VIOLET
La lluvia continuaba golpeando los cristales cuando me desperté. Fuera estaba oscuro, y el edredón que había cogido de la cama se me había resbalado de los hombros y se había caído al suelo. Unas cuantas gotas de agua me resbalaron por la mejilla cuando la despegué del cristal de la ventana que había empañado con mi aliento. Me llevé una mano al cuello. «Vampiros…» Todo aquello era de locos.
«Sí, no puedes negarlo», me dijo la voz, y yo sacudí la cabeza intentando acallarla con otros pensamientos.
Varias gotas de lluvia cayeron por fuera desde lo alto de la ventana. Cerré los ojos. Tac, tac, tac. Tras mis párpados cerrados veía un cuerpo manchado y tumbado sobre el suelo.
«No, no puedo negarlo. No quiero negarlo. Si lo hago, eso implicaría que unos seres humanos les hicieron eso a otros seres humanos. Los vampiros son monstruos. Los monstruos hacen cosas horribles. Los humanos, no».
El reloj que tenía al lado marcaba las cinco de la mañana. Me froté los ojos y pensé que hacía años que no me despertaba tan temprano y que ya debía de ser el día siguiente. 1 de agosto. «Un día». Un día bastaría para que la policía encontrara testigos y organizara mi búsqueda. Había muchas pruebas. Los amigos que me esperaban. Mis zapatos de tacón. El hombre que trabajaba para mi padre y que me había visto. Y aun así no había hecho nada.
Un sentimiento de tranquilidad me subió por el pecho. ¿Y si él sabía lo de los vampiros? ¿Se había mantenido alejado porque sabía que, de otro modo, habría puesto su propia vida en peligro? No era exagerar demasiado suponer que la gente del gobierno sabía lo de los vampiros… Alguien tenía que saberlo. «Si lo sabía y no hizo nada, ¿quiere eso decir que no vendrán a por mí?» No quería pensar en ello. Mi padre iría a buscarme. Mi padre no me abandonaría, ni siquiera a los vampiros.
«¿O sí?», intervino la voz de mi cabeza.
Vislumbré sobre la alfombra la pelota que había hecho con la nota de Lyla. La recogí, la desdoblé y la leí una vez más. Me había dicho que podía pasear por la casa, y yo estaba desesperada por quitarme la mugre de los pies.
Dejé caer la nota y me dirigí hacia la puerta no sin antes comerme uno de los sándwiches, ahora ya secos. Pegué una oreja a la puerta y escuché. Fuera parecía reinar el silencio, pero la puerta era de madera y probablemente gruesa, así que aquello no quería decir nada. Respiré hondo y la abrí, para encontrarme el pasillo vacío. Un poco más hacia allá, en la pared de enfrente, había una puerta que debía de llevar al baño que Lyla había mencionado antes. Frente a ella, en la misma pared que «mi» habitación, había unas puertas dobles. Habrían quedado integradas en la pared de no haber estado un poco hundidas. Dos lámparas de gas colgaban de unos soportes situados a cada lado, pero no estaban encendidas, así que la luz natural que comenzaba a entrar por la ventana que había en el otro extremo iluminaba el pasillo. Comencé a avanzar hacia ellas muy lentamente, en tensión y lista para volver a mi habitación a toda prisa si era necesario.
No vi a nadie y empecé a relajarme. Cogí el pomo de una de las puertas. Era suave y se calentaba al tocarlo, como el cristal, aunque tenía el mismo aspecto que el mármol del piso de abajo. Puse la otra mano en su gemelo y los giré. El de la izquierda se deslizó hacia un lado y chasqueó sin esfuerzo, pero el de la derecha estaba atascado y no se movía. La puerta izquierda se abrió un poco. La miré con fijeza. «¿Debería?» La tentación era fuerte, pero en aquella ocasión la curiosidad mataría al gato de verdad.
