Por primera vez, y durante un día, el señor de Zautuola hizo vida familiar. Se dio un vuelta por su propiedad acompañado por Paulino y Fermín para ponerse al corriente de la venta de la madera para las ferrerías, la ampliación del gallinero de Inexa, que ya contaba con más de cien gallinas ponedoras, la excavación de un pozo más grande, y otros asuntos. El muchacho no abrió la boca, pero él tampoco le dijo nada acerca del viaje a la villa; solo había obedecido las órdenes de su señora. También insistió en comer en la cocina pese a la desaprobación de Josefa, que no entendía el empeño de los señores en compartir mesa con los sirvientes; era como, si de alguna manera, se entrometieran en su dominio. No le hizo caso y disfrutó del puchero de alubias con chorizo y morcilla del que cada cual se servía a su gusto. Mati se sentó a su lado y le demostró que sabía comer sola, y hasta Fermín recobró el habla, y todos rieron con las historias que Paulino contó de cuando era marino.

Con su hijo en brazos, Inexa lo observaba entre sorprendida y desconfiada. Había sido una experiencia nueva despertarse y encontrárselo a su lado en la cama; él todavía dormía, y lo contempló a sus anchas durante un rato. Dormido parecía vulnerable; nada que ver con el altivo caballero que apenas le hablaba y le miraba desde su altura. Le gustaba más aquel Julián despeinado y sereno, con el esbozo de una sonrisa en los labios, que el otro, el que siempre estaba a la defensiva y no permitía que nadie franqueara el muro que él mismo había levantado a su alrededor. Quizás aún tenían tiempo de empezar la vida que ella ansiaba. Sin embargo, no se fiaba. Era un hombre impredecible; se marcharía como siempre, sin decir ni adiós, y no lo vería en semanas o meses. No fue así; se quedó, y, por lo visto, no tenía prisa en irse. Después de comer, salieron a dar un paseo en compañía de Mati; ascendieron hasta lo alto del Mandoia y disfrutaron del paisaje en una tarde soleada en la que la paleta de verdes se mostraba en todo su esplendor. Inexa descubrió la belleza que la rodeaba y en la que jamás se había fijado por haberla visto siempre allí, inmutable al tiempo, ajena a las penas o alegrías de los habitantes del valle. No había subido nunca al monte, ni a aquel ni a ningún otro, hecho que pareció divertir a su marido, quien se apresuró a indicarle los nombres de las cumbres, en especial el Gorbeia.

—Deberías saberlo tú, que crees en las brujas —se burló de ella—. Allí tiene una de sus moradas la diosa Amari; el Basajaun vive en los bosques que se extienden a sus faldas, y en las aguas de los ríos peinan las lamias sus cabellos.

—Padrino, ¿es una montaña mágica? —preguntó Mati, que no había perdido palabra—. ¿Como el Echeide? Esa diosa de la que hablas ¿es como el demonio Guayota?

—¿Dónde has oído esas historias? —le preguntó él, incómodo.

—Me las contaba Aminata. ¿Quieres oírlas?

Se había roto el hechizo. Fuera donde fuera, estaba atado a su pasado, y la niña de ojos azules que le miraba esperando una respuesta estaba allí para recordárselo.

—No —dijo, y echó a andar por la vereda abajo, seguido por Inexa y Mati, que no entendían su brusco cambio de actitud.

A medio camino, se detuvieron en el caserío de Andrés, que volvía en ese momento de la huerta con un cesto repleto de berenjenas y calabacines y que saludó a Julián como si solo hubieran transcurrido unos días desde su último encuentro, que iba ya para dos años.

—Mi mujer. Mi amigo Andrés —los presentó.

A Inexa le gustó aquel hombre que le sonreía como si la conociera de toda la vida, una especie de hermano mayor, o de tío, y que le ofreció un trago de sidra fresca.

—O de agua, si prefieres —añadió.

