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KASPAR

Las manecillas de mi reloj se movían de manera dolorosamente lenta a medida que avanzaba la noche, tediosa y agitada. Junto a mí, la suave respiración de Violet era todo lo contrario: calmada y regular, pero aun así inquietante.

Había mantenido una mano próxima a la suya durante más o menos la primera media hora, pero me vi obligado a apartarla cuando se dio la vuelta y se colocó peligrosamente cerca. Estábamos a muchos kilómetros de mi padre, pero él lo sabría. Y, aunque no se enterase, no podía tocarla. El rey tenía razón.

Mi responsabilidad no era para con Violet. Era para con otra. Siempre había sido para con otra. Puede que no lo hubiera sabido, pero era mi deber. Era la Profecía.

Allí estaba Violet, dispuesta a sacrificar su humanidad por mí, ¿y qué podía darle yo a cambio?

Fui un estúpido al dejar que se acercara tanto a mí. Un estúpido por no parar y darme cuenta de lo que estaba ocurriendo. Un estúpido por no percatarme de lo que sentía por ella hasta que nos separaron durante dos semanas. «Es una locura, está mal y va a hacerle daño».

«Y sin embargo ha sido ella quien te ha traído de vuelta, Kaspar. Ella trajo de vuelta al Kaspar que tu madre conocía», razonó mi voz.

«¿Y qué Kaspar era ese?»

No me contestó.

Contemplé el frágil cuerpo de Violet y sentí una punzada de culpabilidad. La había perjudicado, y lo peor de todo era que no era capaz de obligarme a decirle por qué. Sabía que nunca conseguiría reunir el valor necesario para hacerlo y que lo descubriría de la forma más dura: cuando lo marcara el destino.

Ya estaba muy cerca. «Es tan real…» Athenea tenía su Heroína, quienquiera que fuese, dondequiera que estuviese, y la segunda vendría a continuación.

Con un suspiro, me saqué del bolsillo un trozo de papel arrugado y doblado de cualquier manera y lo abrí. Puse los dedos en las partes más oscuras de la página, sobre las que habían caído lágrimas. «La carta de mi madre. Una de las dos».

Queridísima Beryl:

No tenía que seguir leyendo para saber lo que decía. La había estudiado ya tantas veces que había grietas minúsculas allí donde la había doblado y desdoblado una y otra vez. Era la otra carta la que me interesaba; la desarrugué y la estiré sobre mi rodilla doblada.

Mi querido y amado hijo Kaspar:

Un aviso, dulce niño: me voy a Rumanía dentro de una semana, y no me marcharé sin confiarte lo que sé. Pero te aconsejaría que no lo leas hasta que debas hacerlo: si estás en paz, hijo mío, no vuelvas la página. Sé que eres lo bastante sensato y recto para hacer caso de mis palabras.

Había estado en posesión de aquella carta desde el día en que mi madre murió; la primera vez que había vuelto la página había sido cuando mi padre me dio su carta a Beryl, una misiva que todos apreciábamos.

«Esa carta es una de dos —me había dicho mientras se apoyaba contra la piedra que coronaba Varn’s Point, la noche después de que me acostara con Violet—. Ha llegado el momento de que leas la otra». Y entonces me lo había contado. «Todo». Por qué no podíamos tocarnos. Por qué iba a mandarme a Rumanía.

Hice corriendo todo el camino de regreso, subí los escalones de dos en dos, irrumpí en mi habitación y las doncellas hicieron reverencias y mascullaron excusas atropelladas mientras dejaban caer las sábanas de entre sus manos y salían huyendo ante mis gruñidos. Arranqué las telas blancas con las que habían cubierto el mobiliario y abrí cajones y puertas hasta que encontré la segunda carta. «Tiré la carta de mi madre sobre la cama sin hacer, intacta desde que Violet se había acostado en ella. La leí. Mientras oía los latidos de Violet, que dormía en la habitación de al lado, destrozada y perpleja, no pacíficamente como lo está haciendo ahora».

Aquella carta lo cambió todo. Aun cuando ya me daba cuenta de que Violet no era un premio conseguido y desechado, sino un galardón que debía ser valorado y venerado… No era otra simple marca en el poste. Aquella carta lo cambió todo.

Me llevé esa carta a Rumanía conmigo, junto con la última misiva de mi madre a Beryl. «Y bebí hasta el delirio. Ahogué mis penas en alcohol». Con la esperanza egoísta de que Violet correspondiera mis sentimientos, pero consciente de que sería mucho mejor para ella no hacerlo.

A la vuelta, estaba desesperado por verla antes del baile, pero la política me distrajo y absorbió, pues la noticia que sellaba tantos destinos llegó cuando apenas estábamos preparados.

«La han encontrado. A la primera chica. La Heroína sabiana».

Athenea cerró sus fronteras y se negó a dar más información. Pero el baile siguió adelante. Nunca olvidaré su cara cuando mi padre le clavó los colmillos en el cuello. Nunca.

El medallón debería haber sido un adiós. Debería haberla dejado marchar, pero no podía. No cuando padre me informó de sus sentimientos por mí.

«No puedo dejarla marchar y no puedo romperle el corazón».

Al cabo de un rato, me percaté de que no podía quedarme allí sentado oyéndola dormir. Así que me levanté, me metí las dos cartas hechas una bola en el bolsillo y me alejé dejando sin atender a las voces de los demás, que me llamaban mientras me iba.