En un principio, Inexa creyó que la precipitada marcha de su marido se debía al enfado por la cuestión del nombre del niño, o quizás porque, a pesar de su insistencia, se había negado a acudir a la iglesia el día de la Natividad. Estaba convencida de que él no era del tipo religioso, sin embargo las apariencias contaban y más en el valle, donde todos estaban en boca de todos, pero seguía enojada con don Aureliano por haberse metido en su vida, y también con su padre y con la tía Angelita por no apoyarla cuando los había necesitado. Tampoco la relación con su madre iba más allá, si bien Jacinta acudía a la casa Zautuola dos o tres veces por semana a ver a su nieto. Hablaban durante un rato de cosas banales, del vecindario, de nacimientos y fallecimientos, pero ninguna de las dos tocaba el tema que las había distanciado. También llegó a pensar que entre Julián y ella todo había acabado. Él tenía el hijo que deseaba, así que ya no había motivos para regresar al valle, no al menos por ella, aunque suponía que lo haría de vez en cuando para ver crecer al niño. Lo llevaría a un colegio cuando fuera mayor, se lo había escuchado decir a Olabe, pero, hasta entonces, Juan Miguel era suyo, solo suyo, así que cuanto más lejos se mantuviera de ellos, mejor.
Supo por el abogado que había viajado al lugar que con tanta pasión había descrito en la mañana siguiente tras el nacimiento del niño, la isla de playas inmensas de cuyo nombre ya no se acordaba. Nunca había estado en la costa, así que le era imposible imaginar aquellas playas de las que él hablaba. Bartolomé le explicó vagamente algo acerca de un barco hundido o quemado cuya pérdida requería la presencia de su marido, ya que suponía asimismo la pérdida de una enorme cantidad de dinero.
—¿Se ha arruinado? —se limitó a preguntar.
—No, pero, aun así, se ha visto obligado a viajar para conocer el asunto de primera mano.
—¿Y cuándo volverá?
—No lo sé.
Si el abogado no lo sabía significaba que tardaría en hacerlo, y que ella podría dormir tranquila durante algún tiempo. No obstante, a medida que transcurrían los meses y que se cuerpo se recuperaba del parto, empezó a sentir una desazón que la inquietaba. A falta de leche, había contratado a una nodriza y el niño dormía con ella en otro cuarto. Sola en su enorme cama, se despertaba en mitad de la noche y le costaba conciliar de nuevo el sueño, la mente repleta de imágenes confusas en las que su marido aparecía de manera invariable, ora amenazador, ora apasionado. Había transcurrido ya más de un año desde la última vez que él se había metido en su cama y, en su duermevela, no sabía si alegrarse o, por el contrario, lamentar su ausencia. Veinte años eran pocos para llevar una vida de viuda.
La maternidad y su frustrante situación conyugal la habían madurado. La joven deslavazada y asustadiza llegada a la casa Zautuola dos años atrás se había convertido en una mujer más segura en su relación con los demás. Incluso había aprendido algo de escritura y de lectura con la ayuda del hijo de sus vecinos más próximos, alumno del seminario de Pamplona, que había vuelto al valle durante un tiempo antes de ordenarse sacerdote. Se afanó en aprender, y aprendió, bajo la atenta vigilancia de Josefa, quien se sentaba en un rincón del salón y cosía o remendaba mientras ella repetía las letras del alfabeto. A la mujer aquello le parecía una pérdida de tiempo, un capricho inútil de la señora; ella no sabía leer ni escribir y, sin embargo, se las había apañado perfectamente bien incluso para llevar las cuentas de la casa de su señor. Antes de despedirse, y con el fin de que siguiera practicando, el seminarista le regaló un librillo de oraciones y pensamientos religiosos redactado en vasco, pero, empeñada como estaba en dominar la lectura, aquel pío ejemplar le resultó insuficiente y echó mano de los libros de su marido. Todos estaban escritos en castellano, y ella apenas conocía dicha lengua.
