Encerrado en su mutismo habitual, Julián de Zautuola escuchaba hablar a Olabe, aunque sus pensamientos estaban en otra parte. Contemplaba el paisaje, idealizado en la distancia, que lo había acompañado durante sus largos años de ausencia, la añoranza de sus prados y bosques, el sirimiri, la niebla que a menudo ocultaba el lugar donde había nacido, el tintineo de las esquilas de las ovejas, el sonido de las mazas de las herrerías, la lengua que creía olvidada para siempre. No pensó en regresar después de aquello; nada lo retenía en la tierra de sus padres y cuanto más se alejara de allí, mejor. Sin embargo, a medida que transcurría el tiempo, sintió la necesidad de volver, como si las raíces que creía arrancadas de cuajo hubieran permanecido ocultas para rebrotar de manera brusca cuando menos lo esperaba.

—Adiós, estimado amigo, nos vemos dentro de unos días.

Julián respondió al abogado con un gesto de la mano cuando este descendió delante de su casa, en el extremo del valle, y cerró los ojos mientras el cochero avanzaba por el camino embarrado en dirección a Bilbao.

¿Por qué no prosiguió viaje a las Indias? ¿Por qué decidió quedarse en el puerto canario? Quizás porque el trayecto fue una terrible pesadilla, muy diferente a lo que él esperaba.

No le fue difícil lograr pasaje a cambio de trabajo en un barco mercante de la Compañía Guipuzcoana de Caracas, el Virgen del Mar. Era joven y fuerte, acostumbrado a la faena dura, inmune al desfallecimiento, capaz de cargar con bultos pesados sin mostrar cansancio. Además, la casualidad hizo que el contramaestre de la nave fuera también natural del valle, aunque no se conocieran, y lo aceptó de inmediato en cuanto mencionó su lugar de procedencia. Las primeras jornadas transcurrieron sin problemas, a fin de cuentas era como trabajar en tierra a nada que uno se acostumbrara al vaivén del barco. Vio desaparecer la costa y se despidió del bogan sin remordimientos; después clavó la mirada en el horizonte. Al otro lado del océano lo esperaba una nueva vida, y el olvido de la pasada. El trayecto de Pasajes a Cádiz no fue malo, pero, a partir de ahí, la mar no lo quiso, o eso imaginó al verse balanceado de un lado a otro de la cubierta, incapaz de retener la comida en el estómago, amedrentado ante la visión de olas gigantescas que amenazaban con engullir el enorme cascarón de madera. Apenas podía sostenerse sobre las piernas al llegar al Puerto de la Orotava; descendió del barco asiéndose a las maromas que mantenían la escala a modo de barandilla y juró no volver a embarcarse. Desapareció por una calleja y permaneció oculto en una chabola abandonada. Dos días más tarde, contempló al Virgen del Mar alejarse rumbo a las Indias.

Vagabundeó durante semanas por La Orotava, durmió donde pudo y gastó en comida los pocos reales que tenía hasta que decidió buscar un trabajo en el campo mientras pensaba qué hacer. Se adentró hacia el interior y caminó durante toda una jornada por una región abrupta sin encontrar un alma, pero con la vista puesta en la mancha de color verde que aparecía y desaparecía entre los montes a medida que avanzaba. Finalmente, llegó a una hacienda enclavada en una zona alta, rodeada de pinares. En una loma se alzaba una casa encalada de dos pisos, con un llamativo balcón de madera tallada con símbolos extraños y tejadillo en una de las esquinas, ventanas y puertas también de madera tallada, y flores, muchas flores en tiestos y barreños, algo que lo dejó muy sorprendido. En el valle nadie perdía el tiempo cultivando flores.

—¿Qué buscas aquí?

Lo sobresaltó una voz masculina poco amable, pero aún más lo intranquilizó la visión de un mosquete que lo apuntaba directamente al pecho.

—Trabajo —respondió mirando a los ojos al hombre ya mayor y con cara de pocos amigos.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Cualquiera.

—¿Sabes talar árboles?

—Sí.

—Echa a andar hacia allí —el hombre señaló con el cañón del mosquete hacia una zona del bosque de pinos moviendo el cañón del arma en dicha dirección.

