Temprano por la mañana, un mozalbete se presentó en la posada con un recado para el señor de Zautuola de parte de Martín Amaro; le pedía que acudiera al almacén en cuanto le fuera posible. Ximeno comentó que podría tratarse de una encerrona, preparada por los mismos que habían incendiado la goleta, pero Candela conocía al muchacho y lo tranquilizó. No obstante, el vizcaíno cogió su cuchillo, en realidad un machete para trocear el atún, lo escondió bajo la capa de medio paño comprada la víspera en un puesto callejero, y decidió hacer el trayecto diez pasos por detrás de su patrón, por si las moscas. Julián sonrió al advertir dichas precauciones aunque, en el fondo, tampoco él estaba demasiado seguro de que el aviso no fuera a ser una emboscada y cargó su pistola antes de salir. Únicamente podría disparar un tiro, pero tenía buena puntería y más le valdría a cualquiera no intentar nada contra él. Sus recelos se vieron disipados al llegar al lugar. Amaro, Zaldibar y dos hombres más los recibieron con amplias sonrisas. Habían encontrado al tipo que buscaban en «La Chalana», el antro frecuentado por las gentes de González, y Zaldibar lo había reconocido de inmediato. La pelea había sido desigual, les informaron muy satisfechos, pues los otros eran el doble, pero habían salido victoriosos, entre otras razones porque estaban furiosos por la pérdida del barco, su medio de vida.
Resultó que el hombre, en efecto, se llamaba José Mateo. Según aseguró, un caballero lo había contactado en Cádiz y le dijo que se presentara de inmediato en el Echeide pues precisaban con urgencia un maestro calafateador. Juró y perjuró que él no tenía nada que ver con la súbita enfermedad del anterior artesano; que él solo había aprovechado la oportunidad para trabajar ya que llevaba meses en tierra y tenía familia que mantener. Por supuesto, tampoco había tenido nada que ver con el incendio de la goleta. Al llegar a este punto, Ximeno blandió el machete delante de su cara y le aseguró que le sacaría los ojos si no les decía la verdad. No alzó la voz, no lo insultó, se limitó a susurrarle la amenaza y a fijar en él una mirada inmisericorde que le provocó un escalofrío.
—El caballero me prometió una buena cantidad de reales y un trabajo seguro si colocaba una carga incendiaria en el pañol de pólvora y le prendía fuego al llegar a Tenerife —confesó por fin.
—¿Quién era dicho… caballero? —preguntó Julián—. ¿Juan Francisco González?
—No lo sé, no conozco al señor González, lo juro por mi mujer y mis hijos, que están en Cádiz, esperando mi regreso —gimoteó el hombre.
—Pues esperarán toda la vida si no me dices lo que quiero saber. ¿Dónde conseguiste la carga incendiaria?
—Me la dio el mismo caballero, y la metí en la goleta escondida en mi petate.
—¿Y ya has cobrado?
El hombre pareció encogerse aún más y se llevó las manos ala cintura. Segundos más tarde, Ximeno entregaba a su patrón un cinturón con ciento cincuenta reales de plata en monedas de a ocho que el calafateador llevaba escondido bajo la faja.
—¿Y por esta miseria has incendiado un barco que valía un millón de veces más? —preguntó Julián.
—La necesidad, señor, no sabe de números —respondió Mateo.
Durante los siguientes días, una decena de hombres de Amaro hizo guardia en los alrededores del embarcadero. Todos conocían bien al cacique, y cada uno de ellos estaba alerta a fin de avisar al resto de la presencia de quien sospechaban, aun sin estar seguros, había sido el instigador del incendio. Mientras tanto, Zautuola intentaba poner sus asuntos en orden. La pérdida del Echeide suponía un enorme quebranto en sus finanzas, puesto que había invertido la mayor parte de su capital líquido en la construcción, aparejamiento, armamento y carga de la goleta. Sin contar con que tendría que pagar las indemnizaciones a los compradores de las armas destruidas, y contratar un espacio en algún mercante inglés o francés para hacer llegar la carga de hierro a Virginia, algo que sabía no sería fácil. También tendría que indemnizar a la tripulación, a la que, además, era preciso enviar de vuelta a Bilbao. Su sueño de iniciar una andadura propia en el comercio de ultramar se había evaporado como una gota de rocío en un amanecer soleado. Estaba ahora igual a como estaba al recibir la herencia de Pascual, pero sin apenas fondos, y sin pinar. Y tampoco podía utilizar su otro barco. El María de la Esperanza se encontraba en pleno océano, rumbo a Cuba con un cargamento de esclavos. Sin embargo, era preciso hacer algo, no podía quedarse de brazos cruzados e ir directamente a la bancarrota. Llevaba dos días enteros encerrado en su habitación de la posada cuando Ximeno le informó de que Juan Francisco González había sido visto en el Puerto.
