VIOLET
Oí el rumor de unas cortinas que se abrían, tan molesto como el de las ruedas de un tren en un paso a nivel. La luz amarillenta del amanecer entró en la habitación y la oscuridad de detrás de mis párpados se tornó de un naranja brillante y con manchas. Mi reacción inmediata fue ponerme el brazo sobre los ojos para protegerme de esa luz. Gruñí, sin fuerzas para intentar comunicarme coherentemente. Me habían despertado de formas bastante más bruscas, la verdad.
—Buenos días para ti también, Nena.
Gemí como respuesta. No era una manera agradable de empezar el día, se me estaba formando un nudo en el estómago.
—¿Qué estás haciendo aquí? Si apenas hay luz…
Sonrió y se encaminó hacia el vestidor. Yo cogí la almohada y me la puse contra los oídos. Habría preferido que se lo hubiera tomado como una pregunta retórica y me hubiese dejado seguir durmiendo.
—Despertarte. Y sí, apenas hay luz. Razón por la que tienes que sacar el culo de la cama.
Levanté un poco la almohada al sentir que el colchón se hundía levemente cuando un montón de ropa cayó a mis pies. Giré la cabeza para mirar el minúsculo reloj que había sobre la mesilla de noche. Ni siquiera había conseguido dormir seis horas.
—No, no. Eso no va a pasar.
Me di la vuelta y hundí la cabeza en el colchón.
—¡Vamos, Nena!
Me quitó el edredón y casi se lleva el vestido con él. Me di la vuelta y me incorporé de golpe.
—¿Qué pasa?
Lanzó la ropa contra mí.
—Tienes mal despertar, ¿verdad? Pero te lo estoy pidiendo con educación. Por favor, levántate y arréglate. Sólo tenemos quince minutos.
Entrecerré los ojos, recelosa.
—¿Que me arregle para qué?
Kaspar dio un par de pasos calculados y cautelosos hacia atrás. Yo me crucé de brazos y de piernas, me daba igual que me viera en bragas.
—Puede que esto no te guste… —comenzó a decir, y yo me eché a reír.
—Ve al grano, Kaspar.
Adoptó una expresión sombría.
—Como quieras. Nos vamos de caza. Tú te vienes.
Mi risa retumbó en el silencio que vino a continuación de sus palabras.
—¿Y qué te hace pensar, Kaspar, que una vegetariana os acompañará en una excursión de caza?
Tuve el tiempo justo para lanzarme de espaldas contra el colchón cuando lo vi moverse. Al cabo de un segundo, estaba colocado sobre mí, con una pierna a cada lado de mi cuerpo, sin tocarme, con las manos a sólo un par de centímetros de los mechones de mi pelo esparcidos sobre la almohada. Estaba cerca, tan cerca que sentía su aliento helado abrasándome la piel, que se me estaba calentando a toda velocidad. Su mirada penetró en la mía de una forma que no me permitía desviarla. Mi corazón se aceleró involuntariamente y recé para que Kaspar no pudiera oírlo en aquellos momentos.
—¡Despierta, Violet Lee! Antes de que termine este año, tu corazón dejará de latir y tu sangre se enfriará. Vas a convertirte en una vampira. Vas a tener que cazar humanos y animales. Tendrás que alimentarte de ellos. No tienes elección. ¡Nunca la tuviste! Nadie elige su destino cuando se mezcla con los seres oscuros. ¡Nadie! —Se detuvo, tratando de coger aire. Cerró los ojos brevemente antes de que regresara aquella mirada ardiente—. ¡Despierta o muere soñando, Nena! Sólo le pido a Dios que te despiertes, porque no puedo perder…
Se quedó callado.
Tenía la boca ligeramente entreabierta, y yo estaba convencida de que la mía lo imitaba. No se movió. Yo tampoco. Permanecimos absolutamente inmóviles durante todo un minuto. El reloj contaba los segundos y pasaron sesenta y tres antes de que por fin se inmutara. Se apartó de un salto cuando me incorporé. Se colocó junto a la ventana, con las manos apoyadas sobre el alféizar, la mirada fija en el cristal. No se volvió para hablarme.
—Ve a darte una ducha. Les diré a los demás que esperen.
