Muy en contra de la opinión de Josefa, quien opinaba que no era decoroso que una señora casada y madre de un hijo anduviera por ahí sola, Inexa decidió bajar a Bilbao, a comprar tela para una falda y un corpiño. Bartolomé de Olabe le había informado de que su marido no tenía intención de regresar al valle por el momento, así que tampoco tendría que enfrentarse a sus reproches. El abogado no había vuelto a leer con ella tras su visita al piso de Julián y la posterior escena de la cual había sido testigo; lo notaba tenso y no quiso pedirle que la acompañara. Ordenó a Fermín que dispusiera el coche de caballos para el sábado siguiente y, para tranquilizar a su madre y a la sirvienta, invitó también a Felisa. Eligió uno de los vestidos sin estrenar que colgaban en el armario, uno de color lila claro con el talle alto y una gran lazada a la espalda, una chaquetilla bordada y un bolso de tela a juego. También le dijo a Evelina que le peinara con gracia un moño flojo y le hiciera unos rizos con las tenacillas. La moza se esmeró a su gusto y al de Josefa, que no pudo sino alabar la habilidad de su hija y admirar el resultado. Insistió, sin embargo, para que su señora se pusiera los pendientes de brillantes, e Inexa accedió, no sin reticencias. No se los había puesto ni una vez porque no quería olvidar que eran el precio de su atropello, pero tuvo que reconocer que eran una preciosidad y que le sentaban muy bien. También se puso el anillo de pedida, no así el collar, que le pareció demasiada ostentación. Convenció a Felisa para que eligiera un vestido y, aunque costó, al final su amiga se decidió por uno verde a juego con un mantón con el que se cubrió la cabeza.

—¿Y yo, qué? —preguntó la pequeña Mati, testigo de toda la operación.

—Tú otro día, cariño —le respondió.

—¿Por qué no puedo ir con vosotras?

—Porque entonces ¿quién cuidaría a Juan Miguel?

La niña no pareció quedar muy conforme con la respuesta y le hizo prometer que, a su vuelta, le traería un regalo.

Al llegar a la villa, Inexa dejó que Fermín se encargara de la calesa y del caballo, le dio unas monedas y quedó con él a las siete en el puente de San Antón. Después, las dos jóvenes se internaron por las bulliciosas calles llenas de gente; compraron una bolsa de caramelos de raíz de malvavisco en la confitería Santiaguito, en la calle de La Tendería, y preguntaron por un comercio de tejidos a una mujer que hacía encajes en un portal. Esta les indicó una lonja bajo los soportales de Erribera, donde, aseguró, había paños como para forrar un palacio entero. El local, en efecto, era grande y estaba repleto de expositores y mercancías extendidas sobre los mostradores para que pudieran ser examinadas con facilidad. El muestrario era infinito: telas de algodón, seda, satén, raso, lino, batista, brocatel, cretona, muselina, tafetán; lisas, a rayas, floridas, con filigranas o bordados complicados. No faltaba nada que una persona adinerada o humilde no pudiera encontrar, y dos dependientes atendían a la clientela bajo la vigilante mirada de doña Geroma, la dueña, una mujer joven que no perdía de vista ni a clientes ni a empleados.

—¿Buscáis algo en especial? —preguntó a Inexa.

—Bueno… ¡hay tanto donde elegir! —respondió esta.

—La cuestión es saber lo que se busca. ¿Deseáis tejido para una gala, o para algo más informal; para confeccionar ropa interior, una mantelería o unas cortinas?

—Quisiera algo sencillo, para vestir en el campo.

Doña Geroma la observó con atención. A simple vista, aquella joven no era una moza de caserío. Reconoció en su ropa la hechura del taller de costura La Charinera, que no era precisamente barato, y tampoco lo eran los brillantes que llevaba en las orejas, pero no recordaba haberla visto antes por allí, y ella gozaba de una muy buena memoria.

—¿Poseéis casa en el campo?

—Vivimos allí, sí.

—Muy bien. Tenemos unas telas de algodón fino que quizás os gusten, señora ¿de…? —preguntó señalando la alianza que Inexa llevaba en el dedo.

—De Zautuola.

—¿Zautuola? ¿No será de Julián de Zautuola?

La pregunta había partido de una mujer que examinaba unas batistas en el mostrador de al lado.

—Pues sí…

La joven se arrepintió de inmediato al constatar la estupefacción plasmada en el rostro de la mujer. Se dijo que no debía haber dicho nada, ¿qué le importaba a nadie quién era su marido? Su orgullo había sido más fuerte pero, a fin de cuentas, era la esposa de Julián y no tenía por qué ocultarlo. La excusa de la tela no había sido más que eso, una disculpa para acercarse a la villa y, tal vez, incluso encontrarse con él. Le demostraría que podía moverse a su antojo y que no era su intención permanecer encerrada en la casona mientras él llevaba otra vida en Bilbao. Ahora ya no le parecía una idea acertada.

