El señor de Zautuola no partió hacia Bilbao al día siguiente. Las fiestas navideñas estaban próximas y la actividad económica decrecía en la villa durante dichas fechas. Permaneció en el valle y se dedicó a recorrer caminos y veredas, ascendió a las zonas altas, anduvo por bosques de ramas peladas; se adentró en la niebla y dejó que el viento azotara su rostro y que la lluvia lo calara hasta los huesos, sin preocuparse del barro que cubría sus botas de buen cuero. En uno de sus paseos, subió de nuevo al altozano, pero no se dirigió a la choza, sino al enorme caserío, igual a una atalaya, desde el cual se divisaba el macizo del Gorbeia, cuya cumbre aparecía blanqueada por las primeras nieves. Un hombre algo mayor que él, barbado y más corpulento, se hallaba cortando leña para el fuego; le hizo un gesto con la cabeza, como si acabaran de verse, y prosiguió con su labor. Julián esperó a que finalizara, apoyado en el zaguán. No había cogido un hacha en años y sintió envidia al observar al hombre vestido con una camisa y unos pantalones viejos que golpeaba el tronco sin titubear. Durante largo rato únicamente se escuchó el sonido del hacha contra la madera y tuvo la impresión de que el aire lo devolvía en forma de voces, como si la exuberante naturaleza que lo rodeaba quisiera decirle algo. Al rato ambos estaban sentados dentro de la casa, al lado del fuego, bebiendo un vaso de sidra acompañado de pan y queso.

—Te vi el otro día, en la cabaña… —comentó el hombre.

—Sí.

—A los muertos vale más dejarlos en paz.

—Ya.

Continuaron bebiendo y comiendo en silencio. Andrés era, por así decirlo, el único amigo que había tenido en el valle. Quizás porque los dos eran personas introvertidas, o porque, cada uno a su manera, vivían una vida ajena a los pequeños y grandes acontecimientos que tenían lugar a su alrededor, porque no se mezclaban con los demás en las fiestas o, simplemente, porque no les hacía falta hablar para entenderse.

—¿Y tú qué tal? —preguntó Julián al cabo de un rato.

—Igual.

—¿Sin mujer?

—Estoy bien. Tú te has casado con la heredera de Ernani —afirmó su amigo.

—Sí.

—Es una buena chica.

—Eso parece.

—Ella también lo era.

—Lo sé.

—¿Fue por aquello por lo que te marchaste?

—Supongo.

—Tus padres…

—Mejor no hablar de ellos.

Volvieron a permanecer en silencio. La luz declinaba y había un buen trecho hasta Zautuola. Julián se levantó, rozó con una mano el hombro de Andrés y salió del caserío. El aire olía a humedad y a leña quemada, echó un último vistazo al Gorbeia, pero la cumbre estaba oculta por la niebla que avanzaba a gran velocidad, como arrastrada por el viento. Ocurría a veces; la bruma envolvía el valle en un abrir y cerrar de ojos, lo aislaba del exterior, y las gentes se refugiaban en sus casas presas de un sentimiento de extraña fragilidad. La madre aseguraba que aquella niebla era el vuelo de las brujas, que bajaban de la montaña para atemorizar a los cristianos, y corría a colocar en la puerta la cruz hecha con dos ramas de fresno que guardaba para tales ocasiones. Él se reía de sus temores, pero no podía negar que le impresionaba la oscuridad que se abatía de pronto sobre la tierra, incluso cuando todavía era de día y que, en ocasiones, persistía más allá del amanecer.

Al dejar la vereda y tomar el camino que llevaba a su casa apenas podía verse los pies. Sentía los cabellos húmedos y se subió el cuello del gabán. En algún momento creyó oír unos pasos tras él, asió con fuerza el puño de su makila y giró la cabeza, aunque de cualquier manera le habría sido imposible percibir a alguien a menos de dos varas. No obstante, se mantuvo en guardia hasta llegar a la casa Zautuola e, incluso una vez allí, intentó descubrir a su supuesto perseguidor después de cerrar la cancela.

—¡Señor! ¡Estábamos preocupados por la tardanza e íbamos en vuestra búsqueda!

