59

VIOLET

Kaspar debió de ver el miedo reflejado en mis ojos cuando me dijo que iba a salir a cazar. Creo que sabía que me sentaría en la cama con los brazos alrededor de las rodillas, hecha un ovillo, en la postura más incómoda posible, para no quedarme dormida. No quería seguirle en mis sueños, lo cual era irracional. Sabía que pronto yo también tendría que cazar. Tenía que convertirme. Ya no tenía elección. Que lo quisiera o no —y, Dios, sí que quería— era irrelevante. Pero era algo más que eso. No quería conocer sus pensamientos. No quería saber lo que Kaspar deseaba hacerle a mi padre. Y, desde luego, no quería saber lo que había estado pensando cuando me abandonó a la muerte.

Tal vez por eso me cogió de la mano y dijo que lo sentía antes de echarse la capa por encima de los hombros.

Tenía mucho que pensar y sin embargo estaba pensando en ella. Tampoco era que me molestara. Era mejor que regodearse en la idea de que al cabo de doce horas Lee estaría a tiro de piedra de las fronteras de Varnley. No era algo que hubiese podido imaginarse antes del pasado mes de julio, y sintió que una rabia ya familiar emergía hacia la superficie. Y no intentó aplacarla. No tenía sentido intentar ocultársela a ella. Lee era el hombre que había enviado a su madre a la muerte; tenía derecho a estar indignado. Ya era bastante malo tener que controlarse en público. No podía hacerlo también en privado.

Tenía sed, pero la mayor parte de los ciervos habían huido hacia donde acampaban los sabios, atraídos por aquellas risas agudas que se posaban sobre las copas de los árboles. Aquello le provocó un escalofrío a la figura. Puede que los sabios se movieran en armonía con la naturaleza, pero no eran de aquel mundo…, ninguna criatura que pudiese matar a un hombre con una palabra pertenecía a aquel mundo. La figura de la capa suspiró. No era difícil ver por qué Athenea era el reino más poderoso. Nadie osaba cuestionar su autoridad. En cualquier caso, él se alegraba de no ser un asesino de los que tendrían que enfrentarse a ellos más tarde.

Pero lo que en realidad necesitaba era sangre humana. De hecho, necesitaba ir a la ciudad.

Esbozó una sonrisa. Allí la llevaría, cuando todo aquello hubiera acabado. A Victoria, en la costa sur de la isla Vancouver, o al Vancouver más grande. No quedaba muy lejos de Athenea. En realidad, valdría cualquier ciudad de la primera dimensión, porque allí los humanos sabían que los vampiros existían. Algunos se mostraban más que dispuestos a que los mordieran. La mayor parte, por el contrario, se morían de miedo cuando sabían que los vampiros andaban por allí. No había nada como la histeria en una caza.

Se detuvo, pues se dio cuenta de que sus pensamientos estaban derivando hacia donde no deberían. Ella lo estaría siguiendo, si se había dormido. Pero no pudo evitar pasarse la lengua por los labios a causa de la expectación, sobre todo cuando vio el destello blanco de una cola entre los árboles, a su derecha. No era más que un conejo, pero bastaría. Sin hacer un solo ruido, se acercó a la criatura, que permaneció completamente ajena al depredador hasta que una gran sombra bloqueó la luz de la luna, que se filtraba entre los pinos. Sobresaltado, el conejo golpeó el suelo con las patas traseras para echar a correr. Pero la figura de la capa se agachó y lo cogió por el pellejo del cuello antes de que pudiera alejarse.

Se oyó un crujido. «Más vale ser compasivo».

Me desperté empapada en sudor frío, medio desnuda sobre las sábanas, y di golpecitos con la mano sobre la mesilla hasta que encontré la lámpara.

«¿Me acostumbraré alguna vez a las muertes?», pensé mientras me esforzaba por apartar el sueño de mi cabeza. Lo dudaba. Sabía que era posible no matar para beber, pero aun así me sentía como si estuviera traicionando mi forma de vida vegetariana. Y en cuanto a lo de beber de un humano… Bueno, aquello era canibalismo puro y duro. Kaspar podría llevarme a cualquier ciudad del mundo y no mataría a un humano.

«Sin embargo te preocupa controlarte a ti misma —añadió mi voz—. Y no tienes escrúpulos en cuanto a beber sangre de donantes. Entonces ¿qué diferencia hay respecto a beber de un humano?»