—Volveremos en otra ocasión. Buenas tardes —musitó a una sorprendida doña Geroma.

Hizo una seña a Felisa, y las dos salieron del comercio a toda prisa.

—¡Señoras! ¡Esperad!

La mujer de las batistas había salido tras ellas.

—Perdonad mi asombro —dijo—. Mi nombre es Teresa Emilia de Lezama, soy la esposa de don Felipe de Urruti.

Vuestro marido y el mío tienen negocios juntos, e ignoraba que estuvierais en la villa.

Inexa no sabía qué responder; se sentía incómoda y no le gustaba la sonrisa de aquella señora que parecía desnudarla con la mirada.

—Venid, me gustaría enseñaros algo.

Sin tiempo para reaccionar, la joven se vio asida por un brazo y literalmente obligada a avanzar, mientras Felisa las seguía por detrás como un corderillo. La mujer caminaba a paso rápido, saludaba a diestra y siniestra, pero no la soltaba e intentaba averiguar, sin conseguirlo, dónde residía su presa. ¿Cómo podía ser posible? Julián de Zautuola no había hablado para nada de una familia, y, de pronto, aparecía aquella mosquita muerta asegurando ser su esposa. Seguro que se trataba de una embustera, aunque quizás había en alguna otra parte un hombre con el mismo nombre y apellido. Luego recordó las largas ausencias de Zautuola, y aquellos pendientes, y aquel anillo de brillantes… únicamente alguien con dinero podría haberlos comprado. Si era verdad, si la desconocida era su mujer, el honor de Amelia estaba en entredicho por haber sido vista en compañía de un hombre casado. Los había dejado solos en la exposición, puesto que a ella el arte no le interesaba en absoluto y prefería ir de compras. Además, así el caballero tendría la oportunidad de descubrir los muchos encantos de su hija; a ver si de una vez se decidía a cortejarla. Esperaba llegar a tiempo y que todavía estuvieran viendo las pinturas, porque, de lo contrario, jamás se lo perdonaría a sí misma.

Llegaron sin resuello al palacio de la calle Camino de Santiago, y doña Teresa Emilia se detuvo a la entrada del bajo donde los Gortazar exponían su importante colección de pinturas. Pasó revista a toda la sala y, finalmente, se dirigió hacía uno de los extremos, siempre sin soltar el brazo de Inexa. Ni siquiera echó una ojeada a los cuadros de Miguel Ángel, Holbein, Rubens, Le Brun y de un buen número de grandes artistas que componían la colección, algunos de los cuales habían sido puestos en venta para paliar el despilfarro del hijo mayor que ya se había gastado una parte importante de la fortuna familiar.

—Ah, estáis aquí —dijo casi sin aliento—. ¡Mirad con quién me he encontrado!

Julián y Amelia contemplaban unos retratos y se giraron a un tiempo. El gesto ligeramente desconcertado de él y, sobre todo, el temblor que notó en el cuerpo que mantenía pegado al de ella fueron muestras suficientes para convencerla de que sus temores eran ciertos.

—Querida hija, te presento a la esposa de nuestro amigo aquí presente —dijo en un tono de voz que no dejaba dudas en cuanto a su disgusto.

La joven sintió que le temblaban las rodillas y se apoyó en su acompañante. Doña Teresa Emilia soltó por fin el brazo de su presa, asió con brusquedad la mano de su hija, dirigió una mirada furibunda al causante de la molesta situación y ambas abandonaron el local.

Julián las siguió con la vista hasta que desaparecieron y luego volvió los ojos hacia Inexa. La observó curioso durante unos instantes y no supo si su desconcierto se debía a verla allí de forma tan inesperada o a su aspecto. Ciertamente parecía otra persona, una vez más. Le intrigaban aquellos cambios de personalidad según las circunstancias. La mujer callada, apenas visible, de la hora de la cena podía transformarse en una joven arremangada y respondona y, por lo que comprobaba en aquel momento, en una señorita elegante que en nada se diferenciaba de la propia Amelia, al menos en apariencia. Parecía muy interesada en el retrato de un rey que tenía enfrente, pero se mordisqueaba el labio inferior como una niña cogida en falta, y él frunció el ceño. Su presencia en Bilbao los ponía a todos en peligro, en especial a la pequeña Mati.

—¿Le has dicho dónde vivimos? —le preguntó acercando la boca a su oído.

Ella negó con la cabeza, pero continuó con los ojos fijos en el cuadro. Julián la cogió por el codo y se la llevó afuera, seguidos por Felisa, que se había mantenido en un segundo plano, y por las miradas curiosas de varias personas a quienes la escena con las Urruti no había pasado desapercibida.

