Al salir del Consulado y Casa de Contratación, Julián de Zautuola se dirigió al establecimiento Rovina, en el Camino de Santiago, se sentó a una mesa unto al ventanal y pidió un café y un trozo de pastel de arroz. Acababa de presentar la documentación requerida para la licencia de carga de un nuevo barco, el Echeide, una goleta mercante de tres palos y ciento setenta toneladas, a añadir al María de la Esperanza, el barco que ya poseía y que lo había convertido en un hombre muy rico, aunque no tanto como los Gardoqui, familia de comerciantes, banqueros y políticos que incluso contaba con un cardenal entre sus miembros. Existía gran preocupación entre los hombres de negocios de Bilbao por la crisis tras la guerra de la Convención y la invasión francesa, cinco años atrás, que habían afectado de manera alarmante a las exportaciones de hierro a los países del Norte de Europa y, por ende, a la producción de las ferrerías vizcaínas, aunque él tenía puesta la mente en el mercado de los recientemente creados Estados Unidos del Norte de América. Por otra parte, tampoco tenía intención alguna de entrar en política, pese a las reiteradas ofertas para ocupar diferentes cargos, tanto en el Ayuntamiento como en la Diputación, e incluso en la propia Casa de Contratación, aunque cualquiera de ellos facilitaría en grado sumo sus operaciones mercantiles. Tenía muy claro que su libertad era más importante que el poder y, además, odiaba el clientelismo, el favor por favor, y a lo único que estaba dispuesto era a pagar por determinados servicios, algo asumido si quería prosperar, pero nada de deber favores a nadie. Eso lo había aprendido de Juan Domingo Pascual.
—Compra voluntades si es preciso, paga por ellas, pero nada de mercedes del tipo hoy por ti, mañana por mí —le insistía una y otra vez—. Los mediocres son multitud, mosquitos que acuden a la luz de la llama y acaban quemándose. También hay personas que se dejan deslumbrar por promesas que, en el fondo, únicamente benefician a los granujas que se lucran a su costa y las dejan tiradas una vez logrados sus propósitos. Puedes ser un canalla, o un hombre fiel a ti mismo.
Prefería ser fiel a sí mismo. Su fortuna era suya; la había conseguido con su propio esfuerzo y no debía nada a nadie, excepto a su protector, y él ya no estaba. Apretó los labios y respondió con un gesto de cabeza al saludo de un hombre que acababa de entrar en el café acompañado por una joven. Tuvo que levantarse al ver que ambos se dirigían hacia su mesa.
—Señor de Zautuola…
—Señor de Urruti…
—Os presento a mi hija Amelia.
—Señorita… Si deseáis tomar asiento, yo ya me iba…
—Gracias, pero no os vayáis, por favor. Permitid que os invite a otra taza de café.
Aceptó porque no quería mostrarse descortés con Felipe de Urruti, importante hombre de negocios y persona influyente en la sociedad bilbaína, en la que todavía no había conseguido entrar a pesar de su dinero. Se le aceptaba en las reuniones comerciales, pero raramente se le invitaba a las sociales. A fin de cuentas era un recién llegado, no tenía una familia fuerte detrás y sabía que todo lo que hacía o decía era examinado con lupa. Conocía al caballero por haber coincidido con él en algunas de las reuniones del Consulado.
—¿Cómo van vuestros asuntos? —preguntó Urruti.
—Van, lo cual, en estos tiempos, es ya una proeza.
—Me alegro… De todos modos, tengo entendido que vuestros haberes son firmes y están bien colocados.
—Así es.
Sonrió con educación, si bien, en su fuero interno, lo mandó al diablo. ¿A qué venía hablar de sus haberes?
—También ha llegado a mi conocimiento que vais a comerciar con los yanquis —prosiguió Urruti.
—Puede…
—Sin socios.
No era una pregunta sino una afirmación.
—Cierto.
—¿Y no habéis pensado en formar una compañía con otros caballeros?
—Me temo que no.
Notó que movía el pie derecho, un taconeo apenas imperceptible bajo la mesa. Mala señal. Ocurría siempre que empezaba a sentirse incómodo.
