48

VIOLET

—¿Estás bien? —me preguntó Cain tras sacar un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y colocarlo sobre la herida, que ya sentía que se me estaba cerrando. Estábamos fuera, y una brisa suave refrescaba el sudor que me cubría el cuerpo.

—Eso creo.

Fue una respuesta jadeante y no dio la sensación de que estuviera bien, pero fue lo único que me permitieron susurrar mis fuerzas. Los minutos anteriores (aunque según el reloj que había en la pared había sido media hora) me habían afectado más de lo que esperaba y me habían hecho recuperar el miedo hacia aquellas criaturas… Pero «recuperar» no parecía ser la palabra adecuada, porque era un miedo que en realidad no había existido antes.

—Bien —dijo él, y volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo del pantalón.

Daba la sensación de que tenía algo más que decir, pero lo interrumpí:

—¿Dónde está Kaspar?

Cain me lanzó una mirada de aburrimiento.

—Hablando con el rey. Cualquiera habría dicho que dos semanas en Rumanía le habrían hecho aprender la lección. —Agucé el oído. «¿Rumanía?»—. Que no te dé tanta lástima —continuó Cain—, se las ha pasado ahogando las penas en alcohol en el castillo de verano de Sky con sus antiguos compañeros de Vampiros.

O sea, que allí era adonde habían desterrado a Kaspar durante las dos semanas anteriores; y había algo en aquel «compañeros» que me ponía nerviosa… algo me decía que eran compañeros de ambos géneros. Se me cayó el alma a los pies. Kaspar no había malgastado el tiempo. «Y sin embargo aquí estoy yo, paseando mi tristeza a la espera de que regrese mi príncipe. —Era patético—. ¿Qué esperaba? No soy más que otra muesca en el poste. Al fin y al cabo, soy una escoria humana con un futuro que al parecer no me merezco».

No obstante, no podía evitar recordar el modo en que me prometió que no permitiría que nadie me hiciera daño… el modo en que me había sentado sobre su regazo de camino a Londres. En aquellos momentos parecía que le importaba, pero de inmediato cambiaba y el capullo reaparecía. «Y luego dicen de Jekyll y Hyde».

—¿Quieres volver adentro?

—No, ve tú. Sólo quiero tomar un poco el aire.

—Tú verás. Grita si pasa algo.

Rodeé el pilar y me oculté junto a las puertas, en una réplica en pequeño de la balconada de arriba, aquella noche iluminada con faroles.

Sabía que estar sola me inquietaría más, pero necesitaba tiempo para pensar sin que me bombardearan con más información.

Apenas había podido reflexionar sobre mi sueño de la noche anterior. Y sabía que debería hacerlo, pues fuera lo que fuese aquella Profecía, le estaba proporcionando a mi padre la excusa que necesitaba para poner en marcha su plan para sacarme de allí. Y Valerian Crimson había dicho lo mismo. Heroína Oscura…

También era consciente de cómo debería sentirme al respecto. «Aliviada. Esperanzada. Eufórica». Pero no era capaz de conciliar esas emociones —que experimentaba con moderación— con el creciente apego que sentía hacia Varnley y que había reconocido abiertamente ante Kaspar al rechazar la oportunidad de marcharme.

«Y aun así, ¿qué justifica que continúe aquí?» La mayor parte de aquella gente me despreciaba por haberme acostado con Kaspar, a quien no podía tocar bajo ninguna circunstancia y al que, según Cain y Jag, la situación no había parecido afectarle mucho durante su estancia en Rumanía. Y como guinda del pastel, tenía una voz en la cabeza y pesadillas sobre acontecimientos muy reales. «Este lugar me está volviendo loca».

Dejé mi mente en blanco y me concentré en la fuente cuando algo comenzó a presionar contra mis barreras y a intentar fisgar en mi cabeza. Insistió durante un minuto, y luego su roce desapareció.

—Un penique por tus pensamientos, Nena.

Exhalé con fuerza, y con el aire que expulsé se marcharon mis preocupaciones.

—Mis pensamientos son míos, alteza, y valen mucho más que un penique.

Se echó a reír.

—Ya has vuelto a hacerlo, rechazar al príncipe del reino. En serio, deberías aprender a no hacerlo.

—Lo hice. —Me volví y vi a Kaspar cara a cara, por fin, después de catorce largos y arduos días—. Pero la cosa terminó con el príncipe en Rumanía durante dos semanas, cosa que he oído que no le hizo mucha gracia.

—No. —Me rodeó y se apoyó contra la barandilla de piedra—. No le hizo mucha gracia. Rumanía le parece un lugar bastante bonito, pero resulta que hay algo mucho más hermoso aquí, aunque un tanto incordio y sin pelos en la lengua.

Me puse muy colorada y sentí mariposas en el estómago ante aquel halago.

—Yo también me alegro de verte, Kaspar.

