VIOLET
No tenía ni idea de hacia dónde me dirigía. Me había perdido en el laberinto de pasillos y mi asombro aumentaba en cada recodo. No era un lugar acogedor —había pocas ventanas y la mayor parte de la luz procedía de las lámparas de gas con forma de antorcha y de algún que otro foco que resaltaba un cuadro o un jarrón con aspecto de ser muy caros—, pero sin duda sí majestuoso. Había paneles de madera en todas las paredes y el suelo estaba tan pulido que distinguía en él la silueta de mi reflejo. Hacía frío e iba en calcetines, así que si permanecía en un punto concreto durante demasiado tiempo me sentía como si estuviera sobre nieve. Manipulé las pocas ventanas con las que me encontré para abrirlas, pero casi todas ellas estaban cerradas con llave o iban demasiado duras para poder levantarlas. La única que conseguí abrir estaba a varios pisos de altura y colocada sobre una pared completamente lisa, lo suficiente como para descartar un salto.
Encontré otra escalera y subí por ella. Los pisos superiores parecían estar desiertos. Aquello no hacía más que empeorar la atmósfera de tenebrosidad. Di con una habitación vacía tras otra, y parecía que apenas había ventanas en todo el piso… Pero desde ellas se podía divisar el mar por encima de las copas de los árboles, una fina línea azul encajada entre el verde de la vegetación y el plateado del cielo.
De repente, los paneles de madera desaparecieron y me encontré en un pasillo encalado, iluminado por una luz blanca, eléctrica… un contraste muy marcado respecto al resto de la mansión.
—Perdone, señorita, ¿está usted bien? —Levanté la cabeza de golpe, sobresaltada ante el sonido de aquella nueva voz—. Lo siento, señorita, no pretendía asustarla —dijo la voz con un fuerte acento cockney[1].
Procedía de una chica, no mucho mayor que yo según su aspecto. Llevaba un sencillo vestido negro y una cofia de doncella. Tenía la cara regordeta y unos mechones de pelo castaño claro le enmarcaban las sonrosadas mejillas. Me habría parecido bastante guapa si no hubiese sido por las arrugas que el exceso de trabajo le había dejado en el rostro.
—No te preocupes, estoy bien —contesté tratando de esbozar una sonrisa. No lo conseguí.
—Debes de ser la humana que los Varn han traído de Londres. Violet, ¿no? —Asentí—. Yo soy Annie —dijo con una sonrisa que reveló dos pequeños colmillos afilados.
Cuando los vi, bajé la mirada hacia su vestido.
—¿Trabajas aquí?
—Soy una de las criadas —contestó—. ¿Estás segura de que estás bien? —añadió.
Me encogí de hombros.
—Creo que me he perdido.
—Bueno, pues entonces puedo ayudarte. —Volvió a sonreír y cogió el cubo y la fregona que tenía a los pies—. Ve por la escalera del servicio. Está al final del pasillo. —Señaló en dirección opuesta a la que yo había estado siguiendo hasta entonces—. Baja tres pisos y luego sigue el pasillo principal hasta el vestíbulo de entrada.
Con una última sonrisa, se alejó a toda velocidad antes de que pudiese darle las gracias.
Por supuesto, al final del pasillo había una escalera de caracol de peldaños estrechos que se retorcía una y otra vez en torno a una columna hasta desembocar en un amplio corredor del que, a su vez, salían otros más pequeños.
Me detuve y contemplé lo largo que era. Estaba tan vacío que me hizo sentir muy sola y muy vulnerable; la envergadura de la situación en la que estaba sumida volvió a golpearme de lleno. Al final del pasillo, mezclándose con la oscuridad, vi que un hombre se derrumbaba sobre el suelo, se frotaba el cuello y se alejaba de mí.
Sacudí la cabeza en un gesto de negación y le di un puñetazo al panel de madera de la pared.
—¡Mierda! —exclamé cuando me di cuenta de que de uno de mis magullados nudillos brotaba un minúsculo hilillo de sangre. Me la limpié de inmediato, puesto que no quería atraer ningún tipo de atención indeseada.
—Papá dice que no hay que decir palabras feas. No es propio de una dama —dijo una vocecita debajo de mí.
Bajé la mirada y vi a una niña con los ojos más grandes y verdes que había visto jamás. El cabello largo y rubio le caía en bucles alrededor de un rostro de facciones perfectas y nariz respingona. Daba la impresión de tener alrededor de cuatro años.
—¿Quién eres? —le pregunté tras dar un par de pasos atrás.
—Soy la princesa Thyme —dijo con voz melodiosa mientras giraba sobre sí misma, haciendo que su vestido rosa de volantes se moviera tras ella. Sonrió y mostró los dos pequeños alfileres que tenía por colmillos. «Una niña vampiro»—. Y tú eres Violet. Kaspar te trajo de Londres.
