Ximeno no tardó en percatarse de que su señor estaba siendo vigilado; tampoco le resultó difícil. Todas las mañanas se despertaba temprano, descorría los cortinones del salón, observaba la calle y a continuación bajaba a la tahona a por pan recién hecho para el desayuno. Le llamó la atención la presencia de un tipo desconocido, no porque lo fuera, a fin de cuentas no conocía a todos los vecinos, sino porque estaba apoyado en la esquina, junto a los Chorros de San Miguel. La fuente había sido recientemente remodelada con tres caños adornados con cabezas de león que la gente empezaba a llamar «del perro», quizás por confusión o tal vez por la ironía que caracterizaba a los bilbaínos. El hombre parecía estar esperando a alguien, pero lo pilló un par de veces levantando la vista hacia sus ventanas. A la vuelta de la tahona, seguía en el mismo sitio y, a eso del mediodía, lo vio hablando con otro que ocupó su lugar. No informó a Zautuola, pues este le había dicho que debía revisar unos documentos y que aquel día no tenía intención de salir, y quería cerciorarse de que sus sospechas eran ciertas. Oculto tras los visillos de hilo, no perdió de vista al segundo individuo, quien, a su vez, volvió a ser reemplazado por el primero al caer la noche. A la mañana siguiente se repitió la operación, pero con un añadido. Lo vio hablando con Maridominga, la mujer que atendía la casa y que acostumbraba a llegar antes de que las campanas de Santa María llamaran a misa de ocho.
—¿Echándote novio? —le dijo con sorna cuando ella entró en el piso—. Te he visto en buena charla con un hombre no mal parecido…
La mujer, abuela de cuatro nietos, se echó a reír.
—¡Quita, quita! —exclamó—. A mi edad ya no está una para enseñar los entresijos.
—¿Y qué quería?
—Saber si conocía… ¿a que no sabes a quién? ¡Al señor! Me ha dicho que su amo acaba de llegar de Madrid y desea entrevistarse con él. Supongo que por el asunto ese del barco… También me ha preguntado si tiene mujer e hijos, o nietos. Ya le he dicho, ¿don Julián hijos y nietos? ¡Ni poniendo una vela a Santa Rita!
Maridominga aseguró que el desconocido le había preguntado lo menos tres veces si el señor estaba en la casa y también si había una niña.
—Ya le he respondido la primera vez que sí, que don Julián está y que no hay ninguna niña aquí, pero él dale que te dale. A lo mejor es que está un poco sordo…
—¿Y te ha dicho cuándo piensa su amo venir de visita?
—Pues no…
Ximeno no quiso seguir preguntando a la mujer, hizo un par de bromas y fue a informar a su jefe. Juntos contemplaron durante un rato al individuo y, a continuación, Zautuola se vistió para salir y bajó a la calle. Se detuvo delante de la fuente de los caños como cavilando acerca de la dirección a tomar y finalmente se dirigió a la Plaza del Mercado. El hombre dudó entre seguirlo o avisar a su patrón, pero, finalmente, decidió lo primero. En ningún momento se dio cuenta de que él era a su vez seguido.
El cielo amenazaba lluvia, pero dicha amenaza no parecía inquietar al numeroso gentío que abarrotaba la plaza. Merluceras, tocineras y cordederas competían por ver quién pregonaba más alto las excelencias de sus productos; verduleros y fruteros negociaban los precios con sus clientes; los barberos sacamuelas se afanaban en su labor, mientras los vendedores de elixires y remedios milagrosos intentaban hacerse oír en medio del bullicio. A él le gustaba aquel ambiente en el que gentes acomodadas, artesanos, vendedores, campesinos y mendigos se mezclaban durante unas horas; le venía a la memoria cuando, mozo, acompañaba a sus padres al mercado de Santo Tomás, que duraba tres días enteros. Dormían junto a las ovejas y la lana que llevaban a vender, pues siempre había quien lograba robar algo pese a la vigilancia de los guardas. Se detuvo ante un puesto de caracolas que el vendedor aseguraba provenían de las Indias, «joyas del mar» las llamó, y sintió una punzada al recordar la que había regalado a Itahisa, de nácar rosado, y que encontró hecha añicos al entrar en la casa después de que hubiera sido secuestrada por los hombres de González. Pagó sin molestarse en regatear el real de plata que le pedía por una muy parecida y se la guardó en el bolsillo de la casaca. En ese momento, el cielo se abrió y cayó una tromba de agua acompañada de rayos y truenos. El barullo que se organizó fue tremendo; clientes y curiosos corrieron a resguardarse bajo los soportales mientras los dueños de los puestos intentaban salvar sus mercancías. Él entró en el edificio del Consistorio, junto a San Antón, en cuyo segundo piso se hallaba instalado el Consulado y la Casa de Contratación.
