Inexa permitió que Evelina y Josefa la bañaran en una tina llena de agua caliente dispuesta en el cuarto de aseo contiguo a su habitación, otro lujo al que no estaba acostumbrada, muy diferente a la jofaina que utilizaba en la casa de sus padres. Cerró los ojos para que las dos mujeres no apreciaran el pudor que sentía al verse desnuda después de la embestida sufrida, de la cual quedaba una marca enrojecida a la altura del cuello y otra en su pecho izquierdo. También deseaba huir del lugar donde se había evaporado cualquier ensoñación que hubiera podido tener respecto al amor y a la vida en pareja. En cuanto se deshizo de las atenciones de las dos sirvientas, se dirigió al caserío de sus padres, sin pañuelo en la cabeza, mantilla ni mantón, y vestida con un traje de ciudad de color gris marengo, entallado y con cola, uno de los varios colgados en un precioso armario de madera pintada en verde y oro, que ella no había elegido ni comprado. No le importó que el barro del camino manchara la cola y el borde de la falda, así como las medias de algodón fino y los zapatos de piel de tafilete con tacón y hebillas de plata. Y tampoco prestó atención a las miradas de las personas con quienes se cruzó, sorprendidas por el atuendo tan fuera de lugar que vestía.

—¡Pero, hija! ¿Qué haces aquí? —preguntó Jacinta al verla llegar—. ¿Has visto cómo te has puesto de barro ese vestido tan elegante que llevas?

—He venido a quedarme —respondió ella.

—¿Cómo que has venido a quedarte? ¿A quedarte dónde?

—Aquí. No pienso volver a la casa Zautuola.

A la mujer a poco se le caen del delantal los huevos que acababa de recoger en el gallinero. Echó un vistazo a su alrededor y comprobó que su vecina más próxima las observaba con curiosidad.

—Entremos en la casa —dijo.

La tía Angelita estaba ocupada pelando unas patatas para las acelgas del mediodía y no fue menor su sorpresa al ver aparecer a su sobrina por la puerta de la cocina. Inexa se dejó caer en un taburete y se tapó la cara con las manos.

—Vamos a ver, criatura, ¿qué te pasa? —preguntó su madre sentándose a su lado en otro taburete.

Entre sollozos y suspiros la joven les contó lo ocurrido, su brutal despertar en medio del sueño, el dolor, el miedo, reiterando una y otra vez que no pensaba regresar jamás al que ahora era su hogar; no permitiría que Julián de Zautuola volviera a tocarla. Jacinta y Angelita la escucharon en silencio; después la tía sacó de la alacena una garrafilla de licor de cerezas, llenó tres pequeños vasos de cristal e indicó a Inexa que bebiera, mientras su cuñada y ella hacían lo mismo. No era fácil para una muchacha inocente y sin experiencia convertirse en mujer, afirmó la madre; ella misma había pasado por aquel trance, pero no tardaría en acostumbrarse e, incluso, tomarle gusto a la relación conyugal. Probablemente su marido había bebido más de la cuenta durante el banquete de bodas y por esa razón se había mostrado algo violento, continuó, pero seguro que todo iría mucho mejor en adelante.

—No volveré con él —afirmó la joven.

—¡Claro que volverás! ¡Faltaría más! —exclamó la mujer escandalizada—. Estás casada y sería un pecado abandonar a tu marido.

—Además, ¿qué dirían los vecinos? —añadió Angelita.

—Que digan lo que quieran. No volveré.

—¡Seremos la comidilla del valle!

—Lo seré yo, y no me importa.

—Estás nerviosa, quédate a comer y luego te acompañaremos a tu casa —añadió Jacinta.

—No volveré.

Ambas mujeres intentaron convencerla de buenas maneras, a gritos, con lloros, con amenazas, pero la joven se encerró en un tozudo silencio y no volvió a abrir la boca.

Cuando Antonio Ernani llegó a comer un par de horas más tarde, su mujer le explicó lo que ocurría y la decisión de su hija de no volver a la casa Zautuola. Su hermana Angelita añadió que para ellos supondría un tremendo escándalo que Inexa abandonara a su marido al día siguiente de haberse casado en la iglesia delante de todos los vecinos. El hombre las escuchó, miró a su hija, y dijo:

—Este ya no es tu hogar. No vengas por aquí mientras que no entres en razón.

