Tras un viaje agotador, el señor de Zautuola y sus acompañantes llegaron por fin a Bilbao. No se habían topado con salteadores, pero el viaje se alargó más de lo esperado debido a los malos caminos, en ocasiones simples senderos pedregosos, a la ausencia de poblaciones a lo largo del trayecto y a la avería de uno de los ejes del landó, que los obligó a detenerse varias jornadas en una aldea del Norte de Burgos. Al día siguiente por la tarde, Julián llevó a Mati a la casona del valle. Su aparición por sorpresa, puesto que Bartolomé de Olabe ni siquiera se había enterado de su llegada, y además en compañía de la niña, causó el estupor de Inexa y de los sirvientes.

—Esta es mi ahijada, su nombre es Mati y va a quedarse aquí —les informó sin dar más explicaciones.

Dejó a la pequeña en manos de Josefa y Evelina, pidió ver a su hijo y, después, que le sirvieran una tortilla de jamón y un vaso de vino en su dormitorio; se tumbó en la cama cuando todavía no había anochecido y cerró los ojos.

Le llevó más de dos años averiguar donde había llevado González a Itahisa. Todos creían, incluso Juan Domingo Pascual, que había pasado página, que se había resignado. Era una tarea difícil, por no decir imposible, intentar vencer a un hombre tan poderoso, arropado por otros de su misma clase que hacían las leyes y decidían quiénes tenían derechos y quiénes no. Pero no era así. Alerta en todo momento, no dejaba de pensar en ella y registraba en su mente cualquier comentario de los hombres de la hacienda, cualquier conversación escuchada al bajar a La Orotava para atender los negocios de su patrón o al ir a San Cristóbal de la Laguna a fin de gestionar licencias, pagos y sobornos. Desarrolló un sexto sentido que le hacía prestar atención hasta en el detalle más mínimo y su vista se agudizaba como la del milano al descubrir una presa cada vez que veía a una mujer que por su porte, altura, vestimenta, le recordaba a ella. Era una tortura que sufría en silencio y que, sin apenas apercibirse, lo volvió aún más huraño. Cuando el dolor era tan intenso que le robaba el sueño, cuando ya no podía más, acudía a Aminata y desahogaba en ella la frustración y la ira que lo invadían, regresando después al lecho que durante unos meses había compartido con su amada hasta que, por fin, se dormía abrazado a la almohada.

Dio con su pista por una conversación que escuchó en un café de La Laguna, un día mientras esperaba la hora para ser atendido por un funcionario del Cabildo. Los dos hombres sentados a la mesa de al lado hablaban acerca del regalo que la Hermandad del Santísimo Sacramento pensaba ofrecer a la hija del generoso benefactor que había corrido con parte de los gastos originados por la restauración del trono de «La Última Cena», orgullo de la ciudad.

—¿Qué mejor regalo de bodas que una imagen tallada de Nuestra Señora? —había preguntado uno.

—Sin duda don Juan Francisco aprobará nuestra elección —respondió su interlocutor.

Tardó unos segundos en reaccionar y, cuando lo hizo, procuró que su voz no temblara al dirigirse a los dos hombres.

—Disculpad mi intromisión, caballeros; no he podido evitar escuchar parte de vuestra conversación. ¿Habláis tal vez de don Juan Francisco González, el naviero y hombre de negocios?

Durante un rato bubo de escuchar con una sonrisa en los labios, los puños apretados bajo la mesa, las excelencias dedicadas a su mayor enemigo, al hijo de perra que había destrozado la vida de Itahisa, de su madre y de su abuelo, y también la suya. Los dos hombres no ahorraron lisonjas hacia al odiado personaje. Asimismo se explayaron a gusto comentando lo bien que habían quedado las imágenes restauradas por el lagunero escultor y pintor Rodríguez de la Oliva, a quien habían encargado una de la Virgen de la Candelaria, visto que la hija del filántropo llevaba su nombre. La boda se celebraría de ahí en cuatro días, el sábado, en la propia parroquia de Nuestra Señora de los Remedios, y seria el acontecimiento del año en la ciudad. Únicamente le quedaba una cosa por saber y, a punto de perder la paciencia, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no parecer demasiado interesado.

