1800

Primero fueron rumores, hablillas como muchas otras, que daban pábulo a hechos que nunca ocurrían, pero, un buen día, los vecinos del valle vieron llegar a una cuadrilla de albañiles y carpinteros, que, bajo la dirección de un capataz, comenzaron a restaurar la vieja casona medio ruinosa situada en lo alto de la loma. Arreciaron entonces los comentarios, pero tan solo eran cábalas más o menos fantasiosas, sin base alguna. Nadie tenía información de primera mano, y los trabajadores se limitaban a encogerse de hombros cuando alguien preguntaba la razón de la obra, puesto que el edificio llevaba más de quince años abandonado. De vez en cuando, y en una calesa, aparecía por el lugar un caballero bien vestido, sombrero de copa incluido, que observaba el avance de la obra y se entretenía hablando con el capataz. Solía comer con este en la única taberna del barrio más poblado del valle, propiedad de un tal «Koloka», así llamado porque había perdido una pierna con el arado y, al no poder hacerse cargo de las huertas, había transformado el caserío familiar en taberna y colmado a partes iguales. Así se supo en la localidad que el caballero se llamaba don Bartolomé de Olabe, abogado y representante legal de Julián, el hijo de Gerbasi de Zautuola, llamado «Gorri», no se sabía por qué, y de su mujer, Miguela de Ariz, ambos difuntos. El señor Olabe tenía casa en el valle, aunque apenas era conocido ya que residía habitualmente en Bilbao. También se supo que el ahora dueño volvía con la intención de establecerse en la casona, y el asunto dio para hablar y no parar, pues raras solían ser las novedades en aquel hermoso paraje rodeado de montes y campas.

Nadie recordaba bien a Julián de Zautuola. Quince años eran muchos para acordarse de un mozalbete que, al igual que muchos otros jóvenes de la zona, había marchado hacia los puertos en busca de un futuro mejor. También se ignoraba cuándo y a dónde se había ido. Simplemente desapareció un buen día, y, con el paso del tiempo, la gente se olvidó de él, si bien, ahora, algunos de su misma o parecida edad intentaban recuperar su recuerdo, desempolvar retazos de memoria, aunque en vano. La casa Zautuola se hallaba apartada, oculta por un bosque de robles y una vegetación de matorrales que nadie se había ocupado de limpiar durante todos aquellos años. Los últimos propietarios, Gorri y su mujer, eran personas hoscas que apenas se dejaban ver, excepto en la misa dominical y en los funerales, y su hijo tenía un carácter reservado y no participaba con el resto de los jóvenes en fiestas y romerías. No había, por tanto, mucho que recordar.

El tema había comenzado a languidecer cuando, un buen día, Koloka comunicó a sus parroquianos una noticia verdaderamente sorprendente, escuchada de los propios labios del capataz de la obra. Al remover el suelo de tierra de la planta baja del viejo caserío, en la zona que antaño fuera el establo, habían sido hallados enterrados unos restos humanos de mujer, cosa que pudo apreciarse a simple vista dado que la falda, la blusa y la toquilla que cubrían los huesos estaban todavía en buen estado. Nada hacía suponer que su muerte hubiera sido violenta. Es más, sus manos se encontraban cruzadas sobre el pecho y sostenían una cruz hecha con ramas de fresno. Aunque lo que mayor conmoción provocó fue saber que, entre los huesos de la difunta, también habían sido hallados otros, minúsculos, sin duda pertenecientes a una criatura nonata, según declaró el médico, a quien se había llamado al mismo tiempo que al párroco y al alcalde.

—Este tipo de cosas hay que poner en conocimiento de la autoridad —aclaró el capataz—, que luego vienen los problemas.

El hombre no pudo dar más información. El descubrimiento había tenido lugar aquella misma mañana, y el alcalde había decidido detener la obra y dar cuenta a la Diputación. Asimismo, se envió recado al señor Olabe, cuya presencia se esperaba para el día siguiente a más no tardar.

