VIOLET
Todavía aparecían manchas de sangre sobre la gravilla.
Cerré los ojos y dejé que la cabeza se me volcara hacia adelante. El dolor de los brazos comenzaba a apagarse a mis espaldas, pero sólo porque se me estaban durmiendo. El cuchillo que tenía debajo de la barbilla parecía estar más caliente, y vi una solitaria gota de sudor —de mi sudor— recorriendo el filo. Se detuvo durante un instante en la punta, como si fuera una lágrima perfecta, como si fuese lluvia sobre una hoja a la espera de su caída. Pero no podía pender tan precariamente de un filo durante mucho tiempo, así que, al cabo de un segundo, cayó y se mezcló con el estanque de sangre.
Estaba demasiado asustada para levantar la mirada. No quería verle la cara a Kaspar.
—¿Lo niegas? —ladró el rey sobre un coro de palabras asesinas murmuradas por el consejo y los sirvientes, pero no por los miembros de su familia. Ellos estaban callados como tumbas.
El filo del cuchillo me apretó el cuello y, entonces, con una culpabilidad imposible de ocultar en el rostro, levanté la cabeza y luego los ojos e hice un gesto de negación.
—¿No? —graznó el rey—. ¿No? ¿Nos mientes a mi reino y a mí durante tanto tiempo y ni siquiera lo niegas?
Le presté poca atención. Mi mirada se había quedado clavada en una persona: Kaspar. En sus ojos. Negros. Pero no sólo negros. Destellantes. Las lágrimas que se deslizaban por mis mejillas encontraban reflejo en las suyas.
«Está llorando».
Abrí los labios y volví a cerrarlos para coger una bocanada de aire.
—Lo siento —dije en voz baja—. Lo siento.
El viento le agitó el pelo a Kaspar y el orgullo le hizo levantar la barbilla ligeramente. La piel de su cuello, ahora visible, se tensó. Se quedó mirando al cielo y yo hice lo mismo para ver a dos cuervos que daban vueltas, subiendo y bajando uno en torno al otro, mientras abrían los picos y graznaban.
Volví a bajar la mirada hacia él y, en un abrir y cerrar de ojos, él apartó la suya. No hizo ningún esfuerzo por secarse las lágrimas y las vi caer en picado y desintegrarse en mil gotas minúsculas contra los escalones de piedra. Lentamente, fueron secándose en sus mejillas pálidas hasta desaparecer.
No volvió a mirarme, y con aquello mis lágrimas comenzaron a caer descontroladamente; no las reprimí, no las contuve, sino que las dejé caer en libertad: no por el pecado de mi padre, no por mí, sino por él.
—No mires a mi hijo —murmuró el rey. Pero incluso los susurros eran audibles en la quietud del aire. Los cánticos se habían reducido a un rumor con las palabras del rey—. No lo mires.
Escupí sangre cuando Valerian me dio un golpe en la nuca y me obligó a mirar la gravilla que se me clavaba en las rodillas. El miedo, un miedo muy real, comenzó a crecer dentro de mí cuando el rumor de los cánticos se convirtió en un murmullo y el murmullo en un coro. Pero aquello no era nada en comparación con el ruido que hacía mi corazón destrozado.
Con el poco valor que fui capaz de reunir, hablé:
—Y, entonces, ¿a quién quiere que mire?
No hubo respuesta, y Crimson me cogió un buen mechón de pelo y me tiró de la cabeza hacia atrás. La piel de mi garganta desnuda se estiró, pero no con orgullo, sino con humillación. Me revolví entre sus manos, forcejeé cuando con una de ellas cogió el medallón de la reina que colgaba sobre mi pecho y me mantuvo inmóvil el tiempo necesario para abrir el cierre. Tiró de la cadena y sacó el colgante de debajo de mi camiseta. El medallón se cayó. Sentí que la piel sobre la que había descansado estaba como desnuda sin el frío del metal contra ella. Volví a revolverme, pero me sujetó con más fuerza y, poco a poco, fui calmándome, pues reconocí lo desesperado de mi lucha: Valerian era mil veces más fuerte que yo, y la mitad de una corte sedienta de sangre estaba de pie ante mí. Si intentaba hablar, me atravesaría el cuello con el cuchillo.
«¿Cómo puedes prepararte para morir en una mañana de otoño perfecta?»
Sin embargo, sobrevivir tampoco me resultaba muy atrayente. Estaba unida a un hombre que ni siquiera podía verme morir. «Un hombre que me dejará morir».
Descansé la mirada durante un instante en la espalda de Kaspar antes de levantarla hacia el cielo. Justo antes de cerrar los ojos, vi las sombras de los dos cuervos que no paraban de girar una y otra vez.
«No vamos a hacerte daño, ¿sabes?»
El baño de sangre no terminaría allí. Matarían a mi padre, a sus secretarios y a todo el que estuviera relacionado con él. No quería pensar en lo que le harían a mi madre y a Lily.
No podía ayudarles. No podía advertirles. En mi mente, comencé a rezarle a cualquier persona o cosa que quisiera escucharme.
—No es necesario que hagas esto, Vladimir. La chica no ha hecho nada malo.
Abrí los ojos de golpe e identifiqué a Eaglen. La muchedumbre retrocedió, y yo hice lo mismo sin dejar de mirar su cabello blanco y sus manos arrugadas, sin apenas atreverme a creer que había oído bien sus palabras.
El rey siseó.
Debió de ser algo coherente a oídos de Eaglen, porque el anciano vampiro se echó a reír con tranquilidad.
—No, no es así. Estás cegado por la ira, y eso te está impidiendo comprender la irracionalidad de tus actos.
El rey se abrió camino entre la multitud. Una expresión amenazadora le contrajo el rostro y mostró los colmillos al ordenar con desdén:
—Mantente al margen, Eaglen.
Contemplé la escena con miedo por el anciano, sabio pero frágil. No necesitaba que nadie más muriera a consecuencia de las acciones de mi padre, y menos alguien que —aunque no sabía por qué— estaba defendiéndome.
