Juan Francisco González montó en cólera en cuanto supo que El Falcón había desaparecido y se lio a bastonazos con el mensajero, uno de sus marinos. El hombre había ido al embarcadero temprano por la mañana y, al no ver ni rastro de la fragata, acudió al jefe de los estibadores, que no supo darle razón. Fue entonces a hablar con el capitán del puerto, que tampoco podía explicarse la desaparición como por arte de magia de una nave de trescientas toneladas. El revuelo que se organizó fue enorme. No hubo valiente que se atreviera a comunicárselo al propietario, conociendo su carácter irascible, y la embarazosa misión recayó sobre el desgraciado, quien sufrió en propias carnes el furor de su patrón. Este mismo en persona dirigió la investigación, pero nadie pudo dar una pista, por mucho que se interrogó a todo tipo de personas, vecinos e incluso mendigos que se acurrucaban entre toneles viejos cerca de la caleta de desembarque. La única información obtenida fue que, a eso de la medianoche, se había oído cantar a los miembros de la tripulación de la fragata; después, ni voces ni luces. Pronto se extendió entre los supersticiosos el rumor de que podría haberle ocurrido igual que al De Vliegende Hollander, el barco fantasma holandés condenado a navegar desde hacía más de un siglo debido a un horrible crimen cometido a bordo.

—¡Qué fantasmas ni qué narices! —exclamó González.

A continuación se presentó en la posada de Candela con media docena de hombres bien armados.

—¿Dónde está ese hijo de mala madre? —preguntó al tiempo que agitaba su bastón.

—¿A quién os referís? —preguntó a su vez la mujer, encarándose a él y poniendo los brazos en jarras.

—¡Lo sabes bien, mujer! ¡Al bastardo de Julián de Zautuola!

—El señor de Zautuola se marchó ayer.

—¿Adónde?

—¡Y yo qué sé! No acostumbro a entrometerme en los asuntos de mis clientes.

Estaba claro que no iba a obtener información alguna de la posadera y, con gusto, le habría rebanado el pescuezo allí mismo pues estaba convencido de su intervención en la fuga de su hija de la casa Iriarte años atrás, pero no podía ni propinarle un bastonazo. Al observar el barullo, un grupo de curiosos se había acercado al local y podría echársele encima, ya que la mujer era muy popular en la zona. Salió de la posada pálido de ira y ordenó a gritos que le trajeran un caballo. Poco después, acompañado de los mismos hombres, galopaba a rienda suelta en dirección de Santa Úrsula, donde encontró a Aminata, atada y amordazada, tal y como la había dejado Ximeno.

—¿Y mi nieta? —le preguntó sin apenas despegar los labios una vez que la esclava fue liberada.

—Vino un hombre y se la llevó… yo…

—¿Fue él? —preguntó González soltándole un bofetón que la lanzó al suelo.

—No, era un desconocido con acento de otras tierras —gimió la mujer frotando su mejilla dolorida.

Necesitaba pensar y salió; permaneció largo rato contemplado el mar al tiempo que golpeaba furioso un hermoso platanero que se alzaba a la vera de la casa. No conforme con llevarse el mejor de sus barcos, el maldito bastardo había enviado a alguien para raptar su bien más preciado, su nieta, su heredera. El hijo de puta se cruzaba de nuevo en su vida para arrebatarle lo que le pertenecía, pero esta vez no se saldría con la suya. Lo perseguiría hasta el fin del mundo si fuera preciso, y él mismo lo mataría; no tendría piedad y lo vería desangrarse como el cerdo que era.

—¿Reconocerías al hombre que ha raptado a la niña? —preguntó a Aminata al volver a entrar en la casa.

La mujer no se había atrevido a levantarse y permanecía agazapada en un rincón de la habitación; movió afirmativamente la cabeza, y él hizo un gesto a uno de sus hombres para que la levantara del suelo. Al rato cabalgaban hacia San Cristóbal de la Laguna, ella también.

