—¿Alguna novedad? —preguntó Julián al llegar a su vivienda de Bilbao.

—El hijo de perra se ha hecho con los servicios de dos primos con las molleras más duras que una piedra y de un tipo curioso —respondió Ximeno.

—¿Por qué curioso?

—Se llama Fernando Diosdado, o eso dice; viste como un petimetre, corteja a la hija de Urruti, pero me han dicho que es un bicho de cuidado. Maneja el espadín con maestría y parece ser que mató al hijo de un general.

—¿Lo tienes vigilado?

—Amancio se encarga.

—¿Quién es Amancio?

—El Celador del edificio donde vive González. El tal Diosdado también vive allí con él y con la negra.

—¿Qué negra?

—La que cuidaba a la niña, la que dejé atada en la casa de aquel pueblo de Tenerife. El mozo de la caballeriza habló de una mujer, pero no dijo que fuera negra, así que ni se me ocurrió pensar que fuera ella. La vi ayer cuando bajó a comprar al carro del frutero.

Julián intentó imaginar los motivos que habría podido tener González para traerse con él a Aminata, aunque lo más probable es que fuera para cuidar de Mati en cuanto la tuviera en su poder; a fin de cuentas había sido su aya durante seis años, y la niña la conocía. Por otra parte, tampoco veía él al hijo de perra haciendo las veces de niñera. No obstante podría haber otra razón.

—¿Te vio? —preguntó a Ximeno.

—¿Quién?

—La mujer, ¿te vio?

—No. Yo estaba tras esos árboles que han plantado en el paseo del Arenal y tenía puesto el sombrero.

—Pregunto si te vio cuando te llevaste a Mati de la casa.

—¡Claro que sí! —exclamó el hombre, sorprendido ante pregunta tan obvia.

—Pues procura que no te vuelva a ver y contrata a alguien para que la vigile. Su presencia aquí quizás se deba a que puede reconocerte, y no debemos dar facilidades.

—De acuerdo. Me ocuparé de los dos matones —afirmó Ximeno dejándolo solo.

Arninata… En mala hora la había comprado en el mercado de esclavos de Gorea.

Un hombre los esperaba a Itahisa y a él en el camino de San Juan de la Rambla con un par de monturas. Los tres cabalgaron bajo la lluvia hasta la localidad de Garachico. No llegaron hasta la población y se dirigieron a la zona llamada de Las Cañas, donde Pascual poseía una casa de una planta que se doblaba en torno a un patio. No destacaba especialmente entre las escasas propiedades que se alzaban en el lugar; un paraíso sobre una loma que miraba al mar.

—Hace tiempo que no voy por allí —le había dicho su protector—. La compré con la intención de plantar viñas pero al final no me animé, vista la poca salida del mercado del vino, y se la arrendé por cuatro reales a una familia que se dedica al cultivo de la papa y del millo. Rafael Vázquez y los suyos son buena gente; les he enviado aviso, y os estarán esperando. Es un lugar bastante aislado, y nadie sabrá que ella se encuentra allí. Tú tendrás que volver a «La Pinada» para ocuparte de nuestros asuntos, sabes que yo ya no tengo fuerzas, pero podrás acercarte a menudo basta Las Cañas —lo había animado al observar su decepción.

Era una clausula dura cuando estaba a punto de recuperar a Itahisa y el tiempo robado, pero no podía negarse. Su protector lo necesitaba, y habría sido una ingratitud por su parte no acceder a ayudarlo, aunque de alguna manera sabía que la preocupación de Pascual no eran los asuntos de la hacienda; Martín Amaro acudía a la casa todos los días desde que su patrón estaba enfermo y era hombre de fiar. Era otra cosa. Temía la soledad del momento de la muerte y quería que él estuviera a su lado, contar con una mano a la que agarrarse, un amigo de quien despedirse.

