VIOLET
El frío se me adhería a la piel y me acariciaba los costados y los hombros como si tuviese manos. Las gotas de lluvia rebotaban en la barandilla de piedra que tenía delante cuando me refugié en el hueco de la pared junto a la entrada principal. Como diminutas esquirlas de metralla, disparaban en todas direcciones y algunas me salpicaban la camisa, que empezaba a humedecerse. Cogí unas cuantas estirando una mano, con la palma hacia arriba, y observé, fascinada, cómo fluían entre los pliegues de mis dedos antes de, al final, precipitarse hacia el suelo. En la hierba comenzaban a formarse charcos, en algunos sitios muy embarrados, mientras la lluvia seguía cayendo con la misma fuerza con que lo había hecho cuando empezó a caer, seis o siete horas antes.
«Una relación con una chica a la que habría sido un idiota de dejar marchar ayer. Una chica que insufló vida a este lugar. Una chica que me hizo sentir de nuevo. Qué natural».
Me rodeé la cintura con los brazos y me imaginé que eran sus brazos los que me tocaban, sus caricias, su aliento…
Sentí un escalofrío, más por la temperatura que por otra cosa, pero saboreé la sensación. Quería recordar el frío del aire nocturno, y cómo se me encogían los dedos de los pies para no tocar la piedra helada, y la sensación ardiente que dejaban en mi piel cada una de las gotas de lluvia que la rozaban.
—Mía —susurró una voz junto a mi oído—. Toda mía —repitió, y unos brazos vestidos de negro se situaron justo por encima de mis propios brazos, en torno a mi talle. Su pelo me hizo cosquillas en el cuello cuando agachó la cabeza, sus labios encontraron una de mis venas y la recorrieron a besos. Sus manos no dudaron en cubrir mis pechos y me apretaron más contra él cuando yo coloqué mis dedos sobre los suyos y di un paso involuntario hacia su pecho—. ¿Te gusta, Nena? —ronroneó cerrando un poco los puños.
Le contesté con un suspiro cuando todo el aire que contenían mis pulmones escapó en una sola exhalación. Rio con suavidad y deslizó las manos hacia abajo para encontrar el bajo de mi camisa y levantarlo. No tuve tiempo de reaccionar y, al cabo de un segundo, ya me la había quitado y me había dejado en sujetador y vaqueros.
—¿Qué estás haciendo? —Crucé los brazos sobre el pecho, muy consciente de que las puertas dobles que había a nuestra izquierda estaban abiertas de par en par hacia la noche. Kaspar no contestó, sino que me agarró de la mano y me guio hacia la franja de luz que las lámparas del vestíbulo de la entrada proyectaban sobre los escalones. No tuve tiempo más que para ponerme el par de zapatos planos que había dejado a mi lado—. ¿Estás loco? ¡Nos va a ver alguien!
—Pues que nos vean —contestó mientras me conducía hacia la gravilla. Era demasiado fuerte como para intentar resistirme y mis esfuerzos demostraron ser inútiles, sobre todo cuando enredó los dedos en mi pelo para quitarme de los ojos el flequillo, ya empapado—. Que vean lo hermosa que eres.
Estiré la mano que me quedaba libre y le retiré a él de la cara el pelo mojado al tiempo que reprimía una risita tonta.
—Sabes que está lloviendo, ¿no? ¿Y que hace un frío horrible?
Sentía que los vaqueros se iban pegando a mi piel a medida que se calaban y que por el pecho me corrían regueros de agua procedentes de mi pelo.
Levantó la mirada hacia el cielo y lo estudió con expresión desconcertada.
—¿Lloviendo? Nunca me lo habría imaginado… —Las gotas de agua le golpeaban el rostro y se deslizaban por su mandíbula hasta su cuello. Se las secó con la otra mano—. Pero no hace frío. Está templado.
—¿De verdad? —Me estremecí al decirlo, para poner aún más énfasis en el frío que realmente hacía—. Entonces yo debo de parecerte un atizador caliente.
—Tan difícil de manejar como un atizador caliente —murmuró.
—¡Eh! —Le puse una mano en el pecho y lo empujé.
Kaspar se movió, pero supe que no tenía nada que ver con mi fuerza. Di unos cuantos pasos atrás y me agaché. Formé un cuenco con las manos, cogí un poco de agua de la fuente y se la lancé. Ya tenía la mayor parte de la camisa empapada, pero le di en la manga, que se le quedó pegada a la piel. Con una lentitud que resultó graciosa, bajó la mirada hacia su brazo al tiempo que iba arqueando una ceja.
