Por fin pudo el señor de Urruti llevar al valle a Juan Francisco González, dos semanas después de haberle dicho que conocía a un Ernani. Fernando Diosdado también los acompañó. Era un día gris; retazos de niebla emergían de la tierra y no cesaba de caer un molesto sirimiri.

—Es habitual en esta tierra —casi se disculpó Urruti.

Encontraron a Antonio Ernani junto al río, en la ferrería de su propiedad, cubierto con un mandilón y un enorme sombrero de ala ancha que le tapaba media cara, en pleno trabajo con otros tres hombres. Hacía mucho calor dentro del local y el ruido del martinete no dejaba hablar.

—Esperadme en la casa —le dijo a Urruti al tiempo que hacía una seña a un chaval cubierto de hollín para que les indicara el camino.

El chaval corrió por delante, les mostró el caserío y volvió a la fragua como alma que lleva el diablo. Josefa y Angelita los recibieron con amabilidad, aunque algo cohibidas al verlos descender de un imponente carruaje conducido por dos cocheros que permanecieron en sus asientos a pesar del sirimiri. Los invitaron a entrar a la cocina, les ofrecieron unas banquetas para sentarse, colocaron encima de la mesa una jarra de sidra y tres cubiletes, queso y pan, y esperaron en una esquina de la cocina mientras ellos hablaban. Antonio llegó algo más tarde, cuando ya se habían bebido casi toda la jarra y habían dado buena cuenta del queso de oveja. Venía con el ceño fruncido por un problema que tenían con el fuelle y durante un rato no dejó de hablar acerca de lo duro de su oficio y de lo mucho que le iba a costar el arreglo del fuelle, lo que, además, pararía la producción. De todos modos, aseguró a Urruti, sus barras de hierro estarían listas según lo convenido.

—No hemos venido por eso —le dijo este—. Quería presentarte a estos dos caballeros llegados de Tenerife.

—Tenerife —afirmó el hombre con el mismo tono de voz con el que podría haber dicho manzana o abarca.

—Sí, una de las Islas Canarias. Desean saber si vuestra familia conoce a los Iriarte de La Orotava.

—¿Por?

Urruti sonrió; conocía bien a su gente y su desconfianza inicial ante los desconocidos.

—Traen recuerdos para una familia de nombre Ernani…

El hombre se mordió los labios y negó con la cabeza.

—No conozco a nadie llamado Iriarte, no.

—Preguntadle si hay más Ernanis en este lugar —le dijo González a Urruti.

—Tengo dos hermanos y una hermana aquí, en el valle, y unos primos en Bilbao, pero no mantenemos relación con estos por una cuestión de herencias —respondió Antonio en perfecto castellano.

El tinerfeño se lo quedó mirando extrañado. ¿Por qué diablos no había hablado antes en la lengua que ambos conocían?

—Porque nadie me ha dicho que no supierais el vasco —respondió el hombre a la pregunta no formulada.

No había empatía entre ellos, y González se sentía incómodo, allí en una cocina, en compañía de un aldeano y de dos mujerucas que no dejaban de observarlo. Era del todo imposible que aquellas personas fueran los familiares de la joven bien vestida que había visto en Bilbao; no se les parecía en nada. Sin embargo, se atrevió a hacer la pregunta:

—¿No tendréis una hija llamada Inexa?

—¿Por?

Esta vez el tono sonó a defensivo, y no le cupo la menor duda de que había dado en la diana. También oyó a las dos mujeres cuchichear en su rincón.

—Mis amigos, los Iriarte, me dijeron que la familia Ernani que ellos conocen tiene una hija con ese nombre.

—Es muy común en esta tierra.

Estaba claro que no iba a sacar mucho de aquel vizcaíno que ni siquiera se había quitado el sombrero de fieltro al entrar en la casa, ni les había dado la mano, así que decidió que era el momento de marcharse.

—Bueno —dijo levantándose de la banqueta—, buscaré en alguna otra parte. Muchas gracias por vuestra hospitalidad.

Hizo un gesto casi imperceptible dirigido a Diosdado y salió de la casa acompañado por los otros dos hombres. Había dejado de llover y se veían claros en el cielo, por donde se colaban los rayos del sol de mediados del otoño. Tuvo que reconocer que, ciertamente, era un paisaje hermoso y se entretuvo unos minutos interesándose por la producción agrícola y ganadera que se daba en aquellos frondosos parajes, si se cultivaban vides, si conocían los plátanos… Le importaba un bledo, pero quería dar tiempo a su joven acompañante, quien se unió a ellos cuando estaban a punto de subirse al carruaje.

—¿Qué has averiguado? —le preguntó a este de camino a su vivienda una vez que hubieron dejado a Urruti en la suya.