—¡Señor de Zautuola! ¡Dichosos los ojos!
Felipe de Urruti se encontraba en compañía de varios hombres y se dirigió a él con una amplia sonrisa; se interesó por lo ocurrido con el Echeide, le recomendó los pasos a seguir para obtener una nueva licencia con prontitud y le presentó a sus acompañantes, todos navieros y hombres de negocios, en especial uno a quien conocía demasiado bien.
—Don Juan Francisco González, quien acaba de llegar de la isla de Tenerife con intención de establecer relaciones comerciales en el Señorío —le informó—. El señor de Zautuola.
Ambos se miraron sin decir una palabra.
—Lo siento, me esperan —se disculpó Julián, saludó llevándose la mano derecha al ala de la chistera y dejó al grupo para entrar en uno de los despachos.
—No es un hombre muy sociable —oyó decir a Urruti.
Al salir al cabo de media hora, los hombres ya no estaban. Había dejado de llover y bajó a la calle, topándose con un gran revuelo a pocos pasos de la puerta del Ayuntamiento.
—¿Qué ocurre? —preguntó al vendedor de caracolas.
—Se ha muerto alguien —respondió este, más preocupado en evitar que la gente le tirara el puesto que en el difunto.
No sin cierto esfuerzo, logró hacerse un hueco y colarse entre la gente que rodeaba al cadáver. Los guardas del mercado trataban de dispersar a los curiosos a la espera de que llegara el médico del hospital de los Santos Juanes, pero no había manera. Nadie conocía al hombre tirado boca arriba en medio de un charco de agua, pero todos daban su opinión sobre lo que debía de hacerse y se negaban a abandonar el lugar. A primera vista parecía que había sufrido una apoplejía o algo por el estilo, si bien un examen más atento descubría un agujero en su camisa, a la altura del estómago, con apenas unas gotas de sangre a su alrededor. Zautuola observó el cuerpo durante unos instantes y, después, se marchó de vuelta a casa.
—¿Y el otro? —preguntó a Ximeno cuando este llegó al poco.
—No hay señales de él, pero no puede andar muy lejos.
—Búscalo. A estas horas González sabrá que estamos alertas y que no nos andamos con chiquitas.
—Así se hará, señor —respondió su hombre y salió de nuevo a toda prisa.
Julián oyó cerrarse la puerta del piso a media tarde, la hora en la que Maridominga se marchaba después de recoger la cocina y dejar preparada la cena, y se acercó a la ventana para comprobar si el segundo hombre estaba junto a los caños. No estaba. Tampoco estaban las mujeres que acudían a la fuente a por agua y aprovechaban para charlar llenando el espacio de voces. La calle estaba completamente vacía; nubes de un tono negro y amarillo amenazador cubrían el cielo, y la lluvia volvía a caer con fuerza haciendo temer lo peor. Tan sólo un año antes había tenido lugar un «aguadutxo», como lo llamaban los bilbaínos en tono jocoso, que había sacado de su cauce las aguas del Nervión, inundando las lonjas y arruinando a muchos comerciantes.
También llovía el día en que, por segunda vez, se llevó a Itahisa.