Paulino y Fermín bajaban la cuesta de la casona con sendos candiles en las manos y, aunque no lo demostró, sintió una especie de alivio al verlos aparecer. Aquella noche no se presentó en el comedor; pidió que le sirvieran la cena en su dormitorio y se encerró en él. Oyó a Inexa entrar en el suyo, oyó el crujir de las tablas de su cama, pero no se movió del asiento junto a la coqueta chimenea de ladrillo, cuyo fuego iluminaba la estancia. Desde su vuelta al valle, iba para cinco semanas, se había acostado con su mujer todas las noches, una idea fija en su mente: dejarla embarazada y regresar a Bilbao. En la villa estaba ocupado con sus asuntos comerciales, había gente por las calles, cafés, comercios, teatro, pero allí sólo tenía el pasado que, más que nunca, volvía para atormentarlo y se estaba convirtiendo en una obsesión. Necesitaba poner tierra de por medio, alejarse de aquel lugar que lo había marcado más de lo que habría imaginado.

Se despertó muy temprano por la mañana, al escuchar unas voces que llegaban del exterior, se levantó y abrió la ventana. El sol brillaba en un cielo limpio de nubes y dos mujeres jóvenes extendían sobre la hierba unos lienzos de cama para secar, a la derecha de la casona. Las telas sobre el verde intenso, el rebaño de ovejas que pacían en un prado cercano, el humo de las chimeneas, el carro tirado por un par de bueyes en el camino que atravesaba de parte a parte el largo valle, formaban una estampa bucólica, muy alejada de las nieblas y miedos de la víspera. Julián esbozó una sonrisa complacida y su mirada volvió a las muchachas que se dirigían a la casa hablando y riendo por algo que él no llegó a discernir. Reconoció a Evelina, pero no a la otra, tal vez una joven de algún caserío vecino, pensó. Llevaban las mangas de las camisas recogidas, así como las sobrefaldas sujetas en rollo a la cintura, los cabellos al aire y los pies descalzos; eran la viva imagen de la vitalidad, campesinas saludables, sin complejos, sin el aspecto encorsetado e incluso enfermizo de algunas mujeres que conocía en la villa, envejecidas antes de tiempo. Todavía escuchó sus risas una vez más al tiempo que entraban en la casa y, de alguna manera, sintió la necesidad de compartir su alegría. Se puso una camisa amplia sin cuello, un pantalón de algodón de Mahón y unas botas; echó en la jofaina agua de la jarra, se lavó la cara, y se pasó las manos mojadas por el cabello. Tenía un aspecto muy diferente al del caballero pulcramente vestido que todos estaban acostumbrados a ver, incluso parecía más joven, y su apariencia provocó estupor cuando apareció en la cocina y pidió una taza de café con leche.

—Si el señor desea que le sirva en la sala… —musitó Josefa, sofocada al verlo tan temprano, puesto que desde su vuelta no abandonaba su habitación hasta media mañana.

—No, aquí estará bien.

Echó un vistazo a su alrededor y el sorprendido fue él. La otra joven, la que había visto reír en compañía de Evelina, era Inexa. Una Inexa muy diferente a la que se sentaba a la mesa con uno de aquellos vestidos que él había encargado en el taller de costura de Bilbao, la que apenas hablaba, la que aceptaba sin una palabra sus obligaciones de esposa. Esta era distinta, o eso le pareció. Con el cabello revuelto y las mejillas sonrojadas, los pies descalzos y la sobrefalda todavía recogida en la cintura, parecía otra persona, mucho más atractiva que la joven opaca y sin gracia con quien creía haberse casado. Ella sostuvo su mirada y tuvo la impresión de que lo estaba retando.

—La mujer de Julián de Zautuola no andará por ahí como una simple aldeana —dijo con el ceño fruncido—. Sube y vístete como corresponde.

Josefa y su hija habían abandonado apresuradamente la cocina.

—Soy tu mujer en la cama —replicó ella—. El resto del tiempo soy yo misma.

La respuesta lo dejó tan asombrado que tardó en reaccionar, habituado como estaba a ser obedecido sin rechistar. ¡Y encima se atrevía a tutearlo!

—Harás lo que yo te mande —musitó entre dientes.

—O. Y si no, ¿qué?

No respondió. ¿Cómo se atrevía a encararse a él, a desafiarlo? No era nadie, una moza de pueblo sin importancia, buena para darle hijos, o quizás ni eso. Y, sin embargo… La asió por un brazo con brusquedad y clavó su mirada en ella, pero ella no bajó la vista. Instantes después, Julián montaba en su caballo y salía a galope por el camino. No regresó hasta la noche, ni siquiera buscó un lugar para comer al mediodía. Cabalgó durante millas por caminos de cabras hasta las campas de Pagomakurre y, una vez allí, desensilló al animal y dejó que pastara libre mientras él se sentaba sobre el suelo y contemplaba el Gorbeia al igual que tantas veces había contemplado el Echeide. A pesar del cielo despejado, el viento era frío en las alturas, pero él no parecía notarlo bajo la camisa de lino. Estaba confundido. La mirada retadora de Inexa lo había confundido; tenía la misma fuerza que la de Itahisa.