—No.
Aquello pareció coger desprevenido al rey, y también a la multitud, pues de los escalones brotó una corriente de murmullos continuos.
—No tienes por qué morir por una escoria humana —le espetó el monarca.
Eaglen volvió a reírse y se ajustó la capa en torno a los hombros, inmune a la mirada ominosa del rey.
—Soy un hombre viejo, Vladimir. La muerte no me asusta; moriré como mártir, si insistes en ello.
El tono burlón de su voz era evidente, y no hizo más que aumentar el enfado del rey. El monarca hizo un gesto a su espalda y, titubeantes, Ashton y otro vampiro se adelantaron. Se quedaron detrás del soberano, al parecer reacios a acercarse demasiado a Eaglen.
—Te ordeno como tu rey y te ruego como tu amigo que te mantengas al margen.
La expresión del rey se suavizó, pero volvió a contraerse cuando Eaglen cerró los ojos, suspiró y agachó la cabeza.
—Me gusta pensar que he sido un súbdito y mentor leal durante todos y cada uno de los muchos, muchos años que llevas en este mundo, pero, desafortunadamente, hoy no puedo serlo.
El rey levantó la mano y, con dos dedos, señaló primero a Eaglen y luego a mí, e hizo un gesto con la cabeza a Valerian. Abrí los ojos como platos y, al darme cuenta de que aquel era el final, comencé a pelear y conseguí ponerme en pie a pesar de que Valerian no me soltó. Con una palabrota, me liberó los brazos, pero me pasó uno de los suyos por la cintura. Levantó el otro, con el cuchillo entre los dedos, e intentó alcanzarme el cuello, pero yo le arañaba la muñeca, el cuchillo, cualquier cosa que encontrara, a pesar de los dolorosos cortes que el filo me iba haciendo en la piel. Pero el otro vampiro se adelantó y, junto con Ashton, me sujetaron los brazos contra el costado. Valerian me apoyó de espaldas contra su pecho y me puso el cuchillo debajo de la mandíbula. Desesperada, bajé la cabeza y le mordí los dedos con todas mis fuerzas.
—¡Puta! —gritó, y dejó caer el cuchillo al suelo.
Pero en lugar de agacharse para recogerlo, me pasó el brazo que le quedaba libre también por la cintura y Ashton me apartó el pelo del cuello. Sangre, sudor y lágrimas se arrastraban por mi piel siguiendo la curva de mis hombros. Asqueada, intenté apartarme de Valerian cuando sacó la lengua y lamió cada una de aquellas gotas, hambriento por el caudal de sangre que encontraría bajo mi piel.
Vagamente, oí el sonido de la voz de Eaglen. Su conducta sosegada había desaparecido y dejado paso a una súplica urgente:
—¡Carmen murió por ella, Vladimir! Tu esposa murió para que un día tu hijo conociera a Violet Lee. Si matas a la chica, tu mujer habrá muerto en vano. ¡Entra en razón!
Pero el rey ni siquiera escuchó los ruegos de Eaglen mientras se llevaban al anciano de la escalera. La multitud se movió para ayudar a contenerle. El monarca hizo un gesto de aprobación y después volvió a mirarme.
—¿Tus últimas palabras, Violet Lee?
Apenas podía ver a través de las lágrimas y estaba demasiado asustada incluso para tragar, y más aún para hablar, bajo los ansiosos colmillos de Valerian. Pero clavé la mirada en Kaspar hasta que se dio la vuelta y pude verle los ojos.
—¡Maldigo el día en que te conocí! ¡Que te jodan a ti y a todo lo que me has hecho! Odio…
No pude terminar porque se me rompió la voz y quedé reducida a sollozos, forcejeos y súplicas de clemencia susurradas. Había albergado la esperanza de que mi terror se apaciguase con mis palabras, o de que mi corazón dejase de partirse una y otra vez, pero no fue así. Sólo empeoró. La culpabilidad me invadió y en lo único que podía pensar era en que moriría con Kaspar pensando que yo me arrepentía de los últimos cuatro meses. «Porque no me arrepiento. Dios, claro que no».
«Ni yo tampoco», murmuró mi voz.
Levanté la vista y traté de gritar la verdad entre mis llantos, pero tan sólo pude ver a Kaspar avanzando entre la multitud hacia las puertas dobles, con la espalda resueltamente vuelta hacia mí. Me quedé callada y me calmé cuando Eaglen inició una nueva oleada de protestas.
—¡Por el bien de tu reino, Vladimir, escucha! Es la Hero…
Guardó silencio y miró hacia algo que había detrás de mí. Pude enfocar la mirada en él durante el tiempo suficiente como para percibir una ligera expresión de alivio justo antes de que, de repente, mis pies abandonaran el suelo y alguien me liberara de las garras de Valerian, de Ashton y del otro vampiro. Me rodearon con otros brazos y grité cuando comenzaron a tirar de mí para alejarme del rey. Caminaba medio por mis propios pies, medio arrastrada.
Súbitamente, me soltaron cuando llegamos al césped. Quienquiera que me estuviese sujetando me ayudó a sostenerme por mí misma y me di la vuelta, preparada para pelear o correr si era necesario. Pero, para mi sorpresa, era Arabella quien estaba detrás de mí. Tenía los ojos tan abiertos y atónitos como los míos, y su mirada saltaba de Sky a su padre y luego al rey. Cuando se centró en mí, impactada, noté que observaba los cortes diseminados por mi cuello y manos.
—¿Estás herida de gravedad? —fueron las primeras palabras que salieron de su boca mientras me examinaba el cuerpo con la mirada.
Sacudí la cabeza, pero aunque me hubieran hecho daño de verdad no me habría dado cuenta, pues no podía apartar la vista del monarca: apuntándole directamente a la garganta, había una espada.
