VIOLET
«El bosque rebosa vida esta noche —pensó—. Aunque “vida” no es exactamente la palabra más adecuada».
Los canallas y los asesinos habían desaparecido, ahuyentados por los guardias de Varnley debido a la celebración de Ad Infinítum. El consejo también había olvidado, al menos durante unos días, el plan de Michael Lee para rescatar a su hija. La sabiduría popular y las leyendas habían llegado para reemplazarlo: la Profecía.
Suspiró. Llevar una doble vida lo había dejado agotado. Era un alivio pasear entre los árboles con su verdadera personalidad, y no como la figura de la capa que el bosque había aprendido a temer.
El personaje que había adoptado en sus años jóvenes había desaparecido. Se había dado a aquella vida para ser lo más canalla que pudiera —una rebelión, quizá, contra la autoridad—, pero le había salido el tiro por la culata y la máxima ironía era que se había convertido precisamente en aquello de lo que intentaba escapar: un hombre, no un joven, dispuesto a apoyar a aquella autoridad.
Un conejo correteó a sus pies, pero lo ignoró, pues no tenía sed después de haber bebido antes de la cierva.
Se prometió en silencio a sí mismo que los días en los que merodeaba por las catacumbas y las ciénagas ya no serían más que recuerdos. Ya se había cobrado bastante venganza sobre los asesinos y los cazadores del bosque.
No paraba de darle vueltas a la cabeza. Estaba seguro de que no pasaría mucho tiempo antes de que Michael Lee fuera a por su hija. Habían pasado meses, y él era un gran estratega: aquella era la oportunidad perfecta para atacar, cuando todo el reino le había dado la espalda para mirar hacia las Heroínas. Violet Lee no sería olvidada, como sí los había olvidado ella.
«Su casa era el mejor lugar para ella…»
Pero ella se negaba a avanzar, no seguía adelante. ¿Cómo podría? Tenía a su alcance todo un mundo dentro de otro mundo: uno al que casi se une.
«Pero Varnley sería un lugar peor para ella».
La parte vieja del bosque se fue tornando gradualmente nueva cuando la figura de la capa —que ya no llevaba capa— comenzó a disminuir la velocidad y a aproximarse al claro. Y sabiendo que lo oiría, habló en su mente con una voz que a Violet le resultaría más que familiar.
«Perdóname, Nena, por favor».
«Perdóname, Nena, por favor».
Me incorporé sobresaltada. Todo el aire de mis pulmones se vació en una sola respiración y de repente sentí el pecho dolorosamente vacío. Abrí los ojos de golpe, y la luz lo invadió todo y me reveló la escena que se desarrollaba ante mí.
«Kaspar. Es Kaspar».
Diez pares de ojos preocupados se volvieron hacia mí e, inmediatamente, tomé conciencia de uno de ellos: de color esmeralda y perteneciente a una figura que regresaba al círculo.
«No puede ser. ¿Cómo puede ser él?»
Kaspar, sin capa, con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta negra, con el cuello levantado, pasó por delante del fuego sin que apenas nadie lo notara excepto yo. Los demás habían vuelto a centrarse en apagar el fuego y recoger las latas de cerveza vacías… Todos salvo una: la mirada de Rosa de Otoño seguía abrasándome la espalda.
«Kaspar no puede ser la figura de la capa. Simplemente no es posible».
Mi mente estaba acelerada. Pero mi corazón se había encogido. Conocía la voz que acababa de resonar en mi cabeza hacía sólo unos segundos. Me había llamado «Nena».
«Nadie más me llama así».
Pero mi parte racional se impuso. Creía en mis ojos, y mis ojos habían visto a Kaspar y al canalla de la capa en la misma habitación justo antes de que saliéramos hacia Londres hacía un par de semanas. No tenía sentido.
Lo escudriñé mientras él rodeaba los restos del fuego. Después, me puse en pie con dificultad.
—No me mires así, Nena, no es de muy buena educación.
Sabía que mi mirada era acusadora, pero albergaba la esperanza de ver confusión en su rostro, o al menos algún tipo de comprensión hacia mi enfado, incluso los ojos suplicantes de un hombre que acababa de rogarme que lo perdonara. Pero no hubo nada. Su sonrisa de arrogancia se desvaneció, se encogió de hombros y echó a andar tras Alex y Charlie, que ya se abrían paso por un sendero que se alejaba del arroyo.
Lo observé mientras se marchaba, y la silueta de una figura envuelta en una capa negra lo perseguía mientras se dirigía hacia la colina. En los brazos de la figura yacía la forma inerte de una muchacha medio desnuda, con el cuello agujereado y rezumando sangre.
Vislumbré un borrón dorado, y aparté la imagen de mí centrando la mirada en Rosa de Otoño, que se echaba una capa sobre los hombros y se apresuraba para alcanzar a los demás. Respiré hondo, aparté de mi mente el nombre de la chica muerta y los seguí.
«Por favor, Dios mío, no permitas que sea Kaspar».
Con un último y doloroso paso, salí de los árboles y llegué al claro conocido como Varn’s Point, que acababa convirtiéndose en un montículo de tierra coronado por una roca enorme. El suelo estaba cubierto de matorrales y húmedo a causa de la escarcha, que crujía bajo mis pies y se iba iluminando a medida que el sol ascendía. La luz se deslizaba por la roca, que era el doble de alta que de ancha, y proyectaba una sombra larguísima. Había unas muescas cinceladas en uno de sus lados, con el tamaño justo para servir de apoyo a pies y manos.
Kaspar dio unos cuantos pasos atrás para coger carrerilla y se lanzó hacia ella con una expresión inmutable. De un salto, se encaramó a lo alto de la roca y nos lanzó una mirada engreída desde arriba, casi retando a los demás a que hicieran lo mismo.
Con una carcajada, Alex lo siguió y saltó cuatro veces su altura para unirse a Kaspar encima de la roca. No pasó mucho tiempo antes de que los demás hicieran lo mismo. No obstante, Cain parecía estar dudoso y al final optó por trepar. Me hizo un gesto para que me uniera a él.
Titubeante, me acerqué. No solían darme miedo las alturas o caerme; pero sí ponerme en ridículo. Me desabroché el abrigo y lo dejé caer en el suelo junto a las mochilas. No habría sido más que una molestia a la hora de trepar. Sabía que debía de tener una pinta horrible y que probablemente me congelaría sólo con una camiseta y unos vaqueros, pero el abrigo abultaba demasiado para escalar con él puesto.
Metí el pie en una hendidura. Cain me dedicó una sonrisa de ánimo y comenzó a subir a mi lado para indicarme los mejores huecos de apoyo. Cuando llegamos a la cima, me ofreció una mano que acepté agradecida. Con un solo tirón, me ayudó a sobrepasar el borde y a ponerme en pie.
La vista era increíble. El sol salía a lo lejos por el este, una bola de fuego que flotaba justo por encima de los comienzos del mar del Norte y el final del estuario del Támesis. El agua no estaba azul, sino negra; no había ni una sola nube en el cielo, que se cernía sobre una franja anaranjada. Un poco más cerca, el río Támesis serpenteaba tierra adentro y las ciénagas que se extendían por sus bordes terminaban por dar paso a pinos que ascendían colina arriba hasta desembocar repentinamente en robledales imponentes que, a su vez, daban paso a una larga y difuminada extensión de verde más claro: los jardines de la mansión de los Varn, muy por debajo de nosotros. Sobre las copas de los árboles no podía distinguir más que unas cuantas torres pálidas.
—Bonito, ¿no? —dijo una voz a mi espalda.
No tuve que darme la vuelta para saber que era Kaspar, que estaba extrañamente cerca… tan cerca que no me atreví a moverme por miedo a tocarlo.
—Algo va mal, ¿verdad, Kaspar? —murmuré, sin apartar la mirada del resplandor que el sol proyectaba sobre el agua.
Sentí que su frialdad se alejaba un poco.
—No.
—No me mientas. —Reí sin ganas—. Se te da fatal.
Se produjo una pausa. Entonces, sentí de nuevo un aliento gélido en la espalda cuando se inclinó hacia mi oreja.