—¿Tenéis parientes en Bilbao, señor de Zautuola?
La pregunta partió de Amelia, quien acababa de beber un sorbo de chocolate y se limpiaba con delicadeza las comisuras de los labios con un pañuelo bordado. Un simple vistazo bastaba para constatar que la joven era atractiva, y lo sabía. Vestida a la última moda, con un vestido blanco con cintas rosas y un chal de encaje sujeto a la altura del pecho con un camafeo a modo de broche, y peinada «a la francesa», el cabello castaño casi rubio en un moño, rizos enmarcando su rostro y un lazo de raso anudado en una lazada encima de su oreja izquierda, le sonreía con coquetería.
—No —respondió él con otra sonrisa, agradeciendo una interrupción que habría considerado descortés en cualquier otra situación.
—¿Y vuestra familia, esposa, hijos…?
—Estoy solo.
—Lo siento señor, no deseaba ser indiscreta.
—No lo habéis sido.
Pasaron a hablar del clima, un tema recurrente cuando no había mucho más que decirse, y del recital que un castrato italiano ofrecería esa misma noche en el recientemente inaugurado Coliseo de Comedias de la calle de Ronda. Ambos, padre e hija, insistieron para que los acompañara; su familia disponía de un palco y estarían encantados de compartirlo con él. Además le presentarían a varias personas, pues un caballero como él no debía bajo ningún concepto llevar una vida de ermitaño en una ciudad tan activa como Bilbao, adujo Amelia con un gracioso mohín. Tras agradecer la invitación y prometer que asistiría al teatro, Julián pudo al fin despedirse de ellos y apresuró el paso para llegar cuanto antes a su casa. No tenía hambre y pidió a Ximeno, su hombre de confianza, que le sirvieran algo ligero en el estudio, el único lugar de la vivienda donde se sentía a gusto.
—Demasiado grande para un hombre solo —había comentado cuando Olabe le mostró el piso de ocho habitaciones.
—Tendréis que recibir y no debéis hacerlo en un cuchitril —afirmó el abogado—. De todos modos, no se pierde nada; es una buena adquisición y siempre podrá venderse.
Ciertamente, era una vivienda lujosa, con chimenea en todas las habitaciones, una sala de baños digna de un potentado y un salón del tamaño de una sala de baile, pero Bilbao no era La Laguna, ni tampoco lo era su clima. Habría preferido algo más modesto, más acogedor, pero su abogado tenía razón; era un hombre rico y tenía que mostrarlo en una sociedad en la que las apariencias tanto contaban.
Tras comer un filete de lenguado a la plancha con algunas verduras acompañado de una copa de vino blanco, encendió un puro, cogió una lámina de papel y un carboncillo y esbozó con unos trazos ligeros el rostro de Amelia de Urruti. Le gustaba dibujar, aunque no recordaba cuándo había comenzado a hacerlo; en la hacienda de Pascual, sin duda.
Empezó con flores y plantas, siguió con animales, en especial cabezas de caballos, basta que finalmente se decidió a retratar al bueno de Taoro sentado a la puerta de su cabaña en lo alto de la colina. Le regaló aquel primer dibujo y el guanche sonrió con sorna.
—¿Es así como me ves? —le había preguntado.
Lo había dibujado cubierto con su manta blanca con rayas azules atada al cuello, el cabello largo y liso, la cachimba en la mano, la mirada perdida en el Echeide, en el pasado. Lo retrató en otras ocasiones, y también dibujó a Itahisa, cuyos ojos del color del mar, a veces azules, otras de un gris amenazador, llenos de vida, desafiantes, burlones, miraban a través de él. Nunca fue capaz de captar su alma. Pensar en ella seguía provocándole un sentimiento de ira y dolor a partes iguales, que el tiempo no había logrado mitigar. La amó desde el primer instante, desde aquel día en que subió a la cabaña de su abuelo y se rio cuando él balbuceó al responder a su saludo, tan absorto se quedó al contemplarla. Eran ya meses sin que hubiera visto a una mujer; aparte de las dos sirvientas de Pascual, y quedó extasiado ante la presencia de una criatura que parecía salida de una de las historias que a Taoro tanto le gustaba repetir.