—Rey Vladimir Varn, se me ha exigido que lo informe de que, según la Ley de los Tratados Terra de 1812, causarle daño a la señorita Violet Lee, de aquí en adelante conocida como lady Heroína, es un delito punible con la ejecución inmediata, sin juicio.
Un grito ahogado, tan ruidoso como el aullido del viento, se extendió entre la multitud, y muchos se pusieron de rodillas cuando los sabios surgieron de la nada, con sus costados derechos recubiertos de cicatrices brillantes, algunos con espadas en las manos, otros blandiendo magia. Cogieron a los guardias y liberaron a Eaglen, que corrió a reunirse con Arabella. Aparecieron dagas junto a las gargantas de los Varn, y condujeron a Kaspar de nuevo al lado de su familia.
A Valerian lo tumbaron sobre la gravilla y le sujetaron las muñecas con magia para contenerlo. Además, una joven le apuntaba al pecho con una espada. Parecía unos cuantos años mayor que yo; sus cicatrices eran de un rojo borgoña y sorprendentemente parecidas a las de Fallon. Levantó la mirada al ver que la observaba e hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza en dirección a mí.
El portavoz —canadiense a juzgar por su acento— mantuvo la espada contra el cuello del rey mientras esperaba, en silencio, una respuesta. El monarca, sin embargo, no parecía ser capaz de hablar, y nos miraba alternativamente al hombre que tenía delante y a mí, tan perplejo como todos los demás.
—¿Ella? —fue lo único que consiguió articular.
El hombre asintió. Agitó la mano y en ella apareció un pergamino enrollado. Estaba lacrado con cera y llevaba una cinta roja oscura alrededor.
—La confirmación de que lady Heroína queda fuera de la Protección del Rey y de la Corona de la segunda dimensión para pasar a estar bajo la Protección del Rey Ll’iriad Alya Athenea.
Se la acercó al soberano, que se la arrancó de entre las manos y rasgó el sello para abrirla. A continuación, escudriñó el pergamino.
—¿Es que tu padre ya no tiene ningún respeto por el poder que ostento dentro de mi propio reino, Henry?
El hombre volvió a coger el rollo de pergamino y bajó la espada.
—Creo que hablo en nombre de todo el pueblo sabiano cuando digo que no tenemos respeto alguno hacia un hombre que asesinaría a una inocente por los delitos de su padre. —El rey no dijo nada y el hombre, Henry, envainó la espada—. ¿Acepta las condiciones?
El monarca levantó la cabeza con aire de orgullo, pero el gesto pareció hueco tras sus siguientes palabras:
—No tengo elección.
Henry asintió y, a un gesto de su mano, la chica sabiana apartó la espada del cuerpo de Valerian y las esposas brillantes que le rodeaban las manos desaparecieron. Él le lanzó una mirada despreciativa a la joven, pero no le dijo nada y corrió a mezclarse entre la multitud.
—Le sugiero que espere a que llegue el resto de su corte y que celebre una reunión del consejo esta tarde. Hay mucho de lo que hablar —dijo Henry y, con eso, se dio la vuelta y echó a andar hacia nosotras. La chica se sumó a él y, poco a poco, los demás sabios se alejaron de los vampiros, aunque no mucho. Los vampiros, por su parte, no se movieron.
Yo continuaba de pie, clavada en el sitio, sin estar muy segura de lo que acababa de pasar. Cuando se acercaron, Henry y la chica me dedicaron sendas reverencias.
«Milady», dijeron, y yo me ruboricé cuando ambos se irguieron y dieron unos cuantos pasos al frente. Desde donde estaba, pude distinguir que las cicatrices del hombre eran de un color similar al de las de la chica —borgoña— y que los ojos de ambos eran del mismo tono azul brillante.
—E… Es sólo Violet —dije con la voz ahogada, pues no sabía cómo reaccionar, mientras echaba breves vistazos a la zona en la que estaban los Varn.
El hombre asintió.
—Me llamo Henry —dijo—. Soy el hermano mayor de Fallon. Y mi hermana, Joanna.
Señaló a la chica, y entonces me di cuenta de que debían de ser un príncipe y una princesa de Athenea. No les presté más atención, porque mi mirada se cruzó con la de Kaspar. No la desvié. Y él tampoco lo hizo hasta que se dio la vuelta y desapareció en el interior de la mansión.
Cuando se me comenzó a nublar la vista, sólo alcancé a vislumbrar a Henry, que se volvió para seguir la dirección de mi mirada antes de precipitarse hacia adelante para cogerme cuando me fallaron las rodillas. Sentí que me derrumbaba y noté la fría humedad de la hierba que me empapaba la camiseta.
Sabía que estaba perdiendo la conciencia, y lo último que percibí antes de refugiarme en mi mente fue una voz:
—No, Henry, déjala. Han pasado demasiadas cosas para que su mente pueda asimilarlas todas. Déjala…
Dondequiera que estuviese, me resultaba familiar. Conocía el tacto de la moqueta bajo mis pies, esponjosa pero gastada junto a la puerta y bajo los postes de la cama. Conocía la madera de las paredes. El olor. El modo en que la luz entraba perezosa por las puertas acristaladas.
Me dejé caer sobre la cama de Kaspar y me tumbé de espaldas, totalmente convencida de que estaba soñando: me sentía demasiado tranquila para estar despierta.
En aquel momento todo estaba muy claro. El curso de mi vida, antes un rompecabezas, había encajado y formaba una línea recta que me había llevado hasta allí, hasta aquel instante, el comienzo de mi vida como Heroína.
Greg, un inocente, había muerto, y yo me había refugiado en Joel. Joel me había puesto los cuernos, y yo me había refugiado en salir todos los fines de semana. Y aquello había hecho que mi línea se cruzara de lleno con la de Kaspar. La reina había muerto para que su hijo matara a Claude Pierre y perpetrara El Baño de Sangre. Y en aquel momento, los dos pedazos de cuerda por los que caminábamos se enredaron y ambos quedamos unidos.