Tal y como había dicho, Rafael y su familia le estaban muy agradecidos pues no les había subido el alquiler en veinte años y los acogieron con cariño; les cedieron el ala izquierda, cuyas ventanas daban al mar e hicieron lo posible para que se sintieran a gusto. Pasaron días enteros sin abandonar la habitación, excepto para acercarse al borde de la loma y contemplar la puesta de sol, siempre distinta. El tiempo se detenía envuelto en las luces cambiantes del crepúsculo, unos días doradas y brillantes, otros de un rojo tan vivo que tenían la sensación de que el volcán de Trevejo estaba a punto de lanzar sus ríos de lava, como ya lo había hecho casi cien años antes arrasando la tierra y arruinando el basta entonces rico puerto de Garachico. A veces el cielo se ocultaba bajo la bruma, y, en ocasiones, hilos de nubes tejían la urdimbre de un telar colosal que no se cansaban de admirar. Se imaginaban solos en el mundo, convencidos de que nadie volvería a separarlos, de que nada podría herirlos. Se despidió contando las horas que faltaban para tenerla de nuevo en sus brazos cuando tuvo por fin que regresar a «La Pinada» pero volvió una semana después con Aminata. Pensó que, mientras los Vázquez se ausentaban por el trabajo en las huertas, a Itahisa le vendría bien la compañía, la ayudaría a recuperarse.

No era la misma a pesar de que la luz brillaba de nuevo en sus ojos. Estaba extremadamente pálida y había momentos en que se aislaba, al igual que había hecho al dejar el convento; se abstraía, perdida en algún lugar al que él no tenía acceso, aunque instantes después volvía a la realidad, y él recuperaba la calma. No podía olvidar las palabras de Pascual acerca del pajarillo enjaulado. Tampoco olvidaba que su madre se había dejado morir de hambre, ni el relato de Taoro sobre la princesa guanche lanzándose precipicio abajo. Eran historias diferentes aunque demasiado parecidas, y la sangre que corría por las venas de Itahisa era la de unos hombres y mujeres que habían preferido morir antes que perder la libertad. Ordenó a Aminata que la cuidara, que insistiera para que se alimentara bien, que juntas dieran largos paseos a fin de que se fortaleciera y, sobre todo, que hablara con ella. El silencio, bien lo sabía él, no era bueno cuando la mente se aferraba a un sueño que acababa por obsesionar a quien lo padecía.

La elaboración de la pez estaba en su punto álgido, había trámites que hacer en La Laguna, y tardó tres semanas en volver a Las Cañas. Encontró a Itahisa más alegre y con mucho mejor aspecto. Las dos mujeres se entendían a las mil maravillas; las sonrisas entre ellas, los guiños cómplices así lo demostraban, y se felicitó por lo acertado de su decisión. Sin embargo, y a medida que el tiempo transcurría, se dio cuenta de que había algo que no acababa de captar con claridad Cada vez que iba a verla, ella se empeñaba en que la esclava los acompañara en sus paseos y la visión del ocaso dejó de ser lo que era porque ya no estaban solos. Tampoco se encerraban en su habitación durante todo el día para amarse hasta caer rendidos, aunque ella se entregara a los juegos del amor al retirarse ya entrada la noche. Le sabía a poco, sentía que se le escurría como el agua entre los dedos. Procuró averiguar la razón de su creciente incomodidad, pero no logró descubrir nada extraño en la vida apacible y sin sobresaltos que por fin parecía sonreírles. Incluso pensó en hablar con el cura de Santa Ana de Garachico, o con el de Nuestra Señora de la Luz de Los Silos, que estaba más cerca. Deseaba unirse formalmente y, de esa manera, eliminar cualquier posibilidad de que Juan Francisco González volviera a intentar una de las suyas. Nada podría contra ellos desde el momento en que ella llevara su apellido. Le dio vueltas al asunto y un buen día, sin aguantar un minuto más para pedirle que se casara con él ante la ley, cabalgó hasta Las Cañas en una noche estrellada en la que la luna llena iluminaba la tierra. La casa estaba silenciosa y entró procurando hacer el menor ruido posible para no despertar a nadie. Abrió la puerta de la habitación que compartían; tanteó en la oscuridad y se quedó atónito al comprobar que la cama estaba vacía.

La primera idea que le vino a la cabeza fue que el hijo de perra había averiguado donde estaba ella y había ido a buscarla, aunque la desechó de inmediato; Rafael en persona habría ido a buscarlo a «La Pinada». También podría ser que todos los de la casa hubieran salido a visitar a los vecinos y todavía no hubieran regresado, si bien era algo improbable dado que estaban en la época de la recogida de la papa tardía y la tarea comenzaba temprano por la mañana. Fue al cuarto ocupado por Aminata y su estupor no tuvo límites. Itahisa y ella estaban sentadas en el suelo, dentro de un círculo firmado por candelas de todos los tamaños y delante de una especie de altar. Encima de este y alumbrada por más velas había una figurita de barro rodeada de conchas, ramas de árbol, cantos rodados, tierra y arena. Ambas se movían hacia adelante y hacia atrás pronunciando palabras incomprensibles que a él le recordaron las que decía su madre para conjurar a las brujas los días de niebla.