No discutí. Me levanté de la cama y salí de la habitación. No miré atrás. Al cabo de unos segundos, estaba en la ducha y miles de gotas de agua fría caían sobre mi cuerpo y a mi alrededor. No sabía si mi corazón debía dar saltos de alegría porque Kaspar hubiera comenzado a decir aquella frase o caérseme a los pies porque no la hubiese terminado.
Apenas diez minutos después, salí del baño. Y allí estaba mi ropa: una camiseta negra y gruesa, un jersey con cuello de polo y unos vaqueros muy ajustados, así como un par de calcetines de lana y unas Converse muy usadas. Junto a todo aquello había un pañuelo y un abrigo largo y negro. Este último era mío, el de la noche de El Baño de Sangre de Londres.
Cuando estuve vestida, me reuní con Kaspar al pie de la escalera.
—¿Cómo voy a mantener vuestro ritmo? No soy tan rápida ni de lejos.
—Iremos caminando. Es una oportunidad para mostrarte lo que somos en realidad.
Solté un bufido.
—Puede que no quiera verlo.
—Y —prosiguió mientras salíamos afuera— es una oportunidad para que te enseñe que no hay que matar cada vez que te alimentas.
Me detuve un momento.
—¿Es eso posible? —pregunté más para mí misma que para él.
Disminuyó la velocidad para que pudiera alcanzarle. Me miró como si quisiera soltarme una reprimenda, pero sus ojos centellearon y sentí que se me relajaban los hombros, pues me di cuenta de que no estaba tan enfadado conmigo.
—Claro que sí. ¿Te has muerto cada vez que he bebido de tu sangre?
—Bueno, no…
—¿Sientes un dolor insoportable, paralizante, vertiginoso, cuando te muerdo?
—Bueno, es un poco doloroso…
—¿No terminas sólo con una minúscula cicatriz y una molestia en el cuello?
—Bueno, sí…
—Exacto —concluyó—. Pues ahí está la demostración de que es perfectamente posible.
Me metí las manos en los bolsillos e hice un mohín. Miraba al suelo, pero una pequeña burbuja de esperanza iba formándose en algún lugar de mi pecho.
—¿Por qué no me lo habías dicho antes?
Con el rabillo del ojo, vi que me observaba, que intentaba calibrar mi reacción.
—Porque no quería que pensaras que nunca tendrías que matar un animal, o que nunca tendrías que cazar humanos. Tendrás que hacerlo, en algún momento.
«Ni de coña», pensé, pero no insistí en el asunto, consciente de que sólo conseguiría que él insistiera en lo contrario.
Kaspar tenía razón en cuanto al frío que hacía: incluso corriendo a toda prisa sentía el helor del aire de primera hora de la mañana golpeándome las mejillas en oleadas y oía el ruido del hielo que crujía bajo mis pies. Percibí el sonido de unos pasos que aceleraban a mi espalda y eché un vistazo. Los demás recortaban distancias a medida que nos íbamos acercando al bosque, pero mantuvieron su palabra. No corrían más rápido de lo que podría hacerlo un humano que estuviese en forma.
No tardamos nada en llegar al bosque. Cuando nos internamos en él, tras saltar sobre varios troncos y dejar que las zarzas me golpearan la cara al soltarlas, Kaspar frenó en seco. Yo no me lo esperaba… así que me agarré a un árbol cercano para evitar precipitarme sobre él y tocarlo, inevitablemente. Grité al agarrar un montón de musgo, corteza y, por suerte y por último, el tronco.
—Qué elegancia… —dijo con fingida desaprobación cuando se volvió hacia mí.
Estaba a punto de contestarle cuando los demás se detuvieron de la misma manera abrupta a mi espalda.
—Entonces ¿dónde acampamos esta noche? —preguntó Cain haciendo un gesto vago hacia los árboles—. ¿En el claro que hay cerca de las catacumbas?
Kaspar cogió aire.
—No creo que las catacumbas sean una buena idea.
El círculo que se había formado se sumió en el silencio cuando Kaspar me señaló con la cabeza. Fingí que no lo había visto.
