60

VIOLET

La mañana siguiente amaneció gris pero seca. Se había levantado bastante aire y, cuando me senté al pie de la escalera, sobresaltándome ante el menor de los ruidos, el viento frío entraba a raudales por las puertas abiertas, me alborotaba el pelo y me ponía el vello de los brazos de punta.

Me había lavado la cabeza y había intentado aplicarme algo de maquillaje, pero me temblaban tanto las manos que delinearme los ojos se había convertido en una tarea ingente, así que había renunciado. Me había puesto una camisa limpia, negra y con botones, y un par de vaqueros de pernera ancha que me habían dado en cuanto me levanté. «Hacía años que no me ponía unos vaqueros de pernera ancha —pensé—. Si es que me los he puesto alguna vez». También me había puesto unos zapatos, pero Eaglen me había dicho que me los quitara porque no quería que a nadie se le pasara por la cabeza la idea de que iba a marcharme a algún lado. A nadie. Todos supimos a quién se refería. Pero, en conjunto, tenía un aspecto más presentable del que había tenido desde hacía semanas. Estaba bastante segura de que se debía al hecho de que no quería que «a nadie» se le pasara por la cabeza la idea de que me habían maltratado.

Pero podría haber tenido el aspecto de la princesa más guapa del mundo —qué ironía— y aun así no me habría sentido mejor. Tenía náuseas. Esperar, sólo esperar, era una tortura mayor para mis nervios de lo que pudiera haberlo sido Ad Infinítum en el peor de los momentos. De hecho, era peor que ir a recoger las notas de mis exámenes, y aquel día había vomitado.

Miré la esfera del reloj de Kaspar. Las 12.40 del mediodía. Los sabios, unos treinta en total, ya habrían eliminado a los canallas y asesinos de la parte sur a aquella hora. Había oído a Henry cuando se marchaba aquella mañana susurrarle a Eaglen, que iba hacia la parte norte, que no albergaba muchas esperanzas de «sólo inmovilizarlos». «Se derramará sangre», dijo.

—¿Estás bien? —me preguntó Kaspar al sentarse junto a mí en el mismo escalón que la noche anterior. Llevaba una camisa negra, como siempre, pero aquel día se la había metido por dentro y abrochado hasta arriba. Hasta se había cepillado el pelo. Muda como desde hacía varias horas, sólo asentí—. Ya no queda mucho —añadió, y estiró las piernas. Yo también me sentía rígida, pero era incapaz de moverme.

El resto de los Varn se había refugiado en el estudio del rey para esperar. Nos dejaron sólo a Kaspar, a los dos mayordomos, a los aproximadamente diez guardias de Varnley y a mí en el vestíbulo de la entrada. De vez en cuando, los guardias se ponían en tensión, se hablaban con urgencia unos a otros en rumano, y luego volvían a relajarse. Una o dos veces se dirigieron directamente a Kaspar, que también se puso tenso; un destello rojo resplandeció en sus iris. Al cabo de un rato, supuse que aquello debía de ocurrir cuando un asesino se las ingeniaba para escabullirse de los sabios y cruzaba la frontera. Pero estaba claro que no llegaban muy lejos. En algún lugar recóndito de mi cabeza, sabía que las muertes iban en aumento.

12.50 del mediodía. Los sabios debían de estar ya desempeñando su labor en la zona norte para encontrarse luego con Eaglen cerca del pueblo de Low Marshes, que era donde estaba esperando mi padre. «¿Y si no está, dónde se supone que debe estar? ¿Le habrán llegado rumores de lo que tenemos planeado?» Aquello era improbable, puesto que el plan se había concretado el día anterior, pero aun así me preocupaba. No obstante, había eventualidades peores: los vampiros implicados podrían no respetar la Protección del Rey y de la Corona. Podrían matarlo. Aquello era mucho más probable. Tendría que limitarme a confiar en Eaglen. Él no lo mataría. No era de aquel tipo.

«¿Quién lo acompañará? ¿Guardaespaldas? ¿Consejeros? ¿Secretarios?» En mi mente se acumulaban innumerables preguntas. Las 12.55 del mediodía. Una ráfaga de viento muy fuerte atravesó las puertas e hizo que las capas negras de los guardianes se agitaran. El paisaje verde y gris del exterior quedó cubierto de telas negras hasta que el golpe de viento remitió. Las capas volvieron a adaptarse a las formas de quienes las llevaban y les cubrieron la piel pálida, traslúcida, una vez más. Me mordí el labio. «¿Cuánto sabrá sobre las Heroínas?» Suponía que bastante, puesto que por eso debía de haber elegido aquel momento en el que los seres oscuros estaban temerosos. «O eso debe de pensar él».

Las 12.58 del mediodía. El segundero del reloj de Kaspar continuaba su camino, pero parecía hacerlo con tal lentitud que mi corazón tenía tiempo de latir dos veces por cada uno de sus movimientos. Las 12.59 del mediodía. De repente, los guardias se irguieron y sus miradas siempre rojas se volvieron no hacia Kaspar, sino hacia mí. Me quedé sin respiración y me puse en pie con dificultad. Me di cuenta de que se me había formado un nudo en el estómago.

—Lo tienen —dijo una voz.

Entonces vi al rey entrar en el vestíbulo en compañía de toda su familia, así como de Fabian, Declan y los demás. También iban con ellos algunos miembros del consejo, entre ellos, me percaté con otra náusea, Valerian Crimson. «Nunca me libraré de él».

Sentí que una mano envolvía la mía.

—Concéntrate únicamente en lo que tienes que hacer —murmuró Kaspar.

Me quitó un mechón de pelo de detrás de la oreja y lo dejó caer junto a mi cara. En seguida se encogió en un bucle, por eso precisamente me lo había quitado yo de la cara. Asentí y no dije nada. «Debería habérmelo alisado —pensé—. Siempre lo llevo liso en casa».

Me forcé a coger aire para volver a llenarme los pulmones. El reloj dio la una; los minutos seguían pasando como si fueran horas. Nadie hacía ni un ruido. El aire podría haberse cortado con un cuchillo romo, pues estaba aún más tenso que los guardias alineados en los escalones de la entrada o que los dedos de los mayordomos que mantenían agarrados los pomos de las puertas, preparados para cerrarlas y confinar dentro a mi padre.

La gravilla crujió. No había gritos, no había señales de forcejeo, tan sólo el sonido regular de los pasos. Contuve el impulso de salir disparada hacia el camino. En vez de eso, me puse a mirar a los Varn. Sus rostros no delataban ninguna emoción, parecían serenos. Cuando el rey vio que lo miraba, se adelantó y se colocó a mi lado, de manera que quedé aprisionada entre Kaspar y él. No supe si pensaba que iba a intentar algo o si fue una especie de acto de solidaridad.