Caminaron sin hablar él delante, el otro detrás, hasta llegar a un claro en el que cuatro hombres se afanaban en talar unos pinos, mientras otros dos los despiezaban.

—Tala ese árbol —le indicó el hombre, que continuaba apuntándolo con el mosquete.

Se trataba de un pino joven, poco grueso, y él ya había talado árboles en el valle. Los otros hombres detuvieron su labor y lo contemplaron, más de uno con la mirada escéptica no carente de la ironía de quien se sabe ducho ante un aprendiz. Dejó su macuto en el suelo y eligió una de las tres hachas apoyadas en un tocón; comprobó que estaba afilada y se dispuso a dar el primer golpe, pero antes susurró unas palabras. Durante un buen rato, sólo se escuchó el golpeteo contra la madera del hacha, cuyo rítmico sonido se propagó por el bosque como la llamada de alerta de los pueblos antiguos. No se detuvo basta que, finalmente, el árbol cayó.

—No está mal —dijo el hombre del mosquete que hacía ya un rato había bajado el arma y la utilizaba a modo de bastón—. ¿Puede saberse qué has dicho antes de empezar?

—Le he pedido perdón —respondió él limpiándose el sudor de la frente con el antebrazo.

—¿A quién?

—Al árbol Le he pedido perdón por derribarlo.

El hombre miró a los leñadores y estos respondieron con gestos de cabeza afirmativos.

—Bien, puedes quedarte en «La Pinada». Me llamo Juan Domingo Pascual y soy el dueño de todo lo que ves a tu alrededor. No quiero saber de dónde vienes, ni si tienes causas con la justicia, o has matado a alguien; sólo me interesa tu trabajo. ¿Cuál es tu nombre?

—Julián.

—Este es Taoro, el capataz —añadió el dueño señalando a un hombre viejo, tan alto como él, de piel curtida y ojos extrañamente azules—. Él te indicará lo que tienes que hacer y dónde puedes alojarte.

Durante los siguientes dos meses, trabajó desde el amanecer basta el anochecer. Dormía en un catre, en una cabaña en el mismo bosque, en compañía de los otros seis hombres, temporeros contratados hasta mediados del verano. El capataz vivía en otra cabaña, de piedra y techo de palma, en la parte alta, una zona de piedras y suelo terroso. Desde allí se divisaba la montaña sagrada de los antiguos pobladores de la isla, un volcán aparentemente dormido, todavía cubierto por el manto blanco de las últimas nieves.

—Es Echeide, la morada de Guayota, el demonio del mal —le explicó Taoro, un día en que lo acompañó a su cabaña con una carga de leña—. Él fue quien secuestró a Magec, el dios del sol, y se lo llevó al interior de la montaña. Nuestros antepasados pidieron Achamán, el dios de todo, que lo liberara y él venció a Guayota, lo encerró y taponó la entrada. Ocurrió en tiempos del abuelo de mi abuelo.

—¿Qué significa Echeide? —preguntó.

—Casa del demonio, infierno, aunque ahora la llaman Teide.

—Curioso…

—¿Por qué?

—En mi lengua, «eche» también significa casa.

Taoro fijó en él su mirada azul, pero no dijo nada. Sin embargo, a partir de entonces, a menudo lo invitaba a acompañarlo a su cabaña y a veces incluso dormía en ella. Juntos se sentaban a la puerta y contemplaban en silencio el atardecer; cuando el sol desaparecía tras la mole de piedra y esta adquiría una tonalidad rojo fuerte, como la de una gigantesca brasa.

—Es el fuego de la montaña sagrada. Guayota lo mantiene encendido para derretir el cono y así volver a salir a la superficie —le explicó—. ¿Tenéis vosotros también una montaña de fuego en vuestro pueblo?

Sonrió. No, no había volcanes en el valle, pero sí montes, aunque no tan altos como aquel Echeide, cuya belleza le oprimía el alma y lo hacía sentirse diminuto.

—¿Naciste en esta isla? —preguntó para no tener que hablar de su tierra.