—¿Habláis bien el castellano? —preguntó a Olabe en la siguiente ocasión que se vieron.
—Sí, claro. Tenía que saberlo para estudiar leyes.
—Entonces, enseñadme.
—¿Para qué? —preguntó él con una sonrisa sorprendida.
—Para leer libros.
La primera reacción del abogado fue negarse. ¿A qué venía aquella fantasía? Allí, en el valle, nunca iba a necesitar hablar otro idioma que no fuera el vasco. Había sabido de las clases del seminarista y no le había parecido mal; el aprendizaje de las letras no estaba de más, pero de ahí a aprender otro idioma había un trecho y más aún si el propósito de dicho aprendizaje no era la obligación, sino únicamente el deseo de leer libros. ¡Qué absurdo! Intuía, sin embargo, que ella buscaría otro medio, a otra persona, para llevar a cabo su propósito. Había tenido tiempo suficiente para darse cuenta de que trataba con una mujer de carácter, y había algo más. Las visitas a la casa Zautuola, mero compromiso en un principio, habían pasado a ser una necesidad para él. Sin casi apercibirse, esperaba impaciente a que su cliente le encomendara alguna tarea y, si no se daba el caso, cualquier pretexto era bueno para presentarse en la casona y ver a la persona que ocupaba sus pensamientos. Su prematura orfandad, los estudios en Salamanca, el trabajo y, ¿para qué negarlo?, su casi nula habilidad para mantener una conversación con una mujer lo habían abocado a la soltería, algo que tampoco le quitaba el sueño, hasta que conoció a Inexa. Lo que, en principio, había sido un sentimiento de simpatía hacia la joven desorientada, hacia la esposa relegada, fue transformándose en algo más profundo cuyo significado descubrió el día del parto, al asir su mano y sufrir después la ansiedad de un padre primerizo. De hecho, y pese a enviar en su búsqueda, habría preferido que Zautuola se hubiera quedado en Bilbao.
—De acuerdo —dijo al fin.
A partir de entonces, y siempre que no se hallaba en la villa ocupado en los asuntos de su cliente, Olabe acudía a la casa para leer con ella al atardecer. Los libros de Julián resultaron ser de temas mercantiles y marineros, difíciles de comprender y en absoluto interesantes para el aprendizaje, y el abogado aportó el único no de leyes que poseía, uno de los nueve publicados de las fábulas de Samaniego. La escritura del alavés no resultaba fácil; de hecho, a veces ni él entendía el trasfondo de algunas de las críticas y sátiras vertidas en aquellos cuentos, breves y aparentemente inverosímiles. Se acostumbró por tanto a preparar de antemano las lecturas, él que nunca había mostrado interés por las obras didácticas y moralizantes. La sonrisa de la joven, admirada por su conocimiento, compensaba con creces el esfuerzo. Leían al calor de la chimenea en el pequeño salón junto al comedor, acompañados habitualmente por Evelina o Josefa, aunque, en ocasiones, estas se ausentaran para atender los asuntos de la casa. Eran los momentos que Bartolomé esperaba ansioso. Aspiraba el aroma a limón, albahaca y menta del agua perfumada que la propia Inexa elaboraba; contemplaba la curva de su cuello inclinado sobre el libro y, a veces, rozaba su mano al señalarle una frase, una palabra. Eran instantes insignificantes que rememoraba al reencontrarse de nuevo con su soledad, si bien no se lamentaba por un amor a todas luces imposible. Muy al contrario, le bastaba sentirla cerca, y que ella lo necesitara, aunque solo fuera para aprender a leer.