—Has oído a mi padre hablar de la responsabilidad. —No era una pregunta, los dos sabíamos que así era—. Y sabes que mi responsabilidad es para con el reino. —Tragué saliva—. No quiero gobernar ese reino solo, Violet. —Mi corazón se saltó un latido y yo lo maldije por miedo a que Kaspar oyese el efecto que tenía sobre aquel órgano en particular—. Quiero a alguien a mi lado que sepa cuándo estoy mintiendo, que me haga frente y que conozca lo peor de mí. Pero lo que quiero y mi deber no siempre coinciden y…
Volví la cabeza hacia la derecha.
—¿Qué es lo peor de ti?
—Tú sabes qué es lo peor de mí, Nena. Lo has visto.
—No —exhalé.
«No podía ser él. Simplemente no podía».
—Sabía desde hacía tiempo que alguien estaba entrando en mi mente y cuando Fabian me contó lo de tus sueños, todo encajó —continuó. Su voz parecía un zumbido. No sonaba como si estuviera hablando de algo extraordinario—. No puede ser una coincidencia, teniendo en cuenta que llevas mi sangre. Es poco habitual, pero no inaudito, que los dampiros sean capaces de entrar en la mente de otro.
Su explicación cayó en oídos sordos. Ni siquiera pude obligarme a corregirlo respecto a cuándo habían comenzado los sueños: antes de que me convirtiera en una dampira.
«Este hombre… este hombre en el que he aprendido a confiar y por el que siento algo, el hombre por el que estoy dispuesta a renunciar a mi humanidad, no es el mismo animal que merodea por el bosque como un canalla». Aquel monstruo no era el príncipe del reino, el heredero al trono. Pero incluso mientras aquellos pensamientos me atravesaban la mente, seguía viendo el cadáver grisáceo de la joven que había matado en la feria, no tan distinto al de la muchacha de las catacumbas.
—No —repetí.
—No quieres creerme, ¿verdad, Nena?
Sacudí la cabeza y di un paso atrás.
Kaspar bajó la vista.
—Ojalá me aceptaras como vampiro y abandonaras esa ilusión de que soy algo que no soy.
Di otro paso atrás.
—No juegues con mi mente, Kaspar. «No juegues con mi corazón».
—No lo hago.
Aquello fue lo último que oí antes de que el suelo desapareciera de debajo de mis pies y gritara, gritara mientras una mano, moteada y llena de cicatrices, cogía la mía y una mirada ambarina se clavaba brevemente en mis ojos, hasta que empecé a dar tumbos, arrastrando a Rosa de Otoño conmigo.
Pero el suelo no se precipitó hacia nosotras; y tampoco aterricé estrepitosamente. Más bien posé la espalda con delicadeza sobre los matorrales húmedos, ni siquiera desmadejada. Rosa de Otoño ya estaba de pie, completamente ilesa. Con cautela, me incorporé sobre los codos y sentí que un intenso dolor me recorría el antebrazo, como si alguien me hubiera clavado un cuchillo en la muñeca. Apoyándome sobre el otro brazo, me obligué a mirar.
Tenía un corte profundo e irregular desde la mano hasta el codo, estaba cubierto de tierra y me escocía como si alguien me hubiese echado vinagre por todo el brazo.
Me puse en pie como pude y Rosa de Otoño me agarró de inmediato del codo sano y me alejó a tal velocidad que tropecé. Me habría caído sin remedio si ella no me hubiese estado sujetando, al parecer sin darse cuenta de que casi la estaba tirando al suelo. Se volvió y le gritó algo a Fallon en su lengua y, cuando rodeamos la roca, eché un vistazo atrás.
Los vampiros no parecían estar afectados. Se habían agrupado junto al límite del bosque, sin ni siquiera mirar hacia nosotras. «Entonces ¿a qué viene tanta urgencia?» Siguió tirando de mí y no dijo ni una sola palabra hasta que nos detuvimos cerca de la pila de abrigos.
—Haz presión en la parte interna del codo —me aconsejó, señalándome el brazo.
Lo hice y Rosa de Otoño comenzó a pasarme un dedo por todo el corte. Aquello hizo que me escociera aún más. Mientras murmuraba algo en voz bajísima, el cuenco que había formado con su mano se llenó de agua y me la derramó sobre el brazo. Hice un gesto de dolor cuando el agua fría fluyó por la herida, y aparté la mirada mientras abría y cerraba el puño en un intento por combatir el escozor.
—¿Has sido tú la que ha impedido que nos cayéramos? —pregunté, tratando de ignorar el hormigueo que me recorría los dedos.
—Sí —contestó cuando una punzada particularmente dolorosa me atravesó el brazo.
Mascullé un «gracias» con los dientes apretados y me pregunté en silencio cómo podía haber actuado con tanta rapidez… debía de estar cerca. «¿Habrá oído lo que ha dicho Kaspar?»
Por alguna razón, me preocupaba que supiera que Kaspar y yo éramos… bueno, ni siquiera estaba segura de lo que éramos… y desde luego que no estaba segura de lo que éramos si él era la figura de la capa. Pero ¿cómo podía serlo? Estuvo en la misma habitación que aquella figura antes de que nos marcháramos a Londres. Pero la duda comenzaba a invadir mi mente. «¿Por qué iba a decir que él es la figura si no lo fuese? A fin de cuentas, el del vestíbulo de la entrada podría haber sido cualquiera».
Pasó un minuto y el cosquilleo aumentó. Era como si me estuvieran lanzando contra el brazo una aguja tras otra… Pero no me importó, porque a medida que aumentaba aquella sensación sangraba menos.
«Más importante aún, ¿puedo perdonarlo?» Había matado a mucha gente durante sus merodeos nocturnos. A los canallas y a los asesinos los mataba en el nombre del reino, pero la imagen de la chica de las catacumbas, Sarah, se negaba a salir de mi cabeza. Y, sin embargo, conocía la respuesta a mi pregunta. No resultaba menos repugnante por ello, pero mi corazón ya lo había perdonado sin ni siquiera consultarle a mi parte racional.
«¿En qué me convierte eso? Lo que él le hizo a aquella chica fue mucho peor que lo que Ilta me hizo a mí. La mató».
—Tienes sueños sobre un hombre con una capa, ¿verdad, Violet Lee? Y también una voz.
El sonido de sus palabras me sorprendió tanto que tiré de mi brazo para liberarlo. Cuando asumí lo que había dicho, di dos pasos atrás, hasta que me golpeé contra la roca.
—¿Cómo lo sabes?
Sonrió. No fue una sonrisa tranquilizadora, sino algo más siniestro, una sonrisa cómplice, pero sus ojos la delataban: los tenía tan abiertos como los míos y llenos del mismo miedo.
De pronto, avanzó, me rodeó y cogió la mano del brazo herido entre las suyas. Bajé la mirada, asombrada ante aquel contacto. Al hacerlo, atisbé mi brazo. No quedaba ni rastro de la herida. Tenía la piel impoluta, como si jamás me hubiera caído. De mala gana, volví a mirar a Rosa de Otoño.
—Por favor, dime que tienes una vaga idea.
Su rostro sosegado e impenetrable había desaparecido y, en su lugar, había una mezcla de emociones —miedo, desesperación y urgencia— que tomaba forma en sus ojos como platos y sus labios separados.
—¿De qué? —pregunté despacio.
Me soltó la mano y dio un paso atrás.
—Hace dieciocho años, nació la segunda hija de un prometedor parlamentario y su esposa en Chelsea, Londres. Aquella misma noche, un grupo de vampiros jóvenes había salido a cazar en Westminster. Entre ellos estaba Kaspar Varn, que oyó por primera vez aquella noche una voz en su mente que lo fastidiaría durante los siguientes dieciocho años. —Se quedó callada y retrocedió otro paso. Yo no dije nada. No podía decir nada—. Casi desde el primer momento en que lo viste, comenzaste a oír una voz en tu mente. También empezaste a tener vívidas pesadillas.
—Para —supliqué. Apreté la espalda contra la roca como si albergara la esperanza de que me tragase.
—Tú eras aquella niña, Violet Lee, y Kaspar es tanto la figura de tus sueños como tu voz, del mismo modo que tú eres la suya.
Con la mirada baja, calibró mi reacción, al igual que había hecho con Kaspar el día anterior. Tras ella, veía que la luz avanzaba hacia nosotras a medida que el sol ganaba altura en el cielo y emergía por detrás de la roca.
—Estás mintiendo.
—No miento, Violet Lee.