Volvió a «La Pinada» y durante semanas trabajó en el bosque desde el amanecer basta la caída del sol, desbrozando, limpiado los hornos de la pez, haciendo cualquier cosa que mantuviera su mente ocupada para no pensar en ella. Apenas hablaba con su protector; apenas comía, y se encerraba en su cuarto, intentando leer, dormir; dibujar o lo que fuera, aunque sus esfuerzos eran vanos; nada lograba distraer su pensamiento. Durante los meses de verano, Taoro raramente bajaba de su montaña y él tampoco subió a verlo; no se atrevía a mirarle a la cara. Sin embargo, un atardecer, una fuerza ajena a él lo arrastró hasta la cabaña. Encontró a su amigo como siempre, sentado a la puerta, fumando su vieja cachimba, y se sentó a su lado sin que mediara una palabra entre los dos. Permanecieron en la misma posición hasta que el sol desapareció tras la montaña sagrada, contemplando una vez más el prodigio que transformaba la roca en fuego.

—Guacimara esperaba un hijo de su compañero Ruiman —había dicho Taoro de pronto— y, no obstante, luchó como un guerrero contra los invasores. Dio a luz en una cueva entre dos batallas y volvió al combate. No sólo era hermosa, también valerosa. Luchó contra los invasores en las playas de Añaza y se arrojó desde el acantilado para no caer prisionera, al igual que había hecho su padre.

¿Acaso el viejo guanche quería decirle algo? Se armó de valor e hizo la pregunta que le quemaba en la lengua.

—¿Por qué me ocultaste la verdad acerca de tu nieta?

Taoro dio un par de caladas a la pipa antes de responder.

—El hijo de perra —dijo refiriéndose a Juan Francisco González— sedujo a mi única hija y la dejó preñada, le quitó la niña y luego la acusó de brujería. Mi amada Dasil murió en prisión mientras esperaba la sentencia del inquisidor. En realidad, se suicidó, lo mismo que Guacimara. No podía tirarse desde un precipicio porque estaba encerrada, así que se dejó morir de hambre, y de pena.

—¿Por qué la acusó de brujería? —le había preguntado.

—Fue la forma de deshacerse de ella, ya que tenía intención de casarse con una mujer rica. Aseguró que le había dado un filtro para enamorar que le había hecho perder la cabeza.

—¿Y le creyeron?

—Esta es tierra de hechiceras; todo el mundo cree en ellas.

—¿E Itahisa lo sabe? —había preguntado él de nuevo.

—¿Lo de su madre? Claro que sí, se lo conté yo cuando tuvo edad de comprender. Doña Bárbara me permite ir a visitarla cuando el hijo de perra esta en La Laguna ocupándose de sus asuntos, lo que es bastante habitual.

—¿Y qué dijo?

—Nada. Algunas mujeres heredan el don de sus madres, y ella lo ha heredado de la suya, y lo sabe.

—¿De qué don hablas?

—Empieza a refrescar; y mis viejos huesos se resienten.

El hombre se levantó y entró en la cabaña dejándolo solo.

Pensó en entrar tras él, pero lo conocía bien y sabía que se cerraba cuando no deseaba responder a una pregunta. Ignoraba que se hablara de brujería en la isla, Pascual no había dicho nada al respecto, y a él tampoco le interesaba el tema pero, después de haber escuchado a Taoro, la cuestión comenzó a preocuparle, no por lo que él creyera o dejara de creer; sino por lo que creyeran los demás, y muy especialmente la mujer que se había adueñado de su alma.

Sintió un escalofrío que no supo si achacar a la temperatura y a la poca ropa que llevaba encima, o a los recuerdos; ensilló de nuevo el caballo y regresó al valle por los mismos caminos. Encontró a su mujer esperándolo, sentada a la mesa del comedor dispuesta para la cena. Vestida con un traje de color granate oscuro de cuello alto y manga larga, entallado en la cintura, y el cabello recogido en un moño, volvía a ser la misma persona carente de interés con quien se había casado. Cenaron en silencio, pero, en esta ocasión, ella no levantó los ojos del plato, mientras que él intentaba, sin conseguirlo, descubrir a la joven arremangada y descalza que tanto le había sorprendido horas antes. Acabada la cena, Inexa se levantó con la intención de retirarse a su cuarto, pero él se levantó casi a la vez y le pidió que lo acompañara a la sala. Quería hablar con ella, dijo, y la joven obedeció.

—¿Tú crees en las brujas?