Volvió a haber murmullos, más gestos de cabeza y, al final, un acuerdo. En ese momento, se volvieron y oí el tintineo de las botellas que llevaban en las mochilas que cargaban a la espalda. Me quedé un poco rezagada y los seguí por el sendero serpenteante que se internaba cada vez más entre los árboles. El suelo estaba húmedo y alfombrado de hojas. Los desechos naturales del otoño se habían convertido en un barro ligeramente rojo y tenía que vigilar dónde ponía los pies, pues me había resbalado varias veces al pisar donde ya lo habían hecho otros. Por detrás, las paredes pálidas de la mansión eran cada vez menos visibles, pues los troncos de los árboles lo invadían todo y, a medida que descendíamos —el terreno era un poco ondulado—, se hacía difícil incluso divisar los chapiteles más altos entre los pinos. Allí, sin los cuidados de los jardineros, las zarzas me herían la piel y el jugo de las moras podridas me manchaba las manos cuando apartaba las ramas.
Kaspar se rezagó y me esperó en el sendero. Comenzó a caminar a mi ritmo. Alex no iba muy por delante, con una funda de guitarra sujeta a la espalda.
Nos adentramos más y más en el bosque. Yo no tenía ni idea del tamaño que podían tener la finca o el bosque, pero no me sorprendería que se extendieran durante kilómetros. Sin embargo, los árboles que nos rodeaban no eran tan densos; los troncos no tenían ni una sola rama hasta más o menos la mitad de su altura, es decir, hasta dos o tres veces mi altura. Los troncos larguiruchos y el follaje disperso permitían que todavía se filtrara mucha luz… Aquel no parecía el bosque con el que me había encontrado cuando intenté escapar nada más llegar, ni tampoco el bosque de mis sueños.
De pronto, entramos en un claro. El sol se reflejaba sobre una superficie vidriosa y en seguida me retracté de mi primer pensamiento.
—¿Lo reconoces? —me preguntó Kaspar con una sonrisa arrogante.
«Claro, lo reconozco muy bien». Ya había visto la superficie vítrea y aceitosa del lago con anterioridad, había visto la paleta del arcoíris junto a sus orillas y había sentido la neblina enredándose entre mis dedos. Además, también reconocí el tentáculo viscoso y resbaladizo que se extendía sobre un margen del lago.
Me puse pálida pero reí.
—¿Sabes? Nunca me habéis dicho por qué tenéis un calamar gigante en vuestro lago.
Alex se volvió hacia mí, desconcertado.
—¿Ya conocías a Inky?
—¿Tiene nombre?
Asintió con la cabeza, bastante serio. Kaspar esbozó una enorme sonrisa.
—Violet decidió que sería una buena idea huir y caerse al lago durante su primera mañana aquí. Destrocé un par de pantalones para salvarla.
Chasqueó la lengua, hizo un gesto de desaprobación y puso los ojos en blanco.
—No tuviste por qué hacerlo —refunfuñé.
—¿Salvarte? Sí tenía por qué. No sabes nadar, ¿no?
Cogí aire con fuerza y le lancé una mirada furibunda, y me puse muy roja cuando Alex se rio con disimulo.
—¿Cómo sabes eso?
—Una hipótesis razonable. E Inky fue un regalo, ya que lo preguntas.
—¿De quién?
De repente, fijó la mirada en algo que había por encima de mi hombro y, distraídamente, murmuró:
—De un líder particularmente tonto de una dimensión sobre la que no puedo hablarte.
En cuanto terminó de decir aquello, Alex carraspeó mientras le lanzaba a Kaspar una mirada expresiva.
—Iré a reunir a los demás. Creo que deberíamos marcharnos pronto.
Ambos se quedaron paralizados. Kaspar frunció el entrecejo cuando, presumiblemente, Alex le dijo algo en la mente. El primero se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y, despacio, comenzó a seguir al otro, que estaba rodeando el lago.
Lo alcancé y empecé a caminar a su lado.
—¿Vas a explicármelo?
No contestó. Me di cuenta de que estaba poniendo en orden sus pensamientos, así que no lo agobié. Al otro lado del claro, los demás habían vuelto a reagruparse y se estaban internando de nuevo en el bosque. Me fijé en que Lyla llevaba firmemente agarrado de la mano a Fabian.
Kaspar suspiró de pronto. Fue un suspiro largo y grave.
—El destino es algo cruel, Nena. Separa a la gente y rompe corazones; hace daño a los inocentes. El tiempo hace lo mismo: hace pedazos a las personas, miembro a miembro, hasta que están demasiado débiles para mantenerse erguidas, para mantenerse en pie y vivir. Tú debes de apreciarlo mejor que yo.