No le contesté. ¿Qué se suponía que iba a decirle? Tenía cierta razón, y yo era consciente de ello. Todas aquellas preguntas tendrían su respuesta cuando me convirtiera, en cualquier caso.

Me levanté de un salto de la cama y crucé la habitación para ir a buscar un par de calcetines. Los suelos siempre estaban helados en aquella casa. Muy, muy, fríos. «Me resultarán cálidos cuando me convierta. Y también Kaspar. ¿Lo echaré de menos?»

Sabía que ya no habría forma de que pudiera volver a quedarme dormida, así que me di la vuelta y comencé a caminar en la oscuridad, pues la lámpara sólo iluminaba una parte de la habitación. Pero cuando me estaba acercando a la pared contraria, los pies se me enredaron en algo y tropecé.

Era mi abrigo. Lo había dejado tirado en el suelo la mañana anterior, cuando había entrado a toda prisa en la habitación. Sacudí la cabeza, lo cogí junto con la camiseta sudada y tiré ambas prendas sobre la cama. Al hacerlo, la revista que me había regalado Rosa de Otoño se cayó. Fruncí el entrecejo ante los rostros que me miraban con una sonrisa, todos vestidos de negro. «A algunos no les va nada mal…» Pero me picaba la curiosidad, así que la cogí y empecé a estudiar las fotos. Identificaba a los vampiros, macilentos y ojerosos, y a los sabios, con sus cicatrices brillantes y evidentes en el lado derecho de sus cuerpos. Pero luego estaban los demás. A primera vista, todos podían pasar por humanos, pero tenían algo distinto. Tenían los ojos demasiado coloridos o grandes; los pómulos demasiado marcados o el pelo demasiado rubio. Había algo ominoso en el lazo negro que una chica llevaba atado en el brazo, y algo salvaje en los ojos de otra. En el pelo de casi todas las chicas había una rosa negra con hojas blancas… La Caricia de la Muerte.

Me estremecí y enrollé la revista tras decidir que la leería en el piso de abajo. Apagué la lámpara y avancé a tientas hacia la puerta. Me las arreglé para salir sin tropezar contra nada más. En el vestíbulo de la entrada, me senté unos cuantos peldaños antes de llegar al final de la escalera y me apoyé contra la barandilla. Allí me puse a estudiar la revista página a página.

Sabios, vampiros, los malditos, lobos, mutantes… otras criaturas con nombres en latín que no era capaz de pronunciar… Todos con grandes títulos como lady, o duquesa, conde, u honorable… Todos ataviados con vestidos con cola, y con fracs, fajas y corbatas. Los pies de foto que había debajo de todas y cada una de las imágenes daban cuenta de quiénes eran, en qué evento, cuándo… Todos allí, desplegados como un cuento de hadas oculto entre columnas de cotilleos y de consejos, y en artículos que explicaban las últimas tendencias en moda formal. Me habría reído si no hubiese estado tan nerviosa por lo que estaba por venir.

Comencé a pensar en los humanos de las otras dimensiones. Por lo que podía deducir de mi sueño, conocían la existencia de todo aquello. «¿Qué piensan de los vampiros? ¿Los aceptan? ¿Qué pasaría si los humanos de esta dimensión lo descubrieran?» Al fin y al cabo, los vampiros eran depredadores, así que los humanos de esta dimensión nunca podrían saber que existían… ya provocaban bastante miedo en otras dimensiones y ni siquiera vivían en ellas.

El peso que cargaba sobre los hombros se tornó más pesado. Era una Heroína, pero apenas sabía lo que aquello implicaba y, además, tampoco sabía mucho sobre las dimensiones, a pesar de que aquel era el mundo del que estaba a punto de pasar a formar parte.

«El lado bueno —gorjeó mi voz en un tono tan alegre que le habría dado una bofetada si hubiese podido— es que vas a ver pronto a tu padre». Aquello no me pareció el lado bueno de nada. Sólo me suscitaba miedo y una creciente sensación de ansiedad. No lo veía desde hacía —me detuve para contar las semanas— tres meses y medio. Yo había cambiado. «¿Aprobará lo que soy?» Me di un tortazo mental. Pues claro que no lo aprobaría.

El ruido que hizo al abrir las puertas uno de los mayordomos me arrancó de mis pensamientos. Kaspar entró, con la capa hecha un ovillo entre las manos, y le hizo al sirviente un gesto de agradecimiento con la cabeza. Este miró hacia donde me encontraba yo y desapareció a toda prisa por un pasillo de servicio.