La pregunta pilló a su mujer desprevenida. Esperaba una recriminación por lo ocurrido a la mañana, y estaba preparada para aguantar el sermón sin responder. No tardaría mucho en volver a marcharse, y ella se quedaría tranquila de nuevo. Con un poco de suerte, para entonces incluso se habría quedado embarazada, que era lo único que a él parecía importarle, y ya no tendría que soportar más encuentros nocturnos. Sin embargo…

Desde su regreso, pasaba los días pensando en las noches, en el momento en que él entraría en la habitación y la forzaría, pues no encontraba otras palabras para calificar su comportamiento. Lo odiaba; odiaba que la tratara como a un ser inanimado sin capacidad para sentir; odiaba que se adentrara en ella sin miramientos, sin una palabra, sin una caricia; que la usara. Pero, sobre todo, se odiaba a sí misma por permitirlo y por no haberse marchado de la casa Zautuola tras aquella primera terrible vez. Intentaba razonar consigo misma, decirse lo que ya había escuchado en de boca de sus padres y del cura: que estaba casada ante Dios, que era su obligación aceptar los deseos de su marido, que las mujeres a fin de cuentas estaban para complacer a los hombres, pero sabía que no era ese el motivo. La única razón para continuar allí no era otra que el deseo de ser amada por aquel cuyo aroma a tabaco y a madera y cuero estaba irremisiblemente unido al acto que él había convertido en deleznable. Quería que la amara, que la deseara con pasión, y quería oírselo decir, aunque para ello tuviera que vestirse y comportarse según sus exigencias. Ella no lo amaría jamás, esa sería su venganza.

—Sí —respondió con naturalidad.

—¿Sí? —preguntó Julián sorprendido.

—Sí.

—¿Por qué?

—No lo sé. ¿Porque existen, tal vez?

—¡Esas son tonterías!

Y de nuevo el gesto hosco, la mirada dura.

—Aquí mismo, en el valle…

—Si te refieres al proceso de las brujas de hace doscientos años —la interrumpió—, fue un asunto de rencores entre vecinos, como siempre lo es. Acusaciones sin fundamento, envidias, venganzas, mala sangre.

—No me refería al proceso.

—¿A que entonces?

E Inexa comenzó a enumerar las razones por las cuales ella, su madre y sus abuelas, su amiga Felisa, todas las mujeres y muchos hombres del valle creían en la existencia de las brujas, al igual que habían creído sus antepasados. ¿Cómo negarlo en una tierra repleta de leyendas y memorias que desaparecía del mundo envuelta en la niebla? Allí mismo, a corta distancia, se hallaba una de las siete montañas sagradas, moradas de la diosa de los antiguos, Amari, la que es madre. Ella era la tierra, el cielo, la tormenta, la semilla, el fruto, la vida. Y habló de las aguas milagrosas del manantial de San Juan y de las propiedades mágicas de la fuente de Gezala; del graznido de las lechuzas que anunciaban la muerte de algún vecino; de las lamias con pies de cabra que enamoraban a los pastores; del vuelo de los buitres sobre el macizo de Itxina, guardianes del tesoro de la cueva de Itxulegor; de las grutas, allí y en otros lugares cercanos, donde las brujas celebraban sus reuniones; y de las numerosas ermitas que se alzaban por doquier para proteger a los habitantes del mal de ojo y de las acechanzas de las malignas. Todo lo que tenía nombre, era. Lo era la luna roja, lo eran las almas errantes que buscaban en la noche el camino a la morada de la diosa, y el toro de fuego que habitaba en las entrañas de la tierra.

Julián la escuchaba atónito. Algunas de aquellas historias se las había oído contar a su madre, pero sonaban diferentes en boca de la joven. Parecía transformada, y sus ojos brillaban con la fuerza que había observado en su desencuentro mañanero, la misma que veía en la mirada de Itahisa cuando se entregaba a él y juraba que se tiraría por un barranco si alguna vez la abandonaba; cuando hablaba de las brujas isleñas y le mostraba cómo llevar a cabo un ritual de magia para amar o para conjurar los males, dando palmadas y golpeando el suelo con los pies al tiempo que entonaba una canción, y él se reía de sus supersticiones. Regresó en el tiempo, a la sombra del Echeide. Levantó en brazos a Inexa y subió con ella a la habitación; la amó con furia, dolorido, pronunciando una y otra vez el nombre añorado, ante la sorpresa y el desasosiego de su mujer.

Nueve meses más tarde, a mediados de un mes de septiembre excepcionalmente cálido, nacía Juan Miguel de Zautuola y Ernani.