Me agarré a las hendiduras de la roca. Lo de la figura de la capa podía creérmelo. «Pero ¿ser una voz en su mente sin saberlo? ¿Durante dieciocho años? ¿Toda mi vida?»
—Estás mintiendo porque yo lo sabría si fuera su voz.
Suspiró.
—Tu voz es subconsciente. No tienes conciencia de que tu mente está vinculada a la suya, del mismo modo en que él no es consciente de que la suya está vinculada a la tuya. Pero ojalá fuera mentira, Violet.
Su voz fue apagándose hasta convertirse en silencio, pero noté el pesar que la teñía al final. Sin embargo, aquella lástima tan sólo empapó mis emociones, que ya estaban hechas jirones y en vilo. Oculté la cabeza entre las manos, derrotada.
—¿Por qué me estás contando esto?
—Porque no queda tiempo.
—¿No queda tiempo para qué?
Levanté la cabeza poco a poco para mirarla a los ojos, dorados y llenos de simpatía.
—Para elegir.
—¿Qué quieres decir? —resoplé. «Otra vez esa palabra: Elegir».
Bajó la mirada al suelo y no la movió de allí ni un solo momento mientras hablaba, casi con culpabilidad:
—La primera Heroína es, en efecto, de sangre noble, Violet. Y tampoco está fuera del control de la corte de Athenea, aunque como Heroína prevalece incluso sobre el más grande de los reyes.
«Anoche no tenía por qué hacer la reverencia…»
«Estás descuidando tus modales, Rosa de Otoño. Recuerda que estás en presencia de la realeza».
—Su abuela murió sola para que ella pudiera despertar a las nueve, pues aquello la convertía en la última sabia de su familia.
«Sola la primera inocente muere…»
—En resumen, Violet, es la última de los caídos.
Frente a mí no había una muchacha bañada por la luz del sol, sino una chica a la que acababa de conocer, cubierta con una capa y haciendo una reverencia con la más pequeña de las sonrisas en la oscuridad de la noche.
«Rosa de Otoño, de la casa de Todos los Veranos, su alteza».
—Tú —susurré—. Tú eres la primera Heroína Oscura.
Asintió mirando al suelo. Durante un minuto no pude apartar la mirada de ella, antes de cerrar los ojos al darme cuenta de mi estupidez. Era tan obvio… Lo habíamos tenido delante de las narices todo aquel tiempo.
—Yo… ¿Por qué no has dicho nada antes? ¿Por qué has mentido?
—Porque… porque… —Comenzó a retorcerse las manos—. Porque tengo que condenar a otra al mismo camino que yo. Ahora. Aquí.
«Es mi deber asegurarme de que mueres antes de que llegues a consumar tu destino… No tendrás elección, Violet Lee. Así que no solloces, criatura, porque esta noche voy a salvarte».
Cuando las palabras de Ilta retumbaron y después murieron, me invadió una especie de serena aceptación. Recosté la cabeza lentamente contra la roca y me pasé los dedos por el pelo.
—Sabes por qué estoy aquí —dijo con suavidad.
«A dondequiera que vaya la segunda Heroína, allá irá la primera. Ninguna persona en su sano juicio quiere quedarse sola durante mucho tiempo con un destino así».
—Pero la única persona que conozco que ha muerto es Greg; eso no son dos inocentes —razoné en voz baja tratando de buscar errores en lo que sabía que estaba a punto de decirme.
—Tu hermano fue el primero. La reina Carmen fue la segunda.
—Pero yo no soy vampira —le murmuré a la oscuridad que reinaba detrás de mis párpados cerrados.
—«Ni nacimiento, ni tiempo, ni elección tiene», Violet. La segunda Heroína nunca estuvo predestinada a nacer vampira. Pero debes convertirte para cumplir la Profecía y ser la segunda Heroína. Y pronto.
La escarcha se estaba derritiendo a toda prisa, y el sol comenzaba a ser una mancha débil tras unas nubes oscuras y amenazantes que sin duda traían lluvia. Las contemplé mientras me obligaba a mantener la calma.
—No quiero esto. No puedo ser parte de esto. No sé nada en absoluto sobre los seres oscuros, Rosa de Otoño. —Mi voz sonaba extrañamente serena en comparación con mi tempestad interna—. Hace cuatro meses ni siquiera sabía que todo este mundo existía. No me dejaré arrastrar hacia algo así.
—No tienes elección.
«No tienes elección. ¡Nunca la tuviste! Nadie elige su destino cuando se mezcla con los seres oscuros. ¡Nadie! ¡Despierta o muere soñando, Nena!»
Se apartó unos cuantos rizos de la frente y se volvió hasta darme la espalda.
—Si eliges ignorar la Profecía, Violet, tus dos mundos se destruirán mutuamente y se llevarán la mayor parte de esta dimensión con ellos. —Sacudió la cabeza como para aclararse las ideas—. El pecado de tu padre está saliendo a la luz, y si tú no lo traicionas, tal y como dice la Profecía, y juras lealtad a los vampiros, tu familia morirá a manos del hombre que quieres.
«Lo perseguiré y primero mataré a su amor… me beberé toda la sangre de sus hijos… violaré a sus hijas. Haré que ese demonio sin corazón sufra».
La caja negra de mi mente se agitó y su lacre comenzó a agrietarse por los lados.
—No tengo elección… —susurré, y noté que las piernas empezaban a fallarme.
—Si… si pudiera darte tiempo, Violet, lo haría. Pero no puedo, y lo siento…
Cuando habló, miró hacia más allá de mí, de la roca y de los árboles de Varnley. Miró a lo lejos, hacia un punto naranja y tembloroso en una ladera muy distante. Apareció otro a su izquierda, más grande, más cerca.
—Están encendiendo las almenaras —murmuró, y dio unos cuantos pasos inseguros alrededor de la roca. Seguía con la mirada clavada en aquellos puntos de fuego, como si estuviese completamente fascinada—. Tengo que irme. Saben que estoy aquí.
Retrocedió unos cuantos pasos antes de que su expresión se suavizara y volviese de nuevo a mi lado para cogerme de la mano con una fuerza antinatural.
—No les digas lo que eres hasta que yo te avise. Pero sólo puedo conseguirte unas cuantas horas de normalidad, nada más que eso.
—¿Unas cuantas horas de normalidad para hacer qué?
Echó un vistazo hacia atrás sobre su hombro, inquieta, y luego se dio la vuelta de nuevo y me cogió ambas manos.
—Para seguir a tu corazón.
«—¿Y si fuese alguien a quien conocieras?
»—Pues entonces que el destino se apiade de su corazón».
Sin más, Rosa de Otoño se volvió y comenzó a caminar en dirección a los árboles con la mirada clavada en Fallon. Kaspar la siguió de cerca, observando primero a uno de los sabios y luego al otro, hasta que se dio la vuelta y miró por encima de las copas de los árboles hacia donde una tercera almenara había empezado a arder.
«¿Y Rosa de Otoño me va a dejar sola con esto?»
Cuando llegó cerca del grupo, la joven se echó la capa sobre los hombros y yo fui a coger mi abrigo. Algo se cayó del bolsillo interior y, al mirarlo, me di cuenta de que era la revista que ella me había dado la noche anterior. La contemplé durante un instante, la cogí del suelo y volví a meterla en el bolsillo.
Fallon salió al encuentro de Rosa de Otoño y ambos intercambiaron unas palabras antes de que el príncipe sabiano se volviera hacia la mirada de protesta de Kaspar y le hiciese un gesto de despedida con la mano. Antes de que nadie pudiera decir nada más, Rosa de Otoño hizo una reverencia —su última reverencia— y, tras ponerse las capuchas, ambos desaparecieron entre un remolino de telas negras.
Nadie habló. Todas las caras expresaban lo mismo mientras se miraban entre sí. Una incredulidad total… Yo también compartía aquel sentimiento, pero por una razón totalmente distinta.
«¿Heroína Oscura?» Pero no tuve tiempo de regodearme en la duda. La adrenalina ya estaba haciendo efecto y sentí una extraña especie de determinación. «No voy a permitir que el destino destruya a nadie que me importe».