Lo miré con sorpresa.
—¿Ah, sí?
Se echó a reír, pero fue una risa sin vida, plana. Con las manos en los bolsillos, agarré el forro de mi abrigo. El tono serio que estaba empleando era más que inquietante… me infundía miedo.
—Antes de que tuvieran que hacerte la transfusión de sangre eras completamente mortal. Con suerte, habrías llegado hasta los noventa. Ahora que eres una dampira, vivirás más tiempo que tus homólogos humanos. Antes de todo esto, la muerte seguía siendo algo muy real para ti. Pero ahora sabes que tienes que convertirte en vampira y los milenios se extienden ante ti.
Me encogí de hombros sin tener muy claro hacia dónde iba aquello.
—Para ser sincera, nunca pensé en el significado profundo de la muerte. Incluso cuando Greg murió y Lily se puso enferma, en el fondo seguí pensando que viviría para siempre, pese a todo. Es algo muy propio de la adolescencia, supongo. —Guardé silencio, pensativa—. La primera vez que pensé de verdad en lo que significaba la muerte y sus últimas consecuencias fue cuando llegué aquí, cuando tuve que tomar la decisión entre pasar toda la vida prisionera o convertirme en una vampira. Ambas conllevan la muerte.
Se paró de inmediato.
—¿Crees que convertirse en vampiro es lo mismo que la muerte?
Me di la vuelta y continué caminando de espaldas para poder mirarlo a la cara. Distinguí el dolor en sus ojos, tan claro como el día… aunque un día nublado, porque los tenía grises.
—Lo pensaba. Ya no.
Sus ojos no se aclararon, pero se las ingenió para devolverme una sonrisa débil.
—Es un cambio de opinión un poco repentino. No tendrá algo que ver con mi arranque de antes, ¿verdad?
Me encogí de hombros.
—Tenías razón. Tengo que aceptar lo inevitable. Nunca tuve elección, porque continuar formando parte de la humanidad es lo que me matará, no detener mi corazón para convertirme en vampira… —A su espalda, vi que un tentáculo volvía a introducirse en el agua silenciosamente, arrastrando con él una franja de hierba de la orilla. Sobre nosotros, en los árboles, divisé una ardilla que se acercaba con cuidado al final de una rama, a punto de saltar a la siguiente—. Y antes me has aclarado una cosa.
—¿El qué…?
Respiré hondo, consciente de que a lo largo de los años venideros recordaría las palabras que iba a pronunciar bien con amargo arrepentimiento, bien con una sonrisa cálida y satisfecha. No obstante, toda la confusión y el debate interno que se habían desarrollado en mi interior desde aquel primer día de agosto no parecían tener efecto alguno en lo que me rodeaba. Los pájaros seguían piando sus trinos a primera hora de la mañana, los árboles continuaban dejándose mecer por el viento y la ardilla seguía sin saltar. El tictac del reloj de Kaspar avanzaba, ininterrumpidamente.
—Ahora sé que no tengo que matar para alimentarme, que era mi principal objeción para convertirme.
Tardó unos cuantos segundos en asumir mis palabras. Cuando lo hizo, traté de grabarme a fuego en la memoria la expresión de su rostro: una mezcla de sorpresa, confusión e incredulidad. Decidí olvidarla, con independencia de si en el futuro me sentía amargada o feliz.
—Espera… ¿estás diciendo… que quieres… convertirte en una vampira?
Se apoyó en un árbol cercano, daba la sensación de que iba a desmayarse a causa del impacto de mis palabras.
—Sí.
—Mierda… —susurró.
Asentí. «Puede que nunca tuviera elección, pero la verdad es que lo voy a hacer por él». No podía evitar conservar un atisbo de esperanza de que, si me convertía en vampira, tal vez el rey permitiría que nos tocáramos. No sabía si alguna vez conseguiríamos entablar una relación; ni siquiera sabía si estaría permitido. Pero tenía que creer que todo funcionaría como en un cuento de hadas si —cuando— me convirtiera. Tenía que hacerlo. Me hacía sentir como si tuviera el control sobre mi humanidad.