—La tal Inexa es su hija y también es la mujer de Zautuola, me lo ha dicho su madre. Está muy orgullosa de que su hija haya hecho un buen matrimonio. Viven en la mejor casa del valle, así que no será difícil dar con ella.

—¿Y de la niña?

—No he tenido tiempo de preguntárselo. Además habría resultado chocante, ¿no creéis?

Diosdado tenía razón, habría resultado chocante, pero le bastaba con saber dónde vivía su enemigo. Ahora todo era cuestión de esperar el momento adecuado para lograr sus propósitos. El día anterior acababa de recibir una carta de su secretario en La Laguna a través del Consulado de Bilbao en la que le informaba que los hombres de El Falcón, también el capellán, habían logrado volver al Puerto sanos y salvos. Todos excepto uno, un tal Mateo, el calafateador, el hombre a quien había pagado para colocar la carga incendiaria en la goleta, que había decidido regresar a la Península desde Marruecos. Mejor así; se quitaba un estorbo de encima, y un testigo. Tampoco había duda alguna de que Julián de Zautuola fuera el responsable del robo de la fragata. No se había ocultado en ningún momento e incluso le había dicho al sacerdote que con su acción únicamente se estaba cobrando la pérdida del Echeide. No se sabía qué había sido del barco.

Bien. Era su turno de mover pieza, ¡y por Dios que la movería! Tenía todos los ases en su manga y era imposible no ganar la partida. Sus hombres serían testigos ante el juez del robo de su fragata, y el bastardo no podría demostrar que él había ordenado quemar su goleta dado que el causante había desaparecido. Sería condenado a la horca, y él se encargaría de que así fuera; una cuchillada no era suficiente. Quería que supiera que iba a morir, quería verlo sufrir; era, por tanto, preciso llevarlo vivo a la isla. Por otra parte, ahora que conocía su madriguera, donde a buen seguro tenía escondida a su nieta, podía presentar el documento que lo autorizaba a acusarlo de rapto recuperar a Mati. Pero debía ser cauto, muy cauto; se hallaba en una tierra cuyas gentes no eran fáciles de tratar, y era preciso no equivocarse. Al día siguiente envió al valle a los dos hombretones con una sola misión: averiguar cuál era exactamente la casa Zautuola, si la niña estaba allí y, muy importante, si había algún tipo de vigilancia. No era una tarea complicada y ambos primos hablaban la lengua del lugar, por lo que no deberían tener ningún problema. Diosdado se encargaría de obtener información en cuanto a los barcos que tenían previsto zarpar para las Américas y descubrir qué capitán, maestre o contramaestre estaba dispuesto a dejarse sobornar a aceptar el engorro de llevar a un tipo preso en su bodega. Aunque siempre quedaba la posibilidad de hacer el viaje hasta Cádiz por tierra, en la berlina, si bien no le agradaba en absoluto la idea de pasar tantas jornadas en su compañía. Era capaz de cortarle el cuello él mismo a nada que el otro lo provocara.

Los hombres volvieron al anochecer le informaron de que la casa Zautuola estaba situada sobre una loma, justo en medio del valle, en frente de un pequeño puente, aunque estaba rodeada por un muro. Se habían aproximado, pero dos hombres con escopetas les habían preguntado qué querían desde el otro lado de la puerta vallada y al decirles que sólo estaban de paso, les habían contestado que no se les había perdido nada por allí y que se marcharan.

—¿Y la niña? —les preguntó—. ¿Visteis a la niña?

—¿Qué niña? —respondieron los dos a la vez.

—¿No os dije que averiguaseis si había una niña en la casa?

González estaba a punto de coger el bastón y darles de palos a pesar de que ambos le llevaban una cabeza de alto.

—No vimos a ninguna niña —respondió uno de ellos.

—Pero está allí —añadió el otro.

—¿Y cómo sabéis que está allí si no la visteis, pedazo de acémila?

—Porque nos lo dijo la mujer del tabernero, que tiene local en la otra orilla del río.

—¿Y cómo se llama esa mujer?

No lo sabían y los despidió, ordenándoles que volvieran al día siguiente a las nueve en punto de la mañana para acompañar al valle a Fernando Diosdado.

—Irás al valle —le dijo al joven—, y hablarás con esa tabernera. Asegúrate de que todo lo que te dice es cierto. No puedo presentarme ante el juez y reclamar a mi nieta si luego resulta que no está en la casa Zautuola. Haría el más espantoso de los ridículos, y él se enteraría y se llevaría a Mati a algún lugar de ese intrincado valle, o de otros, donde resultaría imposible encontrarla.