Justo cuando comencé a cerrar la puerta de nuevo, oí pasos procedentes de la escalera. Se me aceleró el corazón, di un salto y atravesé la puerta. Tras cerrarla tan sigilosamente como pude, mantuve el pomo agarrado para impedir que girara y se cerrara.
Esperé, petrificada, y sólo cuando todo volvió a sumirse en el silencio me permití echarle un vistazo a la habitación. Era enorme, mucho más grande que aquella en la que yo había dormido. Todas las paredes estaban recubiertas de madera y una cama de cuatro postes, negra y de hierro forjado, dominaba un lado, mientras que una chimenea hacía lo propio en el otro. Sobre la repisa de la chimenea, que estaba atestada de revistas, había un cuadro de un hombre y una mujer. El hombre se parecía a Kaspar, aunque aparentaba más edad. Supuse que sería su padre de joven. La mujer que había a su lado debía de ser su esposa, la madre de Kaspar, a juzgar por la mano que el hombre tenía colocada sobre su hombro desnudo. Estaba sentada sobre un escabel, llevaba un vestido de color esmeralda que se ajustaba a su figura curvilínea y unos rizos castaños oscuros le caían en cascada hasta la cintura, que era tan pequeña que por fuerza tenía que estar enfundada en un corsé. Tenía los ojos grandes y brillantes, del mismo color y lustre que su vestido. Pero lo que realmente me llamó la atención fue su piel: mientras que la de su esposo era blanca y apergaminada, la suya tenía un matiz oliváceo, aunque las cavidades hundidas de sus ojos estaban rodeadas de unos círculos oscuros… No cabía duda de que era una vampira.
Rodeé la cama con tanto cuidado como pude y casi me tropiezo con una guitarra que asomaba por debajo de la cama. Una brisa fresca me golpeó los tobillos y, cuando me acerqué a la chimenea, los cortinajes que colgaban junto a las puertas acristaladas se agitaron. Un sentimiento de inquietud me recorrió los brazos. «Las puertas se dejan abiertas cuando alguien no anda muy lejos». Las lámparas que había por la habitación también estaban encendidas, a pesar de que las primeras luces del día comenzaban a filtrarse entre los árboles y por los jardines.
Obligándome a mantener la calma, me puse de puntillas y pasé un dedo por el lienzo de la pintura. Estaba cubierta de polvo, y cuando sacudí la mano comenzó a flotar por la habitación. Un intenso olor a almizcle se combinó con el aroma a colonia cara que ya impregnaba aquella habitación. Agité los brazos delante de mí sin poder dejar de toser y carraspear. «Ya veo —o, mejor dicho, huelo— por qué dejan las puertas abiertas». Cogí una de las revistas con la intención de alejar el polvo, pero le eché un vistazo a lo que había en la portada, me sonrojé, y la dejé caer al darme cuenta de a quién debía de pertenecer aquella habitación.
—Mierda —murmuré, y comencé a retroceder hacia la salida.
No me preocupé de comprobar si había alguien fuera, y prácticamente volé de un lado al otro del pasillo para entrar en el baño. La puerta dio un golpe a mi espalda y me alivió ver que tenía un sólido pestillo. Lo eché de inmediato.
Cuando me di la vuelta, la majestuosidad de aquel espacio volvió a asombrarme. Toda la habitación estaba hecha casi por completo de mármol rojo, incluso el inodoro. La ducha tenía un tamaño mucho mayor de lo necesario. En ella podrían haber entrado tres personas y aún habrían tenido espacio para moverse con comodidad. Además, estaba impecable: no había a la vista ni un solo cepillo de dientes viejo o un tubo de pasta dentífrica.
Estuve un rato peleándome con el panel de mandos de la ducha, confusa, hasta que el agua comenzó a brotar de la alcachofa. Empecé a desnudarme, pero vi mi reflejo en el espejo y me detuve. No era una imagen agradable.