—¿Quién os ha traído? —le preguntó ya en la calle.

—Fermín. Nos espera junto al puente de San Antón.

Caminaron en silencio hasta llegar al lugar. El muchacho estaba entretenido contemplando el paso de las barcazas por debajo del puente y cambió de color al ver a su patrón con cara de pocos amigos; los guio hasta la caballeriza y sacó la calesa.

—Jamás, ¿me oyes? Jamás se te vuelva a ocurrir dejar el valle sin que yo lo sepa —susurró al ayudar a Inexa a subir al coche—. Ya hablaremos tú y yo —le dijo después al mozo.

Las dos jóvenes no dijeron una palabra durante el trayecto de regreso. Felisa se sentía verdaderamente incómoda y se prometió no volver a acompañar a su amiga. El señor de Zautuola la aterrorizaba, y eso que nunca había intercambiado más allá de un saludo; esta vez ni siquiera eso. Por nada del mundo quería encontrarse de nuevo en situación parecida. Inexa, por su parte, era incapaz de apartar de su mente la visión de Julián en compañía de la mujer de cabellos rubios, que había estado a punto de desmayarse al conocerla. Estaba claro que tanto esta como su antipática madre ignoraban que él estuviera casado. ¿Acaso se avergonzaba de ella? ¿Acaso no le había dado el hijo que deseaba? ¿Por qué motivo la mantenía apartada y la humillaba de aquella manera? No dejó de pensar y de hacerse preguntas hasta llegar a la casona, y ni los aspavientos de Mati, que la recibió dando saltos de alegría al recibir la bolsa de caramelos, ni las sonrisas de su pequeño al verla fueron suficientes para hacerle olvidar el mal trago. Subió a su habitación, se quitó el vestido y guardó los pendientes en su caja; no volvería a ponérselos nunca más.

—Me ha dicho Fermín que al amo no parece que le haya gustado encontraros en Bilbao —le comentó Evelina cuando fue a abrirle la cama.

No respondió; a ella tampoco le había gustado encontrárselo a él con otra mujer.

Al rato, la casa estaba en completo silencio, pero no conseguía dormir y se levantó; se asomó a la ventana y aspiró el aire de la noche, que olía a humedad y a leña quemada. La bruma velaba las luces de los caseríos vecinos, escuchó el galope de un caballo que se desvanecía en la noche, y una lechuza pasó volando tan cerca que habría podido tocarla con tan solo alargar la mano. Sintió un escalofrío y cerró la ventana a toda prisa. Su madre y la tía Angelita aseguraban que las lechuzas anunciaban la muerte o, en todo caso, una grave enfermedad en los vecindarios por donde pasaban. Cogió el candil y entró en el cuarto de los niños para comprobar que todo estaba bien. Profundamente dormidos, Evelina rodeaba a Mati con un brazo y con la otra mano sujetaba la cuna de Juan Miguel. Suspiró. Habría deseado estar en su lugar; echaba en falta un hombro en que apoyarse, una mano a la que asirse, alguien en quien confiar su sueño al igual que sus niños confiaban en la muchacha. Volvió a su habitación, y a punto estuvo el candil de caérsele de las manos. Julián la esperaba en pie junto a la cama. Con el cabello revuelto, la camisa abierta y luz de la vela reflejándose en sus ojos oscuros, era la imagen de las apariciones de ultratumba, de los espíritus atormentados que vagaban por la tierra sin encontrar el camino a la última morada sobre los que hablaban los viejos del valle. Lo vio avanzar hacia ella, incapaz de moverse de la impresión, y solo reaccionó cuando le quitó el candil de las manos, lo depositó sobre la mesa de noche y la atrajo hacia él.

—No puedes —protestó—, no puedes aparecer así, de repente, cuando a ti te da la gana y hacer lo que quieres.

—Sí que puedo —le respondió apretándola contra él—. Todo el mundo sabrá en Bilbao que eres mi mujer; ya te has encargado tú de contarlo.

—Eso no te da el derecho a…

—Me da todos los derechos.

Intentó separarse de él, pero no podía soltarse del abrazo que la sujetaba; incluso pensó en gritar pidiendo ayuda a los sirvientes, pero, una vez más, se vio arrastrada al lecho y, al igual que tan solo unos días antes, su cuerpo vibró de deseo. Olvidó la humillación sufrida delante de Olabe, a la mujer rubia de Bilbao, y también a la del cuadro. Y olvidó su propósito de no volver a permitir que él la tocara.

Evelina no ocultó su sorpresa al ir a correr las cortinas a la mañana siguiente y encontrar al amo dormido en la cama de su mujer. Salió tan silenciosamente como pudo y bajó a contarle a su madre lo que acababa de descubrir.

—Así tiene que ser —respondió Josefa.