Durante semanas, acudió a la casa Iriarte dispuesto a comportarse como se esperaba de él. Se sentaba en una butaca, tomaba un bebedizo de agua caliente con hierbas que los ingleses habían puesto de moda, y que a él le desagradaba profundamente, y soportaba las conversaciones de su anfitriona y de las amistades de esta. También las acompañaba a misa y esperaba a que salieran tras visitar a las monjas sin que en ningún momento pudiera estar a solas con Itahisa y sin que ella dejara de mirarle como si fuera un desconocido. Era tal su desazón que un día, a la vuelta de su acostumbrada visita, se abrió a su amigo y protector; le confió su desesperación sin futuro y le comunicó que pensaba regresar a su tierra, donde, al menos, no respiraría el mismo aire que la mujer a quien amaba con locura y que, quizás sin desearlo, lo estaba consumiendo con su indiferencia. Debilitado por la enfermedad que lo llevaría a la tumba, Pascual lo escuchó sin decir palabra. En el claroscuro del atardecer; tuvo la impresión de que se le humedecían los ojos al oírle hablar de su partida. Sabía que lo quería como a un hijo, él también lo respetaba y no quería hacerle daño, pero no podía evitarlo; su dolor era más fuerte que su cariño hacia él. Al ver que no respondía ni le daba su opinión, pensó que se había quedado dormido, pero no era así. Aquel día hablaron como no lo habían hecho nunca, se confesaron aciertos y desatinos, rieron, se bebieron media garrafa de ron y fumaron a pesar de que el médico se lo había prohibido al enfermo. También hicieron planes.
Dos semanas más tarde, a la salida de misa, un domingo en que, como venía haciendo, acompañó a las dos mujeres y a una doncella de la señora, le dijo a doña Bárbara que había quedado con el cochero de una calesa de cuatro plazas que esperaba a unos pasos, por si le apetecía dar una vuelta hasta el lugar llamado Punta Brava. El calor era sofocante y sugirió que un paseo por la costa les sentaría bien y aliviaría la tremenda sensación de bochorno que todos sentían, dejando caer que incluso podrían llegarse hasta Los Realejos. No tuvo que insistir demasiado. La idea de visitar a las tres hijas monjas que tenía en el convento de las agustinas recoletas de esta última población y las gotas de sudor que perlaban su frente convencieron de inmediato a la viuda de Iriarte. Durante el trayecto, él habló más que nunca de su tierra, de sus paisajes y costumbres, de su vieja lengua; del viaje de pesadilla que lo había llevado a bajarse del barco en el Puerto de la Orotava; y de su familia. Transformó la realidad, hizo ricos propietarios rurales a unos sencillos campesinos, los hizo padres de tres hijos de los cuales él seria el menor; razón por la cual habría decidido emigrar a las Américas. Doña Bárbara estaba tan entretenida escuchándolo que para cuando se dio cuenta, habían atrás Punta Brava y también Los Realejos y se hallaban a poca distancia de San Juan de la Rambla. El cielo, completamente azul al iniciar el paseo, se había cubierto de nubes oscuras, muy parecidas si no iguales a las que ahora veía a través de la ventana, y las gotas empezaban a caer. En ese momento, mandó parar al cochero, asió a Itahisa de una mano y la obligó a bajarse de la calesa.
—Lleva de inmediato a las señoras al convento de Los Realejos —había ordenado al hombre, dirigiéndose luego a la anciana—: Lo siento, doña Bárbara, pero mi mujer y yo seguimos otro camino. Muchas gracias por vuestra ayuda.
Todavía recordaba la cara de estupor de la viuda de Iriarte, y cómo había girado la cabeza para verlos hasta que los perdió de vista mientras el coche se alejaba. También recordaba la cara de Itahisa, o más bien sus ojos. La luz se hizo en ellos devolviéndole la paz, y ambos se perdieron en un beso apasionado en el momento en que la lluvia caía con fuerza sobre ellos.
Ximeno encontró a su jefe tumbado en la cama, la mirada fija en el cuadro, la caracola rosada entre las manos, y tuvo que carraspear para que él advirtiera su presencia. Julián se levantó de un salto y se pasó las dos manos por el cabello, como queriendo ahuyentar sus pensamientos.
—¿Y bien? —preguntó.