Aquella noche no se habló de otra cosa en todas, absolutamente todas las cocinas del valle. Hubo incluso muchos que se reunieron en las casas de sus vecinos para tratar sobre el tema; otros acudieron al propio caserío del alcalde a fin de obtener información de primera mano. Sin embargo, el primer edil no pudo añadir mucho más a lo dicho por el capataz. Al contrario que las bodas y los bautizos, las defunciones no se registraban puntualmente, aunque se mencionaban los nombres de los fallecidos al traspasar las herencias, cuando las había. El caso fue que nadie pudo dar información sobre la desconocida embarazada y, cinco días más tarde, durante el sermón dominical, el párroco don Aureliano informó a la feligresía de que los restos hallados en la casa Zautuola serían enterrados aquella misma tarde en tierra sin consagrar, en la zona reservada a vagabundos, suicidas y extraños, como era este el caso. Un forense y un funcionario de la Diputación habían examinado el esqueleto y levantado un acta en la que se detallaban los pormenores del hallazgo. Tras el examen, el forense dictaminó que, en efecto, no se apreciaba huella alguna de mala muerte y que el óbito, debido quizás al embarazo, había tenido lugar unos cuantos años atrás, aunque no precisó la fecha. No había por tanto motivo alguno para mantenerlos restos insepultos. Pocos vecinos faltaron al sepelio, en parte debido a un sentimiento de compasión por la desconocida y su criatura enterradas en un establo, y en parte por el morbo que suscitaba el hecho de que la difunta hubiera vivido en el valle sin que nadie se hubiera enterado. Las obras se reanudaron al día siguiente.

A medida que transcurrían las semanas, lo que hasta hacía poco era tan solo una ruina fue transformándose en un espléndido caserón con tejado a cuatro aguas, mampostería de piedra tallada y puertas y ventanas de madera noble. Se eliminaron arbustos y malas hierbas y se empedró el trecho que separaba la casa del camino. Se mantuvo, no obstante, el bosque de robles y se construyó un muro de cuatro pies de alto alrededor de la propiedad, lo que dejaba bien claro que el nuevo dueño no estaba por la labor de ser sociable. A nadie del valle se le habría ocurrido cercar su vivienda de semejante forma, pues, de alguna manera, suponía un agravio a la honradez vecinal. La marcha de los obreros dio paso a la llegada de no menos de veinte carromatos repletos de muebles y enseres hasta los topes. Delante de la caravana, cual un general al mando de su ejército, marchaba el coche de caballos del señor Olabe, provocando una curiosidad aún mayor si cabe en el vecindario, especialmente entre las mujeres y los niños. Algunos se apostaron a ambos lados de la verja de hierro abierta en el muro para intentar descubrir el mobiliario oculto bajo las lonas, algo que no lograron. Los carromatos entraron en la propiedad, fueron descargados, y, una vez los muebles introducidos en el edificio, volvieron a marcharse, sin que los arrieros se detuvieran en la taberna de Koloka siquiera para beber un trago.

Con el abogado llegaron también cuatro sirvientes, dos hombres y dos mujeres, y los cinco se encerraron en el caserón, aparentemente, según se comentó, para poner orden y dejar todo preparado ante la próxima llegada del dueño. Se les vio limpiando cristales, sacudiendo alfombras y barriendo el camino empedrado, aunque ninguno de ellos bajó al barrio. También se les veía los domingos en misa, pero, en dichas ocasiones, se limitaban a responder a los saludos, sin entrar en conversaciones. El señor Olabe había vuelto a marcharse, pero, transcurridas algunas semanas sin que hubiera novedades y cuando ya se había dejado de hablar del asunto, reapareció de nuevo un atardecer de un sábado soleado de comienzos de la primavera. Esta vez lo hizo acompañado de un caballero a quienes algunas personas pudieron ver, sentado a su lado en la calesa, cuando esta tuvo que detenerse para dejar paso a un rebaño de ovejas de camino hacia los pastos de arriba. La noticia corrió veloz y aquella noche fue el único tema de conversación en la taberna de Koloka.

Los vecinos vieron saciada su curiosidad a la mañana siguiente, durante la misa, cuando ambos caballeros seguidos por los cuatro criados hicieron acto de presencia en la iglesia, en el momento en que la campana anunciaba el comienzo del oficio. Llegaron a pie y fueron saludados por el alcalde en persona, quien conversó con ambos durante unos minutos y luego los acompañó al interior del templo, indicándoles el primer banco del lado de los hombres, y del que dos feligreses fueron rápidamente desalojados para dejar sitio. Los sirvientes se mantuvieron en la parte trasera y se marcharon nada más acabar el oficio, mientras su señor era saludado en el pórtico por el párroco, el médico y algunos de los propietarios más importantes del valle. Los demás, hombres y mujeres, se mantenían a distancia sin perder de vista al recién llegado, hijo del lugar, pero un completo desconocido para todos.

