Al no tener noticia de sus dos hombres, Juan Francisco González hizo averiguaciones y descubrió por fin el cadáver de uno de ellos en el depósito del hospital de los Santos Juanes. Aseguró que no era la persona que estaba buscando y así tener que evitarse los gastos del entierro. Del otro no había señal alguna. Fue a la pensión donde ambos se alojaban y tuvo que soltar un par de reales para obtener del dueño algo de información, que no fue mucha. La víspera había llegado un tipo, que no sabía quién era, en busca del otro, y los dos se habían marchado, no sabía a dónde. Después reclamó el pago por la habitación, pero González se dio media vuelta sin responder. No había llegado al primer piso cuando el dueño lo siguió blandiendo una estaca y amenazándolo a gritos con romperle la cabeza si no le pagaba. Lo esperó en el rellano y le arreó un bastonazo con tal fuerza que el hombre rodó escaleras abajo hasta el portal. Pasó por encima de su cuerpo y salió a la calle, limpiándose el polvo inexistente de las bocamangas de su casaca. Preguntó a continuación a un cuchillero que afilaba útiles en la plaza de Santiago dónde podría contratar gente de confianza, y este le indicó un garito en la calle de la Pelota de nombre «La Galera». No le llevó mucho decidirse por dos hombretones de aspecto fiero capaces de amedrentar a cualquiera. Eran primos y ambos mostraban igual vigor que cortedad de entendederas, perfectos para obedecer sin hacer preguntas. También contrató a otro, un individuo joven vestido con casaca listada ajustada al cuerpo y chaleco bordado, una elegancia que contrastaba en aquel ambiente tabernario, aunque un examen más detallado descubría a alguien venido a menos por algunas manchas de grasa, unos puños gastados y un descolorido pañuelo anudado al cuello. Estaba sentado junto al brasero, con un cubilete vacío en la mano y la mirada ausente.
—Señor, ¿permitís que os invite a una copa? —le preguntó.
Tuvo la impresión de que iba a negarse, pero debió pensárselo mejor al comprobar que la oferta partía de un caballero bien vestido y con modales, muy diferente al resto de los parroquianos, y asintió con un gesto de cabeza. En la primera ronda, el hombre dijo llamarse Fernando Diosdado, militar retirado. En la segunda, confesó que había sido expulsado por una trifulca en la que había resultado muerto su contrincante, hijo de un general. No lo habían ejecutado porque los testigos declararon que el muerto había iniciado la pelea, pero lo echaron, y no solo del ejército. Su propia familia no quiso saber más de él; lo acusaron de ser bueno para nada, de pendenciero, de andar siempre en trifulcas y de deshonrar el apellido. Era exactamente el hombre que estaba buscando, un tipo educado, con dominio de las armas y, más importante aún, con ganas de recuperar su posición. Haría lo que él le ordenara con tal de volver a vestir buenas ropas y a codearse con gentes de su nivel social.
Al rato, ambos salían de «La Galera» y se dirigían a la vivienda del paseo del Arenal después de entrar en un taller de sastrería, adquirir un atuendo completo y encargar otro. Aminata se ocupó de quitarle la mugre. Bañado, rasurado, vestido con ropa nueva y sentado a una mesa generosa en comida y bebida, Diosdado mostraba aires de hacendado, tanto que su ahora jefe hubo de recordarle que estaba a su servicio, y que el lujo tenía un precio. Le exigía su total obediencia si no quería verse de nuevo arrastrado por tabernas de mala muerte. El hombre, que no era tonto, entendió perfectamente por dónde iban los tiros. Esa misma tarde los dos acudieron al teatro de la calle Ronda a una representación de «El enfermo imaginario» de Molière. A la señora de Urruti no se le había quitado el disgusto de saber casado a Julián de Zautuola y los recibió en su palco con exageradas muestras de amistad, sobre todo cuando González presentó al apuesto joven que lo acompañaba, hijo de una de sus primas y con fortuna propia, mintió. Mientras Amelia y él hablaban en un aparte, se dejó galantear, olvidando a la criada negra que el tinerfeño tenía en casa. No le costó a este llevar la conversación hacia el tema que le interesaba.
—Imaginaos el bochorno al descubrir que el señor de Zautuola es un hombre casado —dijo tras explicarle cómo había conocido a su mujer en la tienda de paños de doña Geroma—, ¡y yo que había dejado a mi hija a solas con él!
—Lamento que la encantadora Amelia se viera en situación tan embarazosa, pero yo no me preocuparía —la tranquilizó—. No hay daño alguno en que dos personas conversen en una exposición.
—¿Cómo sabéis que estaban en la exposición de los Gortazar?
—Vos misma lo acabáis de decir —respondió él con aplomo, dejando a la mujer un tanto confundida—. ¿Y quién es la esposa de nuestro amigo? —le preguntó.