—¿Y el afortunado? —logró preguntar sin dejar aflorar su rabia.

—Uno de los hijos del conde del Valle de Salazar. El joven obtendrá la fortuna de su suegro y nuestro generoso benefactor emparentara con la aristocracia isleña. Es un magnífico acuerdo, ciertamente.

Había hecho un gesto afirmativo con la cabeza, incapaz de proferir palabra alguna, y se había despedido de los dos hombres. No acudió a su cita con el funcionario del Cabildo; no podía pensar en otra cosa que no fuera la manera de impedir aquella boda que acabaría por separarlo para siempre de la mujer a quien amaba. Tampoco regresó a «La Pinada»; permaneció en La Laguna, en una posada de la calle La Carrera, próxima a la iglesia donde tendría lugar la ceremonia. No le costó averiguar cual era la propiedad de González, una hermosa casona con balcones de la calle de Los Cazadores, no muy alejada de donde él se hospedaba, y dedicó todas las horas de luz a recorrerla, con la esperanza de ver a Itahisa en algún momento, cosa que no ocurrió. Llegado el sábado por la mañana, entró en la iglesia en cuanto abrieron las puertas y se apostó tras una columna. Esperó durante varias horas sin impacientarse, la mente en blanco; observó con indiferencia cómo se iba llenando el templo de invitados y curiosos, la llegada de quien supuso era el novio con su familia, y, finalmente, la vio. Ni siquiera se percató de que iba del brazo de su padre, solo tenía ojos para ella. Con un traje de seda labrada de color blanco con pequeños ramilletes de flores bordados en hilos de oro y plata, sin afeites y el cabello trenzado en un moño, en contraste con las pelucas de los hombres y los aparatosos peinados empolvados de las mujeres, parecía frágil, indefensa. Había enflaquecido y estaba pálida, pero su mirada fija en un punto indefinido y los labios prietos mostraban con claridad su voluntad de permanecer indiferente a la ceremonia en la que ella era la principal protagonista.

Salió de detrás de la columna tras el sermón del sacerdote, en el momento en que este preguntaba si había algún impedimento para que se llevara a cabo el desposorio.

—Esta mujer está ya casada conmigo —declaró con voz potente.

El escándalo que provocaron sus palabras fue mayúsculo. González ordenaba a gritos a sus hombres que lo agarraran, la madre del contrayente sufrió un vahído, el padre y los hermanos reclamaban explicaciones, y los invitados se miraban atónitos mientras la gente de a pie, siempre ansiosa por presenciar un jaleo entre los ricos, se reía y hacía comentarios jocosos. Por fortuna para él, al ver que no regresaba a «La Pinada», Juan Domingo Pascual había bajado con algunos hombres a La Laguna, y llegó a tiempo para impedir que fuera linchado por los sicarios de su enemigo. Lo último que vio antes de salir de la iglesia, rodeado por los suyos, fue la sonrisa enamorada que le dirigió Itahisa. Después supo que los del Valle de Salazar habían roto el contrato matrimonial y que ella había sido llevada al convento de Nuestra Señora de las Nieves, en el Puerto de La Orotava.

Aquella noche, Julián durmió un sueño pesado y, al igual que había ocurrido meses atrás, a la mañana siguiente lo despertaron unas voces y risas femeninas; se acercó a la ventana y vio cómo Mati y Evelina corrían por la hierba persiguiendo a una gallina que se había escapado del gallinero. Sonrió y se dispuso a enfrentarse a su mujer.

Inexa, por su parte, no pudo pegar ojo. La inesperada aparición de su marido le causó tal zozobra que fue incapaz de cenar la sopa de ajo que Josefa preparó para calentarle el ánimo. Después de meses durante los cuales apenas había sabido algo de él, se presentaba en compañía de una criatura que era la viva imagen de la mujer del retrato. La sorpresa dio paso a la indignación. No le cupo duda, tras haber visto el cuadro colgado en el dormitorio del piso de Bilbao, que aquella era la mujer cuyo nombre pronunciaba hasta la extenuación mientras engendraba a Juan Miguel en su vientre. ¡Y ahora le traía a su hija! Y con toda probabilidad también la de él, ¿por qué si no iba a ocuparse de una niña ajena? Una vez más, pensó en abandonar la casa Zautuola y marcharse con su hijo a algún lugar donde él no pudiera encontrarlos, aunque de inmediato reconoció que era una idea absurda. No tenía medios para vivir sola y, de todos modos, el futuro del niño era lo más importante en su vida, lo único importante. Por él lucharía con todas sus fuerzas, por él aguantaría el menosprecio del desconocido con quien se había casado. Decidió que ignoraría a la pequeña y, desde luego, no pensaba ser una madre para ella. Sin embargo, sus propósitos desparecieron al bajar a la cocina y encontrársela manchada de harina de la cabeza a los pies.