La mirada de Kaspar siguió a la del mayordomo y, de inmediato, frunció el entrecejo.

—¿Qué haces despierta tan tarde?

—Dormir no me estaba sentando nada bien —confesé.

Se mordió el labio inferior.

—He intentado no pensar en tu padre y todo eso, pero no puedo evitarlo.

Sacudí la cabeza y luego medio levanté los hombros para volver a bajarlos.

—No te preocupes por eso. —Le di unas palmaditas al escalón que tenía al lado y él se acercó y se sentó tras colgar la capa en la barandilla—. ¿Ser un vampiro es así? ¿Están todo el tiempo los unos en las cabezas de los otros?

Sonrió.

—En realidad no. Nos reservamos para nosotros mismos. —Cogió la revista que tenía abierta sobre el regazo y la hojeó—. No deberías leer estas cosas. No son más que un montón de cotilleos y de mierda.

Volví a quitársela, un poco molesta.

—Sólo tenía curiosidad sobre las otras dimensiones. Rosa de Otoño me la dio.

Suspiró y apoyó los antebrazos sobre las rodillas.

—Podrás ver por ti misma cómo son las demás dimensiones cuando lleguemos a Athenea.

—Me gustaría tener algún tipo de idea de cómo es el mundo al que voy a sumarme, ya sabes —murmuré, y él se echó a reír cuando hice un mohín.

Cogió de nuevo la revista y le dio la vuelta para ver la columna de consejos. Arqueó una ceja y me la mostró.

—Y esa idea te la va a dar la Tía Agatha, ¿verdad?

Me encogí de hombros como para decir «¿Y por qué no?».

—Además, he estado pensando —susurré.

Me pasó un brazo por la cintura y me atrajo hacia sí, hasta que mi costado estuvo totalmente apoyado sobre el suyo.

—¿Pensando en qué? —me preguntó con las comisuras de los labios curvadas en una sonrisa engreída, como si la idea de que yo pensara fuese divertida.

Respiré hondo.

—En lo que tu padre ha dicho antes. En convertirme.

Se quedó paralizado.

—Ah.

—Me convertirás tú, ¿verdad? No creo que pueda hacerlo si no eres tú. —Entrelacé los dedos con los suyos y lo miré con los ojos muy abiertos e implorantes. Sentí que unas cuantas lágrimas me los ponían vidriosos. Cuando no contestó, volví a bajar la mirada hacia el mármol de la escalera—. Todo esto es una locura. Me siento como si lo estuviera traicionando todo. Mi vegetarianismo, mi humanidad, a mi familia…

«Eso es porque lo estás haciendo», dijo mi voz con sorna, con tanta crueldad que al fin una lágrima humedeció mi cara.

Kaspar estiró la mano y me pasó el pulgar por la mejilla para secármela.

—Elige tu noche, Nena —murmuró.

Aparté la mano de la suya y saqué el medallón de la reina de debajo de mi camisa. Lo dejé descansar sobre mi palma y sentí el peso de su legado con sólo sujetarlo. Ella había muerto para que yo estuviera allí sentada, entre los brazos de su hijo. Al igual que Greg. Toda mi vida no había sido más que el camino hasta aquel momento. Cerré los ojos y dejé que el colgante volviera a caer sobre mis pechos.

Le había prometido a mi padre que no me convertiría. Pero no tenía elección. Nunca había tenido elección.

—Dentro de dos noches —susurré con un escalofrío.

Fijar una fecha lo afianzaba. Iba a ocurrir.

—No tiene por qué ser tan pronto —me devolvió el susurro mientras trazaba círculos con el pulgar en mi mano, que había vuelto a coger entre las suyas—. Tienes dos semanas antes de que nos vayamos a Athenea, ¿lo recuerdas?

Me llevé el dorso de la otra mano a la boca para ocultar que me temblaban los labios. Luché por contener una riada de lágrimas.

—Lo sé. Pero me entrará miedo si no lo hago pronto, y quiero tener controlada la sed en Athenea.

—La controlarás —me aseguró, y volvió a rodearme la cintura con el brazo—. No es tan difícil, te lo prometo. Pero ¿crees que es una buena idea convertirte tan de inmediato después de que tu padre sea capt…? —Se detuvo a media frase—. Es decir, ¿justo después de que llegue?

Incliné la cabeza para apoyarla sobre su hombro, agradecida por el hecho de que se hubiera corregido.