Se sentaron los tres bajo el zaguán mientras la niña corría a su aire por los alrededores del caserío; hablaron del tiempo, de las cosechas y de don Aureliano, quien, al parecer, estaba enfermo de muerte y había empeorado antes de la medianoche, según información de una vecina. No lo sabían. Julián no había vuelto a la iglesia desde el bautizo de Juan Miguel, y ella tampoco desde un año antes del nacimiento de su hijo.

—Visto que don Alfonsino no encontraba remedio, llamaron a Sebasti, la curandera, pero ni por esas. Es curioso cómo nos amarramos a esta vida cuando llega el momento de dejarla. El párroco debería de ser el más interesado en ver a Dios cuanto antes —rio Andrés.

—A ti tampoco te gustaría dejar este mundo. No te va mal aunque no tengas con quién compartirlo.

—No, no me va mal y, sobre todo, sé donde iré cuando muera.

—Al cielo, seguro —ironizó Julián.

—No exactamente.

Su amigo les recordó las creencias de sus antepasados acerca de los espíritus que, antes o después, dependiendo de su rectitud en la vida, encontraban el camino hacia la morada de Amari para un día renacer del vientre de la diosa, la tierra. Y sobre quienes, por el contrario, habían sido malas personas y vagaban para toda la eternidad en el cuerpo de una lechuza.

—Nunca he matado, no he robado, no le he hecho la puñeta a nadie, así que lo tengo fácil —concluyó entre risas.

—¡Lo que eres es un pagano! —rio Julián.

Su viejo Taoro también creía en una diosa llamada Chaxiraxi, la protectora, la nutricia, madre del sol y de la luna, al igual que la Diosa Madre de los antiguos vascos.

—Tras la conquista —le había dicho en una ocasión—, le cambiaron el nombre y la llamaron María de la Candelaria, pero es la misma la llamen como la llamen. Los ancestros no la representaban, porque ¿cómo personificar a la Señora del Mundo que sostiene el firmamento? Unos años antes de la llegada de los castellanos con sus armas y sus cañones, se apareció en Güímar con su hijo Chijoraji en brazos adoptando la forma de una imagen de madera, y la llevaron a la cueva de Chinguaro. Vino a avisarnos de lo que se avecinaba, pero los seres humanos somos incapaces de entender el lenguaje de los dioses.

Una vez más pensó lo curioso que era que dos pueblos separados por semanas de navegación tuvieran creencias parecidas, aunque hubiera sido en épocas lejanas, o no tanto. Al igual que Taoro, su amigo también parecía creer en ellas.

—¿Y tú, en qué crees? —preguntó a su mujer.

Inexa dio un respingo en la banqueta, se había quedado ensimismada escuchando a Andrés. Así pues, su madre estaba en lo cierto al decir que las lechuzas eran anunciadoras de la muerte; ella había visto una y el párroco había empeorado a la misma hora.

—¡Mirad! ¡Mirad lo que he encontrado!

Agradeció la interrupción de Mati, que llegaba corriendo por el sendero del bosquecillo cercano y le evitaba contestar a una pregunta cuya respuesta ignoraba.

—¿Qué es?

—No lo sé —respondió la niña excitada mostrando en su mano sucia de barro un objeto redondo ennegrecido por el tiempo.

—A ver…

Lo cogió, mojó el borde de su saya con un pequeño resto de sidra que todavía le quedaba en el cuenco de beber, y frotó el objeto con energía. Julián la observaba pasmado. ¿A quién se le ocurría usar la saya para limpiar una porquería, posiblemente un pedazo de herramienta o algo parecido? Tuvo que admitir, no obstante, que le resultaba muy atrayente ver a Inexa con la sobrefalda recogida encima de las rodillas y la punta de la saya lo suficientemente levantada para dejar ver parte de la pantorrilla. Ya eran dos las veces que había yacido con ella sin que el recuerdo se hubiera interpuesto entre ellos, y aquella noche sería la tercera.

—Parece una mariposa…

Se levantó de su banqueta como si un aguijón se hubiera clavado en su carne y le quitó el objeto de las manos.

