VIOLET
Cualquier posible rastro de la tormenta había desaparecido a la mañana siguiente. El sol entró a raudales por mis ventanas cuando Kaspar abrió las cortinas para despertarme antes de marcharse. Había salido a cazar, porque quería asegurarse de no tener sed antes de convertirme.
«Hoy es el día. Hoy me convierto en vampira. Hoy lo decido todo».
El vello de los brazos se me puso de punta. Las piernas se me fueron calentando poco a poco cuando unas franjas de luz se dibujaron en las mantas bajo las que estaba cobijada; momentos antes se habían quedado heladas con las caricias de Kaspar.
«Ya ha llegado».
El reloj de la mesilla de noche decía que eran las nueve pasadas. Cuando las manecillas marcaran las nueve y media mi padre y Lily se marcharían, acompañados de Eaglen.
«No hay vuelta atrás».
Podrían pasar meses antes de que volviera a ver a Lily. Ni siquiera había visto a mi madre.
«Esta noche es la noche».
Saqué los pies de entre las sábanas y protesté por lo frío que estaba el suelo. Me llevé una de las sábanas conmigo para cubrirme el cuerpo desnudo. Cuando me di cuenta de que nadie me vería, la dejé caer a mis pies mientras me abría camino entre las prendas de ropa que había desperdigadas por el suelo.
«Ya no hay que preocuparse por no ser capaz de olvidar».
Los espejos del vestidor reflejaron cada centímetro de mi cuerpo: demacrado, ojeroso, rosado a causa del frío… aunque no durante mucho más tiempo. Tenía la piel pegada a las costillas, casi nunca había estado así. Mis caderas sobresalían más de lo que me gustaba y mis rodillas parecían esmirriadas. Estaba delgada: demasiado delgada para un cuerpo que una vez había sido voluptuoso y curvilíneo. Tenía la piel rasgada y magullada de las semanas de tormento y caricias bajo las manos de Kaspar. Tenía los ojos abiertos, muy abiertos, siempre temiendo lo que vendría después.
—¿Es esto lo que quieres, Violet? —le susurré a mi reflejo, y estiré la mano y me toqué el hombro, que estaba frío como el cristal—. ¿De verdad?
Mi reflejo no contestó, sino que continuó mirándome en silencio, y sólo separó los labios para suspirar cuando yo hice lo mismo.
«En realidad, “querer” es un lujo del que nunca se te ha permitido disfrutar», dijo mi voz con tanta claridad en mi mente que podría haber surgido de una persona real que tuviera al lado.
—Lo sé —contesté.
Entonces me di la vuelta y saqué una camisa limpia de un armario. Cuando me hube vestido, intenté pasarme un cepillo por el pelo húmedo y ensortijado, pero sólo conseguí que se encrespara aún más, así que desistí.
El vestíbulo de la entrada aún estaba tranquilo cuando llegué al final de la escalera. Los mayordomos variaron su pose de estatua para hacerme una reverencia cuando pasé ante ellos. Una doncella estaba sustituyendo las rosas negras de los jarrones con lilas frescas, y metía los pétalos marchitos de las flores entre las páginas de un enorme libro que había sobre una mesa.
Por lo demás, no había nada fuera de lo común. No había cambiado nada. Nada cambiaría excepto yo.
En la cocina, Cain me saludó con una enorme sonrisa, riendo y bromeando desde detrás de un gran vaso de líquido rojo que se agitaba de un lado a otro y manchaba el cristal de rojo. Le brillaron los ojos cuando me preguntó por mi hermana, y se le apagaron cuando contesté que se marcharía pronto.
La manzana que cogí del frutero estaba tan roja como la sangre que él bebía. Le clavé los dientes y me pregunté si aquella sensación sería la misma que la de hundir los colmillos en la carne… Pero no, la piel sería más suave. Me tragué un trozo de la manzana, húmeda y dulce, olvidándome casi de masticarla.
