del señor —oyó decir a Ximeno antes de que este entrara también en el salón.
Julián se hallaba en aquel momento sentado junto a una ventana, dibujando el rostro de una niña, si bien el retrato todavía no había pasado de ser un esbozo, excepto los ojos que aparecían perfectamente trazados con la mirada lija en él.
—¡Martín! —exclamó al ver entrar al tinerfeño.
Dejó la carpeta de los dibujos en el suelo y se levantó para dar un fuerte abrazo al hombre que tan leal había sido a Juan Domingo Pascual y ahora le era a él. Al rato estaban los tres dando buena cuenta de las sopas de ajo y del bacalao al pil-pil que Maridominga había preparado para el almuerzo. Amaro les relató las peripecias a bordo del antiguo Falcón por las costas brasileñas y que a poco habían estado de caer prisioneros de unos corsarios, y su posterior viaje a Venezuela y a Cuba donde se había encontrado con su cuñado. Como bien sabían, el María de la Esperanza estaba de vuelta en el Puerto, y Anselmo esperaba órdenes.
—Las tierras americanas andan revueltas —añadió el marino—. Los colonos se quejan de los impuestos que se ven obligados a pagar a la Corona española y también de sus gobernadores. Además, los nuevos estados del Norte intentan acaparar el negocio de las colonias, y nuestros barcos lo tienen cada vez más difícil. Quizás sería hora de replantearse el uso del María de la Esperanza…
—¿Me estás diciendo que haríamos bien en abandonar la trata? —preguntó Julián.
—A vos de decidir…
No era ninguna idea descabellada. Le estaba resultando complicado encargar la construcción de un nuevo barco, no solo debido al enorme coste que suponía, sino porque la situación en Europa no era nada halagüeña. Habían llegado noticias del hundimiento por parte de una escuadra inglesa de una fragata española y el apresamiento de otras tres frente a la costa de Portugal, y se hablaba de que España tenía intención de declarar la guerra a Inglaterra. Y también estaban los franceses. El general Bonaparte había sido proclamado emperador unos meses atrás y su coronamiento estaba previsto para el mes de diciembre. Se decía que, tras vencer a Austria y conquistar el Norte de Italia, tenía sus miras puestas en Polonia y en Rusia, y en otros países.
—Dile a tu cuñado que traiga aquí el María de la Esperanza.
—¿Estáis seguro?
—Sí. Se avecinan tiempos duros y seguro que lograremos sacar algún provecho de la situación, aunque no sé cuál. Tendré que pedir una licencia, pero siempre me resultará más barato que un barco nuevo. Dile a Anselmo que no venga de vacío, que lo llene con cualquier tipo de mercancía. Ah, y que traiga también el mascarón.
—¿Qué mascarón?
—El del Echeide, el que tú mismo guardaste en el almacén tras el incendio. Por cierto, ¿sabes que el hijo de perra está en Bilbao?
Después de que Amaro se hubiera dado un baño para quitarse de encima la mugre acumulada durante meses, él y Ximeno salieron a la calle con la intención de continuar vigilando a los hombres de González, así como a este y al gallo sin plumas, como lo había llamado la tabernera.
Julián se quedó en la vivienda. Le habría gustado alargar su estancia en el valle, reanudar sus caminatas, sentir el aire y la humedad en el rostro, escuchar el silencio de la naturaleza, estar más tiempo con su hijo y con la pequeña Mati, dormir con su mujer, pero antes debía solucionar de una vez por todas su particular guerra con el hombre que lo perseguía hasta en sueños desde hacía casi veinte años. Retomó el dibujo, pero la luz del día se había vuelto penumbra y no le apetecía encender las velas. Permaneció, por tanto, sentado junto a la ventana, observando ensimismado las sombras que el farol de aceite de la esquina de la calle proyectaba sobre los muros.
Juan Domingo Pascual cerró los ojos una noche de otoño muy parecida en la que el viento arreciaba y las ramas de los árboles se agitaban con furia, produciendo extraños sonidos, cual lamentos, o eso quiso él pensar. Sostuvo su mano basta el final intentando darle unos ánimos que el mismo no sentía, tal era su pena al ver partir al hombre que lo había prohijado y le había enseñado lo que sabía. Todavía había tenido un momento de lucidez, había clavado en él su mirada apagada y le había sonreído con el gesto cargado de ironía que le era habitual.