El joven hizo lo que se le ordenaba, mandó a los dos primos detener el coche de caballos a media milla de la taberna e hizo el trayecto a pie. Si la mujer los volvía a ver podría sospechar y contarlo a quien no debía. Entró en el local de Koloka y pidió un vaso de buen vino y una tortilla de jamón. No había nadie dentro y Micaela se apresuró a limpiar una de las dos mesas, le sirvió el vino, corrió a preparar la tortilla y se sintió muy halagada cuando él le pidió que se sentara a su lado. Tenía intención de adquirir una propiedad en el valle, le dijo, y estaba seguro de que ella sabría aconsejarlo. La tabernera no se lo hizo repetir. Le habló durante un buen rato acerca de un par de caseríos cuyos dueños habían muerto dejando un montón de deudas a sus herederos, los cuales estarían dispuestos a vender a un precio razonable. También le habló de unas tierras en la parte alta, donde podría construirse su propia casa, y de otra que estaba en venta junto a la iglesia.

—¿Y ese hermoso caserón que se ve desde aquí? —preguntó él como si nada señalando a través de la ventana el edificio que se alzaba sobre la loma como una antigua casa-torre.

—Ah no, esa es la mejor propiedad de todas, pero ya tiene dueño.

—Tal vez podría interesarle una buena oferta…

—Me temo que no. Don Julián de Zautuola ya es muy rico; incluso podría comprar medio valle con todos sus dineros.

—¿Y cómo así? ¿Recibió una buena herencia?

No tuvo que seguir preguntando. Micaela le contó todo y más de lo que necesitaba saber. La vuelta del indiano después de años de ausencia; su boda con la hija de Ernani, que, según se decía, solo había sido para tener un hijo; sus cuatro criados; sus ausencias durante semanas y a veces meses, y su inasistencia y la de su mujer a la misa dominical y a los funerales. También le habló de una niña que había llegado no hacía mucho y que todos en el valle estaban convencidos era una hija natural que él había tenido vete tú a saber con quién.

—La pobre Inexa tiene que soportar las ausencias del marido y, encima, ocuparse de una hija que no es suya —concluyó.

Estaban de vuelta en Bilbao para la hora de comer, y aquella misma tarde González se presentó en la Casa Consistorial y solicitó hablar con quien fuera que se encargara de administrar la justicia. Dos días después, a media tarde, un grupo de diez hombres compuesto por él mismo, un juez del Señorío, un secretario, cuatro guardias forales, Diosdado y los dos primos, se presentó en la casa Zautuola causando la natural conmoción en el valle en cuanto se corrió la voz. Paulino y Fermín les permitieron la entrada sin mostrar ningún tipo de reservas, e Inexa los recibió a la puerta de su hogar, vestida de dueña con su traje granate y el moño prieto. El juez le entregó un documento por el que se le exigía la entrega inmediata de la niña Matilde González, de seis años de edad, retenida contra su voluntad y la de su abuelo y tutor.

—Aquí no hay ninguna niña —respondió ella con tranquilidad—. Solo estamos mi hijo, los sirvientes y yo misma.

—¡Eso es mentira! —exclamó González—. ¡Sabemos que está aquí!

Inexa no respondió, se hizo a un lado y los invitó a entrar con un gesto de la mano. Al poco llegaban a la casa el alcalde del valle y el párroco sustituto de don Aureliano, quien acababa de fallecer aquella misma mañana. Estaban allí para servir de testigos, declararon, puesto que el asunto también atañía al vecindario. Una hora más tarde, salían todos sin haber encontrado rastro de la chiquilla. No solo había desaparecido esta, sino también cualquier huella de su presencia en la casa.

—Lo siento, señora —se disculpó el juez—. Ha sido un malentendido.

—Que nos ha puesto en un compromiso —respondió ella señalando al grupo de vecinos que observaban desde el otro lado del muro—, por el que exijo una reparación.

—Señores, señoras —el magistrado se dirigió a los congregados—. Se trata de un equívoco y pido disculpas por las molestias que nuestra presencia haya podido causaros.

—¡De eso nada! —vociferó González—. Sabemos de buena fuente que mi nieta fue raptada por Zautuola y traída a la fuerza a este lugar. ¡Y podemos demostrarlo!

Seguido en procesión por el juez, el secretario, los guardias, sus hombres, el alcalde, el párroco y los vecinos, González atravesó el puente y se dirigió a la taberna de Koloka, donde los esperaban más personas, incluidos los dueños.

—¿Con quién hablaste? —preguntó a Diosdado.

—Con ella —respondió este señalando a la tabernera.

—Esta mujer aseguró que desde hace unos meses había una niña en la casa Zautuola, y que aquí creen que es hija natural del dueño —dijo en voz alta para que todo el mundo pudiera oírle.

—¿Quién? ¿Yo? —respondió Micaela—. Jamás he dicho algo parecido.