—Se ha empeñado en ayudarme a hacer las rosquillas —se disculpó Josefa.

A Inexa le entró la risa, y Mati también se rio. El leve instante de complicidad tras una noche de insomnio hizo desaparecer los temores de la joven, sus dudas, sus recelos. Aquella personita aparecida por sorpresa en su vida tenía derecho a ser feliz. Su padrino, su padre, o lo que fuera, ni siquiera le había dado las buenas noches la víspera; la había tratado con la misma indiferencia que a ella, y en ese momento tomó una decisión. La niña sería su hija, la hermana de Juan Miguel, y los tres juntos crearían la familia que él les negaba. Julián las encontró a ambas haciendo estrellas y corazones con la masa de las rosquillas de anís, a Josefa renegando porque habían puesto todo perdido de harina y a Evelina con el bebé en brazos junto a la ventana por la que penetraba un rayo de sol. Era una estampa digna de un pintor y a poco estuvo de ir en busca de lápices y papel, pero cambió de opinión ante el súbito silencio que se adueñó de la cocina al percatarse ellas de su presencia.

—Deseo hablar contigo —dijo dirigiéndose a su mujer, y salió sin tan siquiera acercarse a ver a su hijo, ni mirar a la pequeña.

Inexa lo siguió hasta el despacho limpiándose las manos con el delantal y se quedó cerca de la puerta mientras él tomaba asiento y la examinaba con atención. Con aquellas ropas de aldeana que se empeñaba en vestir, las trenzas y la cara con algunas manchas de harina no parecía una dama, pero tuvo que reconocer que no le desagradaba en absoluto; pertenecía a un universo diferente al de él, que lo atraía y repelía a partes iguales.

—Mati se quedará aquí a vivir —repitió lo dicho al llegar.

—Ya lo dijisteis ayer.

—¿Algún problema?

—No.

—¿No quieres saber quién es?

—Ya lo sé, es vuestra ahijada.

—Pero ¿no quieres saber quiénes son sus padres y de dónde viene?

—Imagino que de la isla de vuestros recuerdos.

Le llamó la atención la respuesta.

—¿Por qué la llamas la isla de mis recuerdos?

—Porque siempre estáis pensando en ella, incluso cuando os acostáis conmigo.

Julián se levantó de la silla y se acercó a ella.

—¿De qué hablas?

—¿Tenéis algo más que decirme? Porque hay trabajo que hacer —fue la respuesta.

Y de nuevo aquella mirada que lo retaba, diferente a la de Itahisa y, sin embargo, tan parecida. Esta vez no lo había tuteado, como si quisiera poner distancia entre ellos, aunque no había sumisión en su tono; más bien desdén. Notó que sus músculos se tensaban y apretó las mandíbulas, presa de un súbito deseo. Quiso poseerla en aquel instante; demostrarle que allí el amo era él, que ella no era nadie, solo un medio para soportar la soledad, y no siempre, pero Inexa no le dio oportunidad; se giró y salió corriendo, dejándolo perplejo. Permaneció de pie ante la puerta durante un buen rato, mirando el pasillo de suelo encerado, escuchando el ruido de voces y cacharros en la cocina y el llanto del bebé, y se sintió extraño en su propia casa. No tenía mucho que hacer allí, así que salió a andar para no pensar. Veinte minutos más tarde se hallaba en el otro extremo del valle, llamando a la puerta de Bartolomé de Olabe.

—¡Señor de Zautuola! —exclamó el abogado a modo de saludo.