—¿En serio, Nena?
En un abrir y cerrar de ojos, se había acercado a toda prisa y me había salpicado. El agua me dejó sin respiración al rociarme, y me puse los brazos alrededor del cuerpo a toda prisa mientras pensaba que la luz titilante y la relativa calidez del vestíbulo de la entrada resultaban muy atractivas. Kaspar se agachó para volver a salpicarme, y me aparté de la trayectoria del agua, hacia el otro extremo de la fuente. Él se acercó por un lado y yo me lancé hacia el otro, pero en seguida me atrapó y me agarró por la cintura.
—¡Kaspar, no! ¡Voy a pillar un catarro o algo peor!
«Deberías haberlo pensado antes de tirarle agua», comentó mi voz.
—No, no lo harás. Convertirte acabará con todas esas cosas.
Solté un gruñido y me relajé entre sus brazos cuando comenzó a alejarnos de la fuente.
—¿Y si algo sale mal mañana por la noche? ¿Qué demonios ocurre cuando un humano se convierte?
—Yo bebo un poco de tu sangre y tú bebes un poco de la mía. Es fácil. Nada saldrá mal.
—Sí, pero y si…
Me puso un dedo sobre los labios.
—Si fueras muy vieja, o muy joven, o estuvieras gravemente enferma, entonces sí, sería probable que algo fuera mal. Pero no es así. De hecho, eres una dampira, así que hay incluso menos probabilidades de que eso suceda. De modo que deja de preocuparte.
Proferí un quejido de disgusto con los labios fruncidos.
—¿Y cómo va eso de la sangre? ¿Cuánto se tarda?
—Tus dientes tardarán unos días en afilarse del todo y te llevará un tiempo desarrollar tus destrezas para la caza, pero casi todo se transforma en unas cuantas horas. Es asombroso ver a alguien palidecer así.
—¿Ya has convertido a alguien antes? —Asintió. Era tranquilizador saber que sabía lo que estaba haciendo, pero también sentí algo más. Celos, tal vez—. ¿A quién?
Sacudió la cabeza como si estuviera intentando recordar.
—A una de las doncellas de la casa, no mucho después de la guerra. Anne, creo que se llamaba.
Algo se me retorció en la boca del estómago.
—¿Te refieres a Annie?
Volvió a asentir. Un matiz rojo apareció en sus ojos y no tuve que preguntar nada más para saber lo que había ocurrido. «Bueno, eso explica muchas cosas». Sentí otro alfilerazo de celos, mezclado también con algo de culpa.
—En cualquier caso, si algo fuera mal, ¿te…?
—Mi padre no estará lejos, y él sabe todo lo que hay que saber respecto a convertir humanos. —Una vez más, no supe si sentirme más segura o preocuparme—. ¿Quieres saber algo? —dijo, claramente deseoso de cambiar de tema. Entrelazó los dedos con los míos y no esperó una respuesta. Colocó mi propia mano sobre el punto de mi pecho en el que mi corazón latía con más fuerza y contestó por mí—: No puedo esperar a que este corazón deje de latir.
Me puse de puntillas y le di un beso en los labios. «Yo sí podría esperar, pero si alguna vez va a existir una razón para convertirse, es para tener más momentos como este». Apoyé la cabeza en su hombro. Kaspar estaba de espaldas a la mansión y yo levanté la mirada hacia el lugar que había sido mi hogar durante los últimos meses. Lo contemplé y me pregunté cómo una casa tan grande, vacía y fría podía hacerme sentir tan bien incluso después de todo lo que había ocurrido.
Y desde el piso de arriba, una cara me devolvía la mirada: la del rey. Su expresión no era ni de amabilidad ni de enfado, estaba simplemente vacía, justo como pensaba que debía de estar su corazón desde hacía mucho tiempo. Pero en aquel momento me di cuenta de que sufría, más que cualquiera de nosotros. Y un piso por debajo de él, un segundo hombre nos observaba: mi propio padre. No necesité escudriñar su expresión para saber que estaba llena de dolor.
Apreté el vientre desnudo contra el de Kaspar con la esperanza de que no lo vieran y me alegré de que la oscuridad escondiera mis mejillas sonrojadas.
«No permitiré que sus disputas se interpongan entre Kaspar y yo. No puedo permitirlo».