Tenía el pelo como si me hubiera dado una descarga eléctrica, y de los nudos me colgaban ramitas de árbol. Incontables cortes y arañazos me recorrían el cuello y mi cara estaba llena de barro mezclado con maquillaje corrido. El resto de mi cuerpo no lucía un aspecto mucho mejor. Tenía los brazos salpicados de sangre seca y los pies marrones y embarrados. Me di cuenta de que debía de apestar. Pero eran mis ojos lo que daba más pena. Parecían estar viejos y cansados, como si hubieran visto cien años en vez de dos días de sufrimiento.
Agité la cabeza y me di la vuelta, asqueada y furiosa. Continué desnudándome y me metí en la ducha para dejar que el agua se deslizara sobre mis músculos doloridos.
Salí cuando dejé de sentir la calidez del agua sobre la piel. Cogí una toalla, me sequé y me vestí con la camiseta y los vaqueros. Me escurrí el pelo tanto como pude y me apresuré a regresar a mi habitación. Me quedé de piedra cuando me percaté de que alguien había entrado y la había arreglado.
El edredón que había quitado el día anterior volvía a estar extendido sobre la cama, y pude apreciar que también habían remetido las sábanas. Se habían llevado el plato de comida y, como si aquella fuera una señal, justo en aquel instante me rugieron las tripas. Las ignoré y me dejé caer sobre la cama. Pero aquello sólo consiguió empeorar la situación, así que me di cuenta de que tendría que salir y buscar a Lyla para conseguir algo de comida. Lyla no parecía ser tan mala. Pero aun así la perspectiva no era maravillosa.
El pasillo seguía estando desierto, aunque tuve el presentimiento de que no era porque todo el mundo estuviese dormido. Pasé por delante de las puertas dobles con mucho apuro, pues aquella habitación debía de pertenecer a Kaspar. Cuando llegué al rellano de la escalera, me asomé por el hueco pensando que tal vez pudiera preguntarles a los mayordomos dónde estaba Lyla. En cuanto lo hice, apareció Fabian, procedente del pasillo del piso inferior. Di un salto para tratar de volver a esconderme entre las sombras a toda prisa, pero él me vio y sonrió.
—Buenos días —me saludó alegremente. No le contesté, pero me apoyé en la barandilla y me quedé mirándolo con cautela—. ¿Hambrienta? —me preguntó. La mera mención de la comida hizo que mi estómago comenzara a rugir de nuevo y a él se le escapó una risita—. Supongo que sí. Ven, te prepararé algo. —Me hizo un gesto para que lo siguiera y echó a andar hacia la puerta del salón. Cuando se dio cuenta de que no iba detrás de él, se detuvo y, sonriendo otra vez, me dijo—: No voy a hacerte nada. Te lo prometo.
Parecía bastante sincero, así que bajé la escalera a toda velocidad hasta llegar a su altura. Abrió la puerta y me condujo a través del salón hacia otra puerta. Cruzarla fue como atravesar un portal temporal. Mientras que el vestíbulo principal daba la sensación de no haber cambiado durante cientos de años, el pasillo que recorrimos era muy moderno. Cuando entramos en la cocina, recibí el impacto de un gran número de encimeras, vitrinas y mesas de acero inoxidable y cristal, aunque el suelo estaba hecho del mismo mármol que el de la entrada.
Fabian rodeó la encimera, que parecía pensada para los desayunos, y comenzó a buscar en los armarios de abajo.
—¿Te gustan las tostadas? —me preguntó asomando la cabeza por encima de la encimera. Asentí y me senté en un taburete—. Que sean tostadas, entonces —dijo, y metió un par de rebanadas de pan integral en una tostadora.
Lo observé mientras sacaba un plato de otro armario, fascinada por la fluidez de sus movimientos. Su mirada se cruzó con la mía.
—Eh, sé que estoy inhumanamente bueno, pero no es necesario que me mires así.
Esbozó una enorme sonrisa y me guiñó un ojo. Yo me puse roja como un tomate y bajé la mirada antes de volver a levantarla hacia él.