—¿Qué estáis haciendo? —había preguntado, atónito.

Aminata se giró, aterrorizada por su presencia inesperada, y corrió a gatas a esconderse en un rincón. Itahisa, por su parte, continuó balanceándose con la vista puesta en la figurita y repitiendo aquella letanía de palabras ininteligibles. Había cruzado la habitación en dos zancadas y la había levantado asiéndola por los antebrazos.

—¡Itahisa! —le había gritado al tiempo que la sacudía con fuerza.

—Deja que hable con Dasil, mi querida madre. Ella es mi guía, me dice lo que he de hacer, escucha mis lamentos, me reconforta. Me espera.

No dejaba de sonreír abobada, como si estuviera bebida o drogada, y tenía las pupilas dilatadas. No pudo reprimirse y le dio una bofetada. El golpe pareció despertarla de un sueño, lo miró sorprendida y perdió el sentido. La llevó a su cama y después volvió al cuarto de la esclava, apagó la mayoría de las velas a pisotones, derribó el altar y sacó a la mujer del rincón agarrándola por el pelo.

—¿Qué significa esto? —le preguntó colocando la figurilla de barro delante de sus ojos.

Le costó entender lo que Aminata decía entre lloros y tartamudeos, algo sobre la veneración a los antepasados en la que su pueblo creía. Sus espíritus vivían entre los vivos, decía una y otra vez, los observaban, los ayudaban si les rezaban o los castigaban con desgracias sin fin si los olvidaban. Ella había invocado a la madre de su señora a través de la figurita, y su señora había recuperado la alegría y las ganas de comer.

—¿Qué le has dado? —le había pregunto él.

—Nada…

—Te juro por mis muertos que lo vas a sentir si no me dices ahora mismo lo que le has dado.

La amenaza surtió efecto, y la mujer sacó del bolsillo de su delantal una bolsita.

—¿Qué es eso?

—Son semillas del diablo. Son buenas, te hacen sentir bien…

Le había quitado la bolsa de las manos y de buena gana le habría arrancado la piel a tiras, pero nunca había maltratado a una mujer y no pensaba empezar entonces.

—Vuelve a darle esta mierda o cualquier otra cosa parecida, vuelve a hacer brujerías, y saldrás en el primer barco de esclavos que zarpe de Tenerife, te lo prometo.

—Por favor; señor; yo sólo quería ayudarla, quería que fuera feliz, la veía tan triste… —había gemido Aminata.

—Ya has oído lo que te he dicho.

Quizás debería enviarla a Cuba o a cualquier otra de las colonias sin esperar más y olvidarse de ella, pero le pesaba algo parecido al remordimiento. No era más que una criatura al igual que muchas miles a quienes se les había robado el derecho a vivir y a ser libres, y él también tenía su parte de culpa.

Se había acostado vestido al lado de Itahisa tras comprobar que su respiración era tranquila, pero no durmió. Al día siguiente habló con Balbina, la mujer de Rafael; le ofreció unos dineros para que dejara durante algún tiempo las labores del campo y le encargó vigilar muy cerca a la esclava. No bubo más invocaciones a los antepasados, pero ella volvió a tener aquellos lapsos en los que permanecía como ausente de todo lo que la rodeaba.

Había quedado con Bartolomé de Olabe en el despacho que mantenía en un primer piso de la curva de Erribera, y se dirigió hacia allí. A la espera de que las cosas fueran mejor, se había visto obligado a despedir a la docena de empleados que tenía antes de la destrucción del Echeide, quedando solo el abogado y un contable. El barco era su único negocio y las pérdidas habían sido cuantiosas, mayores de las esperadas. El asunto de la herrería seguía adelante, pero aún tendría que transcurrir un tiempo antes de obtener algún tipo de beneficio. Había llegado a un acuerdo con su suegro y ya se había levantado una forja al lado de su ferrería, pero el hombre era de la vieja escuela, poco dado a novedades. Tenía unos clientes fijos, a quienes suministraba barras de hierro y daba largas para que el taller echara a andar, entre otras razones por la necesidad de contratar a un par de hombres más. Aunque Olabe hablaba de fabricar rejas, mesas, ollas y demás utensilios de cocina, él estaba convencido de la necesidad de especializarse en algo concreto. Bilbao se estaba quedando pequeña, la población crecía cada año y pronto sería preciso construir más viviendas, incluso en la otra margen del Nervión. Había aprendido a escuchar conversaciones ajenas mientras buscaba a Itahisa, y seguía haciéndolo. Conocía los planes del Consistorio para construir nuevos edificios y una plaza nueva que sustituyera a la Plaza del Mercado. Harían falta clavos, herrajes, ejes, martillos y demás útiles de construcción. El proyecto no acababa de despuntar debido a la oposición de los grandes rentistas, que temían una bajada de los alquileres. Sin embargo estos tendrían que plegarse antes o después, y él ya le había echado el ojo a una propiedad en la anteiglesia de Abando, aunque debería esperar a recuperar su fortuna para poder adquirirla.

