La llegada del amo a la casa Zautuola pilló a Paulino y a Fermín en plena construcción del gallinero, y a Josefa y a Evelina en la cocina. Inexa no estaba; había ido a pasar la tarde al caserío de su amiga Felisa, según informó un ama de llaves azorada por la ausencia de la señora. Propuso enviar a su hijo en su búsqueda, pero Julián rechazó la idea. Ya volvería y, además, no tenía muy claro cual sería su reacción, la de ambos, cuando se encontraran de nuevo. En honor a la verdad, no había dedicado un sólo pensamiento a su mujer desde el día de su marcha, hacía más de dos meses. Se había arrepentido de inmediato de su decisión de tomar esposa en el valle, una desconocida, bastante sosa y no demasiado atractiva, pero era hombre de palabra y cumplió el acuerdo al que habían llegado Antonio Ernani y él. Firmó el contrato matrimonial sin tan siquiera leerlo; no le hacían falta las propiedades y las tierras de su ahora suegro, tampoco las quería. Cuanta menos dependencia, mejor. Además, no tenía intención alguna de permanecer allí más de lo necesario; el suficiente para engendrar un hijo que perpetuara su apellido y a quien legar su fortuna. Se criaría allí hasta que tuvieran edad de ser enviado a un buen colegio en Bilbao y, luego, lo mandaría a Madrid o a París, a estudiar en la universidad. La madre tendría bastante con la hermosa casona cuya restauración le había costado una buena cantidad de dinero y con la cuenta abierta a su nombre en el banco de los hermanos Gardoqui, y que Olabe administraría. Nada le faltaría, y nadie podría decir que no había sido sumamente generoso.

Después de la cabalgada precisaba estirar las piernas; salió a andar y ascendió por la cuesta que llevaba a lo alto de la colina situada en frente de su propiedad, al otro lado del camino. Hacía quince años que no había vuelto a pisar la estrecha vereda y sonrió satisfecho al constatar que recordaba cada recoveco de la que antaño fuera su vía de escape cada vez que las cosas se torcían, cuando necesitaba estar solo, cuando ya no aguantaba más. No se detuvo hasta llegar al altozano desde donde se divisaba el hermoso paisaje clavado en su memoria durante los años de ausencia. Los débiles rayos del sol otoñal no calentaban pero iluminaban una tierra verde y frondosa, con los montes emergiendo del mar de niebla que comenzaba a ocultar el valle y le confería un halo misterioso. También el Echeide aparecía a veces rodeado de nubes, su cima nevada desafiante o roja por el fuego que Taoro aseguraba ardía en su interior. Dos tierras tan diferentes y, sin embargo, hermanadas por viejas creencias en espíritus errantes, demonios nocturnos y brujas. Resultaba difícil de entender que hubiera personas que todavía creyeran en mitos antiguos, cuentos para asustar a los niños y a las mentes simples. No obstante, su amigo creía en ellos, y también su madre, e Itahisa…

No quería pensar en algo que le dolía y abandonó el sendero para adentrarse en el bosque de robles y hayas en busca de la chabola, su refugio de juventud y Asimismo el lugar en el que descubrió que ya era un hombre. No le costó encontrarla, continuaba inmutable al paso del tiempo, si bien la choza que antaño sirviera para guardar hachas y sierras se hallaba en un deplorable estado de abandono. Incluso le pareció más pequeña de lo que él recordaba. Empujó la puerta desvencijada que colgaba de un gozne y penetró en el interior cubierto de telarañas y excrementos de animales que se cobijaban allí de los fríos invernales. Echó una mirada al catre, cuya cobija aparecía rota y casi negra de suciedad, y apretó las mandíbulas. Ni siquiera recordaba su apellido, sólo que se llamaba Mariana; él era un joven bisoño, ambos lo eran. Salió de la cabaña a toda prisa para ahuyentar sus recuerdos. El sol hacía rato que se había ocultado; sintió frío a pesar del grueso gabán que llevaba puesto y apresuró el paso cuesta abajo. El sirimiri comenzó a caer cuando él iniciaba el ascenso hacia la casa Zautuola.

—La señora ha llegado poco después de su marcha —le informó Josefa al tiempo que recogía el gabán—, y la cena está ya dispuesta.

No respondió y subió a cambiarse y a quitarse las botas embarradas. De buena gana habría ordenado que le sirvieran en su habitación; en absoluto deseaba encontrarse con la joven que él mismo había elegido como esposa y madre de su futuro hijo, pero era absurdo retrasar el encuentro por más tiempo. Cuanto antes se enfrentara a ella, mejor. Hasta una mujer con pocas luces sería capaz de entender el contrato que los unía, una mera transacción que a él lo obligaba a velar por su bienestar, y a ella a darle el heredero que deseaba. No prestó demasiada atención a la ropa dispuesta encima de la cama y que Paulino le ayudó a vestir; bajó las escaleras y se dirigió al comedor, en cuya chimenea ardía un fuego acogedor que agradeció pues todavía sentía la humedad en los huesos.