González tenía asuntos pendientes que lo ocuparon un par de semanas antes de partir hacia la Península. No presentó denuncia por el robo de la fragata, entre otros motivos, porque no había testigos, ya que se ignoraba el paradero de la treintena de hombres que había a bordo en el momento de su desaparición. Por otra parte, empezaba a hablarse de su implicación en el incendio del Echeide. La quema de un barco era un asunto muy sensible en una tierra azotada por la piratería desde hacía más de trescientos años. Cierto que se habían reforzado las defensas y que los ataques habían disminuido desde la derrota del general inglés Nelson, pero la memoria perduraba. Además de saquear las poblaciones costeras, los piratas quemaban barcos y barcazas, destruyendo así no solo un medio de vida, sino también de transporte y comunicación entre las propias islas del archipiélago. Si presentaba una acusación contra Zautuola, este podría encontrar testimonios contra él y llevarlo ante el juez por incendiario. No era fácil ser un hombre rico y poderoso, había muchos que lo envidiaban y que estarían dispuestos a declarar lo que fuera con tal de arruinarlo y humillarlo. Ya se le ocurriría el medio de vengarse y hacerle pagar hasta el último real antes de acabar con su vida. Él, sus dos mejores hombres y Aminata partieron hacia Cádiz en un barco de la familia Cólogan, a la que le unían relaciones comerciales y de amistad, para, a continuación, dirigirse hacia el Norte en una berlina. Se detuvo en Madrid durante varias jornadas y allí se entrevistó con un alto funcionario de la Secretaría de Estado, quien le proporcionó una orden de arresto por el secuestro de su nieta, aunque el oficial le informó de que antes debería demostrar que, en efecto, la niña había sido raptada, y denunciar al secuestrador. Al llegar a la villa del Nervión y, ante el estupor de los dueños que en su vida habían visto a una persona negra, se hospedó con Aminata en una confortable posada de la calle Tendería, mientras sus dos hombres lo hacían en otra del cantón adyacente, bastante más vieja y barata. No conocía a nadie en Bilbao, pero Cólogan, alcalde real del Puerto de la Orotava, le había entregado una carta de presentación para un tal Felipe de Urruti, a quien fue a ver al día siguiente después de su llegada. Por supuesto, no le informó acerca del verdadero motivo de su visita, aduciendo únicamente su deseo de entablar relaciones con vistas a un posible acuerdo comercial. El señor de Urruti lo recibió con los brazos abiertos, no solo por venir recomendado por un caballero a quien tenía en alta estima, sino también porque llevaba tiempo queriendo ampliar sus negocios. Los Gardoqui, Manzarraga, Pérez de Nenin y otros copaban el comercio exterior, y ya iba siendo hora de que también él se llevara un trozo de la tarta. Tras conocer que el recién llegado no estaba casado, lo invitó a comer y le presentó a su familia, haciendo hincapié en el hecho de que su hija mayor, Amelia, estaba todavía soltera.

La joven acababa de cumplir los veintisiete, una edad en la que empezaba a resultar complicado buscarle un marido, al menos uno del agrado de su padre, quien deseaba un matrimonio acorde con sus expectativas, si bien aún no había dado con el candidato apropiado. Durante algún tiempo, creyó que Julián de Zautuola era el yerno que buscaba, pero el asunto no medró. El hombre era un enigma, un personaje poco claro, sin relaciones personales, en absoluto comunicativo; desaparecía sin más y no volvía a vérsele en meses y, peor todavía, se había negado a aceptarlo como socio a pesar de sus reiteradas ofertas en tal sentido. No se alegraba por la pérdida de su goleta, pero sabía que su fortuna había sufrido un grave quebranto al no haber solicitado avales ni empréstitos, como debía hacer todo naviero cabal. El incidente no hacía sino reafirmar lo que sospechaba, que Zautuola era alguien demasiado seguro de sí mismo para confiar en él. Lo sentía por su hija, que había llegado a hacerse ilusiones, pero era mejor así. Lo que Amelia necesitaba era un marido conservador, un caballero serio, bien relacionado, que pudiera asegurarle el futuro. Todavía era pronto para pensar en algo formal, pero que el señor González fuera cercano a la importante familia tinerfeña de los Cólogan era ya de por sí una garantía. Calculaba que andaría alrededor de la cincuentena, una edad algo mayor para la joven, pero luego recordó que sus padres se llevaban la friolera de veinticinco años, y allí estaban él y sus cuatro hermanos para demostrar que la diferencia de edad no era óbice en una relación satisfactoria y fructífera.