Kaspar observaba alternativamente las almenaras y el punto en el que acababan de desaparecer los dos sabianos. Tras sus iris, que se estaban tornando blancos a marchas forzadas, podía ver su mente tratando de aclarar las cosas. Sus labios no paraban de articular la palabra «almenaras» una y otra vez; parecía buscar respuestas entre los escasos matorrales. Al cabo de un minuto, su expresión se tornó perfectamente plácida. Estaba alcanzando la comprensión, y casi me dolió ver que se pasaba la mano por el pelo y se aferraba a unos cuantos mechones antes de darse la vuelta y articular la palabra «almenaras» una última vez.
—Estaba justo aquí —dijo Kaspar con la voz ahogada y cargada de incredulidad—. Nos han engañado. Y el consejo ya lo sabrá a estas alturas. Pero ¿por qué iba a venir ahora?
—Por la segunda Heroína —contestó Alex. Las palabras le salieron entrecortadas e impacientes. Le lanzó una mirada furibunda al otro y frunció el entrecejo cuando, para mi sorpresa, la desvió hacia mí—. Tiene un deber, Kaspar, al igual que tú.
Kaspar no pareció prestarle atención, porque le hizo un gesto a Alex para que lo siguiera y les ordenó a los demás que regresaran a la mansión. Luego me miró a mí.
—Cain, ve con Violet. A ti no te retrasará tanto. Y cuida de ella.
Estaba a punto de protestar y decir que no necesitaba que me cuidaran, pero Cain se me adelantó.
—¿Ya volvemos? Pero ¡si el sol apenas ha salido! ¿Qué prisa hay? Tampoco es que podamos hacer nada. Nuestro padre se encargará de todo.
Kaspar suspiró, con los ojos de un blanco turbio, un tono peor que el rojo o el negro, pues les arrebataba toda su humanidad.
—No eres lo bastante mayor para recordar la última vez que se encendieron las almenaras, Cain. Y eso es porque sólo se encienden cuando las cosas se ponen muy mal. Son una llamada a la corte. Dentro de sólo unas horas, todo el reino acudirá en masa a Varnley y esperará obtener respuestas sobre la Profecía. Respuestas que no tenemos.
Cain se fijó en las llamas de color naranja que titilaban en el horizonte, cerró la boca y asintió sumisamente.
Kaspar, por su lado, la abrió como si fuera a decirme algo y el corazón se me encogió, en parte a causa del miedo y en parte a causa de la anticipación. Pero volvió a cerrarla y centró su atención de nuevo en Cain.
—Cuídala —repitió.
Y con aquellas palabras, Alex y él se internaron a toda prisa en el bosque.
Se me cayó el alma a los pies. Podría haberme quedado allí durante horas con la mirada clavada en el punto por el que se habían marchado, intentando encajar a la desesperada las piezas del rompecabezas de todo lo que había ocurrido en los últimos quince minutos, pero aquello no era una opción. Los demás se estaban dispersando y Cain me miró mientras se ajustaba al hombro la correa de la funda de la guitarra de Alex.
—¿Te importa si corremos? Está a sólo un kilómetro y medio colina abajo, y tengo la sensación de que no queremos perdernos esto.
Me encogí de hombros y me abroché el abrigo. Sentí que la revista, en el bolsillo interior, se me clavaba en el costado. Cain dio unos cuantos pasos y empezó a trotar para ir acelerando a medida que zigzagueábamos entre los árboles. De repente se me ocurrió que era muy probable que me arrepintiera de aquello a medio camino, pero no tenía ni tiempo ni capacidad para preocuparme por ello.
Mi cerebro funcionaba a toda máquina. Era una Heroína Oscura y, por mucho que quisiera no creérmelo, sabía que había demasiado en juego para ignorarlo sin más.
«Horas». Tenía horas. Ni siquiera sabía lo que tenía que hacer con ellas. Estaba completamente a merced del sabio y de Rosa de Otoño. No sabía nada de aquel mundo, de sus dimensiones, de la política vampírica. «Lo único que sé es que no puedo permitir que mis mundos se destruyan mutuamente».
Además, en cuestión de horas todos los vampiros llegarían a Varnley, a medida que fueran ardiendo las almenaras, se propagaran las noticias sobre la primera Heroína y todos comenzasen a pensar en la segunda.
«En mí».
Las gotas de sudor me surcaban el rostro cuando salimos de entre los árboles, despojados de la vibrante cubierta que los había envuelto unos meses antes. Aquellas hojas que una vez habían sido exuberantes, que habían tenido vida, estaban ahora tan privadas de ella como los habitantes a los que rodeaban. Las habían barrido y estaban amontonadas de cualquier manera, fuera de la vista de la entrada, como si nunca hubieran proporcionado color y placer.
Pero más allá de ellos podía verse una escena más curiosa. A lo largo del camino de entrada había docenas de sirvientes. Sus cuidados uniformes parecían estar fuera de lugar entre la hojarasca de los jardines. Incluso los disciplinados mayordomos se encontraban entre ellos, y sus impolutos guantes blancos contrastaban sobremanera con su piel, que bajo el sol de la mañana se había puesto roja.
Cain serpenteó entre ellos intentando hacer que volvieran a entrar, pero como mucho se ganó unas cuantas venias. Todos miraban por encima de las copas de los árboles, y varios hablaban animadamente en pequeños grupos. Cuando me acerqué, capté unas cuantas palabras del grupo más cercano:
—Encontraron a la primera Heroína… Varnley… de vuelta a Athenea.
De pronto, uno de ellos me sorprendió mirándolos y les hizo un gesto a sus dos amigos, que se callaron inmediatamente. Me di cuenta de que uno de ellos era Annie. Se puso recta, cuadró los hombros y me miró desafiante. Incapaz de sostenerle la mirada, continué avanzando para unirme a Cain.
—Están observando las almenaras —me explicó—. No quieren entrar en razón, vamos. —Dejó a los sirvientes atrás y entró por las puertas dobles, que estaban abiertas. Dejó la guitarra de Alex junto a la escalera y se volvió hacia mí—. Voy a intentar encontrar a alguien que sepa qué demonios está pasando. Será mejor que te quedes en tu habitación.
Asentí, sin ninguna intención de seguir su consejo: en cuanto desapareció por el pasillo, me lancé hacia la escalera y subí los escalones de dos en dos para llegar cuanto antes a la habitación de Kaspar. Estaba vacía. Se me encogió el corazón.
Di unos cuantos pasos titubeantes hacia el interior. La puerta se cerró de golpe a mi espalda y di un respingo, siempre me ponía nerviosa en aquella habitación bajo la mirada de los ojos realistas y penetrantes del rey y la reina, inmortalizados en aquel óleo sobre la repisa de la chimenea. Me estremecí. No era una habitación acogedora: si la madera pudiera estar maldita, los paneles que adornaban aquellas paredes estarían condenados.
La mayor parte de los muebles, salvo la cama, seguían cubiertos con sábanas, y aquello tan sólo incrementaba el ambiente tenebroso y desangelado de la habitación. También había corriente: las puertas acristaladas del balcón estaban abiertas de par en par, así que las gasas oscuras se movían agitadas por la brisa y el sol de media mañana se filtraba a través de ellas. Unos cuantos rayos destemplados cayeron sobre el suelo como si fueran hendiduras de luz cuando estiré la mano y agarré la tela. Abrí las cortinas y me asomé al umbral. Y se me encogió el corazón por segunda vez en un minuto. Kaspar tampoco estaba allí.
Volví a entrar. Una tras otra, las preguntas descendían dando tumbos desde mi cabeza hasta mi pecho, donde el miedo no paraba de aumentar. «No soy más que una humana, ¿qué demonios puedo hacer?» De aquel miedo brotaba el resentimiento. «¿Por qué me ha abandonado Rosa de Otoño? ¿No lo entiende? No tengo a nadie. A nadie excepto a Kaspar; ¿y dónde coño está cuando lo necesito?»
«Justo aquí», dijo una voz.
Me di la vuelta con tanta rapidez que me tropecé y tuve que agarrarme a las gasas para evitar caerme.
«Eso suena exactamente igual que…»
«Qué equilibrio, Nena», dijo la misma voz… ¡Mi voz!
—Oh, Dios —murmuré.
«Has preguntado dónde estaba», contestó la voz…, o él.
«¿Así que ahora te llamas Kaspar?», pregunté con cautela en mi mente.
Se echó a reír.
«Nena, soy Kaspar. Siempre lo he sido y siempre lo seré. —Se quedó callado y se corrigió a sí mismo—: En realidad, soy una versión diluida de su personalidad encarnada en tu subconsciente desde tu nacimiento, pero no compliquemos las cosas».