—¿Acaso niegas que hablaste conmigo hace dos días? —le preguntó Diosdado dando un paso al frente y encarándose a ella.

—Por supuesto que lo niego. A este gallito de ciudad le faltan unas cuantas plumas —añadió en vasco provocando las risas de sus vecinos.

—Señor juez, ¿vais a permitir que estos aldeanos se burlen de nosotros?

González estaba pálido de la ira.

—Conteneos, señor. Habéis dejado en ridículo a un representante del Señorío y le habéis hecho perder el tiempo. Recibiréis una multa para abonar los gastos ocasionados, y dad gracias a que no os hago arrestar.

Dicho esto, el magistrado rompió en pedazos la denuncia y subió a su coche de caballos mientras González y sus hombres hacían lo propio y partían entre las risas y los comentarios jocosos del vecindario.

Julián de Zautuola, vestido al modo campesino con una blusa y una gorra de fieltro a fin de pasar desapercibido, contemplaba la escena a cierta distancia en compañía de Ximeno, de Bartolomé de Olabe y de su amigo Andrés. Los cuatro se acercaron a la taberna de Koloka en cuanto perdieron de vista a los carruajes, y él invitó a un trago a todos los presentes. Ya anochecía cuando entró en su casa, algo achispado por los vinos que había compartido por primera vez con sus vecinos, cogió a Inexa por la mano y la llevó a su habitación.

—Gracias —le dijo al tiempo que le quitaba las horquillas del moño—. Me gusta tu cabello suelto.

El asunto había resultado tal y como él había previsto. Siguiendo sus órdenes, Ximeno vigiló a los dos hombretones, los siguió hasta el valle montado a caballo y los siguió de nuevo cuando estos volvieron con el petimetre, como él lo llamaba. Esperó a que se marcharan y habló con Micaela. La mujer de verbo fácil y afilado no tuvo inconveniente en relatarle su conversación con Diosdado, más aún al saber que estaba al servicio de una mala persona que quería hacer daño al dueño de la casa Zautuola, a quien tenía por hombre demasiado orgulloso, pero vecino a fin de cuentas; el otro solo era un foráneo desconocido. Regresó a Bilbao y él lo envió al despacho en busca de Olabe; los tres habían partido hacia el valle aquel mismo día y cada uno de ellos se había ocupado de una tarea. Él puso al corriente a su mujer y a los sirvientes, llevó a Mati al caserío de sus suegros y luego fue a hablar con Andrés. Ximeno, por su parte, habló con los taberneros y algunos delos parroquianos que estaban en el local en aquel momento; y el abogado se entrevistó con las fuerzas vivas del valle, el alcalde y el párroco llegado para sustituir a don Aureliano. Les explicaron la situación sin incidir demasiado en los detalles, aunque sí les dijeron que el tipo en cuestión había ordenado la muerte del bisabuelo y causado la de la abuela de la niña. Asimismo, aseguraron que él tenía la obligación de protegerla porque así se lo había pedido la madre de la criatura, y estaba convencido de que sus vecinos habían entendido que él era su padre. Antes de que González llegara con el juez y los guardias, el cuarto de la pequeña había vuelto a su forma original y sus ropas habían desaparecido, así como los cuadernos y los lápices, y la muñeca de trapo que Evelina había cosido para ella.

—Han sido dos días agotadores y he dormido muy pocas horas —le dijo a Inexa—. Permite solo que me acueste en tu cama.

Era agradable no sentir el frío de las sábanas, tener un cuerpo cálido a su lado, y se quedó rápidamente dormido. Ella tardó más en conciliar el sueño. Nunca antes Julián le había dado las gracias ni le había pedido permiso para acostarse con ella, aunque fuera solo para dormir.

Al día siguiente, los moradores de la casa Zautuola acudieron al funeral por el alma de don Aureliano. Inexa y su padre se reencontraron tras cuatro años sin verse, pese a que apenas los separaba una milla de distancia. No se abrazaron, únicamente se miraron y se perdonaron mutuamente. Antonio Ernani pudo al fin coger en brazos a su nieto, y a Josefa y a la tía Angelita se les llenaron los ojos de lágrimas. Volvían a ser una familia, y el valle era testigo. Mati, que había corrido hacia Julián y se había agarrado a su mano, contemplaba la escena encantada. Ahora tenía un padrino y una madrina, tres abuelos y un hermano, cuando hacía poco tan solo conocía a Aminata, a Herminia y a un hombre a quien llamaba don Juan Francisco y que se empeñaba en llamarla a ella Matilde. Su nombre era solo Mati que significaba alegre, bailarina, igual que el de una princesa guanche, eso era al menos lo que le había dicho su tata.