—Hijo —le había dicho—, ahora ya puedes volver a tu tierra, a tu hogar. Has mantenido una promesa que no hiciste ni yo te pedí; no has abandonado a este viejo que siempre creyó que no necesitaba a nadie basta que tú apareciste en su vida, y te doy las gracias. Vende todo: el pinar; la casa, el barco, cobra el dinero y rehaz tu vida entre los tuyos. Solo así lograrás hallar la paz. Intenta olvidarla, ella no volverá a ser la misma.
—¿Habláis de Itahisa? —le había preguntado él.
—¿De quién si no? No pensaba decírtelo, pero te he observado estos últimos meses, desde que ella está en Las Cañas; veo tu zozobra, te escucho dar vueltas en tu cuarto hasta la madrugada. Ya no lees ni dibujas, solo trabajas intentando no pensar, intentando expulsar los demonios que minan tu fortaleza. Tus ojos brillan como si tuvieras fiebre cuando vas a ir a verla, pero tu mirada es la de alguien atormentado a la vuelta. Ella…
—No sigáis —lo había interrumpido.
—Sí, voy a seguir; y tú me escucharas. Itahisa sufre el mismo mal que su madre. Yo amé a Dasil, la amé con la misma fuerza y desesperación con las que tú amas a su hija, aunque, al contrario que tú, nunca tuve la dicha de yacer con ella, de ser uno con la mujer a la que entregué mi alma. Pensé que lo lograría, que todo era cuestión de esperar; pero apareció el hijo de perra y la perdí. El amor no es un sentimiento sereno como el cariño o la amistad, es un estado de ánimo que puede hacerte perder el Norte si no es correspondido. Aguanté con la esperanza de que se diera cuenta de que él la haría sufrir y de que yo curaría su herida, pero no vino a mí. Algo se rompió dentro de ella. Taoro y yo conseguimos permiso para visitarla en la cárcel de la Inquisición, incluso logramos que la pusieran en libertad, pero era demasiado tarde. La sacamos de allí solo para verla morir.
Las lágrimas rodaban sin freno por sus mejillas, y se dio cuenta en aquel momento de lo injusto que había sido con él. Todavía, después de tantos años, Pascual continuaba enamorado de Dasil.
—Pero lo nuestro es diferente —se había defendido—. Itahisa me ama…
—Lo sé, pero mucho me temo que ya no sea lo mismo. Ella, al igual que su madre, es una criatura extremadamente vulnerable. Estoy convencido de que los años de encierro en el convento han roto el vínculo que la ataba a nuestra realidad.
—¿Acaso me estáis diciendo que se ha vuelto loca? —había saltado como impelido por un resorte.
—No, si por locura entiendes la falta de juicio. Es otra cosa; ella vive en su propio mundo, es un ave de paso que nos mira desde las alturas mientras prosigue su rumbo. Durante un tiempo aceptó nuestras reglas al llevar una vida sin sobresaltos en el hogar de la viuda de Iriarte, pero conocerte y perderte, permanecer encerrada durante cuatro años y volver a recuperarte ha sido quizás demasiado para ella.
—Ahora es libre —afirmó él negándose a aceptar sus palabras.
—Tal vez lo que tú entiendes por libertad no sea igual para ti que para ella…
Había cerrado los ojos, agotado por el esfuerzo. Fue la última vez que hablaron. Pese a sus recomendaciones, no tenía intención de vender «La Pinada». Esperaría un tiempo, se casaría con Itahisa según las leyes, la cuidaría y protegería, y ambos vivirían allí, en medio de la naturaleza, y formarían una familia.
Tardó en volver a Las Cañas debido a los trámites de la herencia y cuando lo hizo la encontró sentada al borde de la loma contemplando el mar. Aminata se mantenía algo apartada sin perderla de vista; le hizo un gesto para que los dejara solos y se sentó a su lado.
—Mi protector; mi amigo, ha muerto —le dijo.
Ella le había mirado y le había cogido de la mano.
—Ahora es libre —había respondido.
Recordó lo dicho por Pascual y tuvo miedo de que ella hiciera lo mismo que su madre, lo mismo que su antepasada Guacimara; la obligó a levantarse y la alejó del borde.
—¿Quieres ser mi esposa? —le preguntó.
—Ya lo soy —respondió ella con una sonrisa.
—Quiero decir con papeles, legalmente.
—¿Por qué cambiar lo que esta bien?