Finalizado el primer volumen de las «Fábulas», el abogado buscó algún otro libro que pudiera interesar a su alumna, tarea un tanto complicada puesto que en Bilbao no había una librería, ni tampoco una biblioteca pública. Mantenía amistad con un sacerdote de la iglesia de Santiago, hombre letrado, empeñado en lograr que Roma otorgara al templo el rango de basílica, pero únicamente disponía de libros religiosos, y, conociendo el poco apego de Inexa por dichos temas, quería encontrar lecturas más amenas. También sabía de personas ilustradas que contaban con bibliotecas privadas, pero no tenía acceso a ellas al no haber sido presentado. Finalmente, por un impresor, vecino del pequeño piso alquilado que ocupaba en Artekale durante sus estancias en la villa, supo que un acomodado comerciante con negocio en la misma calle tenía fama de «leído», y fue a verlo. Resultó ser un hombre amable y comunicativo, apasionado por el saber y poseedor de una muy bien surtida biblioteca en la que se incluían obras prohibidas debido a su carácter marcadamente revolucionario.
—Si me pilla el Santo Oficio, me empapela —aseguró el hombre esbozando una sonrisa pícara, y añadió para justificar su aseveración—: Son libros franceses.
No tuvo inconveniente alguno en prestarle un libro que, aseguró, apasionaría a su discípula: «Clarissa, o la historia de una joven dama», un volumen de más de mil páginas escrito por un inglés llamado Richardson. Era ciertamente un libro demasiado grueso para una lectora principiante, pero no dudó en cogerlo; cuanto más tardara ella en acabarlo, más tiempo pasaría él a su lado.
Inexa recibió entusiasmada la novela, más aún cuando supo que se trataba de una historia romántica, sorprendiendo a Olabe al demostrarle que, despacio y con esfuerzo, podía leer sin su ayuda. No acabaron ahí las sorpresas. Una tarde, después de haber leído juntos, le dijo que deseaba que la acompañara a Bilbao.
—¿A Bilbao? —preguntó él desconcertado—. ¿Por qué?
—¡Vaya pregunta! —río ella—. Porque nunca he salido del valle y me gustaría saber qué hay más allá del camino. Además, vos mismo habéis dicho en repetidas ocasiones que solo se tarda una hora en llegar. Podemos salir temprano por la mañana y estar de regreso antes de la noche.
El hombre no sabía qué responder. Cierto que no tenía indicación alguna al respecto, pero se daba por entendido que el lugar de la esposa de Zautuola estaba en la casona. Y, en todo caso, debería ser el marido quien la acompañara a la villa. La determinación en los ojos de Inexa no dejaba lugar a dudas: o era él, o se buscaría otra compañía. Muy a su pesar tuvo que aceptar, aunque propuso dejar la visita para más adelante, pues, adujo, tenía que ausentarse durante unos días. Debía meditar el asunto con detenimiento y, por otra parte, esperaba la llegada de su cliente de un momento a otro. Había recibido una carta suya por la posta varios días antes. No daba explicaciones, únicamente le informaba de que se hallaba en Oporto y que en breve emprendería el viaje de regreso. Por otra parte, no dejaba de rondarle por la cabeza la idea de disfrutar de una jornada en compañía de la joven y no podía dejar de imaginarse a los dos paseando por las calles de Bilbao, compartiendo el almuerzo en la coqueta casa de comidas de Isidoro Garmendia, en la calle San Miguel, o degustando el café y los bollos del establecimiento Rovina. No le quedó, sin embargo, más remedio que dejar de lado sus cavilaciones.
Un jueves, Inexa le informó de que, con o sin él, tenía intención de acercarse a Bilbao al siguiente sábado. Dos días más tarde, nervioso cual un enamorado en su primera cita, se presentó en la casona a las nueve en punto de la mañana y disimuló como pudo su decepción al ver que también Felisa lo estaba esperando. Tuvo que levantar el pescante para conducir al caballo, en lugar de hacerlo desde el asiento de dos plazas de la calesa. No obstante, olvidó su desencanto y sonrió al escuchar a su espalda las voces y risas de ambas jóvenes, excitadas por la aventura; su asombro al contemplar la villa desde el alto de Miraflores y su no menor deleite al pisar la Plaza Mayor, junto a la iglesia de San Antón. Nunca habían visto un lugar habitado tan grande y tan lleno de gentes diversas, comercios y puestos ambulantes, locales de comida y bebidas, tanto bullicio.