No supo responderle y se quedó con las ganas. Él también había ido al palacio para ver la colección de pinturas y, quizás, adquirir alguna para su casa de La Laguna. Acababa de entrar cuando vio llegar a doña Teresa Emilia acompañada de dos señoritas y se ocultó tras un panel a fin de no tener que saludarla y aguantar su cháchara. La siguió con la vista y observó que intercambiaba unas palabras con una pareja que se encontraba en el otro extremo y que no podía distinguir debido a la distancia y a la gente que se le cruzaba por delante. La mujer no tardó en salir, esta vez con su hija. Por su gesto enfadado y sus prisas, dedujo que la breve conversación no había sido del todo placentera. Curioso, se acercó para observar más de cerca al hombre causante del enojo de la dama, pero retrocedió al reconocer al bastardo de su enemigo. Los siguió, a él y a las dos jóvenes, hasta la caballeriza y vio partir la calesa con las dos mujeres dentro al tiempo que Zautuola daba media vuelta y volvía sobre sus pasos. Esperó aún un rato, hasta que ya no divisó su alta figura, y entró en el establo. El mozo tampoco supo darle razón. Las señoras habían llegado a primera hora de la tarde, su sirviente había dejado el coche y unas horas más tarde habían partido de nuevo.
—¿No sabes hacia dónde?
—Pues no. Pero, por la hora que es, muy lejos no han debido de ir…
—¿Y a nombre de quién han registrado la calesa?
—A nombre de doña Inexa Ernani.
No pudo sacarle nada más. Había decenas de pueblos y aldeas a poca distancia de Bilbao, se había informado, pero tampoco era cuestión de ir uno por uno buscando a la tal Inexa Ernani.
—¿No conoceréis por casualidad a una familia apellidada Ernani que vive en algún pueblo cercano? —se le ocurrió preguntar.
—No —respondió doña Teresa Emilia—, pero puede que mi marido sí.
Felipe de Urruti conocía a un tal Antonio Ernani, propietario de una ferrería que le surtía barras de hierro para vender en Holanda. Pero, le advirtió, era un apellido si no común, bastante conocido.
—No importa —le dijo—. Unos amigos de La Orotava, los Iriarte, me pidieron que saludara de su parte a la familia Ernani. Si no se trata de la misma, tal vez puedan informarme acerca de sus relativos.
Quedaron para el siguiente sábado; el señor de Urruti tenía que viajar a Pasajes por un asunto de un embarque y no regresaría hasta el viernes.
—¿Has conseguido sonsacarle algo a Amelia? —preguntó a Diosdado a la vuelta del teatro.
—Nada que no sepáis ya. El tal Zautuola no se deja ver a menudo, y ella incluso ignoraba que fuera un hombre casado.
—Sigue investigando y ten los oídos bien abiertos.
—Así será.
Aminata entró en su cuarto cuando ya estaba acostado, pero la envió de vuelta al suyo. No tenía ganas de perder el tiempo, debía centrarse en lo único que le importaba: acabar de una vez por todas con el hombre que lo importunaba desde hacía ¿cuánto? ¿Diez, quince años? Le daba igual. Lo único que tenía claro es que en aquella partida, el bastardo siempre había llevado las de ganar, aun cuando él hubiera hecho algunas buenas jugadas como la de acabar con el viejo. Siempre que se lo encontraba en el Puerto, o en las fiestas patronales, clavaba en él una mirada acusadora y, en una ocasión en plena plaza de La Orotava, se atrevió a acusarlo de la muerte de su hija. Cierto que la india, como él la llamaba despectivamente, lo atraía sobremanera. No había encontrado una mujer igual ni antes ni después de ella. Adentrarse en Dasil era penetrar en un mundo de sensaciones inenarrables que le robaban el sentido, tanto era así que llegó a preocuparse seriamente. Él no pertenecía a una familia de terratenientes y ricos descendientes de los primeros conquistadores y colonos de las islas. Había llegado a Tenerife con lo puesto y había logrado amasar su fortuna a base de trabajo y tragaderas, negocios de todo tipo y contrabando, pero la aristocracia local no acababa de aceptarlo como a un igual. Le echó el ojo a una hija del poderoso linaje Ponte y decidió mover sus hilos. No eran pocos los miembros de las viejas familias que le adeudaban préstamos importantes, y a algunos de ellos les ofreció condonar sus débitos a cambio de ser admitido en su exclusivo ambiente. Lo logró y, al poco tiempo, era recibido en fiestas, banquetes y bodas. Pero la presencia de Dasil en su vida resultaba un engorro. Al quedar embarazada, la envió a una propiedad que tenía en Garachico e iba a verla de vez en cuando, pero no era lo mismo yacer con una mujer escultural que con una preñada. Además, ella le reprochaba que no quisiera casarse, y continuamente lamentaba haberse entregado a él. En una de sus visitas, la encontró desnuda de cintura para arriba, en medio de un círculo pintado con tiza y rodeada de velas. Daba palmadas y decía palabras que él no entendía. No le cupo la menor duda de que estaba loca, o embrujada. Ya podía despedirse de sus planes si llegaba a saberse que tenía en su casa a una bruja; esperó a que naciera la criatura y, a continuación, la denunció al Santo Oficio. La encerraron y al cabo de unas semanas le informaron de que había muerto. No se presentó en la cárcel, mandó recado de que aquella mujer no era nada suyo y de que avisaran a su padre. El asunto llegó a oídos de los Ponte, que no volvieron a recibirle, y se esfumó toda posibilidad de emparentar con las familias linajudas. Podría haber buscado cualquier otra para esposa; cortejó, se acostó con unas cuantas, hizo promesas que no cumplió, pero los años transcurrieron y jamás encontró a alguien como ella. Itahisa se le parecía como una gota a otra, y también la pequeña Mati; las tres le pertenecían, había sacrificado su porvenir por aquella casta de encantadoras y no permitiría que el bastardo de Zautuola se apropiara una vez más de lo que era suyo.