Ajeno a los pensamientos de su anfitrión, González pensaba en la manera de obtener información sin levantar sospechas, aunque enseguida supo hacia quién debían ir dirigidas sus preguntas. Doña Teresa Emilia, la esposa de Urruti, era, sin duda, dicha persona; buena conversadora, amena y divertida, todavía atractiva, no le quitaba el ojo de encima. Avezado seductor, consciente de que aparentaba diez años menos, sabía cómo conquistar a una mujer. Durante toda la comida se dirigió a ella con una sonrisa, respondió a sus preguntas acerca de la sociedad tinerfeña, alabó la decoración de su hogar y, sobre todo, le lanzó pequeñas indirectas corteses referentes a su belleza, poco habitual en una madre de tres hijos ya crecidos. Se sentiría verdaderamente complacido si ella y Amelia le mostraran la villa, dijo respondiendo a su oferta, y, a media tarde, los tres salieron a dar un paseo mientras Urruti acudía a su despacho, no sin antes haberlo citado para el día siguiente.

—Tenemos asuntos que tratar —afirmó el bilbaíno con un guiño cómplice.

—Estoy convencido de ello, querido amigo —replicó él.

El paseo fue de lo más instructivo. Tal y como suponía, doña Teresa Emilia conocía al dedillo todo lo que ocurría en Bilbao, y a todos, y no le costó llevar la conversación por los derroteros que le interesaban.

—Hace tiempo conocí a un caballero Vizcaíno —dejó caer—. Creo recordar que se llamaba Julián de Zautuola y que andaba en el negocio naviero.

Fue mentar a la bicha. Antes de despedirse de ambas y retirarse a su alojamiento tras prometer que las acompañaría al teatro dos días más tarde sabía todo lo referente a su enemigo, lo poco que se sabía. Según su informante, había llegado ala villa unos cuatro años antes, de las Indias según algunos, y se trataba de un hombre muy rico, aunque se hablaba de que recientemente había perdido una gran cantidad de dinero al habérsele quemado el barco que acababa de botar. No era natural de Bilbao, eso podía asegurarlo al cien por cien, aunque sospechaba que procedía de algún pueblo de los alrededores por la forma de hablar. Tampoco se le conocía familia ni relaciones personales.

—Es un caballero educado, pero demasiado retraído —le informó a su vez Amelia con un deje resentido.

Doña Teresa Emilia también le informó de que Zautuola se ausentaba de la villa con asiduidad, si bien ignoraba si poseía alguna propiedad fuera de ella. Lo único que González pudo sacar en claro fue que tenía su vivienda en el tercer piso de una hermosa casa de cinco, con balcones a las calles Bidebarrieta y San Miguel. Para que no quedaran dudas, incluso le mostraron el edificio.

Aquella noche ordenó a sus dos hombres que hicieran guardia las veinticuatro horas del día frente a la casa de la esquina y que lo avisaran en cuanto vieran a su odiado enemigo aparecer por allí. Luego se acostó con Aminata y le demostró que seguía siendo el mismo buen amante que había sido durante los últimos cuatro años, desde que había averiguado dónde se encontraba su nieta. Fue a Santa Úrsula con la intención de llevársela, pero cambió de opinión al verla bien atendida por la esclava y por otra mujer que le enseñaba modales, una viuda acomodada venida a menos a la muerte de su marido. Tiempo habría, pensó, para enviarla con las monjas hasta que tuviera edad para matrimoniar con alguien que a él le conviniera. Mientras tanto, ¡que el bastardo de Zautuola corriera con los gastos! La viuda tenía casa en la misma población y se retiraba después de dejar a la niña acostada, lo cual a él le venía de perlas; su última amante había organizado un escándalo porque no quería casarse con ella, y no tenía ganas de líos. La esclava era un pedazo de hembra, y únicamente le costaba lo que a él le apetecía darle a cambio de su cuerpo.