Los crujidos cesaron y fueron reemplazados por el repiqueteo de varias personas subiendo los escalones. Le solté la mano a Kaspar. En cuanto lo hice, Eaglen atravesó la entrada, seguido de Henry y de Joanna. Unos cuantos pasos más atrás llegó mi padre, con cada uno de los brazos agarrado por un vampiro, aunque no tendrían ni que haberse molestado. Caminaba tranquilamente, como si estuviese entrando en su propia casa, y paseó la mirada por todos los ocupantes del vestíbulo de la entrada con una mueca de asco dibujada en los labios.

Algo estalló en mi interior cuando la detuvo sobre mí; me escapé de entre Kaspar y el rey, mi deber ya olvidado, y me precipité hacia él. Mi padre se liberó de los dos vampiros que lo sujetaban y me rodeó con los brazos, me apretó contra su pecho aun cuando tuvo que dar unos cuantos pasos tambaleantes atrás debido a la fuerza con la que me abalancé sobre él.

—Violet… —murmuró, y lo repitió una y otra vez contra mi pelo mientras me daba besos rasposos en la frente. La barba acababa de empezar a crecerle de nuevo, más canosa de lo que yo la recordaba.

Enterré la cabeza en su pecho mientras ambos nos esforzábamos por mantener el equilibrio. Con el rabillo del ojo, vi que el rey le ponía una mano en el pecho a Kaspar cuando este dio un paso al frente. También atisbé que movía los labios para decirle algo. Cerré los párpados para ignorar la escena e inhalé el aroma de la camisa azul celeste de mi padre. Olía a casa: a ropa recién lavada y tostadas quemadas, al perfume de lavanda que siempre usaba mi madre.

—Vale, puedo andar. Pero ¡eso no quiere decir que tengas que dejarme caer, sanguijuela!

Me aparté de mi padre como si quemara. Conocía aquella voz: era casi idéntica a la mía, sólo que un poco más aguda. Rodeé a mi padre.

—¡¿Qué demonios está haciendo ella aquí?! —grité. Clavé la mirada en el suelo, donde una muchacha con los ojos de color violeta intentaba ponerse en pie. Tenía la piel pálida y macilenta, muy parecida a la de un vampiro, y unos enormes círculos morados y oscuros alrededor de los ojos. Llevaba un pañuelo naranja y amarillo, muy vivo, cubriéndole la cabeza, y sus cejas eran muy claras, como si se las hubieran decolorado—. ¿Lily? ¿Eres tú?

Se puso derecha, ayudada por el vampiro que había cargado con ella hasta allí, y puso los ojos en blanco con gran dramatismo.

—No, Violet, soy la reina de Inglaterra. Pues claro que soy yo, idiota.

Di unos cuantos pasos titubeantes hacia ella y luego la abracé con fuerza, apretándole la cabeza contra mi hombro.

—Idiota tú —gruñí—. Pequeña estúpida. No deberías haber venido. ¡Estás enferma!

Se separó de mí en el mismo momento en que arrastraron a otros dos hombres, que no paraban de revolverse y patalear, a través de las puertas. En seguida se cerraron tras ellos ruidosamente.

—Ya no. Me dieron el alta hace dos meses. —Comencé a tartamudear intentando expresar mi alivio, pero Lily me interrumpió—: Por supuesto, era imposible que lo supieras.

Se dio la vuelta y le lanzó una mirada furibunda al rey, sin una sola pizca de miedo en su expresión.

—Escoria —murmuró mi padre dirigiéndose a los Varn.

Dejaron a su lado a los dos hombres, a uno de los cuales identifiqué como el segundo secretario permanente.

Me quedé helada.

—¡No digas eso! —exclamé.

Sacudió la cabeza, impávido, y me di cuenta de que había hablado demasiado bajo para que me oyera. «Supongo que es lo que pasa cuando estás rodeada de vampiros».

—No digas eso —repetí cuando mi voz me inundó la mente.

«Recuerda lo que tienes que hacer, Nena —me dijo—. Recuerda que eres una Heroína».

Levanté una mano y cogí el medallón que descansaba sobre mi pecho y me enfriaba la piel.

Mi padre me miró a los ojos antes de fijarse en el colgante que tenía en la palma de la mano. Las arrugas que le surcaban la frente se hicieron más pronunciadas y abrió la boca para hablar, pero yo me adelanté.

—No te atrevas a decir eso.

Dejé que el medallón resbalara de mi mano y se posara sobre la tela de mi camisa. Comencé a retroceder de espaldas y, a continuación, me di la vuelta y me alejé de mi padre y de mi hermana para acercarme a Kaspar, cuyo rostro se llenó de alivio al tiempo que una media sonrisa triunfante, incluso orgullosa, se dibujaba en sus labios. Puede que tal vez me lo imaginara, pero me dio la sensación de que los labios del rey también se curvaban un poquito.

Me coloqué entre ambos y permití que Kaspar me rodeara la cintura con un brazo. De hecho, yo hice lo mismo y me pegué a su costado.

Mi hermana se llevó una mano a la boca y ahogó un grito. Mi padre nos miraba alternativamente a Kaspar y a mí sin dejar de tartamudear, como si no pudiera comprender lo que estaba viendo. Pero entonces, con un rugido atronador, se lanzó hacia adelante, y tres de los vampiros tuvieron dificultades para contenerlo.

—¡Me lo prometiste! —gritó.

Jadeaba y la cara se le puso muy roja, casi morada. Los vampiros consiguieron reducirlo y le sujetaron los brazos a la espalda hasta que sus aullidos se convirtieron en preguntas y después en súplicas. Kaspar bajó la mano hacia la mía y me la agarró como si intentara resistir mientras nos despedazaban. No pude evitar sentir que estaba preocupado por si volvía a salir corriendo en dirección a mi padre. Pero no tenía intención de hacerlo. Al otro lado de la habitación, vi que Eaglen y Henry intercambiaban una mirada. Henry enarcó las cejas. Yo me sonrojé.

—Me lo prometiste, ¿no es así, Violet? ¿Qué coño te han hecho?

No contesté. «¿Qué puedo decir?» Pero no tuve que pensarlo más cuando el rey echó a andar y se detuvo a sólo unos metros de mi padre, que levantó la cabeza cuando le vio aproximarse.