—¿Lo has sabido durante todo este tiempo? —le espeté cuando me di cuenta de que estaba manteniendo una conversación con mi propia mente… una mente que contenía toda la impertinencia de Kaspar. «Fantástico».
«En realidad no —respondió—. Sigo siendo tu mente y sólo puedo descubrir las cosas cuando lo haces tú».
—Vale, Kaspar diluido, ¿te importaría callarte? —le pregunté a la habitación vacía mientras me desplomaba sobre la cama vacía y caía de espaldas encima de las sábanas.
Los pies me colgaban por el borde y comencé a balancearlos, de manera que golpeaba el colchón con los talones una y otra vez. Recordé la última vez que había estado allí tumbada, completamente desnuda entre los brazos de Kaspar. Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios.
Recuperé la seriedad de inmediato. No podía olvidarme con tanta facilidad de lo que me habían revelado, y si no se lo contaba a alguien pronto estaba segura de que el pánico comenzaría a dominarme.
«Pero ¿de qué vale dejarse arrastrar por el pánico?»
Me quité las zapatillas y los calcetines, y agradecí la brisa fresca que entraba por las puertas abiertas del balcón. Ladeé la cabeza y empecé a plantearme ir a buscar a Kaspar, pero de repente me llamó la atención un triángulo de algo blanco que había debajo de la almohada y que destacaba sobre el negro de las mantas.
Me estiré sobre la cama y lo cogí entre el índice y el pulgar. Tiré y aparté la almohada.
Se trataba de una bola de papel casi amarillo. En las partes más arrugadas podían leerse palabras al revés, escritas con una caligrafía elegante. Atónita, la extendí sobre la cama.
Entonces, se hizo evidente que en realidad eran dos hojas de papel y que ambas estaban escritas con una caligrafía idéntica, que llevaban una firma y un escudo de armas idénticos en la parte baja. Cogí la más cercana; la letra era difícil de descifrar porque el papel estaba muy deteriorado, pero cuando conseguí leer las primeras palabras, casi se me cae de la sorpresa.
Queridísima Beryl:
Claro está, además de llevar el escudo de armas de la familia real, estaba firmada como «Reina Carmen». Me tragué un incómodo nudo que se me había formado en la garganta y dejé la última carta de la reina sobre la cama. Allí estaba. Por tercera vez.
Cogí la otra hoja de papel. También la habían doblado y desdoblado, pero no estaba tan desgastada: el papel era más grueso y tenía un ligero aroma almizclado, como si hubiera estado guardada durante mucho tiempo. De un extremo del papel colgaba un lacre de cera rasgado, y la página mostraba dos pliegues definidos por donde la habían doblado con bastante precisión.
Le di la vuelta y vi que estaba escrita por los dos lados, aunque mucho más en el segundo. La caligrafía era indudablemente la misma que la de la otra carta. Comencé por la cara con menos letras y me fijé en la fecha: había sido escrita justo el mismo día que la otra carta.
Un escalofrío me recorrió la espalda cuando me di cuenta de a quién iba dirigida: a Kaspar. Me senté recta y cogí el papel con ambas manos.
Mi querido y amado hijo Kaspar:
Un aviso, dulce niño: me voy a Rumanía dentro de una semana, y no me marcharé sin confiarte lo que sé. Pero te aconsejaría que no lo leas hasta que debas hacerlo: si estás en paz, hijo mío, no vuelvas la página. Sé que eres lo bastante sensato y recto para hacer caso de mis palabras.
Tuve otro escalofrío y me pregunté si debía darle la vuelta a la página. Pero Kaspar lo había hecho, era evidente, y no pude desembarazarme del anhelo de saber qué lo había llevado a no respetar el deseo de su madre.
«Venga, hazlo», me espoleó mi voz con impaciencia, así que le di la vuelta a la página y comencé a leer de nuevo:
Asumiré, Kaspar, que si estás en posesión de esta carta es porque he desaparecido de este mundo y ya no puedo transmitirte mis conocimientos con un abrazo de madre… algo que lamento profundamente. Son mis propios errores los que me han llevado a escribirte esta carta, pues debería haber sido sincera contigo desde el principio. Pero no podía destrozar tu felicidad, hijo mío, y primero te pido perdón por mi debilidad.
En segundo lugar, te pido que no te enfades con tu padre, como sin duda lo harás. Sé que lo que te dirá no tendrá sentido y que podría parecer otro de sus caprichos, pero debes entender que lo que hace es por tu propio bien. Debes comprender que yo lo aleccioné para que actuara de ese modo, así como para que te empujara a leer esta carta cuando se hiciera evidente que tenías que hacerlo. Cómo lo haga será su elección, pero no te enfades con él. Es tu padre y lo hace todo por amor.
Antes de explicarte lo que podría justificar esas palabras, te diré que puedes confiar en Eaglen y en Arabella como confidentes para lo que te contaré a continuación. Por supuesto, tu padre también lo sabe. A petición mía mantienen una vigilancia callada, pero los tres escucharán tus preguntas de buen grado.
Para apreciar de verdad lo que tengo que decirte, debo retrotraerte a muchos milenios antes de que tú o cualquiera de tus hermanos hubieseis nacido. Durante un verano particularmente caluroso en Rumanía, tu padre y yo viajamos en visita de Estado a Athenea, donde nos recibieron el por aquel entonces joven rey Ll’iriad Alya Athenea y su esposa, embarazada de su primer hijo.
La corte de Athenea era un lugar vibrante, lleno de los más celebrados filósofos, académicos y astrólogos; era el centro de todo lo que se consideraba revolucionario dentro de las nueve dimensiones. Uno de aquellos afamados pensadores era un tal Nab’ial Contanal, cuyo prestigio iba en aumento tras hacerse merecedor del mecenazgo real por la Profecía de las Heroínas que tan conocida te resultará. Cuando nos presentaron, me sentí inmediatamente asombrada por su fervor en la creencia de que se les debería otorgar el mismo estatus al hombre y a la mujer —algo que muy pocos habíamos contemplado en aquella época— y me descubrí escuchando con gran atención sus charlas durante las muchas cenas y bailes que compartimos.
Como ya te he comentado antes, el verano estaba siendo extrañamente caluroso y una tarde, mientras paseaba sola, confieso que la humedad me debilitó. Contanal, que pasaba por allí y descubrió mis apuros, se ofreció para dejarme descansar en su cercana morada, que estaba a la sombra y de espaldas al sol del mediodía. Aunque era inapropiado, acepté su oferta… aún hoy, sigo sin saber por qué.
Fue allí, medio mareada, donde presencié un discurso de lo más extraordinario. Contanal, sin dejar de caminar de un lado a otro entre sus atestadas estanterías, comenzó a contarme muy agitadamente que sus visiones sobre las Heroínas no habían terminado con sus doce estrofas anteriores. Había comenzado un segundo trabajo a partir de la segunda Heroína, cuyo corazón era el que más lo fascinaba.
Por primera vez desde que Rosa de Otoño y yo habíamos hablado en Varn’s Point, un sentimiento de verdadera intranquilidad se apoderó de mí. Aquello era real. Yo era una de las Heroínas sobre las que aquel profeta, Contanal, había escrito hacía miles de años.
Comenzó a detallarme, con lo que años después descubriría que era una exactitud sorprendente, acontecimientos que yo no podría haber previsto o imaginado en aquella época. Me contó que tendría seis hijos —cuatro niños, dos niñas— antes de pasar a decirme los nombres que tu abuelo os pondría y vuestras fechas de nacimiento exactas. Pero en seguida se hizo obvio que sólo estaba preocupado por el cuarto hijo, un niño… tú.
No soy ajena al poder del destino, pero lo que me explicó a continuación era casi inimaginable. Tampoco pretendo comprender las costumbres de los sabios, ni cómo emplean la magia que corre por sus venas, pero su percepción era antinatural. En realidad, pensé que sus ideas eran retorcidas, pero en el fondo sabía que eran verdad.
Describió que durante la existencia de mi cuarto hijo, una chica entraría en su vida, una chica distinguida, o quizá maldita, con el título de segunda Heroína. La vida de esa chica quedaría irreversiblemente ligada a la del reino y a la del cuarto hijo, heredero al trono. A ti, Kaspar. Me explicó que la resistencia resultaría inútil, pues el estatus de la joven os haría estar en continuo contacto. En pocas palabras, la segunda Heroína y tú estáis unidos por el destino.