—Sí, soy guanche —respondió el hombre con la vista puesta en el Echeide como si hubiera estado esperando la pregunta—. Desciendo del gran Bencomo y de su hijo, el valiente Bentor; últimos menceyes de Taoro, bravos guerreros que lucharon y murieron defendiendo Achinet, nuestra isla, contra los invasores. Aunque en el registro de bautizos mi nombre es Pedro de Santa María, el verdadero es Tinguaro, Tinguaro Taoro —afirmó con orgullo—. ¿Y tú?

—Yo soy vizcaíno.

No tenía mucho más que decir; y calló.

La tala de los pinos continuó hasta finales de la primavera y a continuación, comenzó la producción de la pez. Durante semanas, todos los hombres, incluido el amo, estuvieron pendientes de los hornos de piedra que jalonaban la colina, controlando el líquido de color oscuro que iba a caer en las cocederas situadas a un nivel más bajo, y luego a los tendales para, una vez frío, ser introducido en barriles. El humo se mezclaba en ocasiones con la niebla, y apenas lograban distinguirse entre ellos a cincuenta pasos, sombras entre árboles que a él le recordaban las historias que contaba la madre sobre espíritus nocturnos. Era una mujer muy callada, al igual que lo era el padre, pero recuperaba la palabra en las noches de invierno, junto al calor de la lumbre. Ella creía en Gaueko, «el de la noche», que arrebataba la vida a los durmientes, y en Aizeko, «el del aire», cuya voz se escuchaba cuando el viento agitaba las ramas de los arboles. También creía en brujas, lamias y espíritus que no encontraban el camino hacia el Más Allá y erraban perdidos por un mundo que ya no era el suyo. Hacía años que él había dejado de escucharla pero, allí, lejos de su casa, entre gentes extrañas, con la montaña del demonio de los guanches dominando un paisaje ciertamente inquietante, todo adquiría otro aspecto. No se había detenido a pensar en el pasado, en la historia y las costumbres, en lo que hacía que cada pueblo fuera diferente a los demás. De todos modos, las «historias de viejas», como solía decir el padre, no eran más que eso. Llevaba quizás demasiado tiempo en el bosque, había abandonado el valle para cambiar de vida, y esta estaba resultando demasiado parecida. En cuanto acabara el trabajo y cobrara su paga, bajaría de nuevo a la ciudad. Sin embargo, algo, o más bien alguien, le hizo cambiar de planes.

Pascual lo invitó a comer justo después de haber llenado los últimos barriles de pez y haberlos cargado en el carro para llevarlos al Puerto, cuando ya esperaba a cobrar y marcharse. No se negó. A fin de cuentas, le había dado trabajo y, además, tenía curiosidad por conocer el interior de la casa que tanto había llamado su atención la primera vez que la había visto. No fue menor su sorpresa al descubrir muebles de buena factura, alfombras mullidas, objetos de adorno, lámparas y, sobre todo, la biblioteca que ocupaba una pared entera, algo totalmente inusitado en un paraje como aquel. Jamás había visto tanto lujo, ni tantos libros juntos.

—Te he observado durante estos meses; eres buen trabajador y hombre discreto, y no bebes. ¿Quieres trabajar para mí? —le preguntó el dueño a bocajarro antes siquiera de que se hubieran sentado a la mesa—. Con sueldo fijo; ochocientos escudos al año para empezar; y habitación y comida en la casa. Soy viejo, no tengo hijos ni sobrinos, y necesito una cabeza joven a mi lado. Sé honrado, y yo sabré ser generoso.

Su primera intención fue negarse; aceptó, sin embargo, al menos por un tiempo. Era parco en palabras, pero rápido a la hora de tomar decisiones. Sin preparación de ningún tipo, no tenía muy claro qué haría, aparte de trabajar para otros como criado, campesino o descargador en los muelles. Además, se dijo, siempre sería libre para irse cuando quisiera. Sellaron su pacto con un apretón de manos y dieron cuenta de un buen plato del puchero de garbanzos con carne de vaca, pollo y papas, servido por dos mujeres a quienes no había visto en todos aquellos meses. Ciertamente, Pascual era un pozo de sorpresas.