Inexa esperaba sentada a un extremo de la mesa y él tomó asiento al otro. No intercambiaron una palabra, un saludo; ni siquiera miró a su mujer mientras Josefa y su hija les servían un espeso potaje de verduras, seguido de unas tortillas de jamón y una compota de manzana. Estuvo tentado de levantarse e ir a fumar a su despacho al acabar de cenar, pero había aprendido a ser cortés; pidió una copa de coñac y esperó a que las dos sirvientas abandonaran por fin el comedor.

—¿Te gusta la casa? —preguntó a bocajarro a su mujer sin mirarle.

—Sí, es una hermosa mansión, demasiado tal vez para una tierra de agricultores y pastores que no precisan de lujos.

La respuesta le sorprendió o quizás fuera el tono seguro de su voz. Alzó la vista y constató que ella tenía sus ojos fijos en él. Los candelabros colocados encima de la mesa no le permitían examinarla con atención, pero había algo diferente en ella que no supo definir. El calor que desprendía la chimenea, el estómago lleno, el licor, lo hacían sentirse bien consigo mismo. Se levantó con la copa en la mano, fue a sentarse al lado de Inexa y la contempló durante un rato sin que ella desviara la mirada. Ciertamente, no parecía la misma joven tímida y silenciosa que, de alguna manera, había comprado, a quien había desflorado sin preocuparle sus sentimientos y a quien había abandonado sin un adiós a la mañana siguiente. Trató de averiguar lo que la hacía parecer diferente. Tal vez el cabello, peinado en un moño flojo del que escapaban un par de mechones rebeldes; o puede que fuera el brillo de sus ojos, en los que se reflejaban las llamas de las candelas; o la piel limpia de afeites como la de una niña sonrojada al verse observada. Daba la impresión de ser una mujer segura, si bien la forma como apretaba la servilleta con su mano derecha desmentía su supuesta seguridad. La gacela estaba asustada, y él sonrió divertido, consciente de su superioridad.

—¿Josefa y su familia te tratan bien? —preguntó de nuevo.

—Sí, por supuesto. Son amables y serviciales.

—Me alegra saberlo. Es importante sentirse a gusto con las personas que nos rodean.

Inexa no respondió, y él advirtió que estaba deseando huir, escapar del cazador, pero no se lo permitiría; sentía un placer intenso en cercar a su presa, lo había aprendido de Pascual. Ambos salían a menudo; la caza era, por así decirlo, la única pasión de su mentor y era capaz de permanecer inmóvil durante tiempo a la espera de que la pieza se pusiera al alcance de su mosquete. No había jabalíes, lobos, zorros o venados en la isla; todo lo más conejos y palomas. Él raramente disparaba a dar, no sentía satisfacción alguna en matar animalillos, pero disfrutaba con la tensión de la espera, con la demostración de su capacidad para aguardar en silencio, sin mover un músculo. Aquel aprendizaje le sirvió para lo que vino después, y todavía le era útil a la hora de hacer negocios y lograr el precio que exigía por sus mercancías.

—Olabe me informó que le habías pedido dinero, y también una calesa… —prosiguió.

—Sí.

—Y Paulino me ha dicho que querías criar gallinas.

—Sí.

—Puedes hacer lo que te plazca. Yo sólo espero una cosa de ti —guardó un instante de silencio—, un hijo. Dame un heredero y tendrás lo que desees: joyas, vestidos, criados…

Por un instante, le dio la impresión de que la joven iba a responder; el brillo de sus ojos se volvió más intenso y movió los labios, pero se levantó y salió del comedor sin decir palabra. Julián se dirigió entonces a la sala, separada del comedor por una puerta de vidrios coloreados traídos expresamente dela Real Fábrica de Vidrios y Cristales de la Granja de San Ildefonso y que habían causado la admiración de las pocas personas que los habían visto. Se sentó en una de las dos butacas forradas de raso granate, situadas frente a la gran chimenea que ocupaba casi toda la pared Norte, fijó la mirada en las llamas y, una vez más, su mente retrocedió en el tiempo mientras hacía girar el coñac dentro de la copa.

Pasó dos semanas en el Puerto de La Orotava, encerrado en la habitación de la posada, agitado durante horas, hasta que ella aparecía al atardecer. Era el fuego que ardía en su interior; se perdía en su mirada, en su abrazo, en el perfume a malvas que desprendía su piel, en sus cabellos, en su cuerpo. Cerraba los ojos y volvía a verla desnuda sobre la cama, hermosa, entregada a él, y era tal la necesidad que sentía de ella que, aún ahora, después de tanto tiempo, sus ojos se humedecían de añoranza. La echaba de menos a cada instante, le dolía el alma, o lo que fuera que lo oprimía con tal fuerza que, a veces, el aire no llegaba a sus pulmones y tenía que aspirar profundamente para encontrar de nuevo el aliento.