—No te estaba mirando de ninguna manera.
Puso las manos en alto.
—Vale —dijo riéndose entre dientes—. De todas formas, me alegro de oírte hablar. No creo que seas de las tímidas.
«Tiene razón —pensé—, no suelo ser tímida, pero bueno… tampoco es muy habitual que unos vampiros me retengan prisionera».
Continué contemplándolo mientras abría la puerta del frigorífico y sacaba la mantequilla. Antes de que volviera a cerrarlo, atisbé varias botellas que contenían un líquido rojo que no tenía pinta de vino. Me estremecí.
—Siento no poder hacerte algo más elaborado que unas tostadas, pero es que aquí sólo tenemos cosas para picar —se disculpó mientras untaba la mantequilla en el pan, que se había quemado alrededor de la corteza—. Los criados suelen cocinar abajo cuando queremos comida en lugar de sangre. —Deslizó el plato hacia mí, le echó un vistazo a mi cara y luego volvió a hablar—: Vale, quieres hacerme preguntas.
Asentí y me mordí el labio inferior.
—¿Puedo preguntar cualquier cosa?
Durante un segundo, un fogonazo de duda le atravesó la cara, pero desapareció de inmediato.
—Por supuesto —contestó.
Me mantuve en silencio durante un minuto o dos. Los dediqué a ensayar en mi mente lo que quería decir. Él tampoco habló. Sirvió un vaso de zumo y me lo pasó.
—Todo esto es real, ¿verdad?
Puso los codos sobre la encimera y apoyó la barbilla entre las manos. Me di cuenta de que me estaba observando con la misma fascinación con la que yo lo había mirado antes.
—Sí, ¿por qué?
—No quiero creerme nada de todo esto, pero no me queda más remedio. He visto demasiado como para negarlo. —Jugueteé con uno de mis mechones mientras intentaba identificar patrones en el suelo de mármol—. ¿A cuántas personas has matado?
—No estoy seguro de si debería contestarte a eso —murmuró.
—¿A cuántas? —repetí.
—Cientos, miles, tal vez… He perdido la cuenta —afirmó.
Sentí que los ojos se me abrían como platos y me incliné para alejarme de él. «¿A tantos…?» Fabian sacudió la cabeza.
—No me mires así. Es un cálculo bastante aproximado considerando que tengo doscientos un años.
El azul sereno de sus ojos desapareció y se tornó negro.
—¿Y los demás? —conseguí susurrar. Concentrada en contener el terror, la voz me salió áspera.
—Kaspar, miles, y Cain, alrededor de treinta, pero sólo porque aún no está completamente desarrollado. Y, en cuanto al resto, no estoy seguro.
Me agarré con fuerza al borde de la encimera de metal y mis manos calentaron la zona que tocaban.
—¿No podéis beber sangre de donantes?
—Podríamos.
—Pero preferís matar a gente.
—No —siseó, y su repentino cambio de tono me pilló totalmente por sorpresa—. Preferimos beber de los humanos. No tenemos intención de matarlos.
—¡Ah, ya entiendo! —exclamé—. ¿Era ese el plan cuando matasteis a todos aquellos hombres en Trafalgar Square? Porque a mí no me dio la sensación de que simplemente hubierais salido a tomaros una pinta.
Frunció el entrecejo.
—Eso fue distinto.
—¿En serio?
No me contestó, así que volví a concentrarme en mi tostada. Consciente de que no dejaba de observarme, bajé la cabeza y me oculté detrás de mi pelo, que se estaba secando y retorciendo para formar tirabuzones. Que pudiera hablar de la gente a la que había asesinado como si fueran meros números y no personas con seres queridos, y esperanzas, y sueños, me helaba la sangre. Que quisiera que le diese mi aprobación me la helaba aún más. Pero eran sus presas, y probablemente le resultara más sencillo pensar de aquel modo.
—Sé que piensas que somos asesinos, Violet. Y también sé que ahora mismo harías cualquier cosa para salir de aquí, pero tal vez, por tu propio bien, sería mejor que no nos juzgases hasta que nos conocieras mejor.
No aparté la mirada de mi plato, pues me daba miedo que apreciase mi gesto de incredulidad. «No voy a llegar a conoceros mejor —pensé—. No voy a quedarme por aquí el tiempo necesario para ello».
«No estés tan segura», me dijo entre risas la voz de mi cabeza. No era mi mente la que se estaba imaginando la risa de alguien, sino un sonido real que me rebotaba contra el cráneo. Oí que Fabian decía algo y parpadeé unas cuantas veces hasta volver en mí.
—¿Qué querías decir con eso de «completamente desarrollado»?
Dio la vuelta a la encimera y acercó un taburete al mío. Yo eché mi asiento hacia atrás.
—Vaya cambio de tema, ¿no? —Sus ojos habían recuperado el color azul y estaban recubiertos de un brillo acuoso que hacía que destellaran a la luz que se colaba por las pequeñas ventanas altas de la cocina—. Un vampiro completamente desarrollado es un vampiro adulto. —Al ver la expresión de confusión de mi rostro, sonrió—. Un vampiro por nacimiento… Sí, la mayor parte de los vampiros lo son de nacimiento y no son convertidos —añadió—. Un vampiro de nacimiento envejece como vosotros hasta que tiene dieciocho años. Hasta esa edad todavía no están completamente desarrollados, así que son un poco más débiles y no sienten tanta sed. Cain tiene dieciséis años, así que no alcanzará el desarrollo total hasta dentro de otros dos años. ¿Lo entiendes?
Cogí una miga del plato.
—Más o menos. Pero ¿qué pasa cuando un vampiro llega a los dieciocho?
Fui a coger otra miga, pero el plato se volcó y cayó por el borde de la encimera. Me encogí, a la espera de que estallase en mil pedazos. Pero no llegó a ocurrir, ya que Fabian se agachó y lo cogió al vuelo. Sin inmutarse, volvió a dejarlo sobre la encimera y tiró al suelo las migas que quedaban en él.
—Nos hacemos más rápidos y fuertes —dijo con voz grave mientras miraba cómo lo contemplaba yo con la boca abierta. «Se ha movido muy rápido, con mucha agilidad»—, y envejecemos a un ritmo muy lento. Pasan siglos y no aparentamos ni un año más.
—O sea ¿que los vampiros no son inmortales? —le pregunté. Sentía una ligera chispa de interés.
—Teóricamente, no. Pero se trata de un proceso tan lento que casi podría decirse que lo somos. El vampiro más viejo del reino tiene cientos de miles de años y aún está hecho un roble.
—¡Vaya! —exclamé con asombro. No podía imaginarme cómo sería ser tan viejo. Me surgieron mil preguntas en la cabeza, una vez que enterré mi repulsión inicial—. ¿Puede daros el sol?
—Sí, pero corremos el riesgo de sufrir quemaduras graves. Es decir, obligarme a salir no me matará, si es lo que estás pensando —dijo al tiempo que ponía caras raras y hacía como si se estuviese derritiendo—. Y si estás pensando en liquidarme, darme pan de ajo tan sólo conseguirá que me huela el aliento, comprarme un colgante con una cruz tan sólo me hará parecer un chico religioso y darme una ducha con agua bendita tan sólo logrará que huela bastante bien.
Resoplé ante su tono de burla.
—Y entonces ¿cómo se mata a un vampiro?
—Puedes clavarle una estaca en el corazón y romperle el cuello, o romperle y morderle el cuello, y chuparle la sangre hasta dejarlo seco —respondió con una mirada malévola en los ojos—. Por lo general los restos se queman, aunque no es obligatorio.
—Brutal. ¿Puedes convertirte en murciélago?
Le temblaron los labios y me di cuenta de que estaba intentando aguantarse la risa.