—¿Dónde has encontrado esto? —preguntó a Mati con brusquedad.

—En una chabola vieja que hay en el bosque —respondió la niña intimidada.

Los dos hombres intercambiaron una mirada que a Inexa no le pasó desapercibida y, a los pocos minutos, los tres descendían por la vereda en dirección a la casa Zautuola, él delante, ellas detrás a bastante distancia.

No se repitió la entretenida reunión del mediodía, Julián pidió que le sirvieran la cena en su cuarto y ordenó no ser molestado. El pasado regresaba por mano de la misma criatura que había evocado al Echeide poco antes, solo que en esta ocasión sus fantasmas tomaban cuerpo allí mismo, en el valle. El medallón de plata con una mariposa grabada era el mismo que había regalado a la muchacha que lo hizo hombre, y cuya relación rompió el vínculo con sus padres y lo impulsó a abandonar la tierra de sus ancestros para embarcarse hacia lo desconocido.

Se amaron con el aturdimiento de sus jóvenes años; se encontraban en la chabola del bosque y creían que el mundo era suyo, que no importaba nada de lo que ocurriera fuera de aquellos cuatro tablones. No recordaba su rostro, ni su voz; no recordaba nada en especial, solo que le había regalado el medallón comprado en Bilbao, a un platero con tienda al comienzo de la calle Somera. Casi todos los medallones mostraban figuras religiosas de Vírgenes y Santos, excepto aquella, que tenía una mariposa, y no se lo pensó. Lo pagó con parte de lo obtenido por la venta de una oveja y tuvo luego que aguantar la bronca del padre, que le echó en cara haberla vendido por menos precio de lo estipulado. Ni se le ocurrió confesarle que las monedas que faltaban habían servido para comprarle un regalo a la joven con quien yacía cada vez que les decía que iba a ver a Andrés, quien estaba en el secreto y había jurado guardarlo. Sin embargo, tuvo que descubrirse el día que encontró a Mariana en un mar de lágrimas; estaba embarazada y su familia la había echado de casa. No tuvo que pensárselo, la cogió de la mano y se presentó con ella en el caserío. Los padres no dijeron nada, no hubo reproches, pero tampoco bendiciones. Durante seis meses ocupó un cuartucho en el sobrado, cuya puerta ellos cerraban con llave a la hora de la recogida, y no los dejaron solos ni un momento. Esperaba, confiaba que se ablandarían ante la idea de tener un nieto, pero no quisieron ni oír hablar de casamientos. Se puso de parto una noche de invierno, cuando el viento ululaba entre las ramas peladas de los árboles y la escarcha endurecía la hierba. Él quiso ir en busca de la partera, pero no se lo permitieron. Nadie debía saber que el hijo de la casa Zautuola era padre de un bastardo; el asunto era cosa de familia, aseguró el padre con voz ronca, y ellos se bastaban. No escuchó los gritos de la parturienta ni el llanto del recién nacido; la niña-madre murió antes de que su hijo naciera. Los enterró él mismo con lágrimas en los ojos en un rincón del establo y, antes de echar tierra encima, la madre apareció a hurtadillas y colocó entre las manos de Mariana su cruz hecha con ramas de fresno, la que guardaba para ahuyentar a las brujas. Pocos días después, él abandonó el valle sin despedirse y con la intención de no regresar jamás. Y allí estaba de nuevo.

Aquella noche, Inexa esperó inútilmente a que fuera a reunirse con ella en su habitación. No le había prometido nada, pero sus miradas durante la comida, mientras caminaban y le enumeraba los nombres de los montes, el tono de su voz, su risa y el roce de sus manos en algún momento… Luego recordó la nube que había oscurecido su mirada cuando la niña preguntó algo que ella no captó, y la forma en que le quitó aquel objeto roñado. No le había vuelto a dirigir la palabra y había cenado en su cuarto sin que ella lograra comprender su extraño comportamiento. Se durmió con una idea fija en la mente: preguntarle a Mati sobre aquello que tanto había indispuesto a su marido.