Minutos más tarde, ambos hombres se reunían con Amaro y los suyos. Maniatado y con un cuchillo pinchándole a la altura del riñón, Mateo se hallaba en medio del grupo. Había mucho movimiento dado que habían arribado dos fragatas mercantes, y aún se esperaban otras tres para unirse a un convoy con destino a Puerto Rico. Las acompañaría un navío de línea de la marina española, nada que ver con la flota de Indias que se organizaba años atrás para proteger a los barcos de los ataques de piratas y corsarios ingleses y holandeses, pero cualquier ayuda era buena en un viaje tan peligroso.
—Fíjate bien y dinos si ves al hombre que te contrató en Cádiz para quemar mi barco —ordenó Zautuola a su prisionero.
—¿Hay trato? —preguntó el incendiario.
No respondió; se limitó a clavar en él una mirada inexpresiva.
Al atardecer, los hombres empezaban a impacientarse, aunque disimulaban haciendo bromas y bebiendo pintas de cerveza a la puerta de un tabernucho. El dueño, un antiguo marino inglés había sido herido cuatro años antes en el ataque fallido a Santa Cruz de Tenerife por parte de la flota de Nelson, durante el cual el almirante había perdido un brazo. Hombre risueño, incapaz de pronunciar las erres, el tabernero había decidido desertar y casarse con la hija del tinerfeño que lo había recogido del mar en lamentable estado. La animación empezaba a disminuir, y el grupo podría resultar sospechoso para cualquiera que lo hubiera estado observando, así que el patrón decidió que era hora de retirarse. Tendrían que esperar a otra oportunidad, pero justo cuando habían decidido renunciar, Mateo se tensó como una cuerda de violín en manos de un lutier.
—¡Es aquel! —exclamó, señalando a un grupo de cinco hombres que acababan de bajarse de una chalana procedente de El Falcón.
—¿Cuál exactamente? —preguntó Ximeno, quien en ningún momento le había quitado el ojo de encima.
—El más delgado, el que tiene patillas y el pelo blanco. El elegante… —añadió para eliminar cualquier duda.
Julián fijo su mirada en el hombre elegantemente vestido que caminaba escoltado por cuatro fortachones y apretó los labios. Su enemigo, el hijo de perra, reaparecía en su vida.
—¿Estás seguro?
—Sí, ese es el mismo hombre que me entregó la carga incendiaria en Cádiz. No tengo ninguna duda.
No debía tenerla. Habían esperado durante horas, y Mateo podría haber señalado a cualquiera. Lo vio desaparecer por la calle con sus acompañantes y tuvo que hacer un esfuerzo para no salir corriendo tras él y acabar de una vez por todas con la cuestión que los enfrentaba desde hacía años. Sin embargo, no era prudente exponerse ante testigos que luego podrían declarar en su contra, y juró vengarse a su manera. Aquella noche, él, Ximeno, Amaro y Zaldibar hablaron en la posada hasta el amanecer y trazaron un plan arriesgado cuyo fracaso podría llevarlos directamente a la horca. El tinerfeño afirmó que contaba con medio centenar de hombres de confianza, y el marino Vizcaíno con otra cincuentena de entre la tripulación del Echeide que se había quedado sin trabajo y deseaba regresar a Vizcaya. Por el resto no ponía la mano en el fuego. Según las noticias, el convoy zarparía para las Indias en unos diez días. No era demasiado tiempo, pero sí suficiente para llevar a cabo su proyecto. A partir del día siguiente, a cada uno de los cien hombres le fue asignada una misión que, en realidad, venía a ser la misma para todos: vigilar tanto El Falcón como a su marinería, desde los oficiales hasta los grumetes, incluso al capellán, un dominico de nombre fray Jerónimo que, como supieron, se alojaba en el convento de su orden. Debían señalar todo tipo de movimientos, los cambios de guardia, cualquier cosa anómala que pudieran advertir en torno a la fragata. La mayoría de los miembros de la tripulación eran naturales de la isla y, por lo tanto, moraban en sus casas hasta la víspera de la partida, por lo que únicamente quedaba a bordo un retén de unos treinta hombres, eso sí, bien armados. Durante el día eran más, puesto que se procedía al transporte del cargamento, aunque la mayoría de las pipas de vino y aguardiente, los cajones de brea, la miel, la cera y otras mercancías ya estaban en la bodega del barco.