—¿Qué le ha hecho a mi hija? —preguntó—. ¿Qué le ha hecho su puñetero reino? ¡Dígamelo!

El monarca suspiró y una corriente de aire frío recorrió el vestíbulo. Me estremecí. Y Lily también.

—Más de lo que jamás podrá imaginarse, Michael Lee —murmuró, pero aun así pude oírle con la misma claridad que una campana en medio de la quietud de la noche. Se volvió para mirarme y vi que tenía el rostro contraído por una emoción que parecía estar intentando ocultar. Pero tenía los ojos desprovistos de vida y sentimientos, como siempre—. Sabe lo que hizo —continuó mirando de nuevo a mi padre y haciendo un gesto en torno a los vampiros reunidos en el vestíbulo—. Todos lo sabemos.

Mi padre abrió mucho los ojos y, por primera vez, Lily pareció sentir miedo.

—Entonces ¿esta es su venganza, majestad? ¿Envenenar a mi hija?

—Sinceramente, ese no era nuestro método de venganza preferido —intervino Eaglen con un ligerísimo dejo de desagrado, aunque mantuvo la cara impertérrita. Se acercó a él—. Supongo que está familiarizado con lo que llamamos la Protección del Rey y de la Corona.

—Por supuesto.

—Su familia y usted quedan bajo ella. —Desestimó la sorprendida respuesta de mi padre con un gesto de la mano—. Puede esperar. Sugiero que continuemos esta conversación en algún lugar un poco más cómodo, y tal vez de una manera un tanto más racional, espero, por el bien de los hijos de ambos.

Ninguno de los dos se opuso y, a un gesto de la mano del rey, se llevaron a mi padre del vestíbulo de la entrada. Él se esforzó por mirar al frente, desafiante, para no tener que verme a mí. Los otros dos hombres lo siguieron. El vampiro que había llevado a Lily hasta allí fue a agarrarla del brazo, pero mi hermana lo puso fuera de su alcance y se apartó de él con un respingo. Lily echó a andar antes de que el vampiro pudiera volver a intentar cogerla y se detuvo a sólo unos centímetros de mí, con el entrecejo bien fruncido. Un ligero rubor cubría las manzanas de sus mejillas, como si se las hubieran pellizcado. Con los ojos enormes y brillantes, paseó la mirada primero por Kaspar y después por el resto de los Varn, que se estaban yendo tras mi padre y el rey.

—¿Por qué? —quiso saber una vez que volvió a centrar su atención en mí. Su rostro delataba su confusión, y me di cuenta, con un nuevo vuelco del estómago, de que estaba furiosa.

—Es complicado de explicar—murmuré. Me desenredé de los brazos de Kaspar y también me puse roja.

—¿De verdad? —dijo con sequedad.

—Sí, lo es —contestó Kaspar con el mismo tono de voz frío que utilizaba cuando yo llegué a la mansión.

Junto a mí, sentí que se metía las manos en los bolsillos para ocultar que las había cerrado en un puño. Que uno de los vampiros se dirigiera directamente a ella pilló desprevenida a Lily, que se puso nerviosa.

—No estaba hablando contigo, sanguijuela.

—¡Dios mío, si hay dos iguales! —dijo Cain entre risas. Se acercó a nosotras con una enorme sonrisa en la cara, como si aquello fuera un feliz reencuentro familiar—. Hasta tenéis los mismos ojos —añadió tras inclinarse hacia adelante y escrutarle el rostro a Lily.

Mi hermana no se acobardó, pero se puso de un color tan brillante como el del pañuelo que le cubría la cabeza y al que Cain se esforzaba por no mirar. Si Lily notó que Cain desviaba la mirada hacia los mechones de pelo corto, casi gris, que asomaban por debajo de la tela alrededor de sus orejas, decidió ignorarlo.

—La testarudez debe de ser genética —dijo Kaspar.

Lily abrió la boca para contestar, al igual que yo, pero nos vimos interrumpidas cuando Valerian Crimson se unió a nosotros.

—Creo que se la requiere, señorita Lee.

Agarró a Lily del brazo y se lo apretó mientras ella intentaba soltarse. Cain, que era el que estaba más cerca, no necesitó que nadie le dijera nada para liberarla de la presa de Crimson. Yo intenté ocultar mi rabia.

—No toques a mi hermana, Crimson. No la mires —siseé con los dientes apretados.

Pero él ni siquiera se inmutó. Inclinó ligeramente la espalda para saludar y habló con toda la falsa cortesía que se le daba tan bien:

—Por supuesto, milady.

Lily, dividida entre mirar la mano de Cain, que seguía agarrándola, y a Crimson, que se alejaba, no hizo ningún comentario respecto al título que había utilizado para referirse a mí, pero su expresión confundida me decía que lo había oído. Me alegré. No sabía por dónde comenzar a explicárselo y, consciente de ello, estaba ansiosa por unirme al rey y a Eaglen. Me volví hacia Kaspar, que se percató de mi angustia.

—Están en el estudio. Nos uniremos dentro de un instante.

Cain soltó el brazo de Lily de repente, casi como si hubiera olvidado que aún la tenía agarrada, y yo conduje a mi hermana hacia el pasillo principal. Me siguió en silencio, con los labios fruncidos. No parecía que tuviera intención alguna de hablar, así que me metí las manos en los bolsillos al sentir el frío que me provocaba su distancia.

—Tienes mucho mejor aspecto —apunté.

Había ganado algo de peso en las piernas, que desaparecían debajo de un vestido de lana de color naranja que insinuaba unas curvas incipientes. También tenía las mejillas rosadas, como las de un bebé. Pero las cicatrices de la quimio aún estaban allí. No tenía las cejas decoloradas, sino desaparecidas. Se las había pintado y rellenado con un lápiz de ojos marrón clarito. Y todavía conservaba los ojos hinchados de las personas que están completamente agotadas.

Se encogió de hombros y me di cuenta de que estaba luchando por no ponerse a admirar el esplendor de la casa de los Varn, donde los cuadros, y el mármol, y las lámparas antiguas atestaban las paredes, y el suelo estaba tan pulido que había que tener cuidado para no resbalar sobre él.

—Terminé la quimio en septiembre. Volveré al colegio a finales de mes.

—Eso es realmente fantástico. Estaba preocupada por ti —admití.

Volvió a encogerse de hombros.

—Tú tienes peor aspecto. Pareces estar más cansada que yo, pero yo tengo la excusa de la quimio.

—He estado…

—¿Follándote a vampiros continuamente? —me interrumpió con la voz llena de desdén.