—Mierda —repitió mientras se apartaba el pelo de la frente—. Nunca… nunca pensé que te oiría decir eso. Violet Lee, vampira. ¿Estás segura de verdad? Te has decidido muy pronto.
Firme, eché a andar de nuevo.
—Sí. Lo he pensado mucho durante los últimos días —mentí. En realidad no me lo había planteado en serio hasta aquella mañana, cuando Kaspar había pronunciado, con desesperación, a escasos centímetros de mí sobre mi cama, aquella frase inacabada. Era una decisión basada en la esperanza de que fuera a terminarla con un «te». La posibilidad de alimentarme sin matar no era más que una ventaja añadida que agradecía muchísimo. Continué—: Pero me estaba preguntando, ¿existen reglas? Respecto a convertir a alguien, quiero decir.
Uno al lado del otro, nos separamos bastante de los demás. Vi sus figuras vestidas de colores oscuros, envueltas en abrigos, serpenteando entre los árboles, donde ya no podían oírnos hablar.
—No, estrictamente hablando no. Bueno, no para los vampiros. Pero se espera que el vampiro que convierte al humano someta… al vampiro convertido —explicó al ver mi expresión— al rito de iniciación y que le enseñe las leyes del reino, ese tipo de cosas.
Me sentí como si me hubiera tragado un hueso de cereza. Su tono de voz era tremendamente distante; no había diversión, ni placer, ni siquiera sorpresa en él, como yo esperaba, así que sentí que el amargo arrepentimiento ya comenzaba a apoderarse de mí.
—¿Un rito de iniciación? —logré preguntar.
—¡Dios, tienes tanto que aprender! —gruñó—. No existen los vampiros pobres, Nena. El reino está formado por familias ricas y sus siervos. Una familia respetable tratará bien a sus siervos, les facilitará riquezas y los introducirá en la sociedad. Aunque algunos siervos no tienen tanta suerte y terminan como canallas o sirvientes. ¿Lo entiendes? Pero todavía no me creo que estés segura. ¿Y por qué te estás sonrojando?
Su pregunta fue muy directa, y aquello no hizo más que intensificar el rojo de mis mejillas. Respiré hondo.
—¿Me convertirás tú? No me apetece que ninguna otra persona se lleve un pedazo de mí, y tú ya me has mordido otras veces, y bueno, es sólo que… bueno… no lo sé —balbucí. Esperé un par de segundos antes de mirarlo.
Al principio pareció sorprendido, pero luego sus ojos lo traicionaron y su expresión se tornó más oscura.
—No te sientas obligado —flaqueé. «Pero, oh, Dios, por favor, di que lo harás. Di que lo harás y me quitarás el nudo que siento bajo las costillas ahora mismo».
—Tendré que hablar con mi padre al respecto, teniendo en cuenta su norma sobre tocarnos. Y él lo llevará ante el consejo, que decidirá si es… apropiado que tú seas mi sierva o no. No depende de mí, lo siento. —Me miró durante un instante y supe que mi rostro debía de reflejar una expresión derrotada—. Como te he dicho, aquí no hay espacio para el libre albedrío.
El nudo pareció acomodarse en algún lugar cercano a mi corazón, pero lo acepté solemnemente, pues sabía que decía la verdad.
—Kaspar, ¿estás bien? No pareces muy contento con todo esto.
Casi tropezó.
—¿No parezco contento? Claro que lo estoy. A veces eres realmente divertida, Nena.
Miró a nuestras espaldas, inquieto, antes de subirse el cuello del abrigo. Seguí su mirada y me fijé en el claro, apenas visible. Los árboles que hacía sólo unos momentos se agitaban como si estuvieran atrapados en una tormenta furiosa se habían quedado totalmente inmóviles, pero el sol —un agradable sol de invierno— había desaparecido, oculto detrás de una masa de nubes grises. Llegaban en grandes cantidades y robaban los cielos azules. Atisbando entre el follaje, veía que cada banco de nubes ascendía más y más, como peldaños que llevaran a algún lugar endemoniado. Los haces blancos quedaban atrapados en sus extensas garras, y los retorcían hasta que también ellos pasaban a formar parte de aquella mezcla monocroma. No era normal, y tampoco lo era la decisión que yo había tomado en el claro. Estaba sucediendo algo extraño, y no me gustaba.