El reloj digital de la pared decía que eran las 9.26. Sopesé la idea de volver al vestíbulo de entrada. «Debería despedirme. Pero ¿cómo les digo adiós cuando los recibí hace tan sólo un día?»
El rostro radiante de Lyla apareció en el umbral, seguido de un animadísimo Fabian, que se rio y la agarró por la cintura para darle un beso en los labios. Los vi tan sólo como dos figuras recortadas sobre un fondo borroso. Felix y Charlie entraron tras ellos, no mucho después, e hicieron una venia. La idea de que la hicieran por mí se filtró lentamente a través de mi mente. Declan, después, abrió un periódico sobre la encimera y pasó las páginas; los titulares, las fotos y las columnas se convirtieron en un único remolino en blanco y negro. Me sorprendí alejándome, pues recordé mi primera mañana en Varnley:
«Pero preferís matar a gente».
Un olor metálico impregnaba el pasillo y daba la sensación de pegarse a las alfombras del salón como si fuera humo. Me invadió la garganta, me secó la saliva y me obligó a apoyarme contra el respaldo del sofá, con las manos en el cuello y jadeando.
«Unas cuantas horas y ansiaré ese líquido de olor metálico…»
Cuando al fin mi respiración se calmó, empecé a caminar a pesar del aturdimiento, sin ni siquiera estar segura de si estaba despierta. Puse la mano en la puerta que conducía al vestíbulo y me quedé paralizada. Me quería quedar, quería dejar que se marcharan sin más, olvidarme de la despedida porque decirles adiós era demasiado duro y sabía que aquella noche los traicionaría, especialmente a mi padre, de manera definitiva.
Pero no era un adiós definitivo. Era un adiós a la Violet que conocían, que comía, bebía y se ponía enferma; a la Violet que moriría antes de haber visto pasar un siglo; a la Violet a la que habían querido, y cuidado, y alimentado, y enseñado a lo largo de los últimos dieciocho años. «Eso es todo».
Respiré hondo y giré la muñeca para mover el pomo. La puerta se abrió hacia dentro y salí al vestíbulo. Primero vi a Eaglen, luego a mi padre y después a los otros dos hombres del gobierno, con los brazos asidos por los guardias. Lily estaba también cerca de ellos. Ella me vio primero, y su cara se convirtió en un cuadro de tristeza y decepción, sólo eclipsada por el rostro de mi padre cuando lo apartó y se negó a mirarme.
—¿Papá? —exhalé.
Sentía que las lágrimas me mojaban las pestañas inferiores cada vez que parpadeaba. Él no reaccionó. Pero Lily sí. Se separó del grupo esquivando a uno de los guardias, que intentó detenerla.
—Quiero hablar contigo antes de que nos marchemos —dijo una vez que estuvo a mi lado—. En privado —añadió, mirando a Eaglen.
Les hice un gesto con la cabeza a él y a los guardias.
—Serán sólo dos minutos.
Lily salió afuera y se cobijó justo en el mismo hueco bajo el que me había refugiado yo la noche anterior. Con un ligero rubor, me di cuenta de que mi camisa empapada seguía sobre la barandilla, donde Kaspar la había dejado. La recogí, la escurrí y la puse al sol para que se secara.
—¿Esa camisa es tuya? —me preguntó mi hermana. Asentí—. ¿Y cómo ha llegado aquí?
Me quedé mirando al suelo, me negaba a explicárselo con palabras.
«Jamás pensé que pudieras meterte en la cama de un asesino, pero ahora veo que me equivocaba».
—Supongo que esto es un adiós, entonces —murmuré para llenar el silencio.
—Sí.
—Siento no haber podido pasar algo más de tiempo contigo.
—Yo también.
—Pero no sería seguro para ti viajar a Athenea. Mamá y tú estaréis a salvo en casa. Lo entiendes, ¿verdad?
—Sí.