Dicho esto, se caló la boina de ala ancha y abandonó la casa.

Como si las duras palabras del padre la hubieran de pronto espabilado, Inexa se levantó del taburete y salió ella también del caserío sin tan siquiera mirar a la madre y a la tía.

—Hija… todo se arreglará, ten un poco de paciencia… —La madre había salido tras ella—. Estoy segura de que don Julián es un buen hombre. Ahora eres la dueña de la mejor casa del valle, tienes ropas elegantes y criados. ¿Qué más quieres?

La joven no respondió y continuó andando.

—¡Inexa! ¡Responde! ¡Soy tu madre!

La joven se detuvo y miró a la mujer.

—Yo ya no tengo padre ni madre —respondió.

Regresó a la casa Zautuola, se encerró en su habitación y no habló con las sirvientas cuando le llevaron la comida.

Enviado por Jacinta, don Aureliano se presentó aquella misma tarde y la joven se vio obligada a soportar un sermón sobre el sagrado vínculo del matrimonio y los deberes de una buena esposa.

Estarás bajo la potestad de tu marido y él te dominará —sentenció el párroco—. Está escrito en las Sagradas Escrituras.

—¿También pone que él te violará? —preguntó ella plantándole cara.

—¡No blasfemes, Inexa Ernani! Te echaré de la iglesia si abandonas a tu marido, así que medita tu comportamiento, y te espero para confesar mañana por la mañana sin falta, ¿me has oído? ¡Sin falta!

El clérigo se marchó farfullando entre dientes algo sobre la falta de respeto de los jóvenes y, poco después, Evelina llamó a su puerta para avisarle de que habían llegado los dos carros con el ajuar de bodas y que esperaban sus órdenes para descargarlos. Se asomó a la ventana y contempló durante unos minutos los muebles y los baúles que ella misma había ayudado a colocar en los carros. Allí estaban los manteles de lino, las sábanas, los lienzos de aseo y las camisas de noche que había bordado a punto de cruz desde la edad de doce años. También el arcón labrado de su abuela paterna; la vajilla de porcelana, regalo de sus padres; la cubertería de Angelita, que la tía soltera no había llegado a utilizar…

—Diles que no descarguen —dijo al fin—, que lleven los carros y su contenido de vuelta a casa de mis padres.

—Pero… señora…

—Haz lo que te he dicho.

Observó a la criada dirigirse a los hombres y la sorpresa reflejada en los rostros de estos. Los vio subir a los pescantes, dar la vuelta a los bueyes y desaparecer cuesta abajo. En cuestión de nada, todo el mundo en el valle lo sabría, y se hablaría sin parar del asunto, pero le daba igual. Debía decidir qué hacer. No estaba segura de que los tíos aceptaran que viviera con ellos; sus padres ya les habrían puesto al corriente y, al igual que estos, se empeñarían en convencerla para que permaneciera en la casa de su marido. Porque era la casa de él, se dijo. Ella era tan sólo una extraña que no había podido elegir su ropa, ni siquiera sus prendas más íntimas o sus camisas de dormir. Tampoco tenía dinero, aunque siempre podría vender el anillo y los pendientes, pero ¿dónde? Tendría que caminar hasta la población grande más cercana, y tampoco era seguro que allí hubiera un platero o alguien interesado en la compra de joyas. De pronto se sentía mayor, como si hubiera envejecido toda una vida en dos días.

Aquella noche durmió de un tirón y despertó con el ánimo renovado y la mente lúcida. Puesto que no tenía a dónde ir y era la señora de la casa, ejercería como tal. Ante la sorpresa de los sirvientes, recorrió el caserón de arriba abajo, examinó todas las habitaciones, abrió armarios y arcones, comprobó loza, cubiertos y ropa de la casa. Supo también que los cuatro sirvientes eran familia, padre, madre, hijo e hija, y devotos servidores de Julián de Zautuola.

—¿Ha dejado el señor dinero para gastos? —preguntó a Josefa, a todas luces la matriarca del pequeño clan.

—Sí señora.

—¿Dónde?

—Lo guardo yo a buen recaudo.

La mujer le mostró la llave que colgaba de su cuello.

—Yo me ocuparé de ahora en adelante.

Inexa alargó la mano para que Josefa le entregara la llave.