La cosa no acabó ahí. El hombre se empeñó en enseñarle a leer y a escribir correctamente, en que aprendiera de números y cuentas. Le dijo vagamente que de joven había sido alumno de los agustinos de La Laguna, pero no le dio mayores explicaciones. Estudió durante horas y durante todo el verano y gran parte del otoño, basta la llegada de la nueva temporada de la tala, sorprendido por una actividad que jamás se le habría pasado por la cabeza. En el valle, acudía a las lecciones en la parroquia, pero solo mientras fue niño. Allí aprendió con el cura algo de lectura y escritura, que olvidó en cuanto dejó de acudir a la catequesis. Según el padre, estudiar era una pérdida de tiempo, puesto que no iba a hacerle falta alguna. No obstante, a medida que avanzaba en sus conocimientos, más gusto le cogía al estudio y también se animó a leer algunos de los libros de la biblioteca de su patrón, ahora también mentor; aunque este insistía en que debía, ante todo, conocer los recovecos del negocio de la brea, y de otros en general, así como la organización política de la isla, conocimiento indispensable si quería llegar a ser algo en la cerrada alta sociedad tinerfeña.

—Hay que pelear con el Cabildo, cuyos miembros quieren controlar la venta de la pez escudándose en la defensa de los bosques e intentan impedir que los pegueros hagamos nuestro trabajo —decía Pascual.

—La tierra llora cuando talamos un árbol que enriquece al amo y empobrece a la naturaleza, que es de todos —decía a su vez Taoro.

Subía a la cabaña del capataz siempre que podía. Había algo en el que lo atraía con fuerza, como si su mente precisara de aquellos momentos de paz en compañía del isleño, analfabeto en letras, sabio en experiencias. Le habría gustado que su padre fuera como él, alguien con quien poder hablar aunque fuera en silencio, pues los silencios dicen a veces más que las palabras. Fue Taoro quien le enseñó a fumar tabaco que compraba a los barcos que llegaban de Cuba y hacían escala en la isla antes de proseguir viaje rumbo a la Península. Ambos fumaban, sentados a la puerta de la cabaña, contemplando la silueta del volcán al anochecer; escuchando el ronco canto del pinzón azul y el gutural de las palomas mientras el viejo guanche le explicaba las curiosas costumbres locales, tan diferentes a las suyas propias, aunque siempre acabara hablando de su tema preferido, la historia de su pueblo.

—El gran Bencomo, hijo de Tinerfe el Grande, venció a los castellanos en la primera batalla de Acentejo y murió en la de Aguere a los setenta años de edad. Bentor su hijo, se despeñó por la ladera de Tigaiga para no caer en manos de los conquistadores. El pueblo enterró sus saxos en un lugar secreto para evitar que fueran profanados —le contó un día.

—¿Sus saxos? —preguntó él.

—Sus momias. Nuestros antepasados enterraban en las cuevas a los muertos, después de vaciar y secar sus cuerpos.

—¿Por qué?

—Para que estuvieran cerca de su pueblo, para que velaran por sus descendientes. A los malvados los llevaban a las cuevas de Echeide a fin de que no pudieran salir de allí y no molestaran a los vivos.

—Pero ya no se hace, ¿o sí?

—Hace trescientos años que somos cristianos, desde la conquista.

Taoro sonrió, dio una calada al cigarro y fijó la mirada en la lejanía, pero no respondió a su pregunta.

La vio uno de aquellos atardeceres, tras una dura jornada de trabajo. Subía con paso ágil por la empinada cuesta que llevaba a la cabaña, un punto de color en el paisaje ocre. Tardó en reaccionar; sorprendido por una presencia inusual en la zona y solo abrió la boca cuando la joven, vestida con una falda de listas de colores, corpiño a juego, camisa blanca y el cabello cubierto por una pañoleta y un sombrero de palma se hallaba a unos cincuenta pasos de distancia.

—Alguien sube por la cuesta —dijo.

—Es Itahisa, mi nieta —le aclaró Taoro—. Su nombre de bautizo es María Candelaria.

El brusco parón del coche de caballos interrumpió sus recuerdos y estuvo a punto de lanzarlo al asiento de enfrente.

—Lo siento, señor —se disculpó el cochero—. Se ha cruzado un carro.

Minutos después, Julián de Zautuola se hallaba en su piso de Bilbao, en un edificio de cinco plantas de la calle San Miguel, esquina con la de Bidebarrieta.