Julián de Zautuola tenía un porte cuanto menos imponente; alto y bien proporcionado, de rasgos armoniosos, perfectamente rasurado y cabello algo largo. Vestido con una levita parda de solapas amplias, chaleco corto sobre la camisa blanca de pechera plisada y pantalones estrechos de color beis, completaba su atuendo con botas de media caña, sombrero de copa, pañuelo blanco anudado al cuello y una makila con puño de plata. Su figura destacaba de tal forma que era imposible no fijarse en él. Nunca se había visto por la zona alguien tan elegante, tanto que no había duda alguna de que se trataba de un hombre rico, mucho. A su lado, incluso el señor Olabe y don Alfonsino, el médico, parecían unos pueblerinos. Nadie le quitó el ojo de encima hasta que, finalizadas presentaciones y saludos, emprendió la vuelta a la casona acompañado por su representante, ocasión que fue aprovechada por los vecinos para manifestar toda clase de opiniones.

No se entendía muy bien por qué razón Zautuola había regresado, ya que, a la vista estaba, había hecho fortuna por esos mundos de Dios. No era el único. Otros hijos del valle se habían marchado a hacer las Américas y obtenido importantes caudales, pero no habían vuelto a establecerse en el solar familiar. Como mucho se habían dado una vuelta por la zona para alardear de sus riquezas ante parientes y vecinos, asentándose después en Bilbao o en otras villas importantes del Señorío. El hecho de que el indiano, como ya lo llamaban, hubiera decidido restaurar la casa de sus padres y quedarse a vivir en ella dio lugar a las suposiciones más peregrinas. Había quienes opinaban que pudiera tener algún asunto pendiente con la justicia y ¿qué mejor lugar que el valle para ocultarse? Aunque otros rebatían dicho parecer ante el coste de la reconstrucción de la vieja casona, los carros llenos de enseres, así como la presencia de los cuatro criados.

—¡Cuatro! —exclamó Micaela, la mujer de Koloka—. ¿Dónde se ha visto semejante ostentación?

También los había que apuntaban a la posibilidad de una enfermedad incurable. El hombre estaba enfermo de muerte y deseaba pasar sus últimos días de vida en el lugar en que había nacido.

—Ese no tiene cara de enfermo —aseveró Micaela de nuevo—. Además, no iba a gastar una fortuna en arreglar la casa para venir a morir en ella.

Aunque también cabía otra posibilidad. El hombre había llegado solo, sin esposa ni hijos. Tal vez había enviudado en el lugar donde vivía y había vuelto para aliviar el duelo. O quizás era soltero y venía en busca de esposa. No sería la primera vez que un indiano llegaba con la bolsa llena para casarse y tener descendencia. Aunque lo normal era que el compromiso se hiciera por carta, con el párroco como intermediario.

—¡Pues lo que es candidatas no van a faltar! —intervino una vez más la tabernera—. Que más de una hay camino de convertirse en solterona y daría lo que fuera por matrimoniar con un hombre rico y, encima, bien parecido.

Acertaron quienes eran de esta opinión.

A las pocas semanas de la llegada de Julián de Zautuola, se supo que estaba en conversaciones con Antonio Ernani, propietario de tres caseríos y de terrenos, para casarse con su hija Inexa, una moza de dieciocho años, apocada y no especialmente guapa, aunque muy buena persona a decir de los vecinos, siempre dispuesta a echar una mano, trabajadora y limpia. La noticia se conoció por boca de la madre de la afortunada. Jacinta tenía una espina clavada por no haber podido llegar a un acuerdo con los Torrezar para casar a la muchacha con el hijo mayor de dicha familia, ambos de la misma edad. El mozo bebía los vientos por otra joven y se negó en rotundo a emparejarse con la hija de Ernani, pese a que la dote era sustanciosa y que la herencia lo sería aún más al ser ella la única heredera de sus padres.