—Lo siento, señora; don Julián me ha dejado a mí al cargo de la casa y de los dineros, y así será hasta que él regrese. Si la señora precisa de algo, no tiene más que pedirlo.

No insistió. Josefa tenía la mirada limpia y estaba claro que se limitaba a obedecer las órdenes de su señor, no había en su tono rastro de ofender o deseo de imponerse a ella. De todos modos, si permanecía bajo aquel techo, tendría que saber algo más acerca del hombre con quien se había casado. Había echado una ojeada a su despacho durante la revisión de la casa, pero apenas había asomado la cabeza, como temiendo sentir en él su presencia. Ahora, sin embargo, entró con paso firme y cerró la puerta. Era una hermosa sala del piso bajo con dos ventanas que daban al camino, decorada con muebles lustrosos, una mesa de trabajo, un armario-librería con media docena de libros, dos sillas y un sillón. También había un juego de tinteros y varias plumas, así como un libro con tapas de piel y un taco de folios sin usar, ordenados a un lado de la mesa. Iba a marcharse, pero, en lugar de ello, se sentó en el sillón del escritorio y contempló la habitación con detenimiento. Ignoraba todo acerca de su marido, no sabía en qué negocios andaba, cuál había sido su vida durante los años que había estado ausente del valle, y aquel despacho tampoco le decía mucho. Todo estaba demasiado ordenado, y demasiado vacío a la vez.

Abrió uno de los dos cajones de la mesa y tampoco encontró nada que llamara su atención: libretas con apuntes y números, una caja de lapiceros, un afilador de minas, lacre… En el otro sólo había una carpeta de cartulina oscurecida por el tiempo, y en su interior unas láminas con dibujos hechos a carboncillo. No reconoció los lugares que aparecían dibujados: cabañas de piedra y techos de paja; una montaña aparentemente de piedra y muy alta, que se repetía en varias de las láminas; bosques, plantas, flores; un hombre anciano vestido de manera extraña, una mujer de abundantes cabellos y la sonrisa en los labios… Sin duda eran imágenes de aquel lugar en América donde él había pasado la mayor parte de su vida. Miró de nuevo el dibujo de la mujer. Era joven y guapa, aunque no parecía negra. Su amiga Felisa le había enseñado una estampa coloreada, regalo de un tío marino que hacía la ruta de Cádiz a las Indias y volvía al valle cada cuatro años. En ella aparecían un hombre y una mujer indígenas de piel oscura, muy diferentes a la mujer de ojos claros que le miraba como si quisiera decirle algo. Guardó los dibujos en la carpeta, la devolvió a su lugar y salió de la habitación.

No fue a la iglesia a confesarse, ni aquel día ni ningún otro. Llegado el domingo tampoco fue a misa y cuando don Aureliano volvió por la casa Zautuola, mandó decirle que sufría jaqueca y que no podía recibirlo. Lo mismo hizo con algunas vecinas que fueron a visitarla. Había decidido aislarse por completo y no volver a tener relación con nadie que le recordara su vida anterior, excepto con Felisa. A ella sí la recibió porque había sido su confidente desde cuando podía recordar y porque le propuso escaparse juntas al contarle ella lo ocurrido en su noche de bodas.

—Tengo unos dineros ahorrados —le dijo—. Podríamos irnos a Bilbao, a casa de mi madrina, y buscar allí un trabajo.

—¿De qué?

—De cualquier cosa. Las dos nos apañamos bien con la costura, podemos trabajar de costureras en un taller, o entrar a servir…

Estuvo tentada de aceptar la propuesta, pero tenía que reconocer que su nueva vida no le disgustaba; dar órdenes era mejor que recibirlas. Y también estaba aquel lujo al que tan fácil le estaba resultando acostumbrarse y por el que había pagado un precio muy alto. Le gustaba dormir en una cama mullida, dejarse bañar y peinar, no tener que ir al río a lavar la ropa, no fregar ni coger una escoba. Habían transcurrido tres semanas desde la marcha de su marido y no había noticias de su vuelta. Don Bartolomé había venido a visitarla y le había comunicado que al señor de Zautuola le retendrían sus asuntos en Bilbao por algún tiempo. Ella no dijo nada, ni preguntó por él; únicamente expresó su deseo de disponer de algunos dineros personales y de su propio coche de caballos para poder desplazarse por la vecindad con cierta comodidad, dijo. El abogado hizo efectivo su deseo, le entregó una bolsita de piel llena de reales de plata y se hizo acompañar a Bilbao por Fermín, el hijo de Josefa. Este regresó al día siguiente conduciendo un pequeño carruaje de dos plazas y caja abierta, tirado por un caballo. Inexa no pensaba utilizarlo por el momento, pero estaba claro que era la prueba de que tendría cualquier cosa que solicitara. Por otra parte, acostumbrada como estaba a trabajar en el caserío ayudando a la madre y a la tía, la ociosidad empezaba a cansarle, y la soledad también.