Se me cayó el papel al suelo. Me agaché para recogerlo y lo agarré con fuerza. «Es por eso». Aquello lo explicaba todo: por qué el rey no permitía que Kaspar y yo nos tocáramos; por qué le hablaba de responsabilidad: Kaspar tenía un deber para con la Heroína de su reino; por qué Kaspar se había retraído tanto desde que había vuelto de Rumanía: el rey debía de haberle pedido que leyese aquella carta. Y también mi voz y mis sueños… Kaspar de nuevo.
«Está unido a mí por el destino». Pero él aún no sabía que la segunda Heroína era yo.
Una extraña mezcla de emociones se apoderó de mí, y no supe si sentirme exultante o asqueada. No tenía elección, «una vez más», y la idea de estar ligada a alguien que apenas conocía y al que había odiado hasta hacía unas cuantas semanas era inquietante.
«Aun así…»
De manera compulsiva, continué leyendo:
No te parecerá justo. Parecerá una gran injusticia. Puede que no ames a esa chica o que ni siquiera la conozcas, pero debes aceptar tu destino, por el bien del reino y de su corazón, te ame o no. Te necesitará. Convertirse en Heroína será un trance solitario, y necesitará alguien en quien confiar. Es tu deber, tu responsabilidad.
Lo necesitaría. Ya lo necesitaba.
Pero no todo está completamente perdido, dulce niño. Dos personas que se ven obligadas a estar juntas suelen aprender a amarse, con el tiempo, y ella poseerá muchas de las cualidades que tú admiras —si no las tuviera, no sería una Heroína—. En cierto sentido, podría ser una bendición para ti: si eliges casarte con ella y convertirla en tu reina, poseerás una posición política extraordinariamente fuerte. Elijas lo que elijas, esa chica permanecerá en tu vida. Pero debes sacarle partido a la situación. Recuerda tu deber para con ella y todo irá bien.
Contanal murió antes de llegar a hacer pública su segunda Profecía sobre las Heroínas y en Athenea quemaron sus papeles, o los escondieron muy bien. Muchos dicen que lo mató Extermino para asegurarse de que la Profecía nunca se completaba del todo; un rumor que yo me inclino a creer: Contanal no era un anciano y los sabios rara vez enferman. Por lo tanto, lo que percibió sobre las Heroínas (aparte de la Profecía principal) hace tiempo que se olvidó, salvo por lo que ha pasado de boca en boca. Por ese motivo, no sé si estás sólo en este trance; ni siquiera los profetas más sabios saben nada que se acerque a lo que podría llamarse la verdad completa sobre la Profecía de Contanal. Así que nunca lo sabremos, hasta que llegue el tiempo de la Heroína.
He llegado a la conclusión de que no viviré para ver ese tiempo. Si fuera a vivir más, la lógica diría que sería bendecida con un séptimo hijo, y como se acerca el peligro en forma de visita al clan de los Pierre, he tomado la decisión de escribir esta carta. Pero tú sí verás esa época, Kaspar. Así que no sufras por mí o por el pasado, por las amistades perdidas y los tiempos cambiados, porque todo eso debe ser sacrificado para crear un futuro mejor.
El destino se mueve de maneras extrañas, pero debes saber que el final es sólo realmente el final cuando todo está bien. Eres un buen hijo, Kaspar, un gran hombre, y serás el más grande de los reyes. No temas el futuro.
Te quiero, dulce niño. En la vida y en la muerte.
Tu madre,
S. A. REINA CARMEN
Dejé caer la carta sobre mi regazo. La reina sabía que se dirigía a la muerte. Lo supo siempre. Cuando le escribió aquella carta a Beryl, sabía que nunca leería la respuesta de su amiga. Sabía que nunca descubriría cómo estaba John, y que nunca encargaría un retrato de toda la familia. «¿Cómo era posible que se hubiera sentado a escribirle aquella carta a Kaspar? ¿Cómo podía haberle dicho adiós?» Era impensable.
Me invadió una nueva oleada de respeto hacia el valor de aquella mujer, y estudié el cuadro de encima de la chimenea. La reina estaba sentada, serena, con su marido a su espalda. Una sonrisa pequeña, digna, le curvaba las comisuras de los labios. Tenía una mirada perturbadora clavada en el punto en el que debía de estar el pintor, donde ahora estaba la cama. Tenía las manos entrelazadas sobre el regazo, entre los pliegues de su vestido verde jade, y en torno a su cuello descansaba el medallón que ahora era mío.
Me pasé las manos por el cuello hasta que di con la cadena. Con cuidado, me lo saqué de debajo de la camiseta y lo dejé reposar sobre la palma de mi mano.
—Sabías que ibas a morir en Rumanía, ¿verdad? —susurré. Desvié la mirada del medallón real al inmortalizado en el cuadro—. Por eso le diste a Kaspar el medallón la semana antes de marcharte a Rumanía. Sabías que me lo daría a mí, a la segunda Heroína.
Cogí la otra carta, la dirigida a Beryl, y me dispuse a buscar una frase concreta. La encontré cerca del final:
no quiero que mi hijo y heredero se ponga en peligro…
—Y por eso no permitiste que Kaspar te acompañara. Nunca tuviste intención de que esta carta se enviara. La escribiste para que nadie pudiese sospechar que algo iba mal, ¿no es así? Para que nadie pensara que sabías que no volverías de Rumanía.
Aquella revelación hizo que mi mente se acelerara y volví a fijarme en la figura inmóvil de la reina, como si esperase que me dijera que tenía razón. Pero, por supuesto, no lo hizo. No era más que un óleo.
Otro pensamiento me impactó mientras apretaba el medallón contra mi pecho: habían abierto y leído la carta, pero ¿hacía cuánto tiempo? Parecía bastante leída. «¿Cuánto tiempo hace que Kaspar sabe que está unido a alguien y cuándo planeaba decírmelo?» Mis sentimientos no habían sido precisamente un secreto para él durante los últimos días. «¿Iba a dejar que yo lo descubriese sin más, que sufriera de esa forma?» Una llamarada de ira me recorrió de arriba abajo. «¿Cuánto tiempo habría permitido que continuara así?»
«¿De qué te quejas? Lo quieres y estáis unidos por el destino. ¿No es algo bueno?», preguntó mi voz.
«Tú no lo entenderías».
«Os llevará un tiempo acostumbraros a estar unidos, eso es todo», pretendió tranquilizarme mi voz, como si fuera tan sencillo.
De pronto, oí un ruido procedente del balcón y, sobresaltada, me levanté. Vi que una sombra se movía detrás de las gasas y volví a meter las dos cartas a toda prisa debajo de la almohada. Miré de nuevo el cuadro.
«Puede que algún día encuentres algo por lo que merezca la pena vivir una eternidad».
Me fijé en el medallón que descansaba sobre el cuello de mi camiseta. Me gustara o no, Kaspar iba a tener que merecerlo. Aparté las gasas. Me puse en equilibrio sobre el umbral y me agarré con ambas manos al marco de la puerta.
—¿Quién era la figura de la capa que había en el vestíbulo de la entrada antes de que nos marcháramos a Londres?
Allí, apoyado contra la barandilla de piedra del balcón, estaba Kaspar. Debajo de él, un gran número de figuras continuaban avanzando por los terrenos en dirección a la casa, con las cabezas agachadas para ocultarlas del sol.
Suspiró:
—Valerian Crimson…
Me apoyé contra la pared, con las manos entrelazadas a la espalda. Tenía sentido que fuera Valerian Crimson con quien nos habíamos cruzado aquel día. No creía que ninguna otra familia de vampiros pudiera poseer unos ojos tan demoníacos cuando deseaban sangre. Había sido una idiota al suponer que la figura del vestíbulo de la entrada era la misma que la de mis sueños.
Recosté la cabeza contra la pared y me dejé empapar por la calidez del sol, que debía de estar quemando la piel desnuda de las manos y la cara de Kaspar.
«Hay mucho que decir, pero ninguna forma de hacerlo».
—Los sueños desaparecerán cuando te conviertas en vampira —dijo Kaspar en voz baja y sin desviar su atención de los jardines—. Nunca dormirás tan profundamente como para tenerlos.
No podía decir que estuviera decepcionada. No quería ver más de aquel lado oscuro de Kaspar que los sueños situaban en la primera línea de mi mente.
Me uní a él junto a la barandilla. A nuestros pies, las figuras, sobre todo hombres, subían los escalones hacia las enormes puertas de mármol. Llegaban por parejas y en grupos pequeños, vestidos con los colores de sus familias. De vez en cuando, un coche con aspecto de ser caro y los cristales tintados avanzaba por el camino de entrada, y los mayordomos y aparcacoches se apresuraban a abrir las portezuelas.
Desde allí podía ver hacia dónde se dirigía la mirada de Kaspar. Hacia el oeste se distinguían dos de las almenaras, temblorosas en el horizonte como estrellas en el cielo nocturno. Pero mucho más siniestras. «Una llamada a la corte». En pocos días todo el consejo y toda la corte estarían allí, en Varnley.
Pero yo no tenía días. Tenía horas.
«Dile que eres una Heroína —me instó mi voz—. Díselo ahora».
—Entonces ¿me perdonas? —preguntó Kaspar con una ligera sonrisa.
Sacudí un poco la cabeza y volví a la realidad. Apoyé los codos sobre la barandilla de piedra y luego descansé la barbilla sobre las manos.
—La verdad es que no.
Del fondo de su pecho brotó un murmullo que no sonó a sorpresa. Por primera vez me fijé en que se había cambiado y llevaba una camisa formal y unos pantalones de vestir. Al fin y al cabo, llegaba la corte.
«¡Díselo, Nena!»
«No, antes tengo que arreglar todo lo demás».
«Pues bajo tu responsabilidad queda».
—Esa chica de las catacumbas, Sarah… No la mataste para alimentarte, la mataste por diversión. Eso está mal, Kaspar.
Me miró y me di cuenta de que tenía los ojos tan esmeralda y penetrantes como la primera vez que lo había visto.
—Lo sé —contestó.
—Y entonces ¿por qué lo hiciste?
—No lo sé… Estaba cabreado.
Se aferró con más fuerza a la barandilla, pero luego levantó la mano y se la llevó a la cabeza para pasársela por el pelo. No quería ofrecer más explicaciones.
—No puedes matar a la gente porque estés cabreado.
Se derrumbó y golpeó la piedra con la palma de la mano. Tuve la sensación de que estaba a punto de ponerse a gritar, pero se dio cuenta de que por debajo pasaba otra figura y bajó la voz:
—¡Ya lo pillo! ¿Vale, Nena? No tienes que sermonearme.
Me erguí y me crucé de brazos.
—No creo que lo pilles, Kaspar.
Me escudriñó con los ojos entornados, con la boca entreabierta sólo lo justo para que pudiese distinguir los dos dientes afilados que eran sus colmillos. Suspiró y se volvió hacia la barandilla. Apoyó la cabeza entre las manos.
—¿Qué quieres que haga, Nena? No puedo convertirme en humano por ti. No puedo dejar de desear la sangre. No puedo dejar de matar. Así que, ¿qué quieres que haga? ¡Dímelo!
Me examinó el rostro en busca de respuestas, con una expresión a medio camino entre la desesperación y la exasperación. Aparté la mirada, incapaz de sostener la suya.
—Podrías empezar por ser sincero.
«Tú tampoco lo estás siendo. Así que, ¿y qué, si no iba a decirte que ya estaba unido a alguien? Díselo. Díselo ya, Nena».
—¿Sabes qué, Kaspar? Eres un egoísta y un egocéntrico, y te crees que nadie puede sufrir como tú. Pero, en serio, ¡mira todo lo que tienes a tu alrededor! ¡Es increíble!
Hice un gesto en torno a los jardines, pero él no miró.
Más bien me miró con una expresión peculiar, casi idéntica a la que tenía cuando estaba atrapada entre los brazos del rey en el baile de Ad Infinítum: el rostro de un hombre que luchaba y perdía. Permaneció así durante un instante, de modo que cerré la boca y me olvidé de mi siguiente sarta de insultos. Eché la cabeza hacia atrás y contemplé los jardines con los ojos muy abiertos, y me descubrí cayendo de nuevo en las burlas que brotaban regularmente de mis labios durante las primeras semanas.
—Eres un príncipe arrogante y estúpido, y un gilipollas engreído con un problema serio de egocentrismo, y deberías ir y meterte…
Mi frase terminó con un grito agudo cuando me puso una mano helada en el hombro y me obligó a darme la vuelta.
—Que le den al destino —gruñó.
Y sus labios ya estaban sobre los míos.
Que me tocara me sorprendió tanto que durante un instante me quedé paralizada mientras él me succionaba con delicadeza el labio inferior. Pero después me encontré rodeándole el cuello con los brazos y devolviéndole el beso con fervor. Sentí que esbozaba su típica sonrisa bajo mis labios antes de apartarse. Me puse de puntillas tratando de alcanzar sus labios, pero él me detuvo.
—Entonces ¿has echado de menos que te tocara, Nena?
Me recorrió la mandíbula con el pulgar y bajó por el cuello hasta encontrar mi vena palpitante, que latía a una velocidad mucho mayor que hacía un minuto.
—Tienes problemas de egocentrismo… —murmuré.
Le oí reír antes de que volviera a atraerme hacia sí, me levantara la barbilla y me diera un beso breve en la comisura de los labios. Lo seguí. Al fin me permitió devorarle los labios con ansia mientras su lengua suplicaba introducirse en mi boca. No dudé en darle paso. Yo también le recorrí la boca con mi lengua y la deslicé por las puntas de sus colmillos.
Noté el sabor de la sangre y mi corazón se aceleró. Kaspar debió de percatarse, porque se echó a reír y me presionó con delicadeza el labio con los incisivos mientras sus manos descendían por mi espalda. Sin ningún esfuerzo, me cogió y me colocó sobre la barandilla como si fuera una muñeca de porcelana…, una muñeca que admiró cuando dio un paso atrás. Me recorrió el cuerpo con una mirada tan intensa que casi sentí cómo se me caía la piel a tiras a causa del calor abrasador. Era vagamente consciente de que detrás de mí había una caída de unos cuatro metros y medio.
Volvió a aproximarse y entrelazó mis manos con las suyas a su espalda. Apoyé la cabeza sobre su hombro, apenas rozándole el cuello con los labios. El medallón de la reina —mi medallón— quedó atrapado entre su pecho y el mío.
—Tu padre va a matarnos —dije entre risas.
Pero él se encogió de hombros.
—Tendrá que asumirlo. —Suspiró y enredó los dedos en mi ya más que enmarañado cabello—. Violet, no me dejes jamás. Pase lo que pase, por muy mal que se pongan las cosas, no te marches nunca. Por favor.
Me aparté para analizar su rostro. Ya sabía a qué se refería.
—Kaspar, tengo que decirte algo.
Frunció el entrecejo un momento, pero luego sacudió la cabeza.
—No, eso puede esperar. Ahora disfruta. —Abrí la boca para protestar, pero me puso un dedo en los labios—. Ponme las piernas alrededor de la cintura… —me susurró al oído.
Lo hizo y, con un grito amortiguado por mi parte, me cogió en brazos. Entró en las sombras de su habitación y me dio un beso en la mejilla antes de regresar a mi boca con una urgencia que antes no había estado allí.
Yo también la sentía, pero cuando su lengua se abrió camino entre mis labios, me escabullí de su ataque. Aunque en seguida me agarró de la mano e intentó tirar de mí hacia la cama, me mantuve inmóvil, con la mirada clavada en la puerta abierta.
Allí estaba el rey, con los iris e incluso el blanco de los ojos completamente consumidos por la ira. Me miraba con una voluntad inquebrantable, y un gruñido grave escapaba de su boca. A su lado había un vampiro que identifiqué como Ashton y otro al que no conocía. Los ojos de ambos vacilaban entre el negro y el rojo.
Kaspar me colocó a su lado y me abrazó con fuerza, pero yo apenas lo noté. No podía apartar la mirada de los ojos del rey y las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas.
—Otra vez no —gruñó Kaspar—. ¡Olvídate de mi deber! ¡Es mi elección tocarla o no!
Pero el rey no lo oyó, o tal vez no le importase, porque no le contestó. Le hizo un gesto al vampiro que yo no conocía, que dio un paso al frente.