—No lo sé. Él no puede hacer nada, ¿no es así? Simplemente tendrá que asumirlo, supongo. —Solté un suspiro y formulé una pregunta que llevaba importunándome toda la tarde—: ¿Está mal que esté nerviosa por tener que ver a mi propio padre?

—¿Lo estás?

Con el rabillo del ojo vi que ladeaba la cabeza con expresión de perplejidad.

—Pareces sorprendido.

—Es sólo que creía que estarías feliz. ¿No es esto lo que has querido durante todo este tiempo?

Fruncí el entrecejo.

—Al principio sí. Estaba asustada y echaba de menos mi casa, y además os odiaba a todos. No te ofendas —añadí al percatarme de su cara de agravio—. Acababa de verte matar a treinta hombres, a fin de cuentas. Pero en algún momento eso cambió. No sé cuándo. Pero dejé de echar de menos a mi familia, y dejé de pensar en lo de Trafalgar Square como en un asesinato, y dejé de… —Me quedé callada cuando Kaspar se acercó, inclinó la cabeza a un lado y se situó a escasos centímetros de mis labios.

—¿Dejaste de qué? —preguntó en voz tan baja que apenas lo oí.

Me quedé sin respiración.

—Dejé de odiarte —contesté.

Y, sin dudarlo, apretó los labios contra los míos. Fue muy breve, pero me sentí como si hubiera besado un metal frío. Noté el sabor de la sangre del conejo en sus labios y me aparté, impactada por el hecho de que… me había gustado. Kaspar bajó la mirada, pero yo le levanté la barbilla con un solo dedo y lo miré a los ojos, tan brillantes y vivos, dignos de las piedras más preciosas.

—El 28 de agosto de hace dieciocho años oíste tu voz por primera vez, ¿no es así?

Cogió una fuerte bocanada de aire y abrió mucho los ojos.

—¿Cómo demonios sabes eso?

Intenté sonreír, pero no conseguí más que hacer una mueca.

—Rosa de Otoño me lo dijo, porque yo también tengo una voz. Y la oí por primera vez en Trafalgar Square.

—Dios mío —susurró. Se pasó una mano por la nuca y se alborotó aún más el pelo, que ya llevaba despeinado.

Asentí.

—La noche en que yo nací, tú empezaste a oír tu voz. La noche en que te conocí, yo empecé a oír la mía. Cuando llegué aquí, empecé a seguirte en mis sueños. Si tu madre no hubiera muerto, tú no habrías matado a los cazadores de Trafalgar Square y yo nunca habría terminado aquí. Deberías haberme matado aquella noche. Pero no lo hiciste. Y después de aquello me has salvado sólo Dios sabe cuántas veces. ¿Es eso por lo que estamos unidos? ¿Qué demonios significa que lo estemos? Es que no lo entiendo. No entiendo nada de todo esto.

Me derrumbé sobre él, frustrada por el hecho de decir en voz alta lo que sabía, y que yo entendía que no estaba resolviendo nada. «¿Por qué yo? ¿Qué tengo que hacer?»

Él me escuchó con una expresión educada pero distante en el rostro, mirando más allá de mí hacia las puertas cerradas del salón de baile. Seguí su mirada hasta dar con las vetas negras que recorrían el mármol blanco, más gruesas allí que en ningún otro sitio.

—Estamos en una partida de ajedrez —dijo entre dientes—. Pero no la controlamos. Tan sólo somos las piezas.

Le tembló la voz y un escalofrío me recorrió la columna vertebral, como si me hubiera atravesado un fantasma.

—Entonces ¿quién la controla?

—El destino. El tiempo. Cosas sobre las que no sabemos nada —susurró—. No se pretende que entendamos nada. Así que no intentes encontrarle sentido. Limítate a seguir jugando.

—Haces que parezca que son personas de verdad, o algo así.

Se encogió de hombros y me estrechó entre sus brazos al tiempo que estiraba las piernas sobre la escalera. Luego tiró de una de mis piernas hasta que quedé sentada a horcajadas sobre sus muslos, de cara a él, con las rodillas apoyadas sobre el mármol frío de los escalones. Bajó las manos hasta la parte baja de mi espalda y metió los dedos por el interior de la cinturilla de mis vaqueros. Entonces empezó a acariciar el elástico de mis bragas y sentí que me ponía colorada y que se me aceleraba el corazón.

—Yo también he estado pensando —dijo, y cuando separó los labios vislumbré que se pasaba la lengua por la punta de los colmillos—. La corte de Athenea es mucho más estricta que esta. Mortalmente más estricta.