Me apoyé contra la barandilla a su lado, con mucho cuidado de mantener la distancia necesaria para no correr el riesgo de tocarlo por accidente.

—¿Te he dicho en algún momento que me alegrara de verte, por muy impresionante que estés vestida de blanco?

Lo preguntó con un tono bastante sincero, pero en sus ojos había un brillo travieso y me fingí ofendida.

—¡Qué grosero! Y el blanco me hace pálida, a duras penas puedo estar impresionante.

—Precisamente por eso. Te hace parecer una vampira. —Se dio la vuelta antes de terminar de hablar, pero me dio tiempo de captar el matiz rosado de sus ojos. Una vez más, supe que la emoción apropiada en aquel momento era el enfado, pero no pude evitar sentirme halagada—. Pero, en serio, me alegro de verte. Resulta que tú eres lo que hace la vida divertida —dijo riendo en voz baja.

—Gracias. Supongo que yo también te he echado de menos —susurré con la esperanza de que la luz de los faroles fuese lo bastante tenue como para que no viera mi sonrojo, que parecía estar tornándose permanente.

—¿Qué?

Me dio un vuelco el corazón.

—Yo también te he echado de menos —repetí.

Soltó una carcajada.

—Ya te había oído, Nena. Simplemente me preguntaba si podrías ponerlo por escrito.

Fruncí el entrecejo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que jamás pensé que viviría para ver el día en que dijeras eso.

Se dio la vuelta para mirarme de frente y yo sonreí sin mucho entusiasmo ante su comentario. Entretanto, me di cuenta de que mi mirada vagaba sin mi permiso por su torso y que se detenía debajo de su faja.

«Dios, lo he visto desnudo».

—¿Violet?

Sacudí la cabeza y noté que una sonrisa abochornada me curvaba los labios. Me puse a mirar los jardines.

—¿Qué tal en Rumanía?

De soslayo, vi que su sonrisa arrogante se desvanecía y que se ponía serio de nuevo.

—Bonita, como ya te he dicho. Ojalá pudiera llevarte allí, enseñarte el hogar de mis antepasados. Habría estado bien tener allí a alguien que compartiera mi pasión por el alcohol, además.

Enarqué una ceja.

—¿Has bebido mucho?

Suspiró y sus ojos perdieron el brillo y se pusieron de un tono mentolado.

—Es difícil saber cuánto has bebido cuando lo haces solo.

Mis ánimos y mis esperanzas se recuperaron un poco. «¿Así que no se emborrachó con otras chicas?»

—¿Solo?

Él también se puso a mirar el paisaje, aunque cada pocos segundos se volvía hacia mí, como si estuviera dividido en cuanto a qué debía contemplar.

—Pareces sorprendida.

—Es que he pensado…

No me presionó para que acabara la frase y nos sumimos en el silencio. Aun así, la ausencia de palabras no era una barrera incómoda entre nosotros. Al contrario, resultaba reconfortante saber que estábamos a gusto en esa situación. Cerré los ojos durante un rato y escuché el gorjeo de un pájaro y el continuo tamborileo del agua de la fuente. Incluso a través de los párpados cerrados distinguía puntos rojos y dorados en el aire: las diminutas luciérnagas que flotaban sobre el estanque y las lenguas de fuego de los faroles.

—Tienes frío —susurró.

Abrí los ojos y me aparté un mechón de pelo de los ojos.

—Sólo un poco.

Enarcó una ceja y se apartó el pelo de la frente.

—Tienes la piel de gallina en los brazos.

Se quitó la banda, se desabrochó la chaqueta, y a continuación me la pasó. Acepté la chaqueta agradecida, procurando no tocarle la mano. Cuando me la puse, sentí una calidez inmediata sobre los hombros, que llevaban congelados la mayor parte de la velada.

Estiré los brazos.

—Me queda un poco grande. —Las mangas superaban en varios centímetros las yemas de mis dedos y los faldones me llegaban casi a las rodillas—. Gracias.

Asintió.

—¿Quieres dar un paseo conmigo?

Me rodeó y bajó la escalera por delante de mí. Las pocas personas con las que nos cruzamos nos miraron con sorpresa. Podía leerse la misma expresión en cada rostro. El hecho de que yo llevara su chaqueta tampoco ayudaba a disminuir su asombro.

—Mierda, tengo una piedra en el zapato —dije cuando pasamos de la gravilla al césped. Me detuve, me agaché y tiré de las cintas que llevaba atadas a la pantorrilla para desatarlas. Me quité el zapato y me quedé a la pata coja para librarme de aquel pequeño guijarro. Kaspar ladeó la cabeza y me observó con una perplejidad divertida.

—Nena, de verdad que eres la viva imagen de la elegancia. —Fingí una risa antes de casi caerme de espaldas mientras intentaba volver a atarme las cintas en torno a la pierna—. Te ayudaría —prosiguió—, pero no puedo tocarte, y además estoy disfrutando bastante del espectáculo.

Tuve la sensación de que no me estaