VIOLET
Una voz canadiense. Una voz que conocía.
—¿Fallon? —preguntó Kaspar con la voz ahogada y llena de incredulidad, aunque también con un ligero deje de alivio—. Y lady Sabia —añadió rápidamente, como si lo hubiera pensado unos segundos después.
Dos figuras emergieron de la noche. Una era un hombre; la otra, una chica, de tal vez dieciséis años.
Se hizo el silencio. Kaspar fue el primero en romperlo.
—Violet, esta es su alteza real de Athenea, el príncipe Fallon —me presentó, vacilante—. Y perdóname, lady Sabia, pero no sé tu nombre.
La chica dio un paso al frente para hacer una reverencia y pude verle la cara.
—Rosa de Otoño, de la casa de Todos los Veranos, su alteza.
La quietud volvió a adueñarse del claro. La chica, si es que era una chica, quedó iluminada por la luz de la luna. Llevaba una capa sobre los hombros y la capucha bajada para revelar unas trenzas largas y doradas, muy apretadas y entreveradas con mechones cobrizos y de color miel. Tenía la piel cenicienta, aunque unas cuantas pecas descoloridas le adornaban únicamente la mejilla izquierda, pues la derecha… No, todo su lado derecho estaba cubierto por un patrón intrincado, ondulante y turbulento de cicatrices. Trazos de color, abultados como cintas de bramante, tejían una red sobre su piel. Se retorcían y curvaban como venas voluminosas de color amarillo, naranja, ocre y rojo, más oscuras en torno al cuello, más claras cuando le rodeaban la cara, doradas al llegar a la frente, hasta que se desvanecían a la izquierda.
Su acompañante, Fallon, dio un paso al frente, y los ojos de la joven, del color del ámbar, se deslizaron hacia él durante el más breve de los instantes, como si buscaran reafirmación. Pronto volvieron a mirar al frente y escrutaron el claro con cautela.
—¿Rosa de Otoño? —preguntó Kaspar, sorprendido—. ¡Vaya, no te he reconocido! Has crecido. Y eres du…
—Perdona, alteza —lo interrumpió casi cantando. Su voz era dulce al oído como la música, hechizante. Pero noté que hablaba con un acento británico muy marcado, un acento de clase alta—. No he disfrutado del placer de tu compañía durante los últimos tres años. He crecido mucho durante ese tiempo. Y te estaría muy agradecida si no utilizaras ese título.
Percibí una ligerísima nota de sarcasmo, tan sutil que puede que me lo imaginara. Abría y cerraba el puño mientras pronunciaba aquellas palabras, y sus labios, carnosos y rosados, se crisparon como si estuviera irritada pero no quisiese mostrarlo. Tampoco se sentía muy cómoda hablando de su cuerpo: un tenue rubor le tiñó las mejillas y se cerró un poco la capa en torno a la cintura, donde se le había abierto. Bajo sus pliegues aprecié que tenía las caderas redondeadas, el talle minúsculo y los pechos… muy llenos, por decirlo con delicadeza. Tenía las piernas cubiertas por un par de pantis oscuros, desgarrados y rotos, bajo un par de pantalones cortos y anchos, y una camiseta de tirantes oscura. Sus botas, con cordones y hasta la rodilla, estaban llenas de barro.
Observé sin ningún disimulo las curiosas marcas de su piel y sentí un pequeño pinchazo de celos cuando me di cuenta de que Kaspar la contemplaba embobado. De repente, la muchacha me miró durante un momento, interrogante, antes de volver a desviar sus enormes ojos almendrados, ligeramente rasgados, para mirar con timidez hacia el suelo. Pero sentí que durante aquellos segundos me había observado con la misma curiosidad que yo a ella.
—Bueno, nunca se te dieron muy bien las presentaciones, Kaspar —dijo Fallon, que se acercó a él y le estrechó la mano con un cordial apretón.
Kaspar se lo devolvió, mansamente, aún sorprendido y perplejo ante su aparición, si es que mis propias emociones podían servir de guía. Por primera vez, me dispuse a mirar a Fallon. Kaspar lo había presentado como «su alteza», y estaba claro que estaba en posición de igualdad respecto al vampiro, pues no le había dedicado una venia. Era indudablemente atractivo, a pesar de las extrañas marcas que él también lucía. Tenía la piel bronceada, en marcado contraste con todos los demás ocupantes del claro. Sus cicatrices eran de color rojo oscuro, entre borgoña y teja, mientras que sus ojos… sus ojos eran del tono más eléctrico de azul cobalto que jamás hubiera visto, más brillantes incluso que los de Fabian. El cabello, rubio claro y oscuro, le caía revuelto sobre la frente, desaliñado. Alrededor de la garganta llevaba un diente de tiburón en un cordón de cuero, que quedaba enmarcado por el cuello abierto de una camisa gris oscuro, y sobre ella lucía un jersey negro de cuello de pico. También llevaba capa.
Ninguno de ellos se parecía a nada que hubiera visto antes. Eran etéreos. Y de ambos emanaba una calidez hormigueante: un calor danzarín y titilante rodeaba sus figuras de una energía intensa, tan irresistible que en seguida entendí por qué los vampiros temían a aquellas extrañas criaturas.
«Los sabios».
Fallon clavó la mirada en mí y no la apartó mientras se acercaba lentamente. Cain se hizo a un lado para dejarle pasar, observándolo con cautela. El círculo que me rodeaba se rompió y Fallon se detuvo delante de mí.
—Creo que ya nos habíamos conocido, señorita Lee.
Se inclinó para cogerme la mano, pero yo la aparté, pues no quería tocar la suya, sobre todo la zona marcada. Recordaba bien cuándo había escuchado su voz con anterioridad, hacía sólo dos semanas. Parecía que hubiera pasado mucho más tiempo. Había sido antes de que nos marcháramos a Londres, justo cuando el consejo se estaba reuniendo para celebrar un encuentro sobre mi futuro… entre otras cosas.
Mi reacción pareció cogerle desprevenido y se volvió hacia Kaspar con algo similar a la sorpresa dibujado en sus marcadas facciones.
—Entonces ¿has obedecido las órdenes del consejo?
Kaspar asintió con expresión seria.
—No le hemos dicho nada.
Su mirada buscó la mía y todas mis dudas y celos se evaporaron. Sus ojos, blancos a causa del miedo hacía sólo un minuto, habían recuperado su color esmeralda habitual, y aquel color me dio valor.
Lentamente, le ofrecí mi mano a Fallon e hice una reverencia. Para mi sorpresa, en lugar de estrechármela, me cogió la mano y me besó los nudillos. De inmediato, en el punto en el que me rozaron sus labios se encendió una chispa que palpitó antes de precipitarse por mis venas y provocarme un escalofrío en la espalda. Distraída, todas las murallas, todas las barreras de mi mente parecieron caerse y una conciencia extraña invadió la mía. Intenté volver a levantar las barricadas a toda prisa para defenderme, pero no servía de nada, así que centré todos mis esfuerzos en proteger la caja mental de mi padre. La mente musical de aquella criatura estaba en la mía y hojeaba descuidadamente las imágenes de mi vida como si fueran un álbum, pero tan sólo se detenía en las que tenían que ver con los vampiros.
Entonces, con la misma rapidez que había llegado, se marchó. Volví al presente, a tiempo para ver que los ojos de Fallon brillaban con curiosidad.
—Sin embargo le has contado lo de la Profecía de las Heroínas —dijo al tiempo que se volvía para mirar a Kaspar, sin soltarme la mano.
Era una afirmación, no una pregunta, y Kaspar, confuso, comenzó a mirar alternativamente mi expresión de sorpresa y la sonrisilla de Fallon.
—¿Has entrado en su mente? —farfulló Kaspar con el rostro dominado por la indignación.
Fallon se echó a reír.
—Curiosidad, Kaspar, sólo ha sido por curiosidad.
El vampiro, horrorizado, dio un paso hacia Fallon y la chica, Rosa de Otoño. Incluso a pesar de la oscuridad vi que los ojos se le ponían peligrosamente negros.
—No puedes presentarte aquí sin más y entrar en nuestras mentes a tu antojo, Fallon. En un momento como este tendría que hacer que te encerraran y te llevaran ante nuestro consejo por invadir la mente de Violet. Si no fuera por tu título, me aseguraría de ello.
Fallon sacudió la cabeza.
—Ser príncipe te permite tomarte esas libertades, Kaspar, tú lo sabes. Y en un momento como este, como tú mismo dices, deberíamos estar unidos, ¿no crees?
—¿Y cómo —preguntó Kaspar con sorna— se supone que vamos a estar unidos cuando tu reino no nos dice quién es la Heroína o cómo pretendéis encontrar a la segunda? Además, cerrar las fronteras de Athenea favorece bastante las disensiones, ¿no crees, Fallon?
El sabio rio secamente durante unos segundos, antes de convertir sus labios en una fina línea.
—Pregunta y se te contestará, amigo mío.
La mirada de Rosa de Otoño revoloteaba del uno al otro. Su rostro había adoptado una sutil expresión de desagrado, pero de pronto me miró a mí y volvió a mostrarse impenetrable.
—Entonces ¿quién es la Heroína? ¿Es de sangre noble o no?
—No lo sé.
Kaspar soltó un enorme taco casi para sí y a continuación se volvió y le asestó un puñetazo a un inocente árbol cercano. Un enorme trozo de corteza se hizo pedazos y cayó al suelo musgoso hecho astillas.
—¿No lo sabes? ¿Ni siquiera tienes un nombre? —intervino Cain sin dejar de mirar a su hermano.
—No. Mi padre no me lo ha dicho. Lo único que sé es que no está ni por asomo bajo el control de la corte. Escapa a nuestra influencia. La corte cerró las fronteras en un intento por evitar que saliera de la dimensión, para obligarla a hacerles una pequeña visita.
—Pero ¿las habéis vuelto a abrir? —pregunté.
Fallon tomó una prolongada bocanada de aire y miró a Rosa de Otoño mientras lo hacía.
—No.
La comprensión, rápidamente seguida de la sorpresa, pareció extenderse por el claro. Rosa de Otoño había vuelto a bajar la vista y mantenía la mirada firmemente clavada en el suelo. Pero cada pocos segundos, tal vez cuando pensaba que nadie la miraba, la levantaba de prisa, aún cautelosa, hasta que llegaba a posarse en mí. Fruncí el entrecejo y esperé para pillarla, pero no volvió a mirarme, como si supiera que yo la estaba observando.
—¿Quieres decir…? —comenzó Cain.
Fallon asintió con gesto solemne.
Lyla soltó una risita nerviosa y avanzó hasta situarse bajo la claridad de la luna.
—Pero… eso no es posible. Simplemente no es posible.
Yo miraba a unos y a otros, incapaz de seguir aquella conversación.
—¿Qué no es posible?
Kaspar, apoyado contra el árbol sobre el que había descargado su rabia, abrió los ojos por primera vez y se revolvió de nuevo.
Fallon suspiró y centró su atención en mí una vez más.
—La chica, la Heroína, ha abierto las fronteras. Por sí misma.
Hice un gesto de negación con la cabeza.
—¿Y?
Prosiguió:
—Las fronteras son lo que separa las dimensiones. Los seres oscuros pueden atravesarlas con libertad siempre y cuando estén abiertas. Pero no son divisiones físicas. Están hechas de energía, así que abrirlas y cerrarlas requiere un inmenso poder: cientos de seres oscuros, como mínimo. Toda una corte. —Se detuvo durante un instante—. Así que esa chica, aunque contara con ayuda, debe de ser muy fuerte, tan poderosa que pudo blandir energía suficiente para abrir las fronteras.
Fruncí el entrecejo.
—Pero ¿qué quiere decir con «blandir»? ¿Blandir qué?
Rosa de Otoño levantó la mirada.
—Vaya… —exclamó Fallon—. De verdad no sabe nada.
Crucé los brazos sobre el pecho.
—Entonces cuéntemelo.
Estiró la mano que tenía cicatrices.
—Haría mejor en mostrárselo. —Kaspar siseó de inmediato, pero Fallon lo interrumpió con un gesto de la mano—. Ya sabe lo que es, señorita Lee. Es lo que hace que la sangre siga fluyendo por las venas de un vampiro a pesar de su corazón muerto. Es lo que permite que los seres oscuros utilicen sus mentes para comunicarse. Es lo que hizo que la Caricia de la Muerte floreciera. Está por todas partes. Ahora lo siente.
La sensación hormigueante y abrasadora regresó, saltando de dedo en dedo. Los árboles se agitaron una vez más y los rayos de luz de luna que se filtraban entre el follaje desaparecieron, como la luz de un candil que se apaga al levantarse una brisa.
Fallon sonrió.
—Todos los seres oscuros nacen con ello —dijo haciendo un gesto hacia el grupo, y varios de sus componentes asintieron. Kaspar tenía la mirada clavada en el suelo, los brazos cruzados, derrotado—. Y los sabios tenemos el poder necesario para manipularlo. —Guardó silencio. Luego, estiró la mano y sonrió—. Incendia —susurró.
Apenas movió los labios, pero del aliento que acababa de exhalar brotaron diminutas chispas bailarinas, de color champán y efervescentes, que parecían ser más ligeras que el aire. Dieron vueltas y más vueltas sobre su mano, formando un minúsculo remolino, hasta que al final desaparecieron. En su lugar apareció una bola de fuego titilante que adoptó la forma perfecta de una llama a unos centímetros por encima de la palma de su mano.
—Energía en su forma más pura, o lo que puede que usted, señorita Lee, llame «magia».
Abrí los ojos como platos. Él agitó la mano y el fuego lo siguió hasta convertirse en una lengua llameante que se entretejía con sus dedos mientras los iba cerrando para formar un puño. Cuando las yemas tocaron la palma, el fuego desapareció.
«Magia». Me lo creí a pies juntillas, total y absolutamente. Mi razonamiento fue muy simple: si los vampiros podían existir, entonces aquello que acababa de salir de la nada también podía existir.
Fallon se quedó observándose la mano durante un instante, con la mirada vidriosa y desenfocada hasta que pareció recordarse a sí mismo. Entonces miró hacia arriba y continuó:
—Las fronteras están hechas de una magia compleja y peligrosa. No es algo que un sabio normal y joven pueda dominar. Pero ella lo ha hecho. Nos enfrentamos a algo nuevo. Algo poderoso y arriesgado en el interior de una joven. Ha abierto las fronteras, y sólo el cielo sabe dónde estará o qué planea hacer.
Kaspar se revolvió. La expresión inquieta de su rostro, la mirada baja, los brazos cruzados… eran rasgos de su carácter que reconocía y que ya me resultaban tan familiares que supe que algo lo preocupaba.
—¿Encontrar a la segunda Heroína, tal vez?
Fallon se encogió de hombros.
—Tal vez. Pero eso no nos ayuda. La segunda Heroína podría ser cualquier mujer, en cualquier lugar. Podría estar en cualquier punto de vuestra dimensión. Además, ¿qué hay que nos indique que esa chica acepta su destino? Es joven, al fin y al cabo. Puede que decida ignorar su deber.
Alex dejó la funda de su guitarra sobre el suelo y abrió la cremallera de la parte de arriba. Comenzó a juguetear con las cuerdas y yo cambié de postura, deseando que parase.
—No. No puedo creérmelo. A dondequiera que vaya la segunda Heroína, allá irá la primera. Ninguna persona en su sano juicio quiere quedarse sola durante mucho tiempo con un destino así.
Kaspar miró a Alex, obviamente pensando lo mismo que yo. Alex captó la indirecta y masculló una disculpa. Observé la mano de Fallon. Unas cuantas chispas, en aquella ocasión rojas, le rodeaban todavía las yemas de los dedos.
—Entonces ¿por qué estáis aquí? Es un momento extraño para hacer una visita de cortesía, ¿no? —preguntó Kaspar. La desconfianza y la curiosidad de su voz resultaron evidentes.
—Deseamos visitar a Eaglen y, con vuestro permiso, viajaremos y acamparemos con vosotros esta noche —dijo Fallon con un poco más de tacto que antes.
Kaspar entrecerró los ojos.
—¿A Eaglen? ¿En un momento así?
—¿No es Ad Infinítum la mejor época para visitar a familiares y a amigos?
Los ojos de Kaspar se ennegrecieron de inmediato y yo gruñí por dentro ante lo desconsiderado de su siguiente afirmación:
—Eagle no es ni vuestro pariente ni vuestro amigo.
El silencio se apoderó del claro y, por primera vez, Rosa de Otoño se introdujo en el círculo. No levantó la mirada del suelo en ningún momento mientras hablaba tímida y quedamente, pero aun así su voz resonó con claridad, musical, tan rica y variada en tonos que casi parecía una canción.
—Puedo explicarlo, alteza. —Guardó silencio, como si estuviera reuniendo el valor necesario—. Eaglen fue amigo íntimo de mi abuela hace muchos años. Yo deseaba pasar este momento con alguien que la conoció bien. No tengo a nadie más.
Levantó ligeramente la vista para evaluar la reacción de Kaspar con timidez. Este pareció sentirse sorprendido y su expresión se suavizó.
—Perdóname, lady Sabia, no lo sabía. —Hizo una venia rígida y ella asintió con la cabeza como respuesta. Dio la sensación de que ganaba algo de confianza—. Y permite que te presente mis disculpas por no haber asistido al funeral de tu difunta abuela. El momento fue desafortunado.
Rosa de Otoño hizo una reverencia.
—Un funeral es amargo para un corazón doliente. No tiene importancia, su alteza.
Observé ese intercambio de frases con interés. Sentí una punzada de simpatía hacia ella. Por lo que había dicho, no le quedaba familia. No obstante, la cortesía y el respeto que le profesaba Kaspar hicieron que otro tipo de punzada me atravesara el corazón.
«El verde no te sienta nada bien, Nena», se burló mi voz.
—Entonces ¿no tienes objeción, Kaspar?
El vampiro negó con la cabeza.
—Ninguna.
—¿Puedo sugerir, entonces, que nos pongamos en marcha? Como estoy seguro de que Violet confirmará, hace un poco de frío estando aquí parados.
Asentí enérgicamente, con las manos ya metidas en los bolsillos. Alex volvió a colgarse la guitarra sobre los hombros y, con eso, Fallon se puso a la cabeza del grupo y nos internamos entre los árboles, dejando atrás los cadáveres de los desafortunados ciervos.
Cuando el atardecer dio paso a la noche, las nubes se dispersaron, empujadas por el viento frío que se había ido haciendo cada vez más fuerte a medida que nos adentrábamos en el corazón del bosque de Varnley. Las estrellas titilaban muy por encima de nuestras cabezas y, de vez en cuando, cuando ascendíamos a terrenos más altos, podía distinguir el brillo anaranjado de Londres.
Los grillos chirriaban entre la maleza mientras me abría camino con dificultad por el traicionero laberinto de raíces, cansada y avergonzada de mis estúpidos traspiés. Por delante de mí, los dos sabios saltaban elegantemente sin apenas tocar el suelo y sin ni siquiera rozar jamás una espina u hoja. Era casi como si el bosque se moviera con ellos, fluido y flexible como sus propios pasos.
Los vampiros iban agrupados en el centro, y la resistencia y la fuerza los hacían seguir adelante y guiaban sus pies. Kaspar se había rezagado y se había quedado detrás, a mi lado; pero casi no hablaba y, cuando lo hacía, era para advertirme de que no me tropezara o me pusiese tan cerca.
—¿Adónde has dicho que íbamos? —le pregunté por enésima vez con la esperanza de que me diera una respuesta más precisa que la última vez.
—Al arroyo —contestó monótonamente.
Suspiré y me resigné a aceptar que Kaspar no quería despertar de su estupor meditabundo.
Aunque su respuesta no ayudó, tuve la impresión de que aquella era una zona por la que no solían aventurarse mucho. Espesas cortinas de hiedra colgaban como telas de araña entre los inmensos robles que dominaban aquella parte del bosque. El suelo era terroso, la hierba escasa y sólo se veía algún que otro arbusto. Las plantas trepadoras serpenteaban por el amplio sendero, perfectamente posicionadas como obstáculos para que mis pies desgarbados tropezaran.
Mientras caminábamos, observaba a Rosa de Otoño. Era verdaderamente distinta a todo lo que hubiera visto antes. Su piel pálida, sus intrincadas cicatrices leonadas y su hermoso cabello del color de la paja me resultaban exóticos, extraños y ajenos; sus ojos ambarinos eran tan grandes, inocentes e ignorantes… Y luego estaba el poder que poseía en su interior. La magia que podía blandir, moldear y conjurar a voluntad. Las posibilidades parecían infinitas, incluso aterradoras.
—¿Es huérfana? —pregunté con indecisión, pues no sabía si estaría presionándolo demasiado.
Kaspar suspiró.
—Como si lo fuera. —Suspiró una vez más, casi con arrepentimiento—. Su abuela murió hace unos dieciocho meses, poco después que mi madre. Sus padres no son sabianos, y tampoco ninguno de sus parientes cercanos. Desde entonces se ha mantenido lejos de Athenea… lejos de la sociedad sabiana.
Kaspar se detuvo y se volvió hacia mí para lanzarme una mirada de reproche.
—Violet, fue un asesinato… —En seguida me sentí fatal por haber preguntado. Miré hacia Rosa de Otoño y luego agaché la cabeza—. Y harías bien en no mencionárselo a nadie —añadió después de echar a andar de nuevo—. Algunas cosas están mejor si las dejas enterradas.
Cerré los ojos y exhalé poco a poco. Los seres oscuros lo enterraban todo, pero nunca con la suficiente profundidad. Me tragué mi orgullo herido y seguí tras él saltando sobre otra raíz particularmente grande en el bosque oscuro.
Debimos de caminar otra hora más o menos antes de que el paisaje comenzara a cambiar de nuevo. Los árboles fueron tornándose cada vez más escasos y los robles se vieron sustituidos por grandes campanillas de invierno, rojas y anaranjadas, que florecían sobre la tierra dura, diseminadas entre brotes de césped. Percibía a lo lejos el sonido del agua gorgoteando.
De repente, Felix dio una palmada.
—Bien, necesitamos leña. ¿Algún voluntario?
Nos habíamos detenido en un claro. En el centro había un pequeño círculo de piedras que cercaban un montón de cenizas mojadas. El grupo se había reunido en torno a él y todos habían dejado sus mochilas y habían tomado asiento. Se produjo un murmullo generalizado de disgusto y nadie levantó la mano.
Miré con escepticismo el círculo de la hoguera.
—¿Y no sería más fácil utilizar un poco de esa magia suya?
Miré a Fallon, que sonreía divertido. Cain se echó a reír y masculló: «Una chica de ciudad».
—No daría tanta luz ni tanto calor.
—Razón por la que necesitamos leña —insistió Felix—. Yo voy si alguien es tan amable de ayudarme. —Rosa de Otoño medio sonrió y levantó la mano—. ¿Alguien más? —continuó.
—Yo voy —dije, dando un paso al frente.
A Rosa de Otoño pareció pillarla por sorpresa, y Kaspar tenía aspecto de estar a punto de protestar. Pero Felix ya se estaba alejando. Rosa de Otoño recobró la expresión insondable y fue tras él. Yo me apresuré a seguirlos.
No sabía muy bien por qué me había ofrecido voluntaria, pero había algo en aquella muchacha, Rosa de Otoño, que me fascinaba. Los sabios me fascinaban. La magia me fascinaba.
Nos acercamos al arroyo, un torrente que fluía sobre rocas musgosas y guijarros perfectamente lisos y destellantes. Las orillas estaban cubiertas de campanillas de invierno y deliciosa hierba, y el agua se dirigía hacia el estuario del Támesis.
Felix cruzó la corriente de un salto y desapareció entre los árboles mientras nos gritaba que nos diésemos prisa. Rosa de Otoño lo siguió, cruzando con un único y grácil paso. Yo descendí un poco y, estratégicamente, escogí para cruzar un punto con un camino de piedras. Estaba claro que por allí no había leña. Las ramas se encontraban muy arriba, y la poca madera que había por el suelo estaba cubierta de musgo y hojas podridas. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que volviéramos a hallarnos dentro de los confines de los grandes robles. La noche se oscureció, y allí había mucha madera seca y muerta. Comencé a cogerla a puñados.
—Hace frío —le dije a Rosa de Otoño con la esperanza de entablar conversación. No recibí respuesta, pero perseveré—: ¿Y cuántos años tienes?
Me agaché y cogí unas cuantas ramitas. Estaba de espaldas a mí cuando me contestó.
—Dieciséis.
—Pareces mayor —mentí.
Se volvió, me estudió durante un instante y después asintió con brusquedad, supuse que a modo de agradecimiento. Continuó en silencio, con los brazos ya llenos de palos.
—¿Y de dónde vienes? Todos los sitios son iguales en las distintas dimensiones, ¿no?
Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Crecí en Londres, pero soy de Devon.
Envalentonada por aquella respuesta más larga, proseguí:
—Yo también crecí en Londres.
En aquella ocasión tardó más en contestar, y apartó la mirada de nuevo hasta que, al final, se dio la vuelta y se internó más en el bosque.
—Ya lo sé, naciste en Chelsea.
Me quedé parada, un tanto desconcertada.
—¿Cómo lo sabes?
Se detuvo y se dio la vuelta para mirarme.
—Todo el mundo lo sabe.
Se colocó la pila de madera que llevaba debajo de un brazo y con la otra rebuscó en su capa y sacó una revista de moda. Me la pasó.
Miré la portada. Se llamaba Quaintrelle y tenía fecha de la primera semana de noviembre. Había varios titulares en la página: ¿QUÉ VAS A HACER EN AD INFINÍTUM?, LAS CELEBRIDADES MÁS DESTACADAS DE OCTUBRE Y QUÉ ES SEXY, QUÉ ES NUEVO Y QUÉ ESTÁ A LA ÚLTIMA; todos ellos aparecían a pie de página. Encima, había un fotomontaje desde el que me miraban las caras sonrientes de jóvenes sabios, vampiros y otras criaturas irreconocibles, todas con trajes y vestidos de fiesta.
Pero lo que de verdad me llamó la atención fue el último titular, escrito en letras rojas.
LO ÚLTIMO SOBRE VIOLET LEE. VE A LA PÁGINA 5.
Abrí la revista de golpe y casi rasgo las páginas mientras buscaba la indicada. La encontré y me puse a leer.
Violet Lee: secuestrada y retenida como rehén durante meses. Su historia ha llegado a millones de seres oscuros y humanos por igual y ha conmovido muchos corazones. Debatimos lo que significa para la segunda dimensión y si este cuento terminará con un «felices para siempre»… concretamente bajo la forma de S. A. R. Kaspar Varn.
Apenas pude convencerme de seguir leyendo, pues sentí que las mejillas se me ponían coloradas. Debajo del texto había una foto mía en el baile del Equinoccio de Otoño, rodeada de vampiros. Me sentí muy avergonzada. Cerré la revista y se la devolví.
—No, quédatela. Puede que te resulte interesante —dijo con su expresión aún perfectamente impenetrable.
Sin más, echó a andar de nuevo, agachándose de vez en cuando para coger un puñado de ramitas. La seguí, sin tener nada claro cómo debía sentirme. Una pequeña parte de mí se sentía halagada. Una revista —y otras que circulaban por las demás dimensiones— me seguía, y con ella, por lo que parecía, muchos lectores. Pero otra parte mucho más grande de mí se sentía humillada. No tenía que seguir leyendo para saber de qué hablaba a continuación.
Aquello era privado. Era entre Kaspar y yo. Ya era bastante malo que lo supiese toda la corte.
Suspiré. Otra parte distinta de mí, más racional, me decía que debería habérmelo esperado. Tampoco los vampiros secuestraban humanos a diario.
Continuamos en silencio y empecé a preguntarme cuándo íbamos a regresar. Los brazos me pesaban como si fueran de plomo y empezaban a dolerme los pies. El sendero nos guiaba hacia una espesura espinosa y el suelo que pisábamos estaba cubierto de musgo y húmedo. Me di la vuelta y tuve un escalofrío, pero no a causa del clima. Experimenté una repentina sensación de déjà vu y, con un latido nauseabundo, me di cuenta de dónde estábamos. De hacia dónde nos dirigíamos.
Salimos de entre los espinos y, claro está, más adelante había un edificio de piedra con las paredes cubiertas de una hiedra que también invadía sus enormes grietas. Unos escalones, rotos en el centro, llevaban hacia dos pilares de piedra que guardaban el acceso a una puerta inmensa y abierta. De su interior surgía el repugnante olor de la carne en descomposición, y en el ambiente flotaban grandes nubes de polvo que me cubrieron los brazos en cuestión de segundos.
Me detuve. Era allí donde la figura de la capa se había dado un festín con una chica. Donde la había matado. «Sarah. Se llamaba Sarah». Era allí donde estaba segura de que estaba enterrada la reina, debajo de mis pies. «Carmen». No fue lejos de allí donde él me había atacado. «Ilta».
Me balanceé un poco, tenía náuseas y me sentía bastante mareada.
—¿Po… podemos volver? —tartamudeé, haciendo un esfuerzo por mantener la mirada enfocada—. Tengo un poco de frío —mentí.
Felix ignoró mi súplica y continuó.
—Pero si ya queda muy poco, y aquí hay un montón de árboles muertos.
Me tambaleé y se me resbalaron unos cuantos palos. Mientras caían, Rosa de Otoño se volvió y los siguió con la mirada hasta que golpearon el suelo. Luego me miró a los ojos. Algo cálido y extraño me rozó la mente antes de que percibiera vagamente otra voz.
—Yo también tengo frío.
Oí que Felix soltaba un suspiro de exasperación.
—Vale, vale… Ya lo pillo… Vámonos.
Cerré los ojos durante unos instantes y respiré hondo unas cuantas veces. Cuando los abrí, mis dos acompañantes ya estaban recorriendo el sendero en dirección opuesta y los palos que se me habían caído a los pies habían desaparecido.
En cuanto volví a poner un pie en el claro, Kaspar levantó la mirada del trozo de madera que estaba tallando silenciosamente con una navaja para fijarla en mí. Me examinó con expresión interrogante y regresó a su talla.
Solté la madera junto al fuego y me dejé caer a su lado, apoyándome contra el tronco de un árbol enorme.
—¿Qué hora es?
—La de ayer a estas horas. —Su chiste malo le hizo sonreír, pero su tono apagado me decía que no lo hacía con ganas. Aquel asunto de la Heroína Oscura le había borrado por completo la sonrisa de la cara—. Casi medianoche —añadió sin abandonar su trabajo.
Yo lo observaba con atención mientras minúsculos rizos de madera caían al suelo. Al final, lo único que quedó fue una astilla inútil. La dejó caer y cerró la navaja. Comenzó a mirar a Felix y a Cain, que estaban disponiendo los palos en una especie de pirámide dentro del círculo de piedras. Fallon estaba de rodillas junto a ellos, susurrándole palabras a la cama de cenizas.
Rosa de Otoño gravitaba en torno a Fallon; parecía reacia a acercarse demasiado a cualquier otra persona. Finalmente se acomodó contra un árbol cercano, un tanto alejada del círculo. Se recreaba en los preparativos del fuego, sin apartar la vista de ellos en ningún momento, ni siquiera cuando la cara de Fallon se iluminó con la alegría de un niño en el momento en que las llamas brotaron de la leña húmeda, ni cuando los demás soltaron vítores de satisfacción.
Una vez más, me di cuenta de que era incapaz de apartar la mirada de ella, y la observé con mayor fascinación todavía tras su repentino acto de perspicacia y amabilidad hacia mí, aun siendo prácticamente una extraña. Las llamas se reflejaban en sus ojos ambarinos, que adquirieron mayor profundidad aún… demasiada para una muchacha de dieciséis años. Eran los ojos de un adulto que ha sufrido dolor y tormentos, que entendía el mundo y lo que tenía que hacer.
Había visto esos ojos antes. Eran los ojos del rey, de mi padre, de Eaglen, y sin embargo aquellos estaban encerrados en el cuerpo de una joven sabiana.
Las voces se calmaron a medida que el fuego fue haciéndose cada vez más grande y comenzó a desprender un calor que avanzó lentamente hasta alcanzar los dedos de mis pies, luego mis piernas y, cuando me eché hacia adelante, mi rostro, que centelleó y comenzó a arder.
Fallon, satisfecho con su obra, acercó las manos al fuego para calentárselas. Rosa de Otoño se aproximó y se unió a él. De inmediato, el fuego se inclinó, literalmente, hacia ambos, y adquirió un tono naranja brillante. Ella frunció los labios como si fuera a silbar y sopló para que el fuego regresara a regañadientes a su sitio, como si de un niño castigado se tratara. Fallon rio cuando probó suerte y el fuego volvió a inclinarse. En aquella ocasión, su compañera no hizo nada, se limitó a continuar contemplando las profundidades del fuego, incluso cuando las hojas caídas aterrizaban en un pequeño círculo a su alrededor.
Los vampiros, por otro lado, se apartaron de las llamas. Kaspar dudó durante unos minutos a lo largo de los cuales permaneció a mi lado, pero no pasó mucho tiempo antes de que él también sucumbiera al calor abrasador y se retirara hacia las sombras.
Durante un rato reinó un silencio casi absoluto; de vez en cuando, las risitas de Lyla surgían de entre las sombras… no hacía falta mucha imaginación para adivinar a qué se estaban dedicando Fabian y ella. Felix y Charlie intercambiaban palabras susurradas cada cierto tiempo, pero sus frases eran cortas. Alex terminó por coger su guitarra y alejarse aún más del fuego para empezar a rasgar las cuerdas sin mucho entusiasmo. Su sonido competía con el crepitar del fuego, y Cain los interrumpía de manera esporádica.
Me di cuenta de que todo el mundo estaba perdido en sus propias reflexiones, al igual que yo: era raro pensar que la gente que me rodeaba estaba en el centro de todo lo que ocurría en las dimensiones justo cuando mayores peligros se cernían sobre ellas.
«Tú también estás en el medio», dijo mi voz.
Resoplé en mi cabeza.
«Difícilmente. Ni siquiera entiendo la Profecía».
«Entonces tal vez debas preguntar».
Consideré su sugerencia durante un momento, pero decidí que no tenía el valor necesario para preguntar… Me sentía una estúpida con los sabios allí. Me di la vuelta, preguntándome si podría interrogar a Kaspar en voz baja, pero en cuanto me vio se puso en pie.
Rodeó el fuego, cogió una de las mochilas y metió la mano en ella para sacar un puñado de chocolatinas. Lanzó un par de ellas en mi dirección y les dio el resto a los dos sabios. Otoño abrió la suya y la devoró; aquello la hizo parecer más humana que sus homólogos vampiros. Al verla, Fallon le dio el resto de las chocolatinas y, con un gesto de la mano, hizo aparecer una manzana de la nada.
Kaspar repartió las cervezas que habían llevado los vampiros —Rosa de Otoño rechazó la suya educadamente—, y se sentó otra vez detrás de mí. Me eché un poco hacia atrás, cansada del calor abrasador, y le di unos cuantos sorbos a mi cerveza.
—¿Cómo hace eso?
—¿Hacer el qué? —preguntó Fallon antes de darle el segundo mordisco a su manzana.
—Sacar comida de la nada.
La mordió por tercera vez.
—Magia.
—Pero ¿cómo es posible?
—Simplemente lo es —dijo al tiempo que se encogía de hombros.
Hubo una pausa.
—Entonces nadie pasa hambre.
Fallon frunció el entrecejo con pesar.
—Alimentamos a los nuestros.
—¿Qué quiere decir? —quise saber a pesar de que era plenamente consciente de lo que insinuaba.
—Sólo podemos hacer aparecer lo que proporciona la naturaleza, y la naturaleza no puede producir bastante para alimentar a la creciente población del mundo en cada dimensión.
Mi cara reflejó comprensión, pero se me abrió ligeramente la boca. Estaba horrorizada.
—¿Así que millones de humanos, de niños inocentes, mueren mientras los seres oscuros viven rodeados de riquezas?
—Yo no diría «riquezas» —arguyó Fallon, pero yo me volví hacia Kaspar en busca de apoyo.
—Tú mismo dijiste que no existe la pobreza entre los seres oscuros.
Asintió con solemnidad.
—Pero es algo más que eso. Hay demasiadas inquinas políticas entre los seres oscuros y los humanos.
Me envaré.
—Eso está claro —repliqué, consciente de que mi situación lo reflejaba perfectamente.
—Kaspar tiene razón —intervino Cain—. Cooperar es básicamente imposible. Mi madre es prueba de ello. No hay confianza.
Bajé la mirada al suelo sintiéndome culpable, y la caja mental de mi padre se agitó ruidosamente en mi cerebro.
—Bueno, pues puede que eso sea lo que debe cambiarse —concluí, derrotada.
—Yo estoy de acuerdo con Violet —dijo de pronto una voz suave. Todas las miradas se volvieron hacia Rosa de Otoño, que a su vez me miró a mí durante un instante. En seguida, se apresuró a explicarse—: La riqueza podría estar distribuida de una manera más igualitaria.
—Pero, señorita Lee —comenzó Fallon—, ¿quién sugeriría que llevara a cabo tal cambio?
Me sonrojé.
—¿Las Heroínas Oscuras? ¿No es eso lo que la Profecía dice que harán?
El claro se sumió en el silencio, y Fallon se aclaró la garganta mientras miraba de soslayo a Rosa de Otoño.
—Le diremos la primera y la segunda estrofa de la Profecía, pero nada más. No sabe bastante sobre el resto de las dimensiones como para entenderla toda.
Aquello me escoció, pero la boca de Fallon era una línea fina y supe que era mejor no discutir.
—Ya he oído la primera estrofa —comenté. El inquietante penúltimo verso todavía me retumbaba en la cabeza.
—Supongo que a través de Kaspar.
El aludido asintió y apoyó la cabeza contra el tronco del árbol con aspecto resignado. Sus manos descansaban en el suelo, con las uñas clavadas en la tierra y los brazos tensos. Se me cayó el alma a los pies, ansiaba saber por qué se había replegado tanto de repente y, casi por instinto, acerqué tanto como osé mi mano a la suya. Nuestros meñiques casi se rozaban. Puede que sintiera mi calor, porque se le relajó el brazo.
—Entonces sólo la segunda estrofa.
Fallon se encogió de hombros y le dio un largo trago a su lata de cerveza. Cuando se la terminó, la aplastó con la mano y el metal desapareció bajo sus dedos. Cuando volvió a abrirlos, lo único que quedaba era un polvo que esparció en la hoguera.
Rosa de Otoño lo miró y comenzó a hablar en su lengua nativa. Fallon ofrecía la traducción entre verso y verso.
En piedra está grabado su destino,
nacida para sentarse en el segundo de los tronos.
Sentenciada a traicionar a los suyos, vive de sus pecados pasados,
en la sangre de la rosa negra bañados.
Ni nacimiento, ni tiempo, ni elección tiene,
así que como mártires dos inocentes mueren,
para la chica nacida para apasionar a las nueve.
Otoño pronunció sus últimas palabras con una severidad y una pasión que antes no estaban allí, y después ahogó un pequeño grito, como si se hubiera sorprendido a sí misma. Fallon no cuestionó el comportamiento de la chica, sino que permaneció a su lado pacientemente, con la mirada vagando por el cielo oscuro igual que si estuviera contando las estrellas. Con el grito ahogado de Rosa de Otoño llegó el silencio; el fuego era el único que hablaba cuando el viento soplaba y suspiraba entre sus labios fruncidos para continuar volando apresuradamente entre los árboles y dejar a su espalda tan sólo un silbido.
Me recliné más contra el árbol y miré también hacia arriba. Me pregunté si, quizá, con aquella lengua extraña, etérea y terrosa, las estrellas no me resultarían más cercanas que la primera dimensión y sus aún más extraños habitantes, los sabios.
Fallon suspiró y se incorporó apoyándose sobre los codos.
—Esa estrofa es una verdadera declaración de guerra.
—Pero estamos en tiempos de paz, ¿no? —pregunté, confundida.
—No, señorita Lee —susurró Fallon—. Si estuviéramos en tiempos de paz, usted no estaría aquí sentada, convertida en una prisionera política que se enfrenta a una decisión que apenas se ha atrevido a considerar hasta hace poco.
Bajé la mirada al suelo.
—Si estuviéramos en tiempos de paz, ningún niño pasaría hambre, ya fuera descendiente de la magia o no.
Cerré los puños.
—Hace milenios que no estamos en tiempos de paz. Dudo mucho que lo hayamos estado jamás, y ahora las cosas están llegando a un punto crítico. Es sólo que usted aún no puede verlo, señorita Lee.
Rosa de Otoño bajó la mirada al suelo.
—¿Y tenéis la esperanza de que las Heroínas solucionen todo esto? —dije con un bufido—. ¡Pues buena suerte!
Entre risas, me recosté contra el tronco del árbol. Kaspar soltó una carcajada y la sofocó rápidamente. Se puso serio cuando Fallon lo miró con desaprobación.
—¿Eso ha sido una especie de insulto ambiguo, señorita Lee?
Sacudí la cabeza inocentemente, pero le guiñé un ojo a Kaspar de una forma bastante descarada. Él tuvo que morderse el labio con los colmillos para contener las risotadas.
—Yo no lo considero un asunto de risa.
—No… no lo es —contesté, tratando de controlar la hilaridad. Y la verdad era que no tenía gracia, sólo que me alegraba de ver a Kaspar sonriendo y riéndose de nuevo—. Pero, en serio, si sé algo de la gente que tiene poder, es que preferirían morir antes que aceptar un cambio.
De repente, Rosa de Otoño se puso en pie y le dijo a Fallon en un murmullo algo que sonó como «cansada». Él le contestó en su lengua nativa. Ella sacudió la cabeza y comenzó a alejarse, pero, con un solo movimiento fluido, Fallon se puso en pie.
Dejé de reírme de inmediato.
Fallon la llamó y ella se detuvo, de espaldas a nosotros.
—Estás descuidando tus modales, Rosa de Otoño. Recuerda que estás en presencia de la realeza.
Sus hombros ascendieron poco a poco y luego cayeron como si estuviese suspirando. Después se dio la vuelta con lentitud y, en una muestra de buena educación o de burla absoluta, no estoy muy segura de cuál, se agachó en una reverencia.
—Sus altezas. Lores, señores. —Paseó la mirada por todos y cada uno de los presentes hasta que llegó a mí—. Señora.
Volvió a lanzarle a Fallon una mirada de reproche que prolongó durante unos instantes, como si buscase su aprobación. Pero no esperó a obtenerla, porque se dio la vuelta de inmediato y, con un salto, desapareció entre el espeso follaje.
Se produjo un silencio atónito ante su partida. Se me formó una sensación ácida y repugnante en la garganta. Sólo hacía unas horas que conocía a aquella chica, pero me sentía como si hubiera ofendido a una amiga íntima. Los celos que había sentido cuando Kaspar se había mostrado amable con ella antes me parecían una trivialidad, y mi desconsideración, infantil.
Fallon se quedó mirando el bosque y, lentamente, se dio la vuelta para mirar a Kaspar. Tenía el rostro contrito e intercambió sutiles cumplidos con el vampiro mientras se disculpaba por el comportamiento de Rosa de Otoño —«muy inapropiado»—. A continuación se internó tras ella en la oscuridad con la tranquilidad de que los vampiros harían guardia durante la noche.
Lo último que vi antes de que el sueño me envolviera poco después fueron las cicatrices arremolinadas de Fallon a través de las muchas lenguas de fuego cuando regresó, y una mano, la de Kaspar, acercándose a la mía con la palma hacia las estrellas.