—Para que nadie pueda volver a separarnos.
—Nadie va a separarnos.
—¿Pero quieres casarte conmigo o no?
No respondió; se apretó contra él, besó sus labios, pero no respondió.
Aquella noche se entregó a él por completo, como no lo había hecho desde que ambos se refugiaron en la cabaña de Taoro huyendo de todo y de todos. Y él se entregó a ella jurándole su amor eterno, declarando que la necesitaba en todo momento, que no podía vivir en paz si ella no estaba a su lado, que era el aire que respiraba, el pan que lo alimentaba, el agua que saciaba su sed. Y que pronto la llevaría a la tierra de sus padres, un país verde de aguas generosas y montañas mágicas como el Echeide donde vivirían sin que nadie jamás volviera a separarlos.
Al día siguiente fueron a hablar con el cura de Santa María de la Luz y quedaron con él para celebrar su matrimonio. Cuando volvió, una semana después, con un anillo y un precioso vestido de novia adquiridos en un comercio de La Laguna encontró a los Vázquez desolados, y a Aminata llorando desconsoladamente. Itahisa había desaparecido durante la noche. La habían buscado por los alrededores; Rafael y su hijo mayor habían incluso bajado al acantilado por si acaso estaba allí, pero no había rastro de ella. Él también la buscó. Galopó durante semanas por la costa, preguntó en casas y pueblos, se adentró por el lugar llamado Arenas Negras, tierras oscuras forradas con la lava escupida por el volcán de Trevejo y llegó hasta las estribaciones del Echeide, pero no la encontró.
Ximeno y Amaro lo sacaron de sus cavilaciones al mismo tiempo que el farolero apagaba el farol de la esquina a las once de la noche, las sombras desaparecían de los muros y la oscuridad envolvía la villa por completo. El primero se apresuró a encender unas cuantas velas antes de informarle de que habían seguido a los dos hombretones de González hasta una taberna en la calle de La Pelota. Había resultado tarea fácil entablar conversación con ellos, una invitación a una ronda de vino peleón y las palabras de admiración de Amaro acerca de su altura y sus músculos habían sido suficientes. Menos sencillo fue sacarlos del local borrachos como cubas, rieron al recordar, y llevarlos a trompicones hasta la caballeriza, donde el confidente de Ximeno les presentó a unos arrieros que transportaban bacalao en un carro de mulas hasta la localidad de Laguardia, en tierras alavesas. Los muleros se disponían a salir en aquel momento y aceptaron la «sobrecarga» a cambio de cinco reales de plata por cabeza. Uno de ellos portaba un mosquetón cargado que aseguró disparaba con buen tino, no en vano había pertenecido al cuerpo de miñones de Álava hasta que una mala caída lo había dejado cojo de la pierna derecha, y les aseguró que los dos gigantes llegarían a su destino sin demora. Los habían metido en el carro entre los cuatro y habían empezado a roncar de inmediato. También les quitaron las botas por si acaso se despertaban antes de tiempo.
En la taberna de la posada, cuando ambos todavía podían hablar con coherencia, les habían revelado que su jefe era un rico hacendado del Sur, llegado a Bilbao por asuntos de negocios y personales, sobre todo estos últimos. Un mal tipo había raptado a su nieta, afirmaron. Ellos dos habían averiguado dónde se encontraba, pero el hijo de puta debía de haberse enterado porque la niña había desaparecido al ir con la autoridad a buscarla. De todos modos no se saldría con la suya; su jefe tenía intención de secuestrarlo y llevárselo a su tierra para que lo colgaran de un árbol o de donde fuera.
—No se puede permitir que haya por ahí gente robando niños —había dicho uno de ellos.
—Y menos a la nieta de nuestro jefe —había añadido el otro.
Al rato ninguno de los dos era capaz de decir dos palabras seguidas sin hacerse un lío.
—Bien —dijo Julián tras haberlos escuchado—. Va siendo hora de deshacerse de González de manera definitiva.
—Yo me encargo —afirmó Ximeno.
—Y yo —se sumó Amaro—. No podré volver a mi casa hasta que el malparido desaparezca.
—Tranquilos, amigos míos. Ya encontraremos el medio más adecuado.
Acabaron a altas horas de la madrugada, tras comerse el asado que Maridominga había dejado preparado para la cena y dar cuenta de un par de botellas de txakoli, bebida que sorprendió agradablemente al canario.