—Pero ahora me odia —susurré.
—Mi hijo no la odia. Dudo que sea capaz de hacerlo —dijo una voz elocuente e indudablemente perteneciente a una mujer.
Me incorporé sobresaltada, salí a trompicones de la cama y caminé de espaldas hasta la pared. Choqué contra un panel de madera y miré al frente. La brisa agitaba las gasas negras que cubrían las puertas acristaladas, abiertas para mostrar el balcón de fuera.
De pie ante la repisa de la chimenea había una mujer ataviada con un vestido largo de color esmeralda que se le ajustaba a la cintura, ceñida por las ballenas del corpiño. Su cabello ondulado y castaño, tan largo que le llegaba a las caderas, se adaptaba a las curvas de su cuello y sus pechos. Me sonreía, y distinguí entre sus labios las puntas de dos pequeños colmillos. Aunque hacía tiempo que aquella mujer había superado los años de la juventud, era hermosa…, y lo más increíble de todo eran sus ojos, de un tono brillante y vívido de verde esmeralda.
—Su majestad —farfullé mientras le hacía una reverencia.
Cerró los labios y las comisuras se le curvaron hacia arriba. Sus ojos parecieron resplandecer con aquella media sonrisa de suficiencia que había visto utilizar a Kaspar en tantas ocasiones. Agachó la cabeza y se agarró los laterales de la falda antes de rendir una reverencia.
—No es necesario que me salude así, lady Heroína.
No pude más que tartamudear cuando se enderezó, aún sonriendo, una sonrisa a la que ninguno de los retratos de ella que había visto, incluido el que tenía a su espalda, había hecho justicia.
«Este sueño sí que es raro».
—Yo… ¿Cómo…? ¿Qué quiere decir con que Kaspar no me odia? Mi padre ordenó que la mataran.
Aquellas palabras me parecieron surrealistas y estúpidas incluso mientras las estaba pronunciando. Volvió a agachar la cabeza y, con gran elegancia, se sentó en el borde de la cama de Kaspar —de su cama— y estiró una mano para invitarme a hacer lo mismo.
—Kaspar, aunque a menudo cruel y falto de urbanidad, es un buen hombre. Su corazón es sincero y no me cabe ninguna duda de que le pertenece a usted. Está enfadado, eso no lo niego, pero su dolor amainará, con el tiempo.
Entrelacé las manos, inquieta.
—¿Quiere decir que me perdonará?
Sacudió la cabeza en un gesto de negación.
—No tiene nada por lo que perdonarla.
—Pero…
—Chis —musitó mientras me cogía las manos entre las suyas. Su piel también estaba cálida, como si hubiera sumergido las manos en agua caliente—. Tome —añadió al tiempo que depositaba algo frío en mis palmas. Bajé la mirada. Sobre mi mano descansaba el medallón de la reina, su medallón, y la cadena se bamboleaba entre mis dedos—. Mi hijo eligió bien cuando le otorgó este regalo. Valerian Crimson no tenía derecho a quitárselo.
Cerré los dedos en torno al colgante y sentí que aquel metal siempre frío me abrasaba la piel.
—¿Es esto sólo un sueño? —pregunté, pues ya no creía que existiese lo imposible. «Hasta los muertos caminan y hablan».
La reina no contestó de inmediato, sino que pareció pensárselo durante unos momentos.
—Debe decidirlo por sí misma. Pero no tenemos mucho tiempo.
—No quiero despertarme —imploré.
La reina negó con la cabeza.
—Debe hacerlo, Violet, si desea proteger a su familia del dolor.
Apreté el medallón con fuerza y me quedé mirando aquel suelo que ya me resultaba tan familiar.
—¿Y cómo demonios lo hago? Tengo que traicionarlos para cumplir la Profecía, y me convertiré si es lo que tengo que hacer, pero no creo que eso baste.
La reina no me contestó. Se puso en pie, rodeó el poste de la cama y se apresuró hacia las puertas acristaladas. Me levanté de un salto y la seguí. El sol había vuelto a salir de detrás de la capa de nubes grises y la mañana estaba llegando a su culmen a toda prisa. Salió afuera y corrió a asomarse por encima de la barandilla del balcón. Yo hice lo mismo justo a tiempo para ver que uno de los sabios cargaba con mi cuerpo inerte hacia el interior de la casa.
«Eso aclara lo de si esto es un sueño o no».
Retrocedí, pero la reina se asomó aún más. Lentamente, volví a colocar mi peso sobre la piedra y escuché mientras, debajo del balcón, Eaglen y el príncipe sabiano, Henry, hablaban en susurros.
—Lo entiendo, Henry, pero el padre de la chica vendrá mañana en compañía del clan Pierre y puede que incluso también con Extermino. Necesitamos que tus hombres y tú protejáis a los Varn más que nada en el mundo —suplicó Eaglen, que se quedó callado cuando dos de los sabianos de los que estaba hablando pasaron a su lado. La muchedumbre de vampiros que se había reunido antes ya había desaparecido—. Que protejáis a la chica.
El príncipe sacudió la cabeza.
—¿No pueden los vampiros librar sus propias batallas? Tengo órdenes, Eaglen, y esas órdenes son que me lleve a la lady Heroína de la segunda dimensión a la nuestra. La familia humana será traicionada y la Profecía se cumplirá.
Eagle le dio un golpe a la columna de piedra junto a la que estaba.
—¿Y crees que esa es la manera de introducir a la criatura mortal en su nueva vida? ¿La muerte y la separación del hombre al que está unida?