—No.
—¿Puedes caminar sobre el agua?
—Sí.
—¿Puedes entrar en una casa a hurtadillas?
—No.
—¿Por qué?
—Porque sería una grosería. Y para contestar a tus siguientes preguntas, el único modo de que los humanos se conviertan en vampiros es que un vampiro les chupe toda la sangre mientras, al mismo tiempo, ellos beben la sangre del vampiro. Y sí, nuestros ojos cambian de color según nuestro humor.
Crucé los brazos sobre el pecho y volví a apartarme un poco.
—¿Cómo sabías que iba a preguntarte eso?
Se dio unos golpecitos con el dedo en la sien y esbozó una sonrisa tan amplia que las mejillas se le hincharon.
—Soy vidente.
Levanté una ceja.
—¿Lo dices en serio?
—Sí, y también tenemos telepatía, pero no con los humanos —aseguró como si fuera lo más normal del mundo—. Y voy a contarte un secreto del oficio: mientras permanezcas aquí, mete en cajas todo lo privado que tengas en la cabeza y concéntrate en algo concreto si alguien pretende entrar en tu mente. Sé que suena un poco a locura, pero dejarás de sonreír cuando te des cuenta de que aquí hay algunas personas que no respetarán tu privacidad.
Volví a ponerme seria.
—¿Como Kaspar?
—Tal vez. —Se encogió de hombros y se dio la vuelta sobre el taburete para mirar a su espalda—. Hablando del rey de Roma…
Kaspar apareció junto al frigorífico y, en menos de un segundo, el joven del cabello moreno y las gafas se sentó en un taburete a mi lado y extendió sobre la encimera el periódico que llevaba bajo el brazo. Comenzó a leer atisbando por encima de las gafas.
No tardaron en presentarse más vampiros. La tranquilidad que había comenzado a sentir estando sola con Fabian desapareció junto con el calor de la habitación.
—Buenos días. Ya te dije que mi ropa te iría bien —me soltó Lyla alegremente—. Y me he enterado de que esta pandilla de brutos no se ha presentado —gorjeó—. Ese es Charlie. —Movió la cabeza en dirección a un joven rubio que hizo un gesto de asentimiento—. Ese es Felix. —El chico del cabello ondulado y rojo saludó con la mano—. Y ese es Declan. —El último joven levantó la vista del periódico.
—Un placer, estoy seguro —dijo con un marcado acento irlandés… tan marcado que me costó entender lo que me estaba diciendo.
—Y ya conoces a los idiotas de mis hermanos. —Le pellizcó las mejillas a Cain y él la apartó con un gruñido—. Y a Fabian, por supuesto.
Lyla esbozó una sonrisa y se sentó al otro lado de Fabian. Sacaron una de las botellas rojas y varios vasos.
—Kaspar —lo llamó Declan con una ominosa voz baja al pasar una de las páginas del periódico—, deberías ver esto.
Kaspar se volvió y Declan, sin una sola palabra más, le pasó el diario para que pudiera leerlo. Arrastré mi taburete unos cuantos centímetros y miré la noticia por encima de su hombro. Casi se me salen los ojos de las órbitas.
Dominando una doble página había una fotografía aérea de Trafalgar Square acordonada y, en su mayor parte, oculta a la vista del público a causa de unas tiendas de campaña blancas y enormes. La imagen era en blanco y negro, pero las zonas del suelo en las que se habían formado charcos de sangre estaban oscurecidas. Impreso en letras grandes y en negrita, destacaba el titular: LONDRES BAÑADA EN SANGRE: ASESINATO EN MASA EN TRAFALGAR SQUARE.
Me di cuenta de que me había incorporado y asido a la encimera, en un intento de mantenerme en pie.
A primera hora de la mañana de ayer, Londres se despertó con uno de los peores asesinatos en masa de los últimos siglos después de que se hallaran treinta víctimas, todos varones, muertas en Trafalgar Square.