Fue el propio Pascual quien bajó al Puerto en su búsqueda, avisado por Candela. Entró hecho una furia en la habitación y lo encontró tumbado, medio desnudo, los ojos fijos en la ventana que daba a la calle donde se alzaba el caserón de los Iriarte, esperando.

—¡Estás loco, Julián! —le gritó al tiempo que lo sacudía como si fuera un pelele—. ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo te has encamado con Itahisa?

¿Qué podía responder? ¿Qué lo tenía embrujado basta el punto de ser incapaz de comer o de beber si ella no estaba a su lado? ¿Qué sabía el viejo de un amor como el suyo? ¿Qué sabía de la pasión que los unía, tan fuerte, tan poderosa que todo lo demás carecía de importancia?

—¡Ignoras quién es ella! —insistió Pascual.

—Es la nieta de Taoro… —había respondido él—. Una sirvienta en casa de ricos.

—¿Quién te ha dicho que era una sirvienta?

—Taoro…

El hombre cogió el jarro de agua que había encima de la mesilla y lo vació encima de su cara.

—¡Espabila, desgraciado! ¡Vístete de inmediato y volvamos a «La Pinada»! ¡Ya!

Saltó de la cama cual gato escaldado, dispuesto a propinarle un puñetazo en plena cara. Le llevaba una cabeza de alto, era más joven y fuerte, pero se contuvo.

—Soy un hombre libre, y nadie me da órdenes —replicó apretando los puños.

Su patrón se le quedó mirando y, después, se sentó en la única silla que había en la habitación.

—Itahisa no es sólo la nieta de Taoro; también es la hija de Juan Francisco González, el hombre más poderoso de la isla, más que el propio Comandante General, y el más colérico —comenzó con voz pausada—. Enamoró a su madre y esperó a que diera a luz para acusarla de brujería. Dasil murió en la cárcel, aquí mismo en el Puerto, y el hijo de perra se llevó a la niña. No es una criada, es la pupila de doña Bárbara. La viuda de Bernardo Iriarte la ha criado como a una hija, y sé de buena fuente que su matrimonio con un Betancourt de Santa Cruz ha sido ya concertado. Tu vida no valdrá un ochavo si su padre se entera de que te has atrevido a mancillarla.

—No la he mancillado. Nos amamos.

—Eso da igual.

—¿Por qué Taoro no me contó todo esto?

—Para que no hicieras lo que has hecho. Supo de vuestra atracción desde el primer momento, y también que vuestro amor sería desgraciado.

—Cogeré a Itahisa y me la llevaré lejos de aquí.

—No podrás. Nadie entra ni sale de la isla sin que González lo sepa, puedes estar seguro. Os perseguiría hasta las mismas entrañas del Echeide y no sólo te mataría a ti, también la mataría a ella. Es un hombre duro como el pedernal, sin sentimientos, a quien nadie osa hacer frente.

—¿Tampoco vos? —había preguntado él con un deje de reproche.

—Yo no me meto en sus asuntos, y él no se mete en los míos —respondió Pascual.

No partió en aquel instante; no podía desaparecer sin un adiós, y logró una hora de plazo. Pascual aceptó, pero le hizo prometer que ambos se marcharían para «La Pinada» en cuanto se hubiera despedido de la muchacha. No pensaba claudican pero debía calcular la situación con detenimiento. No le preocupaba lo que pudiera pasarle a él, pero sí, y mucho, que su patrón tuviera razón y peligrara la vida de la mujer que amaba. Tenía que haber un medio para llevársela de la isla, y él lo encontraría, ¡por sus muertos que lo encontraría!

Itahisa entendió lo que ocurría al descubrir a Pascual a la puerta de la posada, vigilante, el mosquete fuertemente asido entre las manos, y más aún al fijarse en su rostro sombrío. No hablaron, tenían prisa por amarse, por absorber con intensidad cada minuto, cada segundo de que disponían, y se amaron fundiéndose en uno, entregándose en cuerpo y alma, mezclando sus lágrimas de placer y, a la vez, de angustia. Todavía a oscuras, la acompañaron hasta la puerta trasera de la mansión Iriarte y ellos regresaron a la hacienda.

Paulino entró en la sala con una carga de leña y avivó el fuego que ya agonizaba; le miró a la espera de una seña, de una orden, pero él se hallaba a miles de leguas de allí y ni siquiera se apercibió de su presencia.

Al igual que en su noche de bodas, la evocación produjo en Julián un sudor frío en todo el cuerpo y la necesidad de descargar su amor y su furia desbocados; subió las escaleras de dos en dos y entró directamente en el dormitorio de Inexa. Ella lo esperaba despierta y, al igual que dos meses atrás, él se desvistió y se metió en el lecho en busca del bálsamo que aliviara de alguna manera su herida. En ningún momento tuvo una palabra amable, una caricia, un beso para la mujer que, sin saberlo, aplacaba su desesperación, aunque fuera sólo durante un suspiro.