Me quedé paralizada, primero por oír a mi hermana pequeña utilizar aquella palabra, y segundo por lo que estaba insinuando.

—¡No!

Se detuvo y se cruzó de brazos, interponiéndose en mi camino cuando traté de seguir adelante.

—Papá dijo que esto podría pasar. Lo llamó Síndrome de Estocolmo. No lo creí, porque jamás pensé que pudieras meterte en la cama de un asesino, pero ahora veo que me equivocaba.

Resopló y se dio la vuelta para continuar caminando por el pasillo con los brazos aún cruzados. Eché a correr tras ella, la cogí del brazo y la obligué a mirarme a la cara.

—No tienes ni idea de lo que ha estado sucediendo, ¿verdad? Ni idea.

—Ponme a prueba —me desafió.

Respiré hondo.

—Papá ordenó que mataran a la reina. A su madre —le expliqué mientras señalaba a mi espalda, hacia el vestíbulo de la entrada. Intenté mantener la calma y hacérselo entender.

—Lo sé. Papá me lo contó todo cuando acabé la quimio.

—¿Y eso no te preocupa? ¿Ni siquiera un poquito?

Sacudió la cabeza.

—¿Por qué debería preocuparme? No la conocía de nada, ¿no? Además, son vampiros. Asesinos. Y no sé qué es lo que te han hecho, pero es como si estuvieras defendiendo lo que hacen.

—No estoy diciendo que matar esté bien, pero cuando llegas a conocerles…

—Yo no voy a llegar a conocerles, Violet.

Echó a andar de nuevo y se pasó la puerta del estudio. Las bailarinas que llevaba le quedaban demasiado grandes y se le salían cada vez que daba un paso. Su repiqueteo retumbaba por las paredes. Me quedé esperando junto a la puerta hasta que se dio cuenta de que mis pasos no la seguían. Al cabo de un rato, dudó y se dio la vuelta, se puso roja y retrocedió a toda prisa.

Llamé y la puerta se abrió para revelar al rey de pie junto a su escritorio, con las pesadas cortinas ocultando la luz de las ventanas. Mi padre estaba sentado en la silla de madera de respaldo alto que había enfrente, y los otros dos hombres estaban acomodados en el diván, un poco más lejos. Los vampiros que los habían acompañado se habían repartido por la habitación, junto a las estanterías que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo. Eaglen se acercó a una de ellas y sacó un libro muy grande, forrado de cuero rojo. Levantó la mirada y reconoció nuestra presencia cuando uno de los ayudas de cámara acercó una segunda silla para Lily y me ofreció a mí otra que rechacé, pues prefería estar de pie mientras siguiera teniendo el estómago encogido. Eaglen colocó el libro en el escritorio frente a mi padre, lo abrió y fue pasando páginas hasta llevar más o menos un tercio del volumen.

—¿Debo suponer que está familiarizado con la Profecía de las Heroínas? —Señaló la página a la que había llegado.

Mi padre no hizo caso al libro y continuó mirando decididamente al frente, hacia las pesadas cortinas de terciopelo que tapaban las ventanas.

—Por supuesto.

—Y, una vez más, supongo que está informado de que han encontrado a la primera Heroína. De hecho, es eso lo que ha provocado su intento de recuperar hoy a su hija. Pero me pregunto si el primer ministro lo sabrá… —Mi padre no dijo nada—. Bueno, da igual. Lo que le concierne es que también se ha encontrado a la segunda Heroína.

«Tienes tres oportunidades para adivinar quién es», pensé con ironía. Pero mi padre no necesitó tres intentos. Se dio la vuelta de inmediato y me miró.

—Pero es humana.

—Dampira, para ser más exactos. Pero la Profecía asegura que la segunda Heroína no tiene «nacimiento», lo cual quiere decir…

—¿Dampira? ¿Qué quiere decir eso?

Se hizo el silencio. Eaglen, inquieto, cerró el libro, que hizo un ruido seco. El secretario permanente miró al hombre que tenía al lado.

—Mestiza —dijo Eaglen con lentitud, como si alargar cada sílaba fuera a reducir el impacto.

—Ya sé lo que es —gruñó mi padre, que se levantó de golpe de la silla y se volvió contra mí—. Pero ¿quieres decir que tú tienes ya sangre de vampiro?

No contesté. Él no sabía por qué era una dampira. No quería que lo supiera, y así se lo imploré a Eaglen con la mirada, pero fue el rey quien rompió el silencio.

—La lady Heroína tuvo pocas opciones en aquel momento, pues la situación era… problemática e imprevista. Pero podemos hablar de esos asuntos cuando no nos apremie tanto el tiempo.

La puerta volvió a abrirse, y Kaspar y Cain entraron en el estudio. Kaspar frenó en seco cuando su mirada recayó sobre mí, luego sobre mi padre, y después sobre la expresión preocupada de Eaglen.

—¿Qué co…?

—¿Fue él? ¿Él te obligó a beberla? ¿Es él el motivo por el que eres una dampira? —exigió saber mi padre mientras miraba a Kaspar con odio.

Sacudí la cabeza, un tanto desesperada, pues deseaba con todas mis fuerzas que alguien cambiara de tema. Intenté que mi padre bajara la mano con la que apuntaba a Kaspar. Había vuelto a sonrojarme.

—No, no es nada de eso. Mira, en realidad no es tan importante, olvídalo.

—¿Que lo olvide? ¿Cómo puedo olvidar que mi propia hija tiene en las venas la sangre de estos asesinos? —Se dio la vuelta y enterró la cara entre sus manos—. ¡Ninguna hija mía haría eso! Así que ¿quién eres tú? ¿Quién eres tú?

Cain se lanzó hacia él y Kaspar tuvo que esforzarse por detenerlo.

—¡Cállese! ¡No fue culpa suya! La atacaron y aquella sangre le salvó la vida. Acaba de descubrir que es una Heroína, y lo único que hace usted es acosarla por haberse dejado envenenar por unos asesinos o comoquiera que nos llame. ¿Qué tipo de padre se supone que es?

Toda la habitación se sumió en el silencio, perplejos ante el repentino ataque de Cain. Esperé la reacción de mi padre, y la piel se me comenzó a erizar de una forma que pensé que había olvidado.

—¿Atacada? —preguntó mi padre—. ¿Cuándo? ¿Quién?

No contesté. Nadie lo hizo.

—No importa. No pasa nada. Ya ha pasado mucho tiempo.

No podía decirle quién. Intentaría matar a Valerian Crimson por lo que había hecho su hijo, y no sería Crimson el que saldría peor parado.

