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VIOLET

Di un paso para alejarme de Kaspar y me aferré al medallón en actitud protectora, más asustada de que el rey pudiera quitármelo que de su propio enfado.

—Simplemente no lo entiendes, ¿no es así, hijo mío?

Sus palabras eran calmadas. Controladas. «Una amenaza», pensé.

—¿Entender qué, padre? —contestó Kaspar en el mismo tono.

El monarca dio unos pasos hacia adelante y se ocultó también entre las sombras. Cruzó los brazos sobre el pecho y observó a su hijo a través de sus iris negros, lo único que delataba su enojo.

—La filosofía de «se mira pero no se toca».

Una brisa atravesó la veranda y me alborotó el pelo. Los faroles se bambolearon, ahuyentaron las sombras y derramaron luz tanto sobre el rey como sobre Kaspar. Durante un instante, me quedé perpleja ante lo mucho que se parecían: desde su postura erguida hasta la sonrisa arrogante que ambos compartían. Incluso su forma de fruncir el entrecejo era idéntica.

Kaspar soltó una risa hueca.

—La entiendo a la perfección. Ya me has soltado ese sermón antes. Pero esto es por algo más, ¿verdad?

—Por mucho más —respondió el rey—. Tengo muchas razones, y una de ellas es que tienes que aceptar tus responsabilidades y aprender que tus acciones tienen consecuencias.

—Eso ya lo sé —le espetó Kaspar—. Lo sé demasiado bien.

Un nutrido grupo había comenzado a reunirse en los escalones y contemplaba la escena con interés.

—No, no lo sabes. Si fuera así, admitirías que debes mantenerte alejado de ella.

Las palabras se me escaparon de la boca antes de que pudiera retenerlas:

—Ella tiene un nombre.

La mirada del rey se clavó en mí como si acabara de notar por primera vez que estaba allí. Se fijó en el medallón, y yo volví a rodearlo con mis dedos, insegura de cómo iba a reaccionar. La cadena me mordió el cuello, estaba tan tensa que amenazaba con partirse. El medallón continuaba estando frío, a pesar de que ya llevaba unos cuantos minutos descansando sobre mi pecho. Cuando lo reconoció, el rey abrió los ojos como platos, y yo me puse rígida, lista para escapar, pero en lugar de sisear o gruñir como me esperaba, habló con una ternura calmada de la que no sabía que era capaz.

—Señorita Lee, ¿podría hacerme el honor de concederme el siguiente baile?

—No —contestó Kaspar.

Yo le lancé una mirada furiosa, consciente de que estaba montando una escena aún más morbosa ante el creciente número de espectadores.

—No tengo más remedio —dije articulando las palabras con claridad, y después rendí una reverencia al rey.

Con un gesto de disgusto, Kaspar se hizo a un lado. El rey ya estaba a medio camino de la puerta y yo lo seguí tratando de ignorar las miradas de la multitud.

El monarca se encaminó hacia el centro del salón de baile. Al instante, la música cesó de sonar y los que estaban bailando se detuvieron. La gente se apartó para formar un círculo.

«O sea, que sólo bailaremos nosotros. Estupendo».

La orquesta miró al rey, que pidió una danza sencilla que yo conocía de las clases de baile de Sky; aún mejor, ni siquiera requería que nos cogiéramos. Se me relajaron los hombros, únicamente para volver a tensarse cuando mi mirada revoloteó hasta Kaspar, que se había abierto camino hasta la primera fila. Parecía preocupado.

El círculo se cerró a nuestro alrededor y me dejó enclaustrada en el centro. Los violines comenzaron a tocar, los murmullos desaparecieron e hice una larga reverencia mientras que el rey, frente a mí, permanecía erguido.

Cuando los demás instrumentos se unieron a la melodía, di unos cuantos pasos al frente, al igual que el monarca, hasta que nos encontramos en el centro, a unos centímetros el uno del otro.

—Señorita Lee.

—Su majestad.

Retrocedimos y nos rodeamos el uno al otro para regresar a nuestras posiciones originales antes de volver a acercarnos.

—¿Pretende bailar en silencio, señorita Lee?

Me cogió la mano izquierda con su derecha y, una vez más, giramos manteniendo una buena distancia entre ambos.

—Perdóneme, su majestad, pero no tengo la costumbre de entablar conversación con las personas que me aborrecen.

Me cogió de la otra mano y dio un paso atrás, a la vez que yo, hasta que volvimos a unirnos.

—Pero, señorita Lee, ¿qué le hace creer con tanta firmeza que la aborrezco?

Nos separamos y volvimos a girar, serpenteando entre las parejas imaginarias que nos rodeaban.

Casi me echo a reír al oír su pregunta, pero me lo pensé mejor. Me di la vuelta y esperé a que volviéramos a estar juntos para contestar:

—Que no me deja acercarme a su hijo.

Una vez más, tomó mis manos entre las suyas, las soltó, y luego me rodeó.

—Tengo mis razones para ello. Pero no se debe en ningún caso a que la odie. Usted lo da por hecho cuando, en realidad, no es así.