De nuevo, nos quedamos calladas. Quería mirarme los pies, que no paraba de arrastrar contra la piedra del suelo, pero en lugar de eso observé a mi hermana para grabarme su imagen a fuego en la memoria, al igual que había hecho con el frío la noche anterior. Quería recordar el brillo saludable de sus mejillas, que había estado desaparecido durante más de un año, y el resplandor de sus ojos de color violeta, y el hecho de que ya no parecía tan bajita.
—¿Violet?
—¿Sí?
—¿Te acuerdas de cuando estabas haciendo los exámenes y me dijiste que me leerías algo de Shakespeare cuando terminaras de estudiar?
Me temblaron los labios. Se lo había prometido durante una de sus sesiones de quimio el pasado mayo.
—¿Te refieres a aquella vez que te cabreé de verdad hablándote todo el día a la manera de Shakespeare?
—Sí, a esa. Pero nunca llegaste a leérmelo y un día que estaba muy aburrida en el hospital decidí leer Romeo y Julieta por mi cuenta, porque quería impresionarte cuando volvieras a casa y porque así podría ir adelantando para la clase de literatura del próximo curso.
Intenté sonreír.
—¿Te gustó?
Frunció el ceño.
—No. Romeo y Julieta eran unos ingenuos cegados por la lujuria.
—Ah.
—Odié ese libro, y lo olvidé por completo hasta ayer por la noche, cuando ese tal Cain me llevó a la biblioteca y vi un ejemplar muy bien encuadernado. Y me recordó algo que dijo Julieta y que he pensado que debería decirte.
—¿En serio? ¿Y de qué se trata? —le pregunté mientras miraba por encima de su hombro hacia el vestíbulo de entrada, donde sabía que Eaglen esperaba ansioso por marcharse. «Puede que yo esté incluso aún más deseosa de que se vayan».
—Es una cita bastante conocida, probablemente la conozcas. —Levantó la mirada hacia mí y esperó hasta que volví a centrarme en ella antes de continuar—: «¡Si otro fuese tu nombre! ¡Reniega de él! ¡Reniega de tu padre! O jura al menos que me amas, y dejaré de ser yo Capuleto».
Sus palabras me llegaron como un puñetazo en el estómago. Ahogué un grito y di un paso atrás; las lágrimas mal escondidas detrás de mis párpados comenzaron a resbalar.
—¡Lily!
—Siento lo que te ha pasado. Sé que gran parte de ello no es culpa tuya, pero sí tenías elección. No puedes haber ido cayendo hacia todo esto sin ser capaz de retroceder. —Comenzó a alejarse, también con lágrimas en los ojos—. Vas a dejar de ser humana por ese príncipe, así que afrontémoslo, Violet. Ahora ya eres más una Varn que una Lee.
Tras ella, apareció Eaglen, con mi padre pisándole los talones, cuando dos coches sin matrícula y con los cristales tintados llegaron por el camino de entrada.
—Milady —me saludó Eaglen, y a continuación hizo una reverencia y se metió en el asiento delantero del coche más alejado.
Lily se encaminó hacia la portezuela trasera. Se detuvo y me miró con el rostro bañado en lágrimas antes de entrar. Sin ni siquiera un gesto de despedida, mi padre se introdujo por la otra portezuela mientras sus dos hombres eran conducidos hacia el segundo coche. Se oyó un portazo tras mi última mirada a mi padre como hija humana y, sin titubeos, los coches arrancaron.
Nadie los vio marchar excepto yo. Me quedé contemplando los coches mientras serpenteaban sobre la gravilla del camino. Pasaron ante uno de los jardineros que barría y amontonaba las hojas otoñales caídas. Después, llegaron a los límites del bosque y, finalmente, avanzaron bajo la protección de los árboles y los perdí de vista.
Me dejé caer contra la barandilla y me apoyé sobre el charco que había formado mi camisa mojada. Desde lo alto de la colina, me llegaron los crujidos de un fuego, pues la almenara de Varn’s Point estaba de nuevo encendida e impregnaba el aire de olor a leña quemada.