—Es un hombre de González —informó Julián a Martín Amaro cuando este y Zaldibar se presentaron en la posada para informarle de que nadie sabía nada acerca del tal Mateo, o como quiera que se llamara.
Amaro hizo un gesto afirmativo con la cabeza y salió con el marino mientras Ximeno miraba interrogante a su patrón.
—Es una larga historia…
Y, como a menudo hacía, comenzó a hablar en voz alta, más para sí mismo que para su interlocutor, al tiempo que ambos daban buena cuenta del conejo en salmorejo acompañado de un buen plato de papas y un jarro de vino que Candela les había servido en un rincón de su pequeña taberna.
—Juan Francisco González es uno de los hombres más acaudalados de la isla y, aunque ahora solo es una sombra de lo que fue, sigue teniendo más que muchos ricos. Enriquecido gracias al comercio de vinos con los ingleses y al contrabando a gran escala con los españoles, posee una de las mejores mansiones de La Orotava y otra no menos espléndida en La Laguna, así como una hacienda inmensa en tierras y ganados; numerosos sirvientes y esclavos; barcos y negocios. En fin, no había nadie que pudiera equipararse a él en riquezas, y, ya se sabe, la opulencia da poder; el dinero abre puertas cerradas y compra voluntades. Durante años actuó a su albedrío como bien le vino en gana y nadie se atrevió a enfrentarse a él. No se casó, pero abusaba de todas aquellas mujeres de las que se encaprichaba, sin importarle condición, familia ni honor.
Julián calló y se sirvió vino de la jarra; cogió el vaso, pero no se lo llevó a los labios, la mirada ausente.
—Yo tenía un amigo de nombre Taoro, un viejo guanche descendiente de los últimos reyes de esta isla —dijo por fin después de beber un largo trago—, y él tenía una única hija. González se encaprichó, pero no la forzó; simplemente la enamoró con palabrería y regalos, y ella cayó en la red como un pececillo indefenso. Abandonó a su familia por un hombre que no la merecía y se dejó morir de hambre en un calabozo de la Inquisición, acusada injustamente de brujería por el padre de su hija.
—¡Qué historia tan terrible! ¿Y qué fue de la niña?
—Durante muchos años, mi amigo soportó su dolor en silencio —prosiguió Julián sin responder a la pregunta—, hasta que un día se enfrentó al causante de la muerte de su querida hija…
Ximeno esperó la continuación del relato, pero su patrón se levantó de la mesa y salió a la calle. Él lo siguió a distancia; lo vio acercarse a la orilla del mar y permanecer ensimismado en la semioscuridad, escuchando el rumor de las aguas agitadas por el viento.
Ajeno a la presencia de su hombre, Julián se pasó el dorso de la mano por la frente, en un gesto de secar un sudor inexistente o, tal vez, para intentar borrar, una vez más, los fantasmas de su pasado.
Itahisa y él bajaron a vivir en «La Pinada». Allí estarían más seguros, afirmó Pascual; ellos y sus trabajadores se encargarían de impedir el paso a los extraños y, por si acaso, ambos tenían siempre los mosquetes cargados. Durante varios meses, sus vidas transcurrieron de manera apacible; se confiaron y llegaron a pensar que nada cambiaría, pero su protector había tenido razón, el brazo del cacique era muy largo. No supieron cómo, aunque sospecharon que fue uno de los temporeros quien infirmó acerca de la presencia de la joven en la hacienda. González esperó paciente a que llegara la nueva temporada de la producción de la pez, cuando la actividad en los hornos los mantenía a todos ocupados, y envió a dos de sus esbirros. Como zorros en el gallinero, mientras las dos sirvientas laboraban el huerto, entraron sigilosamente en la casa y se la llevaron; le robaron su tesoro más preciado, la única persona que le interesaba en el mundo. Lo descubrió a su vuelta del pinar; y Pascual tuvo que pedir ayuda a tres de sus hombres para impedir que saliera en busca de su mujer. Uno de ellos, incluso, lo golpeó con tal fuerza que quedó sin sentido.
—Te matarán como a un conejo en cuanto te vean rondando la casa del hijo de perra —fue lo primero que le dijo su protector cuando recobró el conocimiento.
—¡Antes lo mataré yo a él! —había respondido con furia.
—No seas iluso, Julián. ¿Crees acaso que te permitirán siquiera acercarte? Por otra parte, apuesto todo lo que tengo a que Itahisa ya no está en La Orotava. Además del palacio que tiene allí y el de La Laguna, su padre posee fincas a lo largo y ancho de la isla. Eso si no la ha llevado ya a cualquiera de las otras o, incluso, a la Península.
—La encontraré aunque tenga que remover cielo y tierra —había asegurado él con firmeza.
Tal fue su empecinamiento que Pascual y Taoro decidieron acompañarlo. Durante semanas recorrieron Tenerife de Norte a Sur, de Este a Oeste, pueblo a pueblo, aldea a aldea, bosques, valles, playas y barrancos; buscaron, preguntaron, indagaron, pero no obtuvieron la más mínima información. Lo único que averiguaron fue que González se había marchado en uno de sus barcos, El Falcón, aunque nadie supo darles razón de su destino. Era buscar un alfiler en la paja y, pese a su desesperación, tuvo que reconocer que su mentor tenía razón. No le quedaba, por tanto, más que esperar. Antes o después, el hijo de perra regresaría y por sus muertos que lograría saber a donde había llevado a Itahisa. Después, él mismo acabaría con su miserable vida.
Seis meses más tarde uno de los hombres de «La Pinada» les informó de que el cacique había sido visto el día anterior. Así pues, por fin había regresado. Pero la furia había dejado paso a un rencor frío y, esta vez, no se lanzó colina abajo en busca del hijo de perra. Subió a la cabaña de Taoro, y ambos hablaron como hacía mucho que no lo habían hecho, sentados a la puerta, fumando y contemplando una vez más el milagro que transformaba la piedra en fuego. A la mañana siguiente bajaron al Puerto. En efecto, El Falcón, una fragata mercante que más parecía un navío de guerra debido a la doble línea de cañones a ambos lados del casco, estaba fondeado en la había, y podía observarse un gran trasiego de botes a su alrededor. Se mantuvieron algo apartados, sin perder ojo al maestre y al contramaestre que, sentados a una mesa, controlaban y anotaban cada fardo descargado en la caleta de desembarque. Los siguieron cuando, ya anocheciendo, dieron por finalizada la tarea y se dirigieron a una de las muchas tabernas que se hacinaban en la marina. Ellos también entraron y se sentaron en una esquina del local. No daba la impresión de que los dos oficiales tuvieran prisa en retirarse; hablaron y bebieron sin cesar basta que uno dio con la cabeza sobre la mesa. El otro entonces lo espabiló echándole agua encima; después, lo ayudó a levantarse, y ambos salieron de la taberna dando traspiés. Era el momento que estaban esperando; salieron tras ellos y los abordaron en un callejón oscuro. Un golpe seco dejó sin sentido al contramaestre, mientras el maestre les miraba asombrado, intentando aclararse en plena borrachera. No les llevó mucho averiguar dónde se encontraba González. Al hombre le dio la risa floja y soltó una sarta de incoherencias, aunque, finalmente les confesó que su patrón se hallaba en casa de la viuda Iriarte.
—Posee la mejor casa de La Orotava —les dijo entre hipos—, pero he oído decir que intenta evitar a no se quién que tiene algo que ver con la chocha bastarda de su hija y…
Le dio un puñetazo en plena cara, y el marino cayó en tierra. Los dejaron a ambos amordazados y atados a un barril lleno de tripas podridas de pescado y se encaminaron a toda prisa a la casona de los Iriarte. Durante el corto espacio de tiempo que tardaron en llegar, se le pasó por la mente que tal vez ella estuviera también allí. Era una posibilidad, aunque remota. Taoro conocía bien a doña Bárbara y había sido la primera persona con quien hablaron tras su desaparición. La señora juró por san Francisco Javier; el santo de su devoción, que no había vuelto a ver a Itahisa desde su fuga, y le creyeron, pero con toda probabilidad ahora habría infirmado a su huésped acerca de su visita, y este estaría prevenido. No era, por tanto, prudente llamar a la puerta principal que, por otra parte, estaba vigilada por un par de hombres, así que dieron la vuelta al edificio y entraron por la portezuela que daba al almacén de la despensa. Tenía un candado oxidado, pero su amigo lo abrió con su cuchillo, con la misma facilidad con la que abría las conchas de los mejillones, la única debilidad que él le conocía. La casa estaba en silencio y subieron al primer piso. No les costó mucho descubrir la habitación ocupada por González; era la única delante de la cual había un vigilante armado. El hombre dormitaba sentado en el suelo y abrió los ojos al oír un leve crujido del entarimado, pero él no le dio tiempo a reaccionar porque le atizó un golpe en la cabeza con el mango de su cuchillo, haciéndole perder el sentido.
Su enemigo, el asesino de la madre de Itahisa, el malnacido que le había arrebatado a su amada, dormía tranquilo mientras él no había podido pegar ojo durante todos aquellos meses. La vacilante luz del candil posado sobre la mesa de noche iluminaba el rostro de un hombre en sus cuarenta, los mismos que tenía él ahora, y era atractivo, tanto como para engañar a las mujeres. Nunca lo había visto e hizo un gesto interrogante a Taoro, quien respondió afirmativamente. Acercó a su garganta la punta de su cuchillo y le pinchó un par de veces sin llegar a rasgarle la piel, aunque de buena gana le habría rebanado el pescuezo allí mismo. El hombre se despertó sobresaltado y tardó un instante en darse cuenta de la situación.
—¿Dónde está? —le /cabía preguntado él.
—¿Quién?