El abogado lo esperaba con buenas noticias. El María de la Esperanza había regresado de Cuba con una carga de azúcar, café, tabaco en polvo y algodón que ya había sido vendida en Cádiz. Anselmo, el cuñado de Martín Amaro, había escrito dando cuenta del viaje y enviando una larga lista detallada. Asimismo, le informaba de que sus ganancias habían sido depositadas en el banco de San Carlos de la capital gaditana. La misiva había llegado por la posta en una cajita de madera fina repleta de rapé y esta, a su vez, dentro de una caja más grande. En ella había también un folio doblado en cuatro y lacrado a nombre de Julián, por lo que el abogado no lo había abierto. Una sonrisa de contento alegró el rostro del jefe al romper el lacre y descubrir que el mensaje era de Amaro. Estaba bien y en buena salud, le decía. Tras el viaje a Brasil, habían navegado hasta Venezuela y, de allí, a Cuba, donde ambos parientes se habían encontrado por una de esas casualidades de la vida. Le informaba de que iba a llevar el antiguo Falcón a Oporto, pero que después viajaría a Bilbao y que ya lo buscaría.

—Bueno —dijo satisfecho—, parece que las cosas nos van bien después de todo.

—Me alegro —respondió Olabe sin atreverse a preguntar por el contenido de la carta.

—Por cierto, ¿seguís acudiendo a leer con mi mujer?

La pregunta dejó tan sorprendido al abogado que no supo qué responder.

—Id, os lo ruego. Sé que no fui cortés, pero no quisiera que Inexa dejara de aprender. A ella le gusta, y yo me siento más tranquilo sabiendo que cuenta con vuestro apoyo. Por cierto, ¿habéis pensado en aquello que os dije sobre la fabricación especializada de clavos y herrajes? Sigo pensando que es una buena idea y os pediría que fuerais a hablar con el tozudo de mi suegro, que no acaba de poner la forja en marcha. Seguro que a vos os escuchará más que a mí.

Olabe no salía de su asombro y asintió con la cabeza. Echaba de menos a Inexa. Pese a la desagradable escena presenciada y de que se había sentido utilizado, estaba deseando reanudar las veladas junto al fuego mientras leían y hablaban de literatura. Por ella se había convertido en un gran lector y había, incluso, adquirido algunos libros a través del comerciante ilustrado que le había prestado la primera novela, quien se los hacía traer de Madrid, si bien le confesó que algunas de las obras en su poder eran de las prohibidas por el gobierno de España, que llegaban por la Ría ocultas con tapas de historias de santos. Aquella misma tarde fue a ver a Antonio Ernani para hablarle del tema de la herrería, pero el hombre estaba ocupado atendiendo a tres caballeros que debían ser sus clientes y dejó dicho que volvería al día siguiente. A continuación se presentó en la casa Zautuola con un libro de sonetos en la mano, y la dueña lo recibió con una sonrisa de bienvenida que le hizo olvidar cualquier aprensión que sintiera al volver a verla.

—Espero que os guste —le dijo tendiéndole el volumen—, es un libro de sonetos.

—¿Este autor, Tomás de Iriarte, es alguien de por aquí? —preguntó ella tras leer el nombre del autor.

—Creo que sus antepasados procedían de Oñati, pero hace tiempo que emigraron a la isla de Tenerife. ¿Os ocurre algo? —inquirió preocupado.

El libro se había escurrido de las manos de Inexa al escuchar el nombre del lugar que estaba irremediablemente unido a su marido. Y a la mujer del cuadro.