Sacudí la cabeza, no entendía lo que quería decir.

—¿Y? Puedo portarme bien.

Entonces fue su turno de sacudir la cabeza.

—Ellos entienden el bien de una forma diferente. Muchas de las cosas que nosotros consideramos normales son escandalosas para ellos.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo…, que dos personas no pueden mostrarse afecto en público ni acostarse juntas si no comparten oficialmente un noviazgo. Así que, teniendo eso en cuenta, he pensado que tal vez, obviamente cuando las cosas se hayan calmado, porque atraerá un montón de atención por parte de la prensa que estemos juntos, bueno, quizá… sólo si tú quieres, claro… —Lo interrumpí con un gesto de la mano cuando los iris de sus ojos se tiñeron de un rojo pálido. Yo esbocé una media sonrisa arrogante y él hizo un mohín—. No hagas eso, te convertirás en mí.

—¡Esto es demasiado bueno como para no poner esa cara! —exclamé, y mi sonrisa se hizo aún más amplia—. Kaspar Varn, ¿me estás pidiendo que seamos novios?

Hizo una mueca y el rojo de sus ojos se tornó más oscuro.

—Creo que nos hemos saltado la etapa de las citas, así que estaba pensando en que fueras algo más que mi novia. Pero no tenemos que hacerlo público de inmediato, puede que por Navidad…

Volví a interrumpirlo, en aquella ocasión poniéndole una mano en la boca y utilizando la otra para obligarlo a tumbarse de espaldas. Lo seguí y me quedé a escasos centímetros de su boca.

—Una relación con la hija del hombre que ordenó la muerte de tu madre. Qué controvertido…

—Una relación con una chica a la que estoy unido. Qué sensato. De hecho, qué responsable —contestó entre risas.

Me sumé a él, pero mis carcajadas se convirtieron en un graznido amortiguado cuando me puso la mano sobre la boca y comenzó a darse la vuelta. La mano que tenía a mi espalda me sirvió de protección cuando llegué a los escalones. Kaspar apareció sobre mí y me apartó unos cuantos mechones de pelo de los ojos.

—Una relación con una chica a la que habría sido un idiota de dejar marchar ayer. Una chica que insufló vida a este lugar. Una chica que me hizo sentir de nuevo. Qué natural.

Se me encogió el corazón y me escocieron los ojos. Un millar de emociones diferentes me inundaron a la vez y superaron al miedo, la incertidumbre y la rabia que había sentido hacia él aquella mañana. Era una mezcla de emociones que reconocía, pero que hacía mucho tiempo que no sentía. Y era más fuerte. Era real. Podía saborearla: tuvo un sabor metálico cuando volvió a besarme por segunda vez. También estaba fría cuando le rodeé el cuello con los brazos y él intentó apretar todo su cuerpo contra el mío. Cuando me metió la mano por debajo de la camiseta, fue un calambrazo de deseo.

Se apartó de mí y su sonrisa se desvaneció cuando me acarició la mejilla.

—Nena, yo…

—Lo siento, ¿interrumpo algo?

Me senté erguida en el escalón en cuanto Kaspar se apartó de mí, y me puse tan roja como las puertas cerradas a la espalda de Henry, que estaba allí de pie, paralizado, sin dejar de mirarnos, y también sonrojado.

—No, en absoluto —dijo Kaspar con su habitual tono de voz calmado al tiempo que intentaba volver a colocarme la camiseta sobre la cadera desnuda.

Henry asintió, pero con expresión escéptica.

—Probablemente debería descansar —dijo mirándome a mí—. Mañana no será fácil.

Asentí y comencé a ponerme de pie. Me sentí como si la realidad volviera a caer sobre mí y me aplastase los hombros una vez más. Kaspar también se puso en pie, me cogió de la mano y me acercó a él para darme un beso en la mejilla.

—Intenta no preocuparte —murmuró antes de darme un pequeño empujón escaleras arriba.

Cuando estaba a punto de llegar al primer piso, Kaspar se reunió al pie de la escalera con Henry y ambos comenzaron a hablar en voz baja de camino hacia el pasillo principal de aquella planta.

«¿Descansar? ¿Cómo demonios voy a descansar?», pensé. Pero, para mi sorpresa, en cuanto toqué la almohada con la cabeza, sentí una gran pesadez en los ojos y me quedé dormida al cabo de pocos minutos. Tenía la mente llena de imágenes de Kaspar y de sueños retorcidos sobre todo lo que podría salir mal al día siguiente.