La primera idea de Julián de Zautuola fue el ojo por ojo, quemar El Falcón, destruir la más preciosa posesión del hijo de perra, pero lo pensó mejor. Incendiar la fragata de su enemigo a cambio de su goleta no le aportaría ningún beneficio, aparte de la satisfacción de la venganza. Necesitaba capital para abonar las deudas y comenzar de nuevo, así que decidió robar el barco. ¿Por qué no? Todos los días en cualquier parte del océano, piratas y corsarios robaban propiedades ajenas. Cierto que los primeros solían acabar colgados de una cuerda, y que estos últimos actuaban con licencias reales, alentados en sus pillajes y recompensados por sus propios gobiernos, pero todo era cuestión de organizarse bien. A Ximeno el plan le pareció atrayente, tanto que se atrevió a aportar ideas, él por lo habitual callado. Amaro y Zaldibar no lo veían tan claro; se jugaban su prestigio profesional y ambos eran conocidos, el uno en Tenerife y el otro en Bilbao, pero acabaron contagiados por el entusiasmo con la ayuda de un aguardiente capaz de rejuvenecer a un viejo. La vida solo se vivía una vez, y no era cuestión de desaprovechar una ocasión como aquella. A fin de cuentas, todo marino soñaba con ejercer de pirata alguna vez y, además, tenían a Mateo a buen recaudo y pensaban llevarlo con ellos. Siempre podrían aducir que tan solo se habían tomado la justicia por la mano, visto que la pérdida del Echeide, además de la ruina de su propietario, también los había dejado a ellos sin su medio de vida.
Mientras los hombres vigilaban, Zautuola y Amaro vendieron el hierro salvado del incendio al dueño de un mercante inglés que se dirigía a Virginia. Era un viejo conocido del segundo, aunque solo obtuvieron algo más de un tercio del precio que esperaban conseguir en tierras americanas. Su barco no tenía licencia para transportar el hierro Vizcaíno, afirmó el inglés, y tendría que recurrir al contrabando una vez llegado a destino, lo cual suponía un gran riesgo que, de alguna manera, debía amortizar. Aceptaron porque no estaban en condiciones de discutir y, también, porque necesitaban el dinero para sus propósitos.
El día anterior a la partida de las fragatas hacia Puerto Rico, Julián se presentó de nuevo en Santa Úrsula. Esta vez, Aminata no parecía cohibida, como si hubiera estado esperándolo para enfrentarse a sus recriminaciones, pero él se limitó a ordenarle que fuera en busca de Mati. Vestida de blanco, el pelo peinado en tirabuzones, la niña se asemejaba a cualquier otra de buena familia, educada para convertirse en la esposa de algún miembro de la elitista sociedad tinerfeña. La contempló durante unos instantes desde su altura sin lograr verle la cara; la chiquilla mantenía la vista fija en el suelo. Finalmente, le ordenó que se sentara y él hizo otro tanto. Aun así, ella continuaba con el mentón pegado a su pecho, una cascada de bucles castaños cubriéndole las mejillas.
—Mírame —le dijo.
Y se encontró con una mirada azul, rebelde, fuerte, que lo dejó desconcertado. El dolor que no lo abandonaba lo laceró con más fuerza que nunca, tanto, que le cortó la respiración, incapaz de asimilar su sorpresa. La pequeña era la viva imagen de Itahisa, una réplica perfecta, en pequeño, de la mujer que le había arrebatado el alma. Se levantó del asiento y salió de la casa sin decir una palabra, dejando a Aminata y a la niña muy sorprendidas por su reacción.
Aquella misma noche, justo después del toque de queda, acudió al convento de los dominicos y solicitó hablar con fray Jerónimo; le dijo que uno de los marinos de El Falcón había sufrido un accidente muy grave y que el señor González reclamaba urgentemente su presencia a bordo del barco para dar la extremaunción al accidentado. Un tanto molesto al ver interrumpido su sueño a aquellas horas, el fraile salió a los pocos minutos, y ambos se encaminaron al embarcadero. Al poco, se les unieron Amaro y otros tres hombres provocando la inmediata alerta del religioso.