La discusión continuó, pero la reina se apartó de la piedra de un salto y me miró con los ojos muy abiertos antes de volver adentro a toda velocidad. La seguí hasta las puertas para verla garabatear algo en un trozo de papel que se parecía mucho a una de sus propias cartas. Dejó caer el papel sobre la cama y, apresuradamente, colocó de nuevo el lápiz en la mesilla de noche antes de volver junto a mí. Me agarró y me apartó de las puertas de un empujón para que me colocara en un punto en el que no se nos pudiera ver desde la habitación. Me tapó la boca con la mano justo en el momento en que oí que se abría la puerta de la habitación, y unos pasos, y a Kaspar soltando tacos a voz en grito. Entonces los pasos retrocedieron y se oyó un portazo que hizo temblar los cristales de las puertas junto a las que estábamos.
La reina soltó un suspiro de alivio.
—A mí no me pueden ver, pero a usted sí —me susurró al oído, y después me obligó a agacharme tras la barandilla mientras ella volvía a asomarse por encima. Asentí, sin comprender muy bien lo que acababa de ocurrir.
—Eaglen, la Heroína irá a Athenea y eso no es negociable…
De pronto, el príncipe sabiano dejó de hablar y una tercera voz se unió a la conversación.
—Violet no va a ir a ningún sitio al que yo no vaya y, como heredero al trono, mi lugar está aquí.
No pude evitar que se me escapara una sonrisa cuando reconocí la voz de Kaspar. Me acerqué un poco más para poder atisbar a través de los balaustres de piedra, y lo vi junto a Eaglen, que se estaba riendo.
—Bueno, eso lo resuelve todo, entonces. ¿Henry?
Seguí observando mientras el príncipe sabiano apareció en mi campo de visión para bajar los escalones y dirigirse a un joven sabio que se había mantenido al margen de la conversación.
—¿Eres mensajero? —El chico, que no podía tener mucho más de doce años, casi grita del susto cuando el príncipe se dirigió a él. Le transmitió un mensaje con aspereza—: Vas a ir directo al rey Ll’iriad y vas a informarlo de que tenemos intención de permanecer en Varnley hasta nuevo aviso. —Henry se dio la vuelta para observar a Eaglen y a Kaspar—. Y de que lady Violet Lee también se quedará aquí. ¿Entiendes lo que quiero que hagas? Date prisa, y no le transmitas el mensaje a nadie excepto al rey o a lady Rosa de Otoño.
El muchacho echó a correr y Henry volvió a desaparecer bajo la balconada. Kaspar y Eaglen lo siguieron; el último, mientras subía los escalones, levantó la mirada hacia donde estaba la reina. La más huidiza de las sonrisas se dibujó en su rostro antes de que también él desapareciera.
La reina se volvió hacia mí, al parecer sin que aquello la hubiera afectado.
—Hay maneras, joven heroína, de consumar la Profecía y a la vez asegurarse de que aquellos a los que una ama están a salvo. —Estiró una mano y me ayudó a ponerme en pie para guiarme después hacia la habitación—. Esto es lo que debe hacer…
Recuperé rápidamente la conciencia cuando me di cuenta de que me estaban presionando la frente con algo frío y de que me hormigueaban las mejillas. Me habían puesto una almohada debajo de la cabeza y estaba tumbada sobre algo suave. Me hallaba rodeada de voces por todas partes. Intenté no moverme y me dispuse a escuchar, aún con los ojos cerrados.
—¿De verdad eres tan tonto, Vladimir? ¿Eres tan ingenuo como para pensar que el que esta chica llegara hasta nosotros fue una mera coincidencia?
Una voz, sin duda la del rey, contestó en un murmullo:
—No cuestiono el destino, Eaglen, sino la elección del destino. Una chica, una chica humana que no ha sido educada en la corte, ni siquiera en nuestro reino, debe actuar en nombre de un pueblo al que hasta hace unas semanas despreciaba. Y eso por no mencionar a su traicionero padre. ¿Cómo es posible que esté a la altura de lo que se espera de ella?
Alguien, que supuse que era Eaglen, contestó:
—Es joven y será de sangre nueva cuando se convierta, pues debe hacerlo, pero veo en ella el espíritu juvenil de tu difunta esposa, y con él llegará la fe del reino. Puede aprender nuestras costumbres, y en cuanto a su padre… cuando venga lo traicionará, tal y como dice la Profecía.
Se produjo una larga pausa. El hormigueo cesó y sentí un aliento que me rozaba el rostro justo antes de que me susurraran unas cuantas palabras en lo que debía de ser sabiano.
—No puedo admitir a ese hombre en mi reino. No puedo.
—Debes hacerlo.
—Entonces lo haré de mala gana y sin cortesía.
Eaglen se echó a reír.
—Hazlo como quieras, Vladimir. Dudo que a él le importe un pimiento.
Se oyó un suspiro.
—¿Y Kaspar?
—Recapacitará. Pero necesita tiempo.
—No tiene tiempo. Nadie lo tiene.
Mi corazón se detuvo durante un instante y decidí que no quería oír más. Comencé a moverme, inquieta, y oí a quienquiera que estuviera inclinado sobre mí susurrar para que los demás se acercaran. Abrí los ojos con lentitud, parpadeé ante la luz repentina y miré a mi alrededor intentando parecer aturdida.
Estaba tumbada en un diván, apoyada sobre un montón de cojines. La persona inclinada sobre mí era Joanna, la princesa sabiana, que me sonrió en cuanto separé los párpados. Al echar un vistazo en torno a mí, reconocí vagamente el lugar en el que estaba: el estudio del rey. Las paredes estaban forradas de estanterías y había un enorme escritorio de caoba enmarcado por una ventana en la pared de atrás. Las cortinas, parcialmente echadas. Junto al escritorio estaba el rey, con la mano apoyada sobre el respaldo alto de su silla de trabajo, y a su lado Eaglen. Henry estaba un poco más apartado, estudiando un libro que había cogido.
Miré al rey a los ojos y traté de fingir sorpresa ante su presencia… Aunque no era totalmente simulada. Cuando echó a andar hacia mí, una sacudida de adrenalina me recorrió el pecho y traté de incorporarme, pero Joanna me lo impidió.
—Tranquila, lady Heroína. No le hará daño.