—El Echeide es un monte muy alto que hay en la isla en la que nací —le respondió la niña mientras ambas recogían huevos en el gallinero a la mañana siguiente—. Aminata me contó que tiene fuego por dentro y que allí vive un demonio llamado Guayota.

—¿Quién es Aminata?

—Mi aya. Ella sabe muchas historias. No nació en la isla, nació en otro lugar y sabe hacer magia.

—¿Magia?

—Sí. Una vez me dolía la tripa, y me frotó con una crema, dijo unas palabras raras, y se me pasó el dolor. Otra vez me curó con unas hierbas una herida que me hice en el dedo.

Inexa sonrió. Había visto decenas de veces a su madre y a la tía Angelita preparar ungüentos, jugos y pomadas para sanar todo tipo de males, desde un simple catarro hasta una hemorragia. Ella misma las acompañaba la mañana de San Juan en busca de hierbas y plantas que secaban en el altillo para después elaborar medicinas, y nunca había escuchado hablar de magia ni de cosa parecida.

—¿Y tu madre? —se atrevió por fin a soltar la pregunta que le quemaba la lengua.

—Es una princesa.

—¿Dónde está?

—En un lugar. Aminata me dijo que se marchó cuando yo nací.

—Seguro que cuida de ti allá donde esté. Y yo te cuido aquí —dijo dejando los huevos en el suelo y abrazándola con fuerza—. ¿Y cómo se llamaba tu madre?

—Itahisa.

Lo sabía, en el fondo lo sabía, pero quería oírlo. La niña era la hija de la mujer cuyo nombre él había gritado la noche en que engendró a Juan Miguel. No lo había vuelto a repetir, o al menos ella no se lo había escuchado decir, pero ahora sabía que su sospecha era cierta y, curiosamente, se sintió aliviada. Aquella mujer ya no estaba, y ella volcaría en Mati su amor de madre y, quizás con el tiempo, lograría que su marido la olvidara. Sintió cierta lástima por él y también una pizca de envidia. No era capaz de imaginar un sentimiento tan fuerte más allá de la muerte. Volvieron a la casa con el cesto lleno de huevos dispuestas a hacer un bizcocho, pero al entrar se toparon con Julián, quien, con un gesto del dedo índice, indicó a Inexa que lo siguiera a su escritorio. Había salido a caballo nada más levantarse sin tan siquiera beberse el café que Josefa le tenía preparado y regresado al cabo de un par de horas cuando todos en la casa creían que ya no lo haría, acostumbrados como estaban a verlo desaparecer sin más explicaciones.

—Mati se va a vivir a la casa Ernani sin más tardanza. He hablado con tus padres, y ellos están de acuerdo.

—¿Por qué?

—Es lo mejor para ella.

—¿Por qué? —insistió Inexa.

—Porque está en peligro.

Ante su gesto de extrañeza, le habló del hombre llegado desde la isla, un hombre sin escrúpulos que haría lo posible para llevarse a la niña.

—¿Por qué iba a llevársela?

—Porque es su abuelo, y ella es su única heredera. Ya ha matado a varias personas y no se detendrá hasta lograr su propósito.

—¿Y vos no tenéis nada que decir? ¿No sois acaso su padre? —le reprochó.

Julián no respondió, recogió una carpeta con documentos y volvió a salir de la casa. Antes de montar en su caballo, ordenó a Paulino, en un tono de voz lo suficientemente alto para que ella lo oyera, que la niña fuera llevada de inmediato a la casa Ernani y le repitió que a nadie se le permitiera la entrada en Zautuola, excepto al señor Olabe.

Inexa lo vio partir al galope como si huyera de algo, o de alguien. Volvía a ser el desconocido que aparecía y desaparecía de su vida cuando menos lo esperaba. Era ciertamente exasperante vivir con un hombre tan complicado que no se dejaba querer. Y desde luego, no pensaba llevar a Mati con sus padres, ahora que sabía que era huérfana por partida doble puesto que Julián, desde luego, no le demostraba ningún afecto paternal.