Era una afirmación, no una pregunta. No dije nada, asombrada por la seguridad que revelaban sus palabras.
Al cabo de un minuto, recuperé la voz.
—¿Eres la hermana pequeña de Kaspar? —le pregunté cuando me agaché para ponerme a su altura.
—Y de Cain y de Lyla, y de Jag y de Sky —canturreó al tiempo que daba otro giro.
—¿Quiénes son Jag y Sky?
—Son mis hermanos mayores…, muy mayores. Son muy viejos —afirmó con orgullo—. Los prefiero a ellos porque es divertido cuando vienen de visita desde Rumanía. —Hizo un puchero y clavó la mirada en el suelo—. Los demás son unos tontos cuando les pido que jueguen conmigo.
Comenzó a temblarle el labio inferior y su repentino cambio de humor me aterrorizó.
—Venga, no te pongas triste.
Los ojos se le llenaron de esperanza y levantó la mirada hacia mí.
—Tú sí jugarás conmigo, ¿verdad? —Me agarró la mano—. ¿Me coges?
No esperó a que contestara: retrocedió unos cuantos pasos, cogió carrerilla y saltó en dirección a mí… Me limité a cogerla en brazos. Como me di cuenta de que no tenía mucha elección, obedecí y seguí sus indicaciones pasillo adelante.
—¿Tienes hermanas? —quiso saber Thyme mientras jugueteaba con mi pelo.
—Tengo una hermana pequeña —contesté—. Tiene trece años.
—¿Cómo se llama? —me preguntó con escaso interés, más preocupada por mi pelo.
—Lily —respondí.
—Qué nombre más bonito. ¿Tienes hermanos? —prosiguió.
—Tenía uno. Pero murió —murmuré.
—Eso es muy triste —señaló.
—Sí, lo es —exhalé.
—¿Tienes papá y mamá?
La miré y vi su hermosa carita desencajada por algo que no fui capaz de identificar. Me tiró de un mechón de pelo y me hizo bastante daño.
—Sí. —Me detuve y me pregunté por qué le estaba dando tanta información a aquella niña. Se me empañaron los ojos y un nudo desagradable me cerró la garganta. «Añoranza», pensé—. ¿Y tú? ¿Tienes mamá?
—Mamá no puede estar aquí en estos momentos —dijo con un tono tajante que no se correspondía en absoluto con su edad—. Papá está demasiado ocupado para jugar conmigo. Siempre está de mal humor.
Nos quedamos calladas durante unos instantes. Thyme comenzó a jugar de nuevo con mi pelo, enredándoselo en un dedo.
—Eres muy guapa.
—Gracias —contesté, aunque no tenía muy claro cómo tomarme el cumplido—. Tú eres muy mona —repuse.
—Lo sé. —Soltó un suspiro—. Ojalá tuviera una hermana como tú. Eres más simpática que Lyla, y mucho más amable que esas chicas horribles que Kaspar no deja de traer a casa —farfulló. Volvió a parecer mucho mayor de lo que debía de ser.
—¿Chicas? —le pregunté intentando no mostrar demasiado interés.
—Sus amigas. Pero siempre se quedan a pasar la noche, y son muy malas conmigo —se quejó.
No hacía falta ser muy lista para darse cuenta de a qué iban allí aquellas «amigas».
De nuevo, pareció entretenerse jugando con mi pelo, hasta que sentí una bocanada de aire frío en la nuca y estuve a punto de dejarla caer.
—¡¿Qué demonios estás haciendo?! —grité. Me recorría el cuello arriba y abajo con los colmillos.
Se apartó y me dedicó una gran sonrisa.
—¡No voy a morderte, tonta! —exclamó entre risitas—. Te estoy oliendo.
—Bueno, pues para. No resulta muy agradable —le ordené tratando de mantener la calma, pero sin dejar de mirarla con suspicacia.
Caminamos por pasillos hasta que al final señaló una puerta y me dijo que aquel era su cuarto de juegos. Entramos y en seguida puso sus muñecas en fila, listas para tomar el té. Me retuvo prisionera durante lo que me parecieron horas, aunque en realidad no debió de transcurrir más de una.
—Thyme, creo que sería mejor que volviera ya —anuncié finalmente tras dejar a un lado mi tarta y mi taza de té imaginarias.
Abrió mucho los ojos y se le llenaron de lágrimas, pero me mantuve firme y cedió.
—Vale —dijo con tono tristón.