Le lancé una mirada de incredulidad, pero el rey continuó rodeando el escritorio. Recelosa, me incorporé y me aferré al borde del diván. Cuando lo hice, noté que se me clavaba algo en la mano, algo frío y redondo. Eché un vistazo y, entre el hueco que formaban mi índice y mi pulgar, vi el medallón de la reina. Se me pusieron los ojos como platos.
«Así que el sueño era real».
Muerta de miedo, cerré más la mano para ocultar el medallón de la vista. El monarca se aproximaba lentamente. A cada uno de sus pasos, mi corazón parecía querer escapar a través de mi boca. Pero permanecí inmóvil. Henry cerró el libro y nos observó, tenso. Joanna se puso en pie cuando el rey agachó la cabeza y cerró los ojos.
—No puedo perdonar a su padre —comenzó con la voz entrecortada—, porque el dolor que provocó en este y otros reinos es demasiado grande. Pero lo toleraré, porque es mi obligación, y me aseguraré, por usted, de que su familia no sufre ningún daño.
Sacudió la cabeza y Eaglen se acercó a él y le puso una mano sobre el hombro. Yo me limité a contemplar la escena mientras trataba de asimilar la enormidad de sus palabras. El medallón se tornó aún más frío entre mis dedos, tanto que me costó mantenerlo agarrado.
Yo también agaché la cabeza, incapaz de encontrar las palabras adecuadas y de centrarme en la emoción correcta. Parte de mí quería odiar a aquel hombre que tan dispuesto se había mostrado a asesinarme, pero la otra mitad buscaba compadecer a la persona que arrastraba tal pesar.
—Entonces tenemos un acuerdo, joven Heroína —dijo Eaglen con una sonrisa—. Hay mucho de lo que hablar en la reunión del consejo de esta tarde. —Henry se mostró de acuerdo con un murmullo—. Pero por ahora, usted…
Se vio interrumpido cuando se abrió la puerta. Uno de los ayudas de cámara del rey entró e hizo una venia.
—El príncipe Kaspar, su majestad.
El monarca se levantó a toda prisa ante las palabras de su criado y mi corazón se aceleró furiosamente. Imploré que se calmara, pues no me cabía duda alguna de que los vampiros oirían sus latidos. Eaglen me miró.
—Les dejaremos solos, milady.
Me hizo una venia y los dos sabianos lo siguieron de inmediato. El rey vaciló durante un momento, pero al final también hizo una venia y desapareció de la habitación. Oí que la puerta se cerraba y respiré hondo. Poco a poco, me volví hacia el centro de la sala, donde Kaspar permanecía de pie, con el respaldo del diván separándonos. Cuando mi mirada lo alcanzó, se llevó un brazo a la espalda.
—No… —comencé a decir, pero él se hundió en una profunda reverencia.
—Milady.
Me di la vuelta, avergonzada y herida por aquel saludo formal. Me puse a juguetear con la cadena del medallón entre los dedos y esperé a que dijera algo. Pero continuó en silencio y, cuando lo miré de nuevo, vi que no se había movido.
—Di algo —le espeté en un tono más áspero de lo que pretendía.
Bajó la cabeza.
—¿Qué le gustaría que dijera, milady?
—Cualquier cosa menos «milady» —musité, y me di cuenta, por el ligero temblor de su labio inferior, de que me había oído.
—Entonces ¿cómo quiere que me dirija a usted, lady Heroína?
Fruncí el entrecejo ante su uso de aquel tratamiento, que era incluso peor, y continué jugando con el medallón, dejando que la cadena resbalara por las yemas de mis dedos como si fuera líquida.
—Como siempre lo haces: Violet o Nena.
Emitió un gruñido grave y cambió ligeramente de postura.
—Entonces ¿qué quieres que diga, Nena?
Suspiré y recosté la cabeza contra el respaldo del diván.
—Que no me odias.
—No te odio. —Me incorporé y fruncí el entrecejo. Él prosiguió tras unir ambas manos detrás de la espalda—. Dudo que pudiera odiarte, incluso aunque lo intentara. No puedo mirarte como lo hacía antes, pero no te odio y nunca lo haré.
Bajé una pierna del diván, y luego la otra, y me agarré a uno de los brazos del mueble para estabilizarme cuando unas cuantas estrellas titilaron ante mis ojos.
—Pero ¿y con el tiempo?
—Siéntate. Deberías descansar —dijo, y dio un paso al frente al ver que me tambaleaba un poco.
—Pero ¿con el tiempo podrás mirarme como lo hacías antes? —repetí—. Sé que estamos unidos por el destino. Así que, por favor, di que sí, por el bien de los dos.
Asintió.
—Si alguna vez existió un momento para la verdad, es este. Estamos atados por el destino, pero eso no importa porque, en lo que a mí concierne, te elijo a ti. —Cerró los ojos y en seguida los abrió de nuevo—. Violet, no puedo reprimir lo que siento por ti, pero al mismo tiempo no puedo negar que me siento engañado.
Cuando pisé fuera de la alfombra y rodeé con cuidado el diván, noté el frío del suelo de madera bajo los pies.
—Lo siento —me disculpé. Odiaba su tono formal y cómo elegía las palabras, deseaba que se burlara de mí y que le quitara importancia a lo que había ocurrido, tal y como había hecho con tantas otras cosas.
—¿Desde cuándo lo sabes? —murmuró.
Sabía a qué se refería.
—Desde que tu familia y tú os fuisteis de caza y me quedé con Fabian. Me contó cómo murió tu madre, y las fechas encajaban. No estaba segura, y tenía miedo, Kaspar. Después de lo que decía todo el mundo… de lo que decías tú… pensé…
Me quedé callada, puesto que realmente no quería expresar con palabras lo que había pensado, sobre todo cuando lo que se me había pasado por la cabeza en aquel momento había estado tan cerca de ocurrir.
