La recuperación de Inexa fue extraordinariamente rápida, demasiado, en opinión de la partera. Estaba levantada a los pocos días del parto, a pesar de que la mujer insistió en que debería permanecer acostada y que la llamada cuarentena no era solo una costumbre. El cuerpo había sufrido y necesitaba tiempo para volver a la normalidad, además de que, sabido era, la mayoría de las recién paridas solían alternar sentimientos de euforia y de gran tristeza hasta que todo volvía a su sitio. Sin embargo, no parecía ser el caso de la joven madre. Estaba radiante y la dicha se reflejaba en su cara cada vez que se inclinaba sobre la cuna para contemplar a su hijo, o mientras le daba el pecho y le susurraba palabras de cariño. Jamás habría imaginado algo parecido, aquella sensación de plenitud que respiraba por cada uno de sus poros. Incluso aceptó la visita de su madre, a quien no había vuelto a ver desde el día siguiente de su boda.
Jacinta no pudo evitar echarse a llorar cuando una sonriente Evelina le permitió la entrada a la casona y la acompañó a la habitación de su hija. Había sufrido con intensidad su rechazo, tanto que apenas había abandonado el caserío desde que supo que iba a ser abuela, y culpaba de la situación a su marido y también a su cuñada. Nada más saber por Agustina que todo había ido bien y que el parto, en el que tendría que haber estado presente, se había desarrollado sin complicaciones, se echó una toquilla sobre los hombros y se presentó en la casa Zautuola. La sirvienta no se atrevió a dejarla entrar y corrió escaleras arriba para recibir las órdenes de su señora. Esta no tuvo que meditarlo. Había pensado en su madre en plena tarea, mientras sentía que la criatura desgarraba sus entrañas, y en que ella también había pasado por el mismo trance para traerla al mundo. Olvidó su rencor, su decisión de no volver a hablarle, y la abrazó con fuerza en cuanto entró en el cuarto. Juntas lloraron y rieron, se quitaron la palabra de la boca, pero ninguna de las dos mencionó a Julián de Zautuola.
Después de la noche en que su marido no dejó de mencionar, incluso gritar, un nombre jamás escuchado, Inexa comprendió que el motivo de su desinterés hacia ella no era, como había creído, la diferencia de edad, su carácter altivo o, quizás, su incapacidad para apreciar a los demás, sino el amor que sentía hacia aquella a quien había llamado desesperadamente hasta caer rendido. Dicha constatación la sumió en el estupor más completo y tardó días en aceptar que la situación era todavía peor de lo que imaginaba. Para él, ella no era nadie, solo un medio a fin de calmar su anhelo por otra mujer. Se le pasó por la mente preguntarle por qué no se había quedado a su lado si tanto la amaba, en lugar de volver al valle y casarse con alguien a quien no solo no quería, sino a quien tampoco respetaba, pero no lo hizo. Nada de lo que dijera serviría de algo y mucho temía que no se tratara solo de una obcecación pasajera. Muy a su pesar, el desconcertante descubrimiento también influyó en su propia conducta. En lugar de al hombre despectivo y violento a quien deseaba lejos cuanto antes, comenzó a verlo como el amante apasionado que sollozaba de placer. Quiso imaginar que era ella quien lo volvía vulnerable, que era a ella a quien amaba con todas sus fuerzas, y comenzó a participar cuando él acudía a su lecho, a acariciarlo, a besarlo, a la espera de que fuera su nombre y no el de la otra el que saliera de sus labios para, después, rechazarlo y hacerle padecer lo que ella había padecido desde la primera noche. A veces, incluso, creía haberlo logrado, pero el espejismo duraba el tiempo en que él volcaba su desesperación. Luego volvía a ser el mismo y apenas se molestaba en disimular su poco interés hacia su persona. El saberse embarazada fue el bálsamo que necesitaba para no dejarse llevar por el desánimo y la obsesión de sentirse deseada. Se lo dijo en cuanto estuvo segura de que una nueva vida crecía en su interior, convencida de que le miraría con otros ojos a partir de entonces, pero no fue así. No dijo nada, solo hizo un gesto afirmativo con la cabeza y, aquel mismo día, partió hacia Bilbao y no regresó.
A medida que transcurrían los meses, en parte gracias al sol que inundaba el valle y a la belleza de la naturaleza que lo envolvía, y en otra a la compañía de Felisa, de la familia de Josefa y de Bartolomé de Olabe, Inexa dejó de pensar en su marido para volcarse de lleno en su hijo, pues estaba segura de que sería un niño, todos los indicios así lo señalaban. Tenía más gruesa y extensa la parte derecha del vientre, en lugar de baja y puntiaguda, propia de las niñas según las comadres; también hizo la prueba del hueso de sardina vieja, que se había volteado al colocarlo sobre la brasa y, por si fuera poco, le había aparecido un pequeño ronchón en la mejilla derecha. De todos modos, no dejaba de comer churruscos de pan, según la costumbre que afirmaba era remedio infalible para parir un varón, y, un par de veces a la semana, acudía en compañía de su amiga a beber un trago de las aguas del manantial de San Juan. Por otra parte, las cuatro mujeres se afanaron en coser y bordar la canastilla para el recién nacido y tanto empeño pusieron que un mes antes de su nacimiento habían llenado una arcón con ropitas, sábanas, lienzos y demás prendas, suficientes para al menos sus primeros tres años.
Los dolores, y también el miedo, quedaron olvidados en cuanto la partera gritó que era un varón. Y a poco estuvo de llorar de la emoción cuando, una vez acostada, Josefa se lo colocó en los brazos para que le diera de mamar.
—¿Está entero? —preguntó.
—¡Naturalmente que lo está! —respondió la mujer ofendida, y añadió sonriente—: ¡Y tiene todo lo que hay que tener!
—¿Sigue el señor de Olabe en la casa? —preguntó recordando la preocupación observada en el rostro del abogado al cogerle la mano unas horas antes.
—Aquí sigue, y también don Julián, que ha llegado hace ya un rato y espera para subir a conocer a su hijo.
Sintió de pronto una punzada aguda, como si le introdujeran una aguja de tejer en la carne, que no supo si achacar al ansia de la criatura por succionar la leche de su pecho, a su cuerpo dolorido o al saber que el padre de su hijo esperaba para reclamar su derecho sobre la criatura.
—¡No! —exclamó airada, aunque inmediatamente suavizó el tono—. No, no lo dejes subir todavía, mi aspecto…
—Es el de una madre recién parida que nada tiene que esconder.
—Aun así. Deja que el niño mame, y que yo recupere el aliento.
No dormía cuando entró, estaba demasiado agitada. Supo que era él al percibir su olor a cuero y a madera húmeda, y quiso decirle que aquel niño era de ella, sólo de ella. Él había yacido con otra mujer mientras lo engendraba y, por lo tanto, no le pertenecía. Permaneció sin embargo quieta, los ojos cerrados, presa del agotamiento y, finalmente, se durmió cuando estuvo segura de que él no volvería aquella noche y que tanto su hijo como ella estaban a salvo, por el momento.
Julián volvió a la mañana siguiente; entró por la puerta que comunicaba ambas habitaciones y, sin siquiera saludar, se dirigió directamente a la cuna. Contempló al niño dormido durante largo rato y, después, se volvió hacia ella. Con una camisa nueva de dormir, un chal de color azul claro sobre los hombros, las dos gruesas trenzas que Evelina le había peinado y la luz del sol reflejada en su rostro, su mujer tenía el aspecto de una niña, y él no disimuló una sonrisa divertida.
—¿Cómo te encuentras hoy? —preguntó con una amabilidad desacostumbrada.
—Bien… algo cansada…
—Todavía no te he dado las gracias.
—¿Por qué?
—Por el hijo que tanto deseaba tener, y que tú has hecho realidad.
Dicho esto, le alargó un estuche cuadrado forrado de terciopelo, que ella cogió y dejó sobre la cama sin abrir.
—Juan Domingo será un gran hombre —añadió él, sorprendido por su falta de curiosidad.
—¿Quién es Juan Domingo?
—Nuestro hijo.
—Se llama Miguel.
Julián enarcó las cejas. ¿A qué venía aquello? Su hijo llevaría el nombre del hombre que lo había prohijado, a quien debía su fortuna, y no había nada que discutir sobre el asunto. No tenía por qué darle ninguna explicación, pero quiso hacerlo, tal vez porque ella era la única que lograba calmar su agonía. Durante los últimos años, había habido otras mujeres en su vida, pero ninguna había conseguido hacerle sentir algo parecido, ninguna como ella había ocupado el lugar de Itahisa aunque fuera solo durante unos instantes, tan breves que, si bien satisfacían su necesidad de desahogo, dejaban después un enorme vacío en su interior. Sin embargo, era lo único que tenía y no quería que la distancia entre ellos se acrecentara aún más.
—Juan Domingo Pascual fue mi segundo padre —dijo con la mirada puesta en el hermoso paisaje verde que se veía a través de la ventana—. A él le debo mi educación y mi fortuna. Acogió en su casa a un joven desorientado sin las ideas claras y que había roto con su pasado, y lo convirtió en un hombre. Él me enseñó todo lo que sé, y yo no se lo agradecí lo suficiente, por eso me gustaría que nuestro hijo llevara su nombre de pila, es lo menos que puedo hacer en su recuerdo.
—¿Eso ocurrió en las Indias? —preguntó Inexa interesada.
Por fin iba a saber algo más del hombre con quien la habían casado.
—No, en una isla de nombre Tenerife, a la que sus antiguos habitantes llamaban Achinet. Sé que en el valle me llaman el indiano, pero jamás he estado en las Indias, aunque ese fue mi primer propósito. Pero no soy hombre de mar y me bajé del barco en cuanto pude.
—Y esa isla… ¿está lejos de aquí?
—Sí, aunque no tanto como el continente americano.
—¿Y cómo es?
—¿Tenerife? Muy diferente a esta tierra, te lo puedo asegurar. El clima es cálido la mayor parte del año, aunque también nieva en el monte en cuyas entrañas arde un fuego que nunca se apaga.
Habló durante largo rato de la isla, los pueblos, las inmensas playas bañadas por el sol que se reflejaba en sus aguas; de las costumbres y los modos de vida de los isleños, de las antiguas creencias de un pueblo derrotado, y no obstante vivo todavía; de las casas pintadas de colores, las plantas, las flores, y los sabores. Era la primera vez que Inexa lo escuchaba decir tanto y tan seguido, y que su conversación no se limitaba a un par de frases, si bien sospechaba que no se dirigía a ella. No le había mirado en ningún momento, hablaba en voz alta, solo para él.
—Y si aquel lugar es tan hermoso, ¿por qué de vuelta al valle? —inquirió con resquemor.
Su pregunta rompió la ensoñación de Julián; se giró hacia ella y la contempló con un gesto duro. Como era de esperar, no había entendido nada. ¿Cómo iba a entenderlo una muchacha que no sabía leer ni escribir y cuyo único horizonte era un lugar donde algunos todavía creían en la existencia de las brujas? ¿Qué sabía ella de la nostalgia sin fin, de la tortura que le robaba el sueño?
—Mi hijo se llamará Juan Domingo —afirmó tajante.
—Miguel —musitó ella, sorprendida por su súbito cambio de voz—. Me lo he ganado…
Fue a responder con actitud, pero era cierto que se lo había ganado. La maternidad era un misterio; nueve meses de gestación a cambio de unos minutos, además del riesgo que había supuesto para ella y los años que le quedaban hasta que él se hiciera cargo. Miró al niño, que seguía durmiendo profundamente, envuelto en demasiada ropa, según su parecer. Aún era pronto para saber a quién se parecería, cuál sería su carácter, si crecería sano y llegaría a alcanzar la madurez para arrepentirse de sus errores, como le ocurría a él, pero era una realidad, y él podía mostrarse generoso.
—Juan Miguel, es mi última decisión —dijo antes de abandonar la habitación.
Cuando Julián salió, Inexa suspiró resignada. Cogió el estuche que había dejado a un lado, sobre la cama, y lo abrió.
No pudo retener una exclamación de asombro al ver la preciosa gargantilla de diamantes que brillaban sobre una tela de raso azul marino y, esta vez, no lanzó la joya contra la puerta como había hecho con los pendientes. No había vuelto a recibir ningún otro regalo en todos aquellos meses y lo prefería así. Le humillaba que, de alguna manera, él pagara por forzarla; la rebajaba como esposa, o como mujer simplemente. En este caso, al parecer, la costosa gargantilla era el pago por haberle dado el hijo que tanto ansiaba. ¿Por qué no podían entenderse como dos personas normales? Ella podría haber llegado a quererlo a nada que se hubiera comportado de otra manera. Había observado su perfil como tallado en la roca, similar al de otros hombres del valle, mientras hablaba consigo mismo. Y también se había fijado en su sonrisa y en la manera en que entornaba los ojos como si, en lugar de los bosques de hayas y robles que veía desde la ventana, estuviera contemplado aquella tierra remota y soleada que, estaba claro, echaba en falta. Quizás no debería haberlo interrumpido, tendría que haberle dejado continuar ya que era la primera vez que se confiaba a ella, pero no pudo evitar imaginar a la mujer que lo tenía cautivo en medio de los lugares que con tanto afecto describía. Le habría gustado saber quién era, pues resultaba tarea imposible luchar contra un fantasma. De pronto, recordó confusamente un rostro, y cerró el estuche de golpe.
El señor de Zautuola tuvo que partir con urgencia hacia Bilbao al día siguiente del bautizo de su hijo, ceremonia a la que Inexa no asistió con la disculpa de hallarse en la cuarentena. No había vuelto a la iglesia desde su bronca con don Aureliano y no pensaba cambiar de opinión, pese a la insistencia de su madre y de su amiga Felisa. Por supuesto, tampoco tenía intención de «salir a misa» para purificarse, una vez transcurridos los cuarenta días preceptivos, ni esperar con el niño a la puerta de la iglesia, una vela encendida en la mano, a que el cura acudiera a recibirla. En cuanto él desapareció por el camino a lomos de su caballo, lo primero que hizo fue entrar en su escritorio y buscar la carpeta con los dibujos que había visto a los pocos días de convertirse en la señora de la casa. No la encontró, por mucho que buscó, y tampoco estaba en el armario ni en el arcón del dormitorio de su marido.