Un mediodía se presentó en la cocina y expresó su deseo de comer allí. Esta vez no se dejó amilanar por la mirada de reproche que le lanzó Josefa; se sentó a la mesa y probó a mantener una conversación, cosa que resultó difícil, ya que los cuatro solo respondieron con monosílabos. Sin embargo, volvió a intentarlo al día siguiente, y al siguiente, de forma que al cabo de una semana logró que todos se sintieran más cómodos. Así se enteró de que eran naturales de Eibar y de que Paulino, el cabeza de familia, marino de oficio, había sido acusado falsamente de asesinato por otro marino con el que mantenía malas relaciones por un asunto de contrabando. No pudo defenderse y fue condenado a diez años de trabajos forzados en el arsenal de Cádiz.

—Don Julián me rescató pagando una enorme suma por mi libertad, y los cuatro juramos servirle durante el resto de nuestras vidas —le informó el hombre—. No existe hombre más generoso que él.

—¿Tú crees que podríamos poner unas gallinas y conejos? —preguntó ella para cambiar de conversación; no tenía la menor gana de oír maravillas del hombre que la había forzado sin miramiento alguno—. Así no tendríamos que comprarlos. Y también una vaca, ¡eso, una vaca! Para leche…

—No sé si el señor…

—Para empezar media docena de gallinas y un gallo —lo interrumpió—. Cualquiera de por aquí nos los venderá a buen precio, entérate. Tú y Fermín podéis construir con cuatro tablas un pequeño gallinero en la parte de atrás.

Inexa se levantó de la mesa dejando atónitos a los cuatro sirvientes y se dirigió hacia la puerta.

—Ah, por cierto —añadió girándose—. ¿Tenemos estuche de costura?

—Si la señora necesita que le cosa algo…

Josefa se levantó presurosa y sacó la caja de costura de un arcón.

—Por ahora no, pero gracias —dijo ella cogiendo el costurero—. Ya te diré si me hace falta ayuda.

Poco después llegaba su amiga Felisa y las dos jóvenes se encerraban en la habitación, dispuestas a deshacer uno de los vestidos del armario y transformarlo en una falda y un corpiño con mangas con los que Inexa pudiera moverse con mayor comodidad. Su amiga le trajo Asimismo las medias de lana, las abarcas y los zuecos nuevos comprados en la taberna de Koloka que ella le había encargado.

—Todo el mundo me pregunta por ti —le dijo—. Saben que vengo a verte.

—¿Y tú qué les dices?

—Nada. Que estás bien y que tu marido está en Bilbao. También saben que devolviste los carros de la dote.

—¿Y de lo otro?

—No he oído nada.

—Mis padres y la tía no habrán querido contarlo porque les dará vergüenza, y al cura no le queda más remedio que guardárselo para sí.

—Hay mucho escándalo porque no vas a la iglesia…

—Ni pienso ir mientras don Aureliano siga siendo el párroco.

—¿Por qué?

—Ya te lo conté. Me soltó un sermón y me amenazó con echarme de la religión si abandonaba a mi marido.

—Pero no lo has abandonado…

—Tampoco he dicho que no vaya a hacerlo.

—¿Y no piensas ir a ver a tus padres?

—No.

Para sorpresa de Josefa, cuatro horas después, Inexa acompañó a su amiga a la puerta vestida con la falda y el corpiño hechos con un vestido de raso azul confeccionado en La Charinera, el mejor taller de costura de Bilbao, y que había costado el sueldo de un mes de un obrero. Lo sabía bien porque ella misma lo había encargado y pagado por orden del amo, al igual que las demás prendas del guardarropa de su esposa. Y por si eso fuera poco, la señora llevaba una pañoleta cruzada sobre el pecho y atada a la espalda que las dos jóvenes habían cosido aprovechando la orla del bajo bordada en azul y blanco.