Poco después estaban sentados a la mesa de la cocina tomando una taza de café, y Ximeno informaba a su patrón. Había encontrado al segundo individuo después de indagar durante varias horas en el puerto, en los astilleros y en los tugurios concurridos por extranjeros y marinos de otros lugares sin encontrar pista alguna sobre él. Finalmente, se había acercado por la caballeriza y su confidente le había informado de que los cocheros del tal señor González habían vuelto por el establo a la mañana siguiente de su llegada para decirle que se alojaban en el cantón entre La Tendería y Artekale, y que debía avisarles en caso de que hubiera algún problema con los animales. No le costó averiguar dónde se encontraba la pensión, un antro en un segundo piso cuyo dueño ni le miró al preguntarle si había allí alojados dos forasteros de fuerte complexión y acento de otra tierra; se limitó a indicarle con un gruñido la última habitación de un pasillo oscuro y mugriento. El tipo dormía en un catre con la ropa puesta; lo despertó de un bofetón y le colocó la punta de su cuchillo en la nuez. En aquellos momentos viajaba hacia Estocolmo, atado y amordazado en la bodega de un mercante que transportaba mineral de hierro.
—El piloto me debía un par de favores —concluyó Ximeno.
Julián observó a su hombre con curiosidad. Llevaba trabajando para el algo más de cuatro años, desde su regreso. Los dos viajaban en el mismo barco, aunque él lo hacía en un habitáculo cerrado que le producía una gran sensación de ahogo, y pasó todo el viaje en cubierta, donde se conocieron. Ninguno era muy hablador, por lo que permanecían en silencio la mayor parte del tiempo, absortos en la contemplación del mar. No obstante, llegó a saber algunas cosas sobre él. Había sido marino en un bacaladero, también contrabandista, y había luchado durante la guerra de la independencia de las colonias inglesas de América a las órdenes de Doussinague, un corsario de Bidarte. Volvía a su tierra con la intención de establecerse y buscar un trabajo como guarda en los astilleros o en las minas de Somorrostro, de donde era natural. No se le habría ocurrido ofrecerle trabajo si no llega a ser atacado en la escala que el barco hizo en A Coruña. Con ganas de pisar tierra firme y de olvidar por un día el régimen de a bordo, se dirigía a una taberna del puerto cuando fue asaltado por dos ladrones que le amenazaron con una navaja y exigieron les entregara la bolsa de las monedas. Antes siquiera de haber podido reaccionar, Ximeno se colocó entre él y los asaltantes; a uno de ellos le rebanó dos dedos con su cuchillo y al otro le marcó la mejilla de un tajo. Los dos salieron corriendo mientras él limpiaba la hoja del cuchillo en sus pantalones, después lo saludó con un gesto de cabeza y se marchó dejándolo atónito. Ni siquiera se había percatado de que lo seguía, o quizás es que ambos llevaban el mismo camino. De vuelta en el barco, le preguntó si quería trabajar para él y desde entonces lo seguía como una sombra allá donde fuera; siempre estaba cuando lo necesitaba, aunque no lo viera por ninguna parte. Supo que había sido él quien había matado al individuo de González en la Plaza del Mercado con tan solo mirar la herida limpia que presentaba el cadáver. No estaba seguro de aprobar acciones tan extremas, pero le vino a la mente la imagen de su querido Taoro degollado delante de su cabaña, y pensó que la ley del Talión bien podía aplicarse en este caso.
—¿Y el hijo de perra? —preguntó Ximeno.
—Esperemos a ver qué hace. Ahora sabe que nosotros sabemos.
Había dejado de llover, y decidió dar una vuelta para comprobar que la tormenta no había causado daños en su despacho de la calle Erribera. Después entró en el establecimiento Rovina y se topó con el matrimonio Urruti y su hija. No pudo negarse a compartir con ellos una taza de chocolate acompañada por unos pastelitos de arroz. Y en buena hora. Doña Teresa Emilia le contó que González había alquilado un piso de nueva construcción en el Arenal, cerca de la iglesia de San Nicolás. Al parecer, había decidido quedarse en Bilbao durante una temporada pues tenía negocios que atender, según había dicho, algo que al señor Urruti le había sorprendido puesto que, a su llegada apenas unos días antes, el caballero había afirmado no conocer a nadie en la villa.
—Y, además, tiene una esclava negra —comentó escandalizada su mujer—, que seguro que está con él para algo más que para hacerle la comida.
—¡Madre!
Julián sonrió. La pobre Amelia acababa de ver desaparecer otro posible pretendiente; le tendió el plato con los pastelillos de arroz y prometió acompañarla a la exposición de cuadros que iba a inaugurarse en los bajos del palacio Gortazar de la calle Camino de Santiago.