—Mi mujer, Itahisa.
Vio ira y odio en su mirada al comprender que tenía delante al don nadie que había frustrado sus planes de emparentar con los ricos Betancourt.
—Puedes matarme si quieres, pero antes iré al infierno que decirte donde se encuentra mi hija.
—No es tuya, es la hija de mi hija —había dicho entonces Taoro, saliendo de la oscuridad.
Habría jurado que el semblante del hijo de perra empalidecía basta adquirir el color de las finas sábanas de hilo que lo arropaban. Apartó de un manotazo el cuchillo y gritó pidiendo auxilio al tiempo que asía el candil y lo lanzaba contra ellos. La sorpresa del ataque los dejó momentáneamente desconcertados; el hombre seguía gritando y se oían voces en la casa. Podrían haberlo matado en aquel instante, pero era el único que sabía dónde estaba ella. Corrieron por tanto escaleras abajo y salieron por la puerta principal, arremetiendo contra los dos guardas, quienes, en lugar de perseguirlos, entraron en el edificio para enterarse de lo ocurrido.
Una semana más tarde, un atardecer en que subió a la cabaña, encontró a Taoro degollado delante de la puerta, los ojos abiertos, fijos en la montaña sagrada de los guanches.
No dieron aviso a la autoridad; Pascual no quiso. El hombre era para él mucho más que un capataz, era un amigo, y conocía su deseo de ser enterrado al modo de sus antepasados, aunque dicha acción conllevara riesgos. Ni el Cabildo ni la Iglesia autorizarían un sepelio pagano, pero a su mentor le daba igual.
—Un hombre ha de ser libre al menos para decidir dónde y cómo quiere ser enterrado —afirmó con rotundidad.
Él estuvo presente cuando las dos sirvientas de «La Pinada», ayudadas por otras mujeres llegadas de Aguasmansas, lavaron el cuerpo y lo envolvieron en varias capas de piel curtida de oveja. No lo embalsamaron, según le informaron, porque el arte se había perdido doscientos años atrás, al igual que la costumbre de enterrar en cuevas a los muertos, pero algún recuerdo quedaba y siguieron el ritual al tiempo que mezclaban oraciones cristianas con palabras que él no entendió. Después, su apreciado Taoro, el guanche descendiente de los últimos menceyes de la isla, memoria del pueblo que una vez existió, fue introducido en una caja de tea, llevado a hombros sobre unas andas durante la mitad de la noche y depositado en una pequeña cavidad natural, frente al Echeide. A continuación todos, hombres y mujeres, recogieron piedras y taponaron a conciencia la entrada, deforma que daba la impresión de que en aquel lugar nunca había existido un agujero lo suficientemente grande para cobijar un cuerpo.
Pascual en ningún momento le recriminó lo ocurrido, ni tampoco haber sido la causa de la muerte de Taoro, pero lo envió a Gorea. Nunca supo si lo hizo a modo de castigo o, simplemente, para distraer su alma atormentada o para que viera con sus propios ojos el negocio que les proporcionaba miles de escudos sin moverse de la hacienda y que algún día sería suyo. Nunca debió hacerlo. Tuvo ganas de vomitar al contemplar a cientos de seres humanos hacinados en la llamada «casa de esclavos», construida por un holandés, los hombres separados de las mujeres, y estas de sus hijos. Sintió lástima y rabia por aquellos seres incapaces de comprender lo que les ocurría y miraban sin ver; aterrorizados, muertos en vida. Pero enseguida perdió la decencia; entró en el juego, palpó los cuerpos desnudos, examinó las dentaduras y pujó por ellos como si fueran animales, como si estuviera en una feria de ganado, cuando acompañaba al padre en busca de ovejas o de un buen semental. Regresó a Tenerife con Aminata, una joven wolof de extraordinaria belleza, cuya compra disputó a un portugués y por la que estuvieron a punto de llegar a las manos. Fue un tremendo error. Se dijo que sería un regalo para su mujer para cuando de nuevo volvieran a estar juntos, pero no tardó en utilizarla, al igual que utilizaba a Inexa, cuando el deseo lo ahogaba y le hacía perder la razón. Sentía que estaba traicionando a Itahisa cada vez que se encamaba con la esclava, pero la pesadumbre era más fuerte que la cordura, y aquella era la única manera que conocía de apaciguar su angustia.
—Señor…
Julián estuvo a punto de sacar la espada y enfrentarse al temerario que se atrevía a perturbar sus cavilaciones.
—Señor, ya es muy tarde.
Esbozó una mueca al reconocer a Ximeno, su sombra, siempre vigilante.
—Olvidaba que tú no descansas si yo no lo hago, mi fiel amigo —dijo asiéndolo con familiaridad por un brazo—. Vayámonos pues a dormir, a ver si mañana tenemos la suerte de dar con el malnacido que ha intentado arruinarme.
La jornada había sido ajetreada, estaba cansado y, por una vez, se durmió en cuanto se metió en la cama.