Me dejé caer contra el respaldo del diván para equilibrarme. No me atreví a acercarme más mientras los retazos de la inconsciencia se negaran a abandonarme. Kaspar comenzó a avanzar hacia mí tan lenta y pausadamente como su padre hacía unos minutos.
—Sólo dame tiempo para aclarar todo esto en mi cabeza —susurró.
Sacudí la cabeza y unas cuantas lágrimas se me escaparon por las comisuras de los ojos.
—No creo que tengamos tiempo.
—Eh, no llores —me exhortó mientras me pasaba un pulgar por la mejilla para secarme las lágrimas.
Sonreí casi sin ganas.
—Tú has llorado, así que yo también tengo permiso para hacerlo.
Contrajo la boca en aquella media sonrisa arrogante que había visto reflejada en el rostro de su madre, y sus ojos de color esmeralda resplandecieron con lágrimas secas que ya no podían caer.
—Que le den al destino, ¿te acuerdas? Pues que le den al tiempo también.
Me eché a reír y él me rodeó el puño con una mano. Le dio la vuelta y yo abrí los dedos para mostrar el medallón. No me preguntó cómo lo había recuperado de las garras de Valerian, sino que lo cogió y dejó que quedara en suspenso entre nosotros. Con delicadeza, me puso la otra mano en el hombro y me dio la vuelta. Me pasó la cadena por encima de la cabeza y la hizo descender hasta mi cuello. Sentí la frialdad del colgante, incluso a través de la tela de la camiseta. La manipuló durante unos instantes y al final descansó las manos sobre mi nuca. Me estremecí ante su caricia, y él me recorrió los hombros y los brazos con los dedos, y tiró de mí hasta que mi espalda reposó sobre su pecho.
«Esto no es el destino. Te elijo. He tomado mi decisión».
Lentamente, me di la vuelta entre sus brazos y apoyé la cabeza contra su pecho. Él continuó estando rígido, pero, poco a poco, se le fue relajando el cuerpo. Pronto sentí su aliento gélido sobre mi pelo cuando descansó la cabeza sobre la mía. Entre nosotros, yacía el medallón, frío.
Al cabo de un minuto, rompí nuestro abrazo y le cogí las dos manos entre las mías para entrelazar nuestros dedos. En aquel momento nada más parecía importar. Se me estaba hinchando el corazón y estaba haciendo un enorme esfuerzo de autocontrol para no ponerme a dar saltos y gritos, o a besarlo, pero sabía que él aún no estaba listo para aquello. Se me dibujó una enorme sonrisa en el rostro mientras me embebía de sus ojos de color esmeralda y de su increíblemente hermosa apariencia.
«Que le den un poco a la Heroína, porque, joder, ¡estoy unida a este tío! ¡Atada a él!»
—Deja de poner esa cara de chula —murmuró, y una pequeña sonrisa afloró a sus labios. Sus palabras no hicieron más que ensanchar todavía más mi sonrisa, y comencé a mecerme sobre mis talones—. No, en serio —continuó, y me agarró las manos con más fuerza—. Esto no es más que el principio.
Asentí y recuperé la seriedad. «Ya lo sé». Pero también sabía lo que tenía que hacer y, aún más importante, cómo hacerlo.
Sin embargo, había algo que necesitaba saber.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Acabas de hacerlo —respondió él.
Le lancé una mirada de desaprobación.
—Hablo en serio. —Me detuve un momento para pensar en el mejor modo de expresar mi siguiente frase—. Hace un rato, ahí fuera. Estabas… Es decir, te quedaste ahí parado sin más. ¿Ibas a limitarte a mirar mientras… me mataban?
Gruñó con suavidad.
—No…
—No ibas a hacerlo, ¿verdad?
Apartó la mirada de mí y la clavó en una de las estanterías. Su silencio valió más que mil palabras.
Le solté las manos.
—¿Cómo has podido? —le pregunté mientras me alejaba, asqueada.
—Te he dicho que necesito tiempo —exhaló, aún sin mirarme a la cara.
Reí con sorna para intentar reprimir la repentina ola de rabia que sentí recorriéndome las venas.
—¿Tiempo? Eso era justo lo que yo no tenía ahí fuera. —Señalé hacia la ventana parcialmente cubierta—. Si los sabios no hubieran llegado en ese momento, ¡habría sido tu cena, por el amor de Dios! —Elevé la voz hacia el final de la frase, que casi se convirtió en un grito—. ¿Comprendes siquiera lo que se me estaba pasando por la cabeza cuando creí que iba a morir?
Dio un paso atrás.
—¿Y entiendes tú lo que es que arranquen de tu lado a un miembro de tu familia?
Incliné la cabeza, pasmada ante su insensibilidad y el tono falto de emoción que había empleado.
—Sí, lo cierto es que sí. Greg, ¿te acuerdas?
—Bueno, ¿y qué se supone que debía hacer? No me permitían acercarme a ti, y nada de lo que hubiese dicho habría hecho cambiar de opinión a nadie.
—¡Eaglen hizo algo! —siseé.
—Eaglen sabía lo que eres —farfulló.
Sentí que se me encogía el corazón.
—No debería importar quién o qué soy.
Con eso, Kaspar salió del estudio y yo lo seguí hasta su habitación y la balconada. A nuestro paso, oíamos cómo decían en susurros su título y el mío.
—Puede que seas una Heroína, pero sigues sin tener mucha elección en ciertas cosas. Te comerán viva —dijo cuando me apoyé contra la barandilla a su lado. Sacudí la cabeza, sin estar muy segura de qué quería decir ni de quiénes eran aquellos que «iban a comerme viva». Kaspar tomó una bocanada de aire larga y miró por encima de los jardines hacia donde comenzaba a descender el sol—. Las órdenes de los sabios eran que te trasladaran a Athenea por tu propia seguridad.
Por supuesto, yo ya lo sabía —había escuchado a hurtadillas la conversación de Eaglen y Henry mientras estaba inconsciente—. Pero me esforcé por fingir sorpresa.
—¿Cuándo?
—Inmediatamente. Athenea sería el mejor lugar para ti en estos momentos.
Me reí con nerviosismo. «Está claro que Athenea no es el mejor lugar para mí en estos momentos», pensé.
—Y entonces ¿por qué estoy aquí?
Una vez más, ya conocía la respuesta, pero me interesaba ver qué respondía.
—Sería poco práctico. No eres vampira, y cruzar la frontera es difícil para los humanos. Y necesitas el apoyo del consejo. Y…
—¿Y…?
Vi que un ligero matiz rojo aparecía en torno a los bordes de sus iris cuando me miró de soslayo.
—Mientras estabas inconsciente fui y le dije a Henry que no te dejaría marchar.
Se le levantaron un poco las comisuras de los labios.
—Creía que estabas enfadado…
Dijo que sí con la cabeza.
—Lo estaba. Todavía lo estoy.
—Entonces ¿por qué decirle…?
Me interrumpió dirigiéndose hacia su cama y cogiendo un trozo de papel de debajo de su almohada. Deduje que debía de ser una de las cartas de la reina, pero Kaspar le dio la vuelta y señaló la cara de la página que antes estaba prácticamente en blanco. Sin embargo, entre el lacre de cera y varias manchas de tinta, había un mensaje garabateado, escrito con idéntica caligrafía a la de la carta.
No te des por vencido con ella.
Abrí los ojos como platos. Aquello era lo que había escrito la reina.
Kaspar lo señaló y movió los labios para pronunciar las palabras, pero de ellos no salió ningún sonido. Le dio la vuelta a la página para que viera la parte principal de la misiva.
—Es una carta que mi madre me dejó para explicarme que estaba unido a la Heroína. —Volvió a darle la vuelta—. Pero esas palabras no estaban antes ahí.
Su voz era tierna, y se le rompió un poco al pronunciar la palabra «madre». Estiré una mano y la puse sobre la suya para doblar el papel por la mitad.
—Lo sé —murmuré.
Levantó la cabeza, sorprendido.
—¿Cómo?
—Cuando regresamos de Varn’s Point, vine aquí a buscarte y encontré la carta. Rosa de Otoño acababa de contarme toda la historia de la Heroína y no pude evitar leerla. ¿De qué otra manera crees que había descubierto que estamos unidos?
Sacudió la cabeza.
—Pensaba que te lo había dicho Eaglen. Pero ¿por qué no me lo dijiste? Nada de esto habría ocurrido.
—Lo intenté, pero no quisiste escucharme.
Arrugó la frente mientras intentaba recordar. Luego se estremeció.
—Bueno, ¿y por qué no lo gritaste cuando estábamos ahí abajo? —Hizo un gesto en dirección a la gravilla del camino de entrada—. No tenías que esperar a que lo hiciera Eaglen.
Cerré los ojos.
—Valerian Crimson ha sabido durante todo este tiempo que era una Heroína. Me habría clavado un cuchillo en el cuello con que sólo hubiera abierto la boca.
Me froté la garganta al decir aquellas palabras, capaz de sentir todavía el metal frío presionándome la piel. Volví a salir al balcón y Kaspar me siguió. Me agarró de la muñeca y me atrajo contra su pecho. Sentí que me flojeaban las rodillas cuando me levantó la barbilla y me estudió la cara. Sus ojos habían recuperado su habitual tono esmeralda.
—¿Por qué no estás más enfadada conmigo? Yo estoy enfadado contigo, y es tu padre quien tiene la culpa, no tú.
—Lo estoy intentando —contesté secamente—. ¿Por qué quieres que esté enfadada?
Hizo un mohín perfecto con los labios y la picardía centelleó en sus ojos.
—Pues la verdad es que estás muy buena cuando te enfadas. —Le lancé una mirada furibunda y me revolví entre sus brazos hasta que me dejó marchar—. ¿Ha sido inapropiado? —me preguntó, esbozando una sonrisa avergonzada.
—Sólo un poquito —reí, y me pasé una mano por el pelo para apartarme el flequillo de la cara—. Dios, tenemos muchos problemas —añadí.
—Problemas enormes —remachó.
Y en aquel momento oímos unos crujidos seguidos de un rugido. Ambos nos dispusimos a averiguar qué ocurría. Me asomé por la barandilla y luego me volví para mirar detrás de la mansión. Sobre la colina que había tras el edificio ascendía una gran columna de humo, y debajo de ella no pude distinguir más que unas cuantas lenguas de fuego lamiendo el aire por encima de las copas de los árboles, cerca de Varn’s Point.
—La almenara —susurró Kaspar, y la comprensión le inundó el rostro.
Una sensación ominosa me invadió el estómago. Había una razón por la que se estaba convocando al reino a la corte: el consejo al completo iba a reunirse, y yo estaría allí. Sabía lo que tenía que hacer en aquella reunión, pues la reina me lo había explicado, pero llevarlo a cabo podría no resultar tan sencillo.
—Lo siento —dijo Kaspar—. Por todo.
Estaba apoyado contra la barandilla, con las manos descansando sobre la piedra, y contemplaba el fuego que se hacía cada vez más alto y el humo que se volvía más espeso y negro. Yo distinguía el sabor del hollín en mis labios y el olor a quemado que impregnaba el aire y mi ropa.
—Yo también —susurré también sin apartar la mirada del fuego.
Le puse la mano derecha sobre su izquierda y él le dio la vuelta y entrelazó nuestros dedos. Ninguno dijimos nada y en aquel momento se abrió la puerta de su habitación. Una doncella —Annie— entró en el dormitorio con su vestido oscuro. Pero aquel día llevaba un delantal negro, no blanco, ribeteado de esmeralda y bordado con el blasón de los Varn. Salió a la balconada y se hundió en una reverencia.
—Lady Heroína, su alteza. Su presencia es requerida de inmediato en la reunión del consejo.
Me dio un vuelco el corazón y Kaspar me agarró la mano con más fuerza.