La Policía Metropolitana acordonó la escena aproximadamente a las tres de la madrugada del 31 de julio. Las víctimas fueron declaradas muertas en la propia escena del crimen. Los treinta, aún sin identificar, fueron hallados con el cuello roto y heridas graves en esa misma zona del cuerpo. Asimismo se descubrió que a nueve de ellas se les había extraído toda la sangre, lo cual ha disparado los rumores entre el público.
John Charles, jefe de la Policía Metropolitana, afirmó: «Estamos profundamente impactados por este horrible incidente, y estamos decididos a llevar a esos malévolos y peligrosos asesinos ante la justicia. Tenemos varios equipos forenses trabajando en el escenario del crimen, pero pedimos a los testigos que pudieran estar por la zona entre la medianoche y las dos de la mañana del 31 de julio que se pongan en contacto con nosotros».
La señorita Ruby Jones, que descubrió los cuerpos de la escena del crimen, no ha podido hacer comentarios y está siendo tratada de una crisis de ansiedad en el hospital Chelsea and Westminster.
También se ha encontrado un par de zapatos de tacón al que se le ha otorgado la categoría de prueba, aunque fuentes cercanas a la investigación han informado de que podrían pertenecer a una joven que se cree que podría haber estado presente en el escenario del crimen durante los hechos. Se teme que el asesino o asesinos se la hayan llevado, aunque este dato aún no ha sido confirmado.
Este truculento asesinato está siendo comparado con el tristemente famoso incidente de El Chupasangres de Kent, en el que tres mujeres fueron halladas muertas cerca de Tunbridge Wells hace dos años y medio. Las tres tenían el cuello roto y a todas se les había extraído la totalidad de su sangre.
La Policía Metropolitana pide a los posibles testigos que se personen en las comisarías locales o que llamen a una línea especialmente habilitada para este propósito: 05603 826111. La identidad de los colaboradores permanecerá en el anonimato.
Más imágenes en la página 9. Más opiniones en la página 23.
PHILLIP BASHFORD
Levanté la esquina de la página, pues quería ver las fotografías, pero Declan puso una mano sobre el periódico y la sujetó con tanta firmeza que, cuando intenté pasarla, se rasgó por la mitad. La solté y el irlandés dobló el diario, dejando a la vista la página de deportes. Noté un sabor salado en los labios y me di cuenta de que estaba llorando.
Era repugnante. Pero lloraba porque Ruby había visto los cadáveres de la matanza. Ella no era tan fuerte como yo.
Levanté la mirada y vi a Kaspar a mi espalda, con un vaso de sangre en la mano. Me volví contra él:
—¿Por qué lo hicisteis?
Frunció el entrecejo y se le formaron pequeñas arrugas alrededor de los ojos cuando los entornó para analizarme.
—No lo entenderías —murmuró sin apenas mover los labios.
—¿Ah, no? —lo desafié dando un paso más en su dirección.
—No.
Separó los labios como si quisiera decir algo más, pero decidió no hacerlo. El silencio se hizo en la habitación, excepto por mi pesada e irregular respiración.
—¡Esos hombres tenían familias!
—Y también nosotros —farfulló.
Sacudí la cabeza.
—¡Estás enfermo! —escupí poniéndole las dos manos sobre la camisa, que se le ajustaba mucho al pecho. Lo empujé decidida a hacerle daño. Para mi total sorpresa, dio un paso atrás. No fue un traspié, yo no lo había forzado a moverse. Se limitó a permitir que lo empujara sin pronunciar palabra—. ¡Estás enfermo! —repetí.
Pasé por su lado y salí de la cocina a toda prisa. Las lágrimas ya me brotaban de los ojos sin ningún tipo de control. La imagen de aquellos hombres tumbados sobre un charco de su propia sangre continuaba dándome vueltas en la cabeza y hacía que se me retorciera el estómago. Corrí escaleras arriba, en dirección al baño, y entonces fui yo quien se puso enferma.