Precisamente, estaba a punto de salir para Bilbao a fin de averiguar si su cliente había por fin llegado, y no ocultó su sorpresa al verlo en la puerta de su casa.

—Buenos días, Olabe.

—Por favor, entrad.

—No, mejor paseamos, si no os importa.

La suave brisa del otoño traía el olor a hierba cortada, a humo, y el viento en las alturas empujaba las nubes dejando grandes claros en el cielo. Los dos hombres caminaron un trecho en silencio. El uno recordando la escena que había contemplado en la cocina, las mujeres, los niños, la harina, el sol penetrando por la ventana; el otro esperando a que su acompañante se decidiera a hablar.

—¿Y qué fue del Echeide? —preguntó por fin, ansioso por saber.

Durante largo rato, Julián le contó lo ocurrido: la quema de su barco y cómo había averiguado que detrás estaba un hombre con quien mantenía malas relaciones desde hacía años. También le habló acerca de la decisión de robar El Falcón en compensación por la pérdida de la goleta, su venta, y la estancia en la ciudad portuguesa. Olabe escuchaba atónito, sobre todo lo concerniente al robo del barco. Miraba al caballero con chistera, pañuelo de seda blanca al cuello, makila de puño plateado, que caminaba a su lado y, por muchos esfuerzos que hacía, no lograba imaginárselo abordando una fragata en pleno puerto cual un pirata de aquellos cuyas terribles hazañas eran conversación habitual entre marineros y navieros.

—Podrían ejecutaros por eso —dijo cuando Zautuola calló y se detuvo ante un matorral de moras en sazón.

—Podrían si vuelvo a Tenerife, algo que no entra en mis planes por el momento —respondió el otro antes de comerse un par de moras—, pero el hijo de perra tendría que denunciarme, y yo lo denunciaría a él por haber ordenado la quema de mi goleta.

—Aun así…

—He perdido mucho dinero, pero, con el María de la Esperanza y lo obtenido por la venta de El Falcón, podremos volver a ponernos en marcha y construir otro barco. ¿Y por aquí?

El abogado le informó sobre la marcha de los negocios y los tratos que mantenía con varios dueños de las ferrerías del valle en espera de su aprobación. Había pensado en una herrería donde se fabricarían los productos finales dedicados a usos diversos, desde armas hasta herramientas para todos los oficios, anclas, clavos, incluso agujas para coser. Parecía un niño ilusionado y Julián sonrió. Era bueno tratar con alguien que tenía sueños, ahora que él había perdido los suyos.

—De acuerdo, puede ser un buen negocio —dijo—. Lo dejo en vuestras manos. Todavía pasará algún tiempo antes de que podamos recomponer nuestros asuntos en ultramar y es preciso no estar ociosos.

Olabe esbozó una sonrisa satisfecha. No se atrevió a decirle que había llevado a Inexa a visitar el piso de la calle San Miguel, y ambos acabaron en la taberna de Koloka, donde Micaela se esforzó en servirles una suculenta comida. Era la primera vez que el dueño de la casa Zautuola comía en su local.

Julián regresó a la casona ya de noche y encontró a Inexa sentada en una butaca junto al fuego del salón. Se había cambiado de ropa y vestía uno de los trajes encargados en la sastrería bilbaína, uno en tonos granates, cerrado hasta el cuello, que le hacía parecer mayor. También se había peinado al estilo de las matronas, con el cabello tirante recogido en un moño. Volvía a ser la mujer opaca y silenciosa que en nada recordaba a la otra, a la joven arremangada y descalza que había visto una vez, o a la que lo había burlado tan solo unas horas antes. La prefería así; no quería sorpresas ni sobresaltos. Lo intrigaban, no obstante, aquellos cambios y se preguntaba acerca de la verdadera personalidad de la esposa elegida para darle un heredero y para atender la casa que algún día, quizás, sería el refugio de su vejez. Esta parte de su vida debía ser completamente ajena a la otra, a la de los negocios, la lucha, la pasión, las intrigas, las venganzas. Le dio las buenas noches con su sequedad habitual y se retiró a su dormitorio. Solo entonces se dio cuenta de que, a la luz de la lumbre y de los candelabros, había visto un objeto insólito entre las manos de ella, un libro.