VIOLET
—Aquí —dijo la joven que se presentó como Lyla. Sonrió cuando nos detuvimos junto a una puerta a más o menos medio camino del pasillo descubierto. Entró en la habitación. Yo dudé, pero al cabo de un momento la seguí.
La habitación era enorme. El suelo de madera brillaba, aunque una gran alfombra negra cubría su mayor parte. Sobre ella descansaba una cama de caoba con cuatro postes cuyas cortinas de color añil caían hasta el suelo. Encima de las puertas acristaladas del balcón, y protegidas por rejas en el exterior, colgaban gasas negras y moradas. Junto a ellas había varias ventanas arqueadas con unos antepechos lo suficientemente grandes como para sentarse en ellos.
Traté de absorber todos los detalles mientras Lyla no paraba de moverse a mi alrededor, comentándome cosas pese a que sólo la estaba escuchando a medias.
—Eso de ahí es el vestidor. Te traeremos algo de ropa, pero hasta entonces puedes utilizar la mía. Creo que tenemos una talla parecida. El baño está justo al otro lado del pasillo. —Frunció el entrecejo—. Hemos pensado que no deberías tener tu propio baño, pero hay un aseo en el vestidor, si lo necesitas —añadió radiante. Volvió a sonreír, pero el gesto se disipó cuando se volvió hacia mí—. No hablas mucho, ¿verdad?
La miré con fijeza. «Si se cree que voy a ponerme a charlar amigablemente con ella, va lista». Sobre todo porque estaba empezando a encontrarme bastante mal: no estaba segura de haber expulsado toda el agua que había tragado en el lago.
Lyla echó a andar en dirección a la puerta.
—Bien, deberías quitarte ese vestido, así que te dejo sola. —Se detuvo y continuó—: Les diré a los criados que te suban algo de comida. Eres vegetariana, ¿verdad? —me preguntó.
Se me pusieron los ojos como platos. «¿Cómo es posible que lo sepa?»
No contesté, y tras permanecer allí de pie y en silencio durante unos instantes, volvió a abrir la puerta. Pero justo antes de que se marchara, hablé.
—No pareces una asesina —le espeté.
Se echó a reír, como un adulto que se ríe de un niño por hacer una pregunta estúpida.
—Eso es porque no lo soy.
Diciendo eso, cerró la puerta y se fue.
En cuanto se hubo marchado, salí disparada hacia el vestidor y encontré el aseo que había en su interior, que era tan grande como el dormitorio de mi casa. Me agaché sobre la taza del váter y sentí náuseas. Deseaba con todas mis fuerzas vomitar para que desapareciera el horrible bamboleo de mi estómago. Finalmente, lo conseguí.
Me refresqué la cara con agua y bebí un sorbo recogiéndola con las manos. También mantuve las muñecas un rato bajo el chorro de agua fría. No era capaz de apartar la mirada del espejo. Ante mis ojos se repetía una y otra vez la imagen de Claude Pierre cayendo al suelo, muerto.
«No deberías obsesionarte con eso —dijo la voz de mi cabeza—. Concéntrate en tu propia supervivencia».
Tenía razón, así que me esforcé por dejar de mirar al espejo y regresé al vestidor. Me habían preparado un conjunto completo de ropa y me lancé hacia ella, contenta de poder quitarme aquel vestido empapado y desgarrado. Los vaqueros me quedaban un poco justos a la altura de las caderas y se me clavaban en la piel. Asimismo, me costó un poco que la camiseta me pasara por el pecho. Pero aquellas prendas estaban secas, así que tendrían que bastarme.
Cuando salí del vestidor, vi que me habían dejado una bandeja con comida en el mueble bajo que había junto a la cama. Contenía un plato de sándwiches cortados en triángulos, un papel y un vaso de agua, que me bebí de un solo trago. Cogí el papel. Lo desdoblé y me encontré con una carta escrita con una caligrafía casi ilegible:
Violet:
Puedes pasear por la casa siempre que quieras, pero no salgas a los jardines. Si te cruzas con mi padre, hazle una reverencia y dirígete a él como «su majestad». Haré cuanto esté en mi mano si necesitas algo. En ese caso, pídeles a los criados que me llamen.
S. A. R. LYLA
P. D. Los asesinos matan por placer. Los vampiros matan para sobrevivir.
Volví a leerla de arriba abajo otras dos veces antes de hacer una bola con ella y tirarla a una esquina de la habitación.
—Que te den —mascullé.
Me acerqué a las puertas acristaladas y forcejeé con ellas durante un minuto. Estaban cerradas. «Supongo que no quieren correr ningún riesgo. Aunque tampoco es que fuese a salir sana y salva si me lanzara desde aquí».
Apoyé la cabeza contra un cristal y luego lo golpeé con las palmas de las manos, frustrada, sintiendo que las enormes murallas que había construido a mi alrededor comenzaban a desmoronarse. Sabía que no podría continuar siendo fuerte durante mucho más tiempo, y los ojos comenzaron a escocerme cuando se me llenaron de lágrimas.
La esperanza que había conseguido conservar desapareció y la sustituyó una sensación de frustración cada vez mayor al darme cuenta de que no tenía ningún tipo de control sobre la situación.
Me acerqué a la cama y quité el enorme edredón de seda que la cubría. Me lo eché por encima de los hombros y me senté en el antepecho de una de las ventanas para escuchar el suave repiquetear de los cristales cuando comenzó a caer la lluvia. Aquel sonido y el agotamiento me adormecieron. Al cabo de un rato, la llovizna arreció, azotando los jardines. A la luz del sol me habían parecido espléndidos, pero en aquel momento me resultaban sombríos y hostiles. Puede que fuera porque ya sabía lo que acechaba en ellos.
«Vaya cliché tan manido», pensé cuando resonaron los primeros truenos e hicieron temblar la ventana. Una tormenta. Cerré los ojos y contuve las lágrimas. En algún lugar de la mansión un reloj dio las nueve.
«No voy a llorar por un puñado de asesinos locos. Nunca».