—Guacimara, hija del mencey de Anaga, fue la mujer más bella de la isla. Dicen que enamoraba con su mirada a todo hombre que la veía, pero ella amaba a Ruiman, hijo de Bentor y nieto de Bencomo. Yo desciendo también de ella —añadía orgulloso—, e Itahisa, claro. A veces pienso que mi nieta es la reencarnación de Guacimara.
Él no creía en nada, ni en Dios ni en el diablo, pero estaba dispuesto a aceptar que la hermosa joven, que hablaba con su abuelo mientras ambos contemplaban la puesta de sol envueltos en la luz rojiza del atardecer, era en verdad la reencarnación de una princesa guanche. Se la imaginó cubierta con un tamarco de piel de cordero, lanza en mano, dirigiendo a sus hombres a la batalla contra quienes llegaban a invadir su tierra, y también en lo alto del acantilado, la cabellera al viento, dispuesta a arrojarse al vacío. Ella le miró, como si adivinara lo que estaba pensando, sonrió y se desprendió de la pañoleta y del sombrero de palma. Sus cabellos se desparramaron sobre sus hombros, una cascada brillante del color de las castañas nuevas, y él tuvo que apretar con fuerza los puños para no acariciarlos. Le dio la impresión de que podía escuchar los latidos acelerados de su corazón y, en ese mismo instante, supo que se había enamorado. A partir de entonces, subió a la cabaña con la esperanza de volver a encontrarla allí, pero los días pasaban, y ella no aparecía. Finalmente, se animó a preguntar a Taoro por la joven; lo hizo de pasada, como si solo fuera una pregunta cortés. El capataz se le quedó mirando interrogante, pero él mantuvo su mirada sin pestañear; y el hombre le informó de que su nieta trabajaba para la rica familia Iriarte, en el Puerto de La Orotava. No se lo pensó dos veces y a la mañana siguiente informó a Pascual de que necesitaba unas botas nuevas, lo cual era cierto. El anciano hacendado lo envió al taller de su zapatero y, de paso, también le encargó realizar un par de gestiones en la villa, alegrándose, según le dijo, de que por fin se hubiera decidido a bajar del monte, algo que no había hecho desde su llegada, iba ya para más de año y medio.
—Aprovecha y quédate por allí un par de días —le dijo entregándole una bolsa con dinero—. Eres joven y no es bueno que pases todo tu tiempo en «La Pinada» en compañía de un viejo. Compra asimismo algo de ropa nueva, alguna camisa, algún calzón. Ve a la posada de Candela, cerca de la caleta de desembarque, y dile que eres mi ahijado. Te tratará bien.
Lo primero que hizo al llegar a la villa, fue acudir directamente al zapatero y comprar un par de botas de media caña. Después pasó por el comercio de un sastre que aquel le recomendó y adquirió un traje completo: camisa blanca, pantalón ajustado, chaleco y chaqueta larga, estos tres de color negro. No se animó a comprar un sombrero, por mucho que el sastre insistió, ya que le parecía una prenda ridícula. Finalmente entró en una barbería y pidió un baño y que le arreglaran el cabello y la barba que, hasta entonces, él mismo se cortaba con una navaja. Después fue al Puerto, a la posada de Candela, quien lo recibió como si fuera el propio Pascual y le dio la mejor habitación de las cuatro de que disponía en su posada. Tuvo la impresión de que la mujer y su protector habían tenido algo más que una simple relación de amistad, pero no inquirió cuando ella insistió en saber si el patrón se hallaba en buena salud y la razón por la cual llevaba meses sin verlo. Al acabar el interrogatorio, él le preguntó por la casa de los Iriarte, y ella lo asió por el brazo con familiaridad y lo sacó a la calle.
—Ahí la tenéis, caballero —dijo señalando un edificio con aspecto de palacio, que se alzaba a poca distancia—. Es una de las mejores casas del Puerto, gente muy culta, con estudios y libros. Don Bernardo solía venir aquí a beber un trago de vez en cuando, pero ya murió, y la pobre doña Bárbara apenas si sale.
—¿Por qué pobre? —preguntó él.
—Porque pasó la vida trayendo hijos al mundo, dieciocho, ¡que se dice pronto! Aunque algunos murieron infantes. Era una casa muy bulliciosa, en todo momento había gente entrando y saliendo, pero ahora los hijos varones están en la península y las bijas se han casado o han entrado en el convento.
Hizo las gestiones que le había pedido Pascual y pasó el resto del día en la habitación, pegado a la ventana desde donde se divisaba la entrada de la casa Iriarte. Estaba a punto de ir a cenar cuando la vio y salió corriendo, dejando a la señora Candela muy sorprendida. Y no menos sorprendida quedó Itahisa al verlo aparecer ante ella, limpio y acicalado, tan diferente a como lo había conocido en la cabaña de su abuelo. No fueron dos días, sino muchos más los que pasó en el Puerto. Se encontraban cada día al atardecer; se amaban hasta caer rendidos, ajenos al mundo, a todo lo que los rodeaba. Las despedidas eran un verdadero suplicio, cuando en las sombras de la noche él la acompañaba basta la puerta de la casa Iriarte y se resistía a dejarla partir. Sólo una vez abandonaron la posada, el día en que ella lo llevó a ver un jardín a las afueras del Puerto. Quería, dijo, enseñarle una flor extraordinariamente hermosa.
—No hay nada más hermoso que tú —le había dicho él.
No deseaba perder un instante sin tenerla entre sus brazos, pero ella insistió, y fueron a un lugar cuyo rimbombante nombre «Jardín de Aclimatación» no le decía a él nada. Itahisa le explicó que había oído decir a doña Bárbara que en aquel huerto se cultivaban flores y plantas raras traídas de las Indias, de África, de las Filipinas y de otras tierras lejanas a fin de que se aclimataran para luego ser trasladadas a la Península, a los jardines reales. El asunto le había parecido trivial, carente de interés, pero cambió de opinión cuando ella le mostró la que llamaban «flor de pájaro» una flor que recordaba a un pájaro a punto de emprender el vuelo.
Todavía le parecía estar viéndola en medio de aquellas plantas extrañas de colores vivos, naranjas, verdes, amarillos, los mismos que alegraban la falda y el corpiño que ella llevaba puestos.
La luz declinaba, y Ximeno entró en el despacho para encender los candiles y cerrar los cortinones de las ventanas. Julián se levantó perezoso y se dirigió a su dormitorio a fin de cambiarse de ropa antes de asistir al concierto. No tenía ninguna gana de hacerlo, pero había dado su palabra y siempre la cumplía, aunque en ocasiones se arrepintiera. Los años y el resquemor habían desdibujado el rostro del padre, pero no había olvidado lo más importante aprendido de él, que la palabra dada era sagrada. No fueron muchas las ocasiones en las que hablaron, o quizás él no le dio la oportunidad; a la madre tampoco. Se marchó sin despedirse y nunca les escribió. Ahora ya era tarde para arrepentimientos, si es que los tenía. Había reconstruido la casa Zautuola y se había casado con una mujer del valle que, antes o después, le daría un heredero. Con eso daba por cumplido su deber filial.
Su aparición en el teatro de la calle de Ronda levantó todo tipo de comentarios entre los asistentes, más aún cuando lo vieron tomar asiento en el palco de los Urruti, junto a la joven Amelia, quien sonreía a diestro y siniestro y no disimulaba el placer de verse acompañada por el rico naviero, objeto de deseo de un buen número de madres de hijas solteras. Él también esbozó alguna que otra sonrisa y saludó a los conocidos, pero olvidó dónde se encontraba en el momento en que el cantante italiano inició un aria de Händel, y su pensamiento voló al único lugar donde había sido feliz.
Al día siguiente, después de comer, ordenó a Ximeno que ensillara su caballo y galopó hasta el valle sin detenerse.