—No la quisieron los Torrezar ¡y en buena hora! —le comentó Jacinta a Micaela cuando fue a la taberna a rellenar una garrafilla de aguardiente—. Ahora se casará con Zautuola que es muchísimo mejor partido.

—¿No es un poco viejo para tu hija? —preguntó la tabernera.

—¡Qué dices! Es un hombre maduro y con experiencia, ¡sin comparación con esos ganapanes buenos para nada!

El comentario de la despechada Jacinta no hizo sino acrecentar las habladurías entre quienes opinaban que los Ernani habían aceptado la proposición del indiano como revancha y los que, por otra parte, pensaban que no podían haber encontrado a alguien mejor para su hija. Sin embargo, el asunto les parecía a todos algo precipitado, pues seguía sin saberse nada de él, de su vida durante tantos años de ausencia y de qué forma había obtenido su fortuna.

Como era preceptivo, el párroco anunció el enlace desde el púlpito y clavó las proclamas en la puerta de la iglesia por si alguien tuviera algo que objetar al matrimonio, y la boda se celebró exactamente cinco meses después. El día del enlace, un sábado de septiembre, amaneció gris y la amenaza se hizo agua justo cuando los recién casados salían del templo. Mal asunto. La lluvia era bien recibida durante los funerales, pues se consideraba un buen augurio para el alma del difunto que, así, encontraba con mayor facilidad el camino al otro mundo, pero en una boda significaba justamente lo contrario. No obstante, la comitiva nupcial se dirigió bajo el sirimiri al caserío de los padres de la desposada, donde tuvo lugar el banquete al que asistieron los parientes y las personas relevantes del valle. Tras la comida, el nuevo matrimonio partió para la casa Zautuola en un coche de caballos debido a la tromba de agua que caía en aquellos momentos y que hizo imposible organizar el cortejo nupcial. Las dos parejas de bueyes, con cascabeles al cuello y pieles de tejón sobre el yugo, permanecieron en la cuadra del caserío Ernani, al igual que los dos carros con el ajuar de la novia, muebles, manteles, camisas, sayas, pañuelos, sábanas… Era una manera extraña de iniciar una nueva vida o, mejor dicho, desafortunada. No se recordaba en el valle una boda tan poco jubilosa. Los vecinos no habían podido celebrar el enlace acompañando a los recién casados a su casa al son de la trikitixa y el pandero, cantando, bailando y, de paso, bebiendo a cuenta del nuevo marido, para disgusto de Koloka y más todavía de Micaela que esperaban unos dineros extra gracias a la celebración.

Julián e Inexa fueron recibidos por los cuatro criados y acompañados a dos habitaciones contiguas y separadas por una puerta. Con gran vergüenza, la joven se dejó desvestir, poner la camisa de dormir y cepillar su largo cabello castaño. No estaba acostumbrada a tener sirvientas y no acertó siquiera a dar las gracias cuando ambas salieron del cuarto dejándola acostada en una cama de madera tallada, policromada en tonos dorados y con dosel cerrado por cortinas de gasa. Era la primera vez que veía una igual en su vida. Estaba aterrorizada. Su madre le había explicado, muy por encima, lo que se esperaba de una esposa en su noche de bodas, pero la idea de que un desconocido, porque era un desconocido, se metiera en la cama con ella e hiciera… lo que fuera que hiciera, le había quitado el sueño desde que supo que iba a matrimoniar. Al contrario que su amiga Felisa, ella no tenía ningún deseo de ser una mujer casada. No es que quisiera quedarse para vestir santos y tampoco se le había ocurrido la idea de meterse a monja. No tenía prisa y esperaba encontrar novio entre los mozos del valle, alguien a quien conociera, con quien hubiera ido de romería o que hubiera bailado con ella en las fiestas del Santo Patrón. Aquel hombre, ahora su marido, la intimidaba. Apenas habían hablado más de dos frases seguidas durante los meses previos a su enlace, y en todo momento acompañados por la madre o la tía Angelita. No obstante, él siempre se había mostrado cortés. Incluso le regaló un precioso anillo de pedida, una flor con diamantes engarzados en una montura de oro y plata, que la dejó boquiabierta por el asombro. Nunca había tenido otra joya que la pequeña cruz de oro bajo, regalo de la madrina, y aquel anillo le pareció un verdadero tesoro.