Muy en su papel, Olabe las guio por calles y cantones hasta llegar al Prado de los Arenales, lugar de paseo bajo los tilos y de actividad portuaria. Les mostró iglesias y conventos, los hermosos edificios construidos por familias adineradas, e intentó informarles sobre la historia de la villa, su futuro, su expansión en los últimos años y las obras iniciadas que harían de Bilbao una capital moderna como convenía al nuevo siglo. En vano. A ellas les interesaban más las tiendas de mercería, telas y sombreros; la animación en torno a tabernas y tahonas, las personas elegantemente vestidas con quienes se cruzaban, la alegre concurrencia junto a los caños del agua, los gritos de los vendedores y las risas de los chiquillos.
—Tendremos que volver más veces —afirmó Inexa, encantada tras salir del «restorán» de Isidoro Garmendia, como el dueño insistía se nominara a su local.
—Bueno… no sé… —titubeó el abogado.
—Y por cierto, ¿dónde tiene mi marido su casa?
La pregunta lo dejó anonadado. Había temido que algo así ocurriera desde el momento en que ella planteó el deseo de bajar a la villa, pero confiaba en que solo fueran recelos sin fundamento. Estaba visto que se había equivocado.
—Ahí mismo —dijo, y señaló al edificio que tenían justo en frente—. En el segundo piso.
—Me gustaría verlo.
—Es que… bueno, el señor de Zautuola…
—Mi marido —recalcó Inexa—. Tendréis la llave, supongo.
—No puedo…
—¿Por qué no? Julián y yo compartimos los bienes, todos los bienes, incluso esa vivienda del tercer piso.
Olabe no sabía hacia dónde mirar; notaba un molesto cosquilleo en la nuca y húmedas las palmas de las manos. Ella tenía razón después de todo, pero no quería ni pensar lo que diría su cliente cuando se enterara. Tiempo había tenido para llevarla a Bilbao y no lo había hecho, sus razones tendría, si bien era cierto que en ningún momento había expresado prohibición alguna en cuanto a que su esposa visitara la vivienda. Inexa lo observaba con una amable sonrisa en los labios, como si la petición fuera un simple antojo, aunque sus ojos fijos en él desdecían dicha impresión. No era un capricho; esa había sido su intención desde el principio. Se sintió desarmado, vulnerable, incluso engañado, e hizo un gesto con la mano para indicarle el camino hacia el portal de la casa.
El piso había permanecido cerrado en ausencia de su dueño, aunque una mujer acudía todos los días a quitar el polvo y orear las habitaciones, la misma que limpiaba y cocinaba cuando él estaba en la villa. No tendrían por tanto que dar explicaciones a nadie, lo cual era un alivio en opinión del abogado, aunque tampoco había mucho que ver allí. Estaba claro que se trataba de una vivienda sobria pero confortable, con buenos muebles, sin ornamentaciones ni accesorios innecesarios, alfombras y velas, muchas velas, en candelabros, palmatorias y soportes de todos los tipos y tamaños. Mientras Olabe y Felisa permanecían en el salón contemplando la calle desde las ventanas, Inexa se dedicó a curiosear las habitaciones. Demasiadas para un hombre solo, o para dos, dedujo, al ver encima de una cama ropa masculina que no era en absoluto el estilo de su marido. Tal vez tenía un secretario o un criado que se había ido de viaje con él. Además, aquel no parecía ser el dormitorio principal. Encontró lo que buscaba tras abrir un par de puertas más. Supo que era la habitación de Julián al ver el retrato de la mujer de cabello abundante y extraña mirada que ya conocía, encuadrado en un marco dorado que colgaba en una pared vacía, enfrente de la cama.