—Llévatela afuera —ordenó con voz monótona.
Kaspar se puso de inmediato delante de mí y yo comencé a retroceder.
—Pero ¿qué cojones haces?
Sin embargo, rápido como un rayo, Ashton lo agarró y le retorció los brazos a la espalda de una forma que parecía bastante dolorosa. Kaspar era más fuerte y en seguida se liberó dándole un codazo en el pecho.
Yo seguí caminando hacia atrás, con los brazos tanteando el aire que había a mi espalda hasta que di con algo sólido. El otro vampiro esbozó una sonrisa de suficiencia y comenzó a recorrer la distancia que nos separaba. Pero se oyó un quejido repentino y el vampiro miró a Ashton, que estaba empotrado contra la pared, con la mano de Kaspar alrededor del cuello.
Vi la oportunidad y comencé a deslizarme por la pared en dirección a las puertas acristaladas, que seguían abiertas. Las rugosidades de los paneles de la pared se me enganchaban a la camiseta como si fueran garras y, pese a que sabía que estaba corriendo, mis pies no parecían moverse. Incluso cuando el vampiro se lanzó hacia mí, tuve tiempo de vislumbrar el cuadro de la reina y su marido. Los ojos de Carmen estaban tan muertos y apagados como los del rey vivo que tenía delante. Atisbé el medallón que le colgaba del cuello y me llevé la mano al que descansaba sobre mi pecho. Cerré los ojos y me preparé.
«Horas».
El peso del vampiro me golpeó y solté un alarido, pero no percibí sonido alguno. Lo intenté, pero no conseguí moverme mientras todo su cuerpo me empujaba contra la pared y el aliento se me quedaba atrapado en la garganta. Cuando abrí los ojos, no veía nada más que manchas, pero poco a poco fui enfocando la mirada de nuevo y distinguí que los labios del rey se movían sin omitir ningún sonido mientras miraba en dirección a su hijo, que se apartó de Ashton para contemplarme con una expresión de derrota absoluta en el rostro.
El monarca se movió y a mí me arrastraron hacia fuera bajo la mirada silenciosa de Kaspar. Justo debajo de la mandíbula tenía clavado en la piel algo tan frío como un cuchillo. Dejé que la sensación de aquel roce me inundara, y agradecí la avalancha; el pesado olor que impregnaba el aire, cargado de perfume; la luz, la oscuridad…
Cuando pasé ante el rey, lo miré al rostro impasible, impertérrito, indiferente. Las lágrimas rodaban por mis mejillas y se abrieron las puertas; las súplicas y los gritos llenaron el pasillo mientras veía que sus ojos vacíos me seguían.
«Pero, señorita Lee, ¿qué le hace creer con tanta firmeza que la aborrezco?»
Intenté liberar mis muñecas de la presa del vampiro mientras tiraba de mí escaleras abajo, pero otras manos se cerraron en torno a mi cintura y el cuchillo me apretó el cuello con más fuerza. En la confusión, distinguí algunas caras —Cain, Fabian, Alex, Kaspar, Jag, incluso Lyla—, pero el único sonido más alto que el de mis propios latidos era el tictac de un reloj y las risitas de una niña pequeña… el único rostro que pude diferenciar entre el mar de capas y ojos negros que abarrotaban el vestíbulo de la entrada: Thyme.
Serpenteó entre las piernas de los curiosos con su vestido negro de volantes blancos y lazos plateados. Se detuvo a los pies de la escalera y se aferró al último balaustre. En sus ojos abiertos brillaba el asombro y estaba boquiabierta, pero pronto esbozó una enorme sonrisa.
—¡No mires a la princesa a los ojos, escoria! —me dijo al oído una voz fría, y el cuchillo, que cuando miré hacia abajo me pareció más bien una daga, me presionó el cuello con más fuerza.
Aparté la mirada con premura en cuanto el ruido volvió a llenarme los oídos. Percibí las frenéticas protestas de Cain y de Kaspar —suplicantes y desesperadas— entre los razonamientos de Jag y de Sky, mientras alguien me empujaba para que bajara los escalones y me agarraba del pelo. Chillé, sólo para que la daga volviese a acallarme cuando se apoyó sobre mi tráquea.
Cuando me dieron la vuelta para que quedara de cara a la escalera, vi que Lyla le tiraba a su padre de la manga y que Fabian se detenía en los escalones, paralizado de terror, mientras todos los miembros de la casa salían tras él en tropel y rodeaban su figura. Mary se dio la vuelta para esconderse entre los brazos de Jag, que movía la boca sin decir palabra, y Thyme se abrió paso entre el corro de espectadores: la familia y sus amigos; los sirvientes; el consejo…
Fuera, apenas había más luz. El sol teñía las nubes de color naranja mientras los cánticos, ardientes y libertinos, llenaban el aire del otoño, y las imprecaciones contra mí ascendían a la vez que el humo de las almenaras.
Me pusieron dos manos sobre los hombros y otras dos en los brazos y empujaron para obligarme a ponerme de rodillas. Me dejé caer, pero no dejaron de presionar, sino que me agarraron cada uno por una muñeca y me las retorcieron por detrás de la espalda hasta que chillé y les rogué que pararan. No lo hicieron.
Con los dientes apretados, levanté la mirada y vi a Kaspar, que redujo su paso y me miró con un millar de emociones ilegibles plasmadas en el rostro… Pero la dominante era el horror, evidente y distinguible.
—¡Te he dicho que no mires! —dijo la misma voz fría al tiempo que una mano me abofeteaba.
Hice un gesto de dolor, pero permanecí callada mientras la sangre se mezclaba con mis lágrimas en mi rostro. Noté su sabor en los labios e hice un gesto de disgusto.
Cuando la mano volvió a levantarse, Kaspar consiguió separarse de la multitud y avanzó hacia mí, pero sus hermanos mayores y Ashton lo agarraron y le obligaron a retroceder entre los gritos y los gruñidos del forcejeo.
—Es algo asombroso saber que morirás a manos de un hombre que ahora parece tan dispuesto a luchar por ti, ¿no, lady Heroína? —siseó una voz junto a mi oído.
Me estremecí. Giré la cabeza y me encontré cara a cara con Valerian Crimson, de rodillas, con una mano desgarrándome la muñeca y con la otra sujetando un cuchillo contra mi cuello. El brazo derecho me lo constreñía el otro vampiro.
—Lo sabías… —escupí, y unas pequeñas gotas de sangre salpicaron la grava.
Se echó a reír.
—Claro, he sabido que eras una Heroína todo este tiempo. ¿Sabes? Mi querido hijo Ilta tenía el don de la premonición, como Eaglen. Pero en lugar de comportarse como un idiota incompetente, tomó cartas en el asunto. —Me apretó la muñeca con más fuerza mientras Kaspar continuaba luchando—. ¿Sabes? Una humana no debería tener el honor de recibir un título como el de Heroína. No tienes derecho a él. Por desgracia, sin embargo, su plan se vio truncado por su propio deseo por ti y por la intervención salvadora de tu hermoso príncipe. Pero creo que es bastante acertado que él termine lo que Ilta empezó, ¿no te parece?
—Estás enfermo —murmuré con el entrecejo fruncido.
—Oye, oye —me amonestó con fingida educación—, estaba a punto de felicitarte por lo bien protegida que está tu mente: que no hayamos descubierto el pequeño secreto de tu padre durante todo este tiempo es muy astuto por tu parte. —Bajó la voz y, de soslayo, vi que sonreía—. Pero te han traicionado. Alguien ha mandado una nota.
Señaló al rey, que levantó la mano. El silencio fue adueñándose de todo poco a poco y, entre los dedos del monarca, distinguí un minúsculo fragmento de papel.
Valerian soltó una carcajada.
—Di algo respecto a que eres una Heroína y te rajo la garganta. ¿Lo entiendes, milady?
Como para demostrar que lo haría, apretó el filo del cuchillo contra mi carne y yo di un respingo. Me lo creí.
Cuando el silencio fue absoluto, clavé la mirada en el suelo, sin atreverme a cruzarla con la de Kaspar, pues sabía lo que el rey diría a continuación.
El monarca abrió la boca, su voz era un susurro áspero:
—Nos ha engañado. Fue ella. Su padre ordenó el asesinato de mi esposa. Y ella lo sabía. Lo ha sabido todo este tiempo.