Me cogió de la mano y volvimos a salir. Me dejé guiar por ella, puesto que no tenía ni idea de dónde estábamos hasta que nos sorprendió la luz del vestíbulo de la entrada. Lo atravesamos, y ya habíamos llegado justo al pie de la escalera cuando Kaspar apareció detrás de la barandilla.
—¡Thyme! ¿Por qué no estás con tu niñera? —ladró.
Me quedé petrificada. La niña me soltó, se apresuró a esconderse detrás de mí y se asomó por un lado de mi pierna.
—Dale un respiro, estaba cuidando de mí —le expliqué al tiempo que trataba de arrancarla de mis vaqueros.
La expresión de Kaspar pasó de vacía a furiosa en menos de un segundo. Vi que los ojos se le habían puesto negros.
—Thyme, vete a tu habitación. Tengo que hablar con tu amiga.
Su voz resonó por todo el vestíbulo, y Thyme desapareció de inmediato. Pese a que su tono no varió de volumen, le imprimió un deje acerado que hizo que me arrepintiera de haber abierto la boca. Supe que iba en serio cuando me agarró por el hombro y me hizo cruzar una de las suntuosas puertas.
«Vaya, esto sí que es un salón de baile». La puerta que acabábamos de cruzar daba a un pasillo que se abría a una enorme sala. Tenía el tamaño de varias pistas de tenis juntas. Las paredes estaban hechas de mármol blanco salpicado de oro, y las enormes columnas incrustadas en las paredes estaban cubiertas de pan de oro. El suelo era de madera, y estaba tan lustrado que parecía líquido. En cada extremo había dos ventanas en arco, como las de las catedrales, y a la izquierda un trono colocado sobre una plataforma ligeramente elevada. Pero lo que más me llamó la atención fue la lámpara de araña que pendía precariamente del techo. De un anillo central colgaban minúsculas cestas entretejidas de cristal que contenían miles de velas negras, todas ellas apagadas. Cuando Kaspar cerró la puerta a nuestra espalda, una ráfaga de aire azotó la habitación e hizo temblar los cristales. Varias de las cestas chocaron entre sí, parecían tan delicadas que casi esperaba que se rompieran. Sin embargo, repiquetearon y el tintineo se prolongó hasta mucho después de que las cestas hubieran cesado de moverse, perseguido por el eco de la puerta al cerrarse.
—¿Te atreves a decirme cómo tengo que tratar a mi propia hermana? —No necesitó levantar la voz, su susurro se proyectó por toda la habitación vacía—. No sabes nada de mi familia. ¡Nada! —siseó sin dejar de abrir y cerrar el puño.
—Sé lo suficiente.
Entornó los ojos y los círculos oscuros que se los rodeaban se ennegrecieron aún más; también la zona que se extendía entre la nariz y la parte exterior de sus ojos se oscureció. Me miró con fijeza y comencé a sentir que algo no encajaba en mi mente. Traté de analizarlo, inquieta. Pensé que iba a decirme algo, pero continuó observándome con intensidad y, cuando aquella sensación tan molesta aumentó, me di cuenta. «Está en mi mente».
Me percaté de que tenía acceso a todos y cada uno de mis recuerdos, y me esforcé por concentrarme en una sola cosa. Los pensamientos parecían escurrírseme entre los dedos como si fueran agua, así que me di por vencida y me centré en la palabra «Capullo». La grité en mi mente y, casi de inmediato, noté que Kaspar se retiraba.
—¿Capullo? Supongo que Fabian te ha dicho cómo proteger tu mente. Una pena. —Apoyó una mano en la pared junto a mi cabeza e hice ademán de apartarme, pero levantó también la otra mano y me dejó atrapada entre sus brazos—. No. No sabes nada de mi familia. —Apretó su cuerpo contra el mío y fruncí la nariz con asco al tiempo que intentaba replegarme contra la pared. Se me acercó al oído y dijo—: ¿Me tienes miedo, Violet Lee? ¿Sabes lo que podría hacerte?
Percibí el olor de la sangre en su aliento: hierro y cobre mezclados con el intenso almizcle de una colonia idéntica a la que flotaba en el ambiente de la habitación del cuadro.
—Sé lo que puedes hacer. —Me recorrí los labios con la punta de la lengua y saboreé la sal—. Pero no me das miedo.
Resopló con incredulidad, y sentí que un rugido retumbaba en su pecho, apoyado sobre el mío.
—¿Me deseas, Violet?
Tal vez lo hubiera entendido mal por lo grave que era su voz, pero no habría habido forma de malinterpretar la sonrisa de suficiencia que trató de contener. Se dispuso a disfrutar de mi reacción: me rozó la oreja con los labios y aquello hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.
Me obligué a mantener la voz firme.
—No.
—Entonces ¿por qué te late el corazón al doble de velocidad de la que debería? —Me mordí el labio inferior cuando me di cuenta de que tenía razón. Me golpeaba contra las costillas como loco—. ¿Y por qué te estás sonrojando? —Me ardían las mejillas como si hubiese estado al sol durante horas—. ¿Y por qué —dijo agarrándome una muñeca y poniéndomela a la altura de los ojos— tienes las palmas sudorosas? —No quería mirar, pero eché un vistazo. Tenía razón de nuevo. Aparté la mirada. Volvió a gruñir, aquella vez de satisfacción—. Humanos. No escondéis nada. —Lo miré con el rabillo del ojo cuando me soltó la muñeca y se pasó una mano por el pelo para retirarse el flequillo, que volvió a recuperar su posición inmediatamente—. No te avergüences de ello, Nena. Soy de la realeza, soy rico y soy jodidamente guapo. Estoy diseñado para resultarles atractivo a los humanos. Pero tú te estás resistiendo. —Entrecerró los ojos—. ¿A qué se debe?
«Vaya, ¿por dónde empiezo?»
—Porque eres una sanguijuela y un asesino. Y un capullo. La lista sigue.
Puede que mi cuerpo me traicionara, pero en realidad no me sentía atraída por él, sino repelida.
Levantó la cabeza de golpe y me miró a los ojos. Tenía las pupilas muy grandes y el iris verde oscuro.
—¿Ah, sí? Bueno, ya llegaré a ti, Violet Lee. —Se demoró al pronunciar mi nombre, prolongando la frase—. Te rendirás. Me aseguraré de ello.
—No, no lo conseguirás.
Me moví hacia un lado para alejarme de él, pero volvió a colocar las manos a ambos lados de mi cabeza y arrastró las uñas por la madera provocando un terrible chirrido, como el de una tiza sobre una pizarra. Bajó las manos hasta que llegó a la altura de mis caderas. Entonces comenzó a rodearme la cintura con ellas, presionando.
—¡Quítame las manos de encima! ¡Ya tienes a tus putas para eso! —grité. Su mirada se cruzó con la mía y me di cuenta de que sabía a qué me refería. Sus iris se tornaron tan negros como sus pupilas, perdieron cualquier rastro de color… eran negros, sólo negros.
—Me las pagarás por esto, Nena —me amenazó con la voz temblorosa.
Con un único y rápido movimiento, me apartó el pelo del cuello y me echó la cabeza hacia atrás. Con el rabillo del ojo, pude ver que acercaba la boca a mi yugular y traté de zafarme de él. Pero me agarró por el pelo y estiró. Chillé y lo vi desnudar los colmillos al tiempo que me obligaba a ponerme de puntillas.
—¡No lo hagas! —le rogué, e intenté escaparme de nuevo.
—Yo te enseñaré a tenerme miedo —rugió, ignorando todas mis súplicas de piedad—, y haré que te arrepientas del día en que se te ocurrió plantarte en Trafalgar Square.
Y tras aquellas palabras burlonas, sentí el dolor de sus colmillos atravesándome la piel. Penetraron en mi carne rasgándome los tejidos. Di un alarido de dolor, incapaz de impedir que una sarta de palabrotas saliera de mi boca cuando las estrellas comenzaron a titilar ante mis ojos. Pero cada vez que pronunciaba una palabra, movía la mandíbula, la piel de mi cuello se tensaba bajo sus colmillos, y aquello permitía que un reguero de algo caliente brotara de la herida y serpentease hasta alcanzar el cuello redondo de mi camiseta.
Extrajo los colmillos y siguió el curso de aquellas gotas con la lengua dejando tras de sí un rastro de saliva. Las absorbió y habló contra mi cuello. «Qué dulce…», creí oírle decir.
Pasó el pulgar por la tela de mi camiseta y levantó la vista para volver a mirarme a los ojos, pero yo no pude evitar mirarle los labios, que estaban cubiertos de sangre. «Mi sangre».
Me sentí débil y empezaron a temblarme las rodillas. Lo único que me mantenía de pie era la fuerza con la que me sujetaba contra la pared.
—Los príncipes de este reino siempre consiguen lo que quieren —susurró. Después se apartó de mí y dejó que me desmoronara sobre el suelo, pálida y asqueada.
No dejó de mirarme mientras caía e, incapaz de soportar la altiva sonrisa que esbozaban sus labios, enterré la cabeza entre los brazos y me llevé las rodillas al pecho.
—Sigue rechazándome y lograrás que tu estancia aquí sea muy desagradable. Y créeme, Violet Lee, tu estancia será prolongada.
Y con eso, salió dando un portazo y me dejó lloriqueando en el suelo. Aprendí muy rápido a tenerle miedo.