—Haced lo que se os dice y no os ocurrirá nada —respondió Zautuola a su muda pregunta.
La llegada del capellán con sus acompañantes no levantó en principio ninguna sospecha en los dos guardas que vigilaban la escala de acceso al barco; fray jerónimo era de sobra conocido. No tuvieron oportunidad de preguntarle qué lo llevaba por allí a medianoche, unos golpes certeros los dejaron sin sentido. Amaro lanzó entonces un silbido agudo, y el resto de los hombres, algunos en barcas y otros a nado, que se habían aproximado en silencio, subieron a bordo sorprendiendo a la treintena de guardas y marinos que dormían y que se vieron abordados por una banda de piratas en el mismo Puerto de La Orotava. A fin de acallar ruidos sospechosos, uno de los atacantes, natural de Santurtzi, entonó una canción marinera acompañándose con el pequeño acordeón que siempre llevaba colgando a la espalda, siendo coreado a voz en grito por los demás al tiempo que golpeaban e introducían a sus cautivos en la bodega. Los marinos de las otras fragatas creyeron que estaban celebrando la despedida; el viaje a las Indias siempre suponía un peligro del que muchos no regresaban.
—¿Algún problema? —preguntó Julián a Ximeno cuando la nave enfilaba ya hacia alta mar.
—Ninguno —respondió el hombre.
Mientras su patrón y los demás se disponían a robar el barco de Juan Francisco González, él se había presentado en la casa de Santa Úrsula, amordazado y maniatado a la esclava negra y raptado a la niña. Al contrario de lo que podría suponerse, Mati se dejó llevar fuera de la casa y montar en el caballo; no gritó, ni pataleó o lloró. A Ximeno le dio la impresión de que, de alguna manera, la chiquilla de seis años que le miraba con curiosidad lo estaba esperando.
Llevaban tres días de navegación cuando arriaron tres botes y liberaron a los prisioneros, fray Jerónimo entre ellos, quien no había cesado de rezar y amenazar con los males del infierno a los impíos que osaban raptar a un religioso. También liberaron a José Mateo; ya no les era útil, aunque le advirtieron que irían a por él y su familia si se le ocurría largar más de lo necesario. Se les dio comida y agua para que aguantaran hasta llegar a las costas de Marruecos, y El Falcón prosiguió su rumbo. Avistaron el litoral siete jornadas después de su salida de La Orotava, si bien no se dirigieron a las costas de Cádiz, sino que desviaron el rumbo hacia Sagres, pequeña población en la esquina más extrema del Sureste de la Península. A partir de allí, subieron hacia Oporto ayudados por el viento, a pesar de la fuerte mar arbolada que, por momentos, bandeaba el barco, de tal manera que Julián juró por enésima vez no volver a embarcarse en toda su vida. Al llegar al puerto portugués vendieron la mercancía, y también la fragata. El comprador, un acaudalado comerciante de vinos que deseaba entrar en la carrera de Indias, no inquirió acerca de la procedencia de la nave, le cambió el nombre y se apresuró a inscribirla con otro: el Dona Manuela, en honor a su mujer. Asimismo ordenó retirar el mascarón de proa y colocar uno nuevo a fin de evitar pistas si, como sospechaba, la nave había sido robada. Dicha acción recordó a Zautuola el mascarón de su goleta, una imagen idealizada de su amada Itahisa que él mismo había dibujado para el tallador, ahora olvidada en un almacén. El nuevo armador precisaba de una tripulación avezada para transportar sus pipas de vino a Brasil, y Amaro y sus hombres, así como Zaldibar y la mayoría de los vizcaínos, aceptaron la oferta de trabajo pese a que todos habían cobrado una generosa paga con el dinero obtenido por la venta de la fragata. No era cuestión de perder una buena oportunidad como aquella.
—Solo será por algún tiempo —afirmó el tinerfeño—, hasta que las aguas vuelvan a su cauce y pueda regresar a mi casa. Vos siempre seréis mi patrón. De los asuntos del María de la Esperanza se encargará su maestre, mi cuñado Anselmo, que es un hombre honrado; él os tendrá al corriente.
—Gracias, amigo mío —respondió Julián—. Mantenme informado.
Al tiempo que el Dona Manuela iniciaba su nueva ruta, él, Ximeno y la pequeña Mati emprendían el camino de vuelta a Bilbao en un landó alquilado y conducido por dos cocheros, uno de ellos armado con un mosquete en previsión de un posible asalto de los ladrones de caminos.