Tenía sueño y estaba agotada por el trajín y los nervios de los últimos días. La cama era enorme para una sola persona, pero el colchón blando, las sábanas de algodón fino con encajes, muy diferentes a las de lino que usaban en casa y que se quedaban duras como tablas tras el lavado, y la sobrecama acolchada, un verdadero lujo, invitaban al sueño. Después de todo, tal vez su ya marido no deseara acostarse con ella. ¿Por qué si no tenían habitaciones separadas? No era normal. Los padres compartían el mismo dormitorio y la misma cama. Quizás, por algún motivo que ella ignoraba, él no podía, o no quería, o… Inexa cerró los ojos y se quedó dormida. No oyó el ruido al abrirse la puerta de la habitación contigua, tampoco notó el cuerpo que se introducía bajo las sabanas, ni las manos que le subían la camisa de noche hasta el cuello. Despertó bruscamente al notar su peso encima y el dolor agudo que la desgarró a continuación. Un gemido escapó de su garganta, pero no llegó a salir de su boca; él la besaba con tanta furia que creyó que se ahogaba. Lo sintió dentro de ella durante un tiempo en el que creyó morir, agitado, jadeante, manoseando sus pechos, besándola, haciéndole daño. Intentó rechazarlo, quitárselo de encima, pero fue incapaz; no tenía fuerzas para resistirse y se dejó hacer con la mente en blanco. El ataque cesó de pronto; él se despegó de ella y se dejó caer a su lado, sin una palabra. La joven no se movió, casi no se atrevía a respirar; se sentía húmeda, sucia. Al cabo de un rato, y muy despacio, se bajó la camisa y cubrió con las manos su naturaleza herida, en un ademán para protegerla de un nuevo ataque.

Era ya media mañana cuando despertó, pero no abrió los ojos hasta convencerse de que se hallaba sola en la cama, de que no oía la respiración del señor de Zautuola a su lado. Giró entonces la cabeza y miró el hueco dejado por él en la almohada. No hizo intento de levantarse, ni se le ocurrió llamar a las sirvientas con la campanilla de plata que había encima de la mesa de noche. No llovía, y alguien había abierto la ventana. Le gustaba el olor a hierba mojada, pero aquella mañana incluso la brisa de finales de verano que se colaba en la habitación le pareció desapacible. Permaneció absorta, contemplando las diminutas motas de polvo iluminadas por los rayos de sol en un vano intento de olvidar lo ocurrido la víspera.

Evelina, la más joven de las dos criadas, entró al rato con una bandeja con patas sobre la que había una taza de café con leche y dos rebanadas de pan recién hecho, acompañado de mantequilla y miel; descorrió las cortinas y la ayudó a incorporarse, luego colocó la bandeja encima de la cama.

—A la señora le vendrá bien comer algo para recuperarse de su noche de bodas —dijo con una sonrisa—. Después mi madre y yo nos encargaremos de bañarla y vestirla.

Inexa permaneció en silencio. No tenía hambre y el aroma del café le dio náuseas. Tampoco podía apartar la mirada de la puerta que separaba los dos cuartos, aterrorizada ante la idea de que él apareciera en cualquier momento.

—El señor ha partido esta mañana temprano para Bilbao en compañía de don Bartolomé —le informó la sirvienta como si hubiera leído su pensamiento—, y ha dejado dicho que no volverá en un par de semanas.

Tardó en asimilar la información y, cuando lo hizo, un suspiro de alivio se escapó de su pecho. Tenía que pensar deprisa. Lo primero que haría en cuanto pudiera ponerse en pie sería ir a casa de sus padres, contarles lo ocurrido y decirles que pensaba regresar a la casa Zautuola. O se marcharía a casa de los tíos; cualquier cosa menos permanecer en aquel horrible lugar a la espera de que él regresara y volviera a hacerle lo mismo.

—El señor ha dejado algo para la señora.

Evelina señaló con el dedo el estuche forrado de terciopelo colocado encima dela servilleta en el que Inexa ni siquiera se había fijado. Después se marchó tan silenciosa como había entrado.

Dentro del estuche había unos pendientes de brillantes, a juego con el anillo de pedida. Lo único que se le ocurrió pensar fue que aquello era el precio de su violación, y lo lanzó con todas sus fuerzas contra la puerta medianera.