Fruncí el entrecejo, estaba perdida.

—Pero me acosté con el heredero al trono. Su heredero.

Ambos dimos un paso al frente en dirección al otro y luego nos alejamos mientras él reía.

—No se pavonee, señorita Lee. Mi hijo se ha acostado con muchas chicas… muchas chicas humanas. Su caso no es distinto. Pero, al ignorar mi orden explícita de no tocarla, empeoró su situación. Como acaba de volver a ocurrir esta noche. Es una norma básica, señorita Lee; sígala y no le haré ningún daño. —Pasó a mi lado mientras giraba en un círculo a mi alrededor. Su mirada no dejaba de abrasarme la espalda—. Es por su propio bien.

Regresó a su posición original y entonces fui yo la que pasó a su lado.

—¿Le importaría explicarme eso?

Sus ojos grises, más apagados que una mañana londinense, me siguieron produciendo quemaduras en la piel a pesar del hecho de que les faltaba brillo. «Les falta vida».

—Mi hijo le ha hecho un regalo muy valioso.

Mi mano siguió la dirección de su mirada y dio con el medallón. Me di cuenta de que no me iba a dar ninguna explicación, pues estaba cambiando de tema.

—Sí, es cierto.

Volví a dejar que el medallón descansara sobre mi piel, tan frío como siempre, mientras continuábamos bailando.

—Pertenecía a mi difunta esposa.

—Lo sé.

En la siguiente figura, me cogió las dos manos, en aquella ocasión con demasiada fuerza, mientras girábamos en el sitio.

—Ya lo sabe. ¿Así que conoce cómo lo obtuvo Kaspar?

«Ella se lo dio la semana antes de morir».

—Porque sabía que se dirigía hacia su…

Se separó de mí. Su firme presión en mis manos se estaba tornando aún más fuerte, como la de alguien que intentara no derrumbarse.

—Lo siento —susurré, y le di un ligero apretón en la mano, sin saber qué más podía hacer.

—No lo entendería —replicó. Su rostro había recuperado la expresión habitual.

Me soltó las manos con brusquedad y me rodeó como si fuera su presa. No le quité la vista de encima, y sentí un reguero húmedo en las mejillas cuando se me escaparon unas lágrimas.

Cuando volvió a mi lado y me cogió las manos, le contesté:

—Mi hermano murió. Lo entiendo.

Movió la cabeza de golpe para mirarme y sus ojos volvieron a tornarse negros.

—No, no lo comprende. No lo entiende ni por asomo. ¡No tiene ni idea de lo que es tener que contener las lágrimas para no desperdiciarlas, como hace usted!

Ambos nos quedamos paralizados y yo tiré de mi mano para liberarla de la suya. Tuve que esforzarme, pues me la sujetaba con una firmeza increíble. Cada uno de sus dedos enguantados me dejó una huella blanca en el dorso de la mano.

—¿Qué? —susurré mientras me apresuraba a secarme las lágrimas y aumentaba la distancia entre ambos.

—Usted, criatura, permite que broten con mucha libertad esas lágrimas. Pero mire a su alrededor. Mire mi reino. Aquí hay hombres y mujeres que pueden derramar muy pocas lágrimas. Debería atesorar las suyas, señorita Lee, antes de que sea demasiado tarde.

Entorné los ojos e ignoré a Kaspar, que observó con la boca entreabierta cómo ambos dejábamos de bailar.

—¡Nunca será demasiado tarde! ¡Nunca me uniré a su enfermizo reino! —le espeté.

Escupí aquellas palabras antes de que me diera tiempo a pensar en lo que estaba diciendo. La muchedumbre se removió incómoda, y vi que Kaspar, en primera línea, se encogía.

El rey dio varios pasos en dirección a mí y eliminó casi por completo la distancia que nos separaba. A su lado, yo me sentí empequeñecer.

—No me insulte, señorita Lee, o lo lamentará.

Di un paso al frente, el último que quedaba entre nosotros. A sólo unos centímetros de él, me puse de puntillas para mirarlo a los ojos.

—Usted no me da miedo.

Un grito ahogado recorrió la habitación. Perplejos, los vampiros montaron en cólera y la sala recobró la vida de inmediato.

Sin embargo, el rey soltó una risa oscura. Se agachó y me murmuró al oído:

—No. Pero sí tiene miedo de sus sentimientos hacia mi hijo.

Apoyé los talones en el suelo, dejando todo lo demás inmóvil. «Lo sabe. —Lo sabía e iba a hacer cuanto estuviera en su mano para asegurarse de que su hijo, príncipe y heredero no correspondiera aquellos sentimientos—. Lo sabe».

—Todo tiene sus consecuencias, señorita Lee.

Di unos cuantos pasos temblorosos hacia atrás con la mirada clavada en el suelo. La pieza se acercaba al final y los violines entonaron la última nota. «Tengo que salir de aquí».

Así que hice una reverencia y escapé. De la sala. Del baile. Del rey. De Kaspar.