—¿Que no importa? ¡Claro que sí importa!

—Todo está bien. No es necesario hablar de ello, ¿de acuerdo? —comencé para intentar salvar la situación.

—No, vamos a hablar de esto ahora…

—No, no vamos a hablarlo —lo corregí tras ver que Eaglen me hacía gestos para que me marchase.

No necesité que me convenciera más, así que me di la vuelta y eché a andar dejando a los ocupantes de la habitación sumidos en un silencio incómodo. Kaspar estiró la mano hacia mí, pero yo me aparté, al igual que mi hermana lo había hecho antes.

—¡Estoy bien! —le espeté, y abandoné la sala entre susurros de «milady».

Subí al piso de arriba a toda velocidad y me encerré en el baño. Me froté las manos y me lavé la cara con agua fría hasta que las mejillas se me pusieron rojas y la piel empezó a escocerme.

Cuando terminé, fui al balcón de la habitación de Kaspar y me senté en el suelo apoyada contra la barandilla para oír las voces y las pisadas de la gente que pasaba por debajo.

Los jardines estaban desnudos y desiertos en aquel momento. Las hojas de colores cálidos que habían rodeado la mansión durante el otoño temprano habían caído sobre el césped y lo moteaban con manchas marrones. Aún soplaba el viento, y me hice un ovillo en la balconada, envuelta en una manta de la habitación de Kaspar. Tiré de las mangas cortas de mi camisa todo lo que pude y crucé los brazos sobre el pecho. El vello se me puso de punta cuando una brisa helada hizo crujir las hojas desperdigadas por los jardines como si fuera un niño arrugando envoltorios de chocolatinas.

—¿Estás intentando morir por congelación?

Me desenvolví de la manta y me la eché por los hombros.

—No.

—Tu padre está siendo difícil —dijo Kaspar tras sentarse a mi lado—. En realidad me recuerda a alguien.

Me dedicó una sonrisa cómplice, pero no le di la satisfacción de devolvérsela. Me limité a seguir mirando la manta que me rodeaba las rodillas y temblando debajo.

—¿Se ha enterado de verdad de que soy una Heroína?

—Sí, pero, con total sinceridad, creo que estaba más preocupado por, bueno… —Dejó la frase a medias.

Junté más las rodillas contra el pecho y apoyé la cabeza sobre la manta, que ya se estaba humedeciendo a causa de las gotitas de lluvia que empezaban a caer. «Sólo está siendo protector», me dije a mí misma. Pero el tono que había utilizado, las palabras que había escogido, el modo en que había preguntado «¿quién?» aún me dolían.

«Pero ¿qué te esperabas?», preguntó mi voz. Me esperaba que se enfadara por lo de Kaspar y también por lo de convertirme, pero no que saliese el tema de lo que me había hecho Ilta. No me había preparado para algo así.

—¿Vendrá a Athenea con nosotros? —murmuré.

—¿Quién? ¿Tu padre? Probablemente —contestó Kaspar—. Así podremos mantenerle vigilado.

Sacudí la cabeza. Eso ya lo sabía: era de sentido común.

—Me refería a Valerian Crimson.

Su silencio contestó mi pregunta mejor que cualquier palabra. Resignada, hice un gesto de asentimiento contra la manta.

—Pero Athenea es enorme. Ni siquiera te darás cuenta de que está allí —prosiguió Kaspar con tono esperanzado—. Y no se atreverá a tocarte, ahora que estás bajo la protección de los sabios.

No lo dudaba. Pero su mera presencia ya era demasiado. Lo único que quería era olvidarme de aquello, pero cada vez que él aparecía, me sentía como si fuera el polvo de la suela de sus zapatos, cada vez más aplastada contra la gravilla, tal y como había estado hacía tan sólo un día.

Sentí que las lágrimas me hormigueaban en los ojos y los cerré. A continuación escondí la cara entre los pliegues de la áspera tela.

—Ilta intentó matarme. —Algo me ardió en la palma de la mano—. Sabía que era una Heroína y quiso acabar conmigo. Tengo suerte de que no lo consiguiera.

—No digas eso —bramó Kaspar—. No tenía derecho a hacerte aquello, Heroína o no.

—Pero habrá más como él —murmuré.

—No, no los habrá. Todo saldrá bien, ya lo verás, Nena. El final no llega hasta que todo está bien.

No contesté, pues había perdido la cuenta de cuántas veces había oído aquello. Al cabo de un rato, la lluvia comenzó a bajarme por la nuca y a colarse por el cuello de mi camisa, así que me levanté, le pasé la manta a Kaspar y decidí volver a entrar. Dentro, la habitación estaba oscura, ya que las lámparas no estaban encendidas y el sol tampoco penetraba en su interior.

—Tu padre quiere verte, ¿sabes? Dice que escuchará —dijo Kaspar surgiendo de entre las gasas que cubrían las puertas—. No te hará daño intentar hacérselo entender. Y eres la única que puede conseguirlo.

—No tiene que comprenderlo, sólo acceder a dimitir —señalé, y salí de la habitación de camino a la mía para ir a ponerme ropa seca.

Cuando llegué al vestidor y cogí una camisa limpia, oí un ruido a mis espaldas. Me volví para ver a Kaspar apoyado contra el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Pero no quiere dimitir, por eso te necesitamos.

En aquel momento, dieron unos golpes en la puerta y yo di un respingo, sobresaltada. Kaspar fue a abrir.

—Ah, es usted.

—¿Qué estás haciendo aquí? —oí que decía una segunda voz: la voz de mi padre. Una pequeña parte de mí gruñó, y me tapé la cara con el pelo. Kaspar no dijo nada y mi padre continuó, más irritado a medida que pronunciaba cada palabra—: ¿Dónde está Violet?

Respiré hondo y salí del vestidor. De inmediato me fijé en la distancia que separaba a Kaspar y a mi padre, así como en las miradas furibundas que se dedicaban el uno al otro. Kaspar echó a andar en dirección a la puerta, pero levanté la mano y le dije que se quedara. El ceño de mi padre se hizo más profundo.

—¿Por qué te niegas a dimitir? —exigí saber con los brazos cruzados sobre el pecho. Kaspar se sentó en el antepecho de la ventana y se dispuso a estudiar primero mi cara y luego la de mi padre—. También estás poniendo a mamá y a Lily en peligro. No es justo.

—No veo por qué habría de dimitir —contestó, imitando la postura de mis brazos.

Cerré los ojos y traté de conservar la paciencia. Al final tendría que acceder, lo sabía, pero preferiría que fuese más pronto que tarde.

—Porque lo que hiciste estuvo mal y eres un riesgo demasiado grande…

—¿Porque pongo el bienestar de la gente de este país por delante de la vida de una mujer? ¿Es eso lo que estuvo mal?

Abrí la boca para contestar, pero no fue el sonido de mi voz lo que llenó la habitación. Más bien oí el ruido de los muelles de la cama y luego un grito ahogado de mi padre cuando una mano le agarró el cuello.

—¡Kaspar, suéltalo! —grité.

Rodeé la cama a toda prisa y comencé a tirar de la mano de Kaspar, pero él ni siquiera parecía oírme. Los ojos se le pusieron completamente negros, como un fuego oscuro que arrasara un bosque y desprendiera humo. Sacudió a mi padre, cuyo rostro comenzaba a enrojecer mientras luchaba por coger algo de aire. Su mirada vagaba por la habitación como si no fuera capaz de enfocarla, hasta que la fijó justo a mi izquierda, lastimera e inyectada en sangre.

—¡Kaspar! ¡Suéltalo!

Para mi sorpresa, lo hizo, y dejó a mi padre en el suelo para que volviera a tambalearse sobre los talones y farfullara. Le pasé un brazo por los hombros y lo ayudé a erguirse de nuevo.

—Si ella hubiera firmado aquel tratado, tu especie habría circulado por ahí sin control —dijo con los dientes apretados—. Habría muerto gente. Yo lo detuve.

Kaspar volvió a abalanzarse sobre él y me las ingenié por los pelos para ponerme ante mi padre y bloquearle el camino.

—¡Basta! ¡Papá, cállate! Y Kaspar, ¡sal de la habitación!

Sin decir una palabra, se marchó y me dejó a solas con mi padre. Me alejé de él y me dirigí a la ventana para mirar hacia los terrenos.

—Lily debería irse a casa si tú vienes a Athenea con nosotros. Necesita descansar. —Suspiré y me obligué a respirar hondo—. De hecho, ¿por qué ha venido siquiera? Aquí no está a salvo.

—No nos esperábamos esto.

—Pues ha sido muy ingenuo por vuestra parte —le espeté. No dijo nada. Lo observé de soslayo. Estaba inmóvil, aún impactado, y con la cara todavía ligeramente morada. Tenía la camisa descolocada y el cabello canoso enmarañado. Era tan poco propio de él… siempre tan arreglado—. Dimite. No amenazan con matarte tan sólo a ti si te quitan la Protección. También a mamá y a Lily. Te odian. Ni siquiera puedo creerme lo educados que se han mostrado hasta ahora, porque no te lo mereces.

Oí un siseo cuando soltó el aliento a través de los dientes apretados.

—Escucha lo que estás diciendo. ¿En qué te has convertido? ¿No recuerdas lo que viste en Trafalgar Square? —Me volví de golpe hacia la ventana. Claro que lo recordaba. «Nunca lo olvidaré»—. Hombres despedazados como si fueran animales en un matadero. Familias destrozadas. Violan a las mujeres… a mujeres como tú… y matan a niños. Los humanos no son sólo su comida. Son sus juguetes. ¿Y me estás diciendo que quieres unirte a ellos, Violet?

—Es irrelevante si quiero o no. Soy una Heroína y no tengo elección. Pero, ya que lo preguntas, no, no me importa convertirme.

—¿Dirías lo mismo si ese príncipe no estuviera por aquí?

No le contesté y seguí contemplando las parcelas verdes y llenas de manchas a través del cristal de la ventana. La lluvia caía cada vez con más fuerza y los colores del bosque se unieron en un solo tono esmeralda, el de los ojos de Kaspar. Mi silencio contestó la pregunta.

—¿Y qué harás cuando te deje? ¿Cuando discutáis? ¿Cuando las cosas vayan mal? ¿A quién tendrás?

Cada una de aquellas preguntas me rompió una costilla que me agujereó los pulmones e hizo que el aire los abandonara entre estertores. Ya me había hecho aquellas preguntas, por supuesto que sí. Pero oírlas en boca de otro, oír que las formulaban con un desdén tan frío, triunfante pero aun así desesperado, sacó a la superficie todas y cada una de las dudas y todas y cada una de las incertidumbres con una fuerza tal que me descubrí volviéndome y gritándole a mi padre:

—¡Estamos unidos! ¡No podemos dejarnos! El destino no funciona así. —Mi voz sonó decidida.

—¿Te crees todo eso?

Retrocedí.

—¿Tú no?

—Ya no estoy seguro de lo que creo. Pero sí sé que lo que quiero es lo mejor para ti, y no es esto. —Me dejé caer sobre el antepecho y me fijé en que la lluvia golpeaba los cristales cada vez con más fuerza, las gotas se estaban transformando en cristales de granizo y se precipitaban contra el suelo una y otra vez—. Eres mi hija y te quiero. Lo único que deseo es que volvamos a ser una familia de nuevo. ¿Es mucho pedir? —No contesté—. Vuelve a casa, Violet. Estaba pensando que Lily podría tomarse otros meses de descanso y que tú podrías aplazar tu ingreso en la universidad hasta el próximo septiembre, así pasaríamos la primavera viajando. Iríamos a algún lugar caluroso, junto al mar, a Australia, tal vez. Sólo dime qué países quieres ver e iremos, te lo prometo…

—Para.

—Y… y podríamos buscarte a alguien con quien hablar sobre… sobre lo que te han hecho. No tienes que decirme quién fue si no quieres, pero…

—Para. —Miles de gotas rebotaban en la superficie del agua de la fuente y lamían las paredes de piedra. La hierba estaba salpicada de blanco, como en una mañana helada, y el cielo se partió con un feroz crujido que iluminó los terrenos de Varnley con un destello—. No, yo te diré lo que va a pasar. Mañana por la noche voy a convertirme en vampira. Después, dentro de dos semanas, voy a marcharme a Athenea, y tú también irás. Pero antes de eso, Lily, tú y esos otros dos hombres os vais a ir a casa y tú vas a presentar la dimisión de tu puesto de ministro y del partido. Eaglen te acompañará para asegurarse. Os iréis mañana temprano.

Dejé la ventana y pasé ante su rostro estupefacto, que en seguida se partió con rabia, como el cielo.

—¿Y eso es todo? Perdí a mi hijo, casi pierdo también a mi hija pequeña, ¿y ahora perderé a mi otra hija?

Me detuve en la puerta y agarré cada uno de los marcos con una mano.

—¿No conoces la Profecía? «Sentenciada a traicionar a los suyos». Así son las cosas. —Incluso yo me sorprendí ante el tono hueco de mis palabras—. Y ahora, ¿no tienes que escribir una carta de dimisión?

No me quedé allí para escuchar su reacción. Era cruel, era despiadado, pero necesitaba que dimitiera. No podía preocuparme por la seguridad de mi familia a la vez que por todo lo demás. Y, más importante aún, quería que Lily y él estuvieran lejos cuando me convirtiera. Muy lejos.

—El destino elige realmente bien.

Levanté la mirada, que tenía clavada en el suelo, para ver a Eaglen, cuyo cuerpo minúsculo y frágil estaba apoyado contra la pared del pasillo. En sus labios se dibujaba una sonrisa traviesa, propia de un hombre mucho más joven. Entorné los ojos y volví a mirar hacia la puerta de mi habitación. La cerré y dejé a mi padre dentro.

—¿Lo ha oído todo? —Él asintió con un gesto de la cabeza—. ¿Y lo hará? ¿Irá con él y se asegurará de que dimita?

Contuvo una carcajada.

—Tengo la obligación de hacer cualquier cosa que me pida que haga, joven Heroína. Si me ordenara que me lanzase desde un precipicio, lo haría.

Me mordí el labio. «Vale».

—Bueno, eso está bien. Pero no la parte del precipicio. Eso no está bien. No lo haga.

Volvió a aguantarse la risa. Cambió el peso de un pie al otro y se acarició la barba con la expresión divertida de alguien que comparte una broma privada.

—Sospecho que en Athenea van a encontrarla bastante… interesante. Pero me aseguraré de que todo lo que le ha dicho a su padre se haga. Buenas tardes, milady.

Hizo una venia y, todavía poco acostumbrada a aquel tratamiento, me quedé allí durante unos cuantos segundos más hasta que me di cuenta de que aquel era el momento de marcharme cortésmente. Pero apenas había llegado a la escalera cuando me detuve y ladeé la cabeza.

—Eaglen, sólo una pregunta. ¿Lo supo desde el principio? Que era una Heroína, quiero decir.

—Sí, milady. —«Definitivamente, prefería lo de señorita Lee a lo de milady»—. Tuve mis sospechas desde el momento en que supe que el joven príncipe la había traído a Varnley. Cuando la vi por primera vez en la cena con los miembros del consejo, se confirmaron aquellas sospechas.

Retrotraje la mente hasta aquella cena y me esforcé por recordar el momento en que me presentaron a Eaglen. «Se me quedó mirando con fijeza. ¿Fue entonces cuando…?»

—¿Cómo lo supo? —Silencio. Esperé, pero no habló. Sentí que la mano se me cerraba en un puño, frustrada porque, una vez más, se me negaban las respuestas—. Bueno, ¿por qué no dijo nada? Nada de esto habría ocurrido si lo hubiera dicho.

—En una partida de ajedrez, milady, uno tiene que hacer ciertos movimientos en el momento adecuado para poder ganar.

«¿Qué tipo de respuesta es esa?» A lo largo de los últimos meses había estado encarcelada, casi me violan, me habían mordido y casi me matan. Por alguna razón, tenía la impresión de que allí me jugaba algo más que en una mera partida de ajedrez.

—Entonces, al menos contésteme a esto: ¿qué va a pasar después de estas dos semanas?

—Pues, milady, que toda la corte irá a Athenea con usted y allí se tomarán más decisiones —contestó con un tono monótono y desprovisto de toda emoción.

Me di la vuelta para mirarlo, el enfado evidente en mi rostro y en mi voz.

—Ya sabe a qué me refiero. Lo único que quiero son respuestas directas. ¿Por qué se niega a dármelas?

Se irguió por completo… siempre lo había visto encorvado, así que nunca me había dado cuenta de su verdadera envergadura, que hizo que me sintiera bastante pequeña.

—Y uno tampoco sabe, milady, cuál será su siguiente movimiento en una partida de ajedrez. Y ahora disculpe, debo ocuparme de su padre, y creo que su majestad desea hablar con usted.

Señaló la escalera con uno de sus dedos retorcidos, hizo una venia y desapareció en el interior de mi habitación. Fruncí el ceño y clavé la mirada durante unos cuantos segundos en el lugar donde había estado el anciano, pero de repente alguien se aclaró la garganta a mi espalda.

—¡Su majestad!

Le rendí una reverencia en cuanto lo vi, olvidándome de que no tenía por qué hacerlo, y al mismo tiempo él se llevó una mano a la espalda y agachó la cabeza.

—Lady Heroína, ¿podemos hablar?

Asentí y él me hizo un gesto en dirección a la habitación de Kaspar, que era la más cercana. Un tanto dubitativa, lo seguí. Cerró la puerta detrás de mí y lo observé mientras paseaba la mirada por los objetos de la habitación. Primero la cama de hierro forjado, que estaba intacta, pues nadie la había usado desde hacía semanas… desde que yo durmiera en ella. Luego las puertas acristaladas, las cortinas y después el granizo que caía tras ellas y golpeaba el balcón con un tamborileo constante. Desde allí pasó a la reja de la chimenea y la atestada repisa, llena de papeles y desodorantes. Y al fin la fijó justo encima, en el enorme cuadro de él mismo en sus años jóvenes y su bella y bondadosa mujer, cuyos ojos miraban hacia la cama en la que nunca más volvería a yacer.

«¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que lo observó?», me pregunté. No apartó la mirada del cuadro y su nuez dejaba entrever que le costaba tragar saliva. No había quitado la mano del pomo.

—¿Su majestad? —empecé tan cautelosamente como pude, y pensé que quizá aquel no fuera el mejor lugar para hablar.

Se volvió hacia mí como si acabara de darse cuenta de que estaba allí.

—Perdone. Sugeriría que fuéramos a mi estudio, pero ahora mismo lo están utilizando los sabios.

Soltó el pomo de la puerta y recobró su actitud habitual. Se desplazó hasta el centro de la habitación con un único y rápido movimiento y, según noté, dándole la espalda al cuadro.

—He pensado que ya es hora de que le ofrezca una explicación sobre mi comportamiento de los últimos meses. —«¡Joder que si es hora!»—. Pero primero, Kaspar me ha dicho que su deseo es convertirse mañana por la noche. —Asentí—. Y me ha pedido permiso para ser él quien la convierta. Ese es su deseo, ¿correcto? —Volví a asentir. Él también asintió—. Creo que es mejor que no informemos al resto de la casa de la fecha elegida. Y tal vez, también para asegurar su privacidad, sea mejor que los dos se refugien aquí mañana por la noche. —Asintió para sí mismo y, casi como si se le acabara de ocurrir, añadió—: ¿Está de acuerdo, milady?

Una vez más, me limité a asentir. No podía hacer otra cosa. No confiaba en mi lengua, pues notaba que se me estaba formando una bola de nervios en el estómago.

—Entonces está confirmado. —Dio un paso al frente—. También me ha pedido permiso para cortejarla.

Me quedé petrificada. Paralizada. Como una liebre ante los faros de un coche. Contuve la respiración, a la espera de su siguiente frase. Sabía que si el rey decía que no, sería que no, por más Heroína que fuera.

—Mi hijo está bastante enamorado de usted, milady, bastante enamorado, y hace ya varias semanas que lo sé. No me avergüenza admitir que, por lo tanto, fue una gran crueldad por mi parte tratar de evitar que se formase tal vínculo.

Me relajé mínimamente pero, por dentro, estaba deseando que diera una respuesta rápida, sí o no… el resto ya vendría después. Él, por el contrario, parecía empeñado en explicarse antes.

Se agarró las manos a la espalda y comenzó a pasear de la puerta a la cama y viceversa.

—Hace meses que comenzaron a circular los rumores sobre las Heroínas, mucho antes de que usted llegara a nuestra casa. Los que creían en la Profecía, yo entre ellos, sabíamos que se acercaba la hora y que la primera Heroína aparecería en algún momento a lo largo de la siguiente década. Aunque nunca esperé que sucediese tan pronto —añadió en voz baja, hablando más para sí mismo que para mí—. Hace mucho, en la época en la que se escribió la Profecía, mi esposa vivió una experiencia de lo más extraordinaria…

—Lo sé —lo interrumpí—. Conoció a Contanal. —El rey se quedó quieto de repente, atónito—. Leí la carta que su esposa le escribió a Kaspar. Fue un accidente. Fue como descubrí lo de que estábamos unidos —confesé. Me sentía avergonzada e intenté que mi voz sonara arrepentida.

—¿Lo sabe?

—Lo sé todo. Sé que sabía que la Profecía se estaba haciendo realidad y que actuó por amor a su familia, y para protegernos al reino y a mí. Ahora lo comprendo.

Mientras trataba de asimilar aquella información, no parecía encontrar un lugar en el que fijar la mirada. Con el asombro más absoluto, observé que ocurría algo inconcebible: alargó la mano para que se la estrechara.

—Perdí los estribos, milady, castigué a Kaspar y la castigué a usted por acontecimientos que escapaban a su control. Y lo lamento mucho.

No dejó caer la mano a lo largo de todos los minutos que permití que pasaran, y supe que su determinación era su manera de expresar sinceridad, porque Kaspar hacía lo mismo: nunca se rendía. Así que yo también alargué la mano y lo perdoné.

Sopló una fuerte ráfaga de aire a través de las ventanas, y las agitó de un modo tan violento que noté que los marcos vibraban. Una de las puertas acristaladas se abrió de golpe, giró sobre los goznes y restalló contra el marco. Di un respingo y me llevé la mano al pecho a causa de la sorpresa. Al rey se le relajaron los hombros, que había mantenido encorvados, y a continuación fue a cerrar ambas puertas y a colocar de nuevo las cortinas.

Suspiró y regresó a su explicación:

—Y entonces, durante las primeras horas de la mañana de ayer, nos alertaron de que las fronteras entre esta dimensión y la primera se habían reabierto, algo bastante inesperado. Athenea negaba con insistencia su implicación y aseguraba que había sido la primera Heroína quien las había abierto. Sólo unas horas después, los guardias nos notificaban que dos sabios habían atravesado la frontera que hay a cinco kilómetros a la redonda de Varnley y que se dirigían hacia Varn’s Point. Ordené de inmediato que se encendieran las almenaras para convocar el consejo, pero tuvo el efecto contrario. Sólo minutos después de que se prendieran las almenaras, recibí una nota. —Desvié la mirada hacia el bolsillo interior de su chaqueta, de donde sacó algo: un papel arrugado que me pasó en seguida. Lo cogí y traté de alisarlo—. ¿Reconoce la caligrafía con que está escrito?

Lo observé mientras se alejaba para apoyarse en un poste de la cama; casi parecía una fotografía de su hijo. Me sonrojé al darme cuenta de lo que estaba pensando y redirigí a toda prisa mi atención hacia la nota. El papel estaba muy deteriorado, pero garabateado más o menos en el medio de la página había un mensaje, breve y al grano:

Michael Lee llegó a un acuerdo con los cazadores para que mataran a Carmen. La chica Lee lo sabe. Pierre lo confirmará.

No estaba firmada, y no reconocí la caligrafía: era poco clara y todas las letras estaban medio juntas, como si la hubieran escrito con prisas. Era perturbador saber que tenía en las manos el mismo papel que había sujetado quienquiera que me hubiese delatado. Era todavía más inquietante que hubieran mencionado específicamente que yo lo sabía. Debían de haber previsto lo que sucedería una vez que el monarca descubriera la implicación de mi padre, y aquello quería decir que había alguien que no me quería por allí. Tragué saliva con dificultad.

—No reconozco la letra —contesté, y le devolví la nota.

—Por desgracia, no es la única —suspiró—. Cuando la leí por primera vez se me ocurrió que podría ser un fraude, pero las fechas de cuando el partido de su padre salió elegido para el gobierno y la época en que mi esposa visitó Rumanía encajaban. Pierre lo confirmó de inmediato y estoy seguro de que ninguno de los dos necesitamos recordar lo que pasó después. —Incluso en la relativa penumbra de la habitación, vi que se le habían teñido los ojos de un rojo pálido y, cuando me sorprendió mirándolo, me di la vuelta y fingí que no me había dado cuenta—. Pero es una Heroína, y no tiene sentido continuar viviendo en lo que ya ha sido. Le he dicho a Kaspar que no tengo ninguna objeción en que la corteje, aunque les recomiendo que lo mantengan en secreto al menos hasta diciembre. Veo que le ha dado órdenes a Eaglen respecto a su padre, y le agradezco mucho su intención de apartarlo de nosotros hasta que nos marchemos a Athenea. —Hizo una reverencia, pero se detuvo cuando llegó a la puerta y se dio la vuelta con la primera sonrisa sincera que había visto en sus labios desde que lo conocía—. Bienvenida a mi reino, lady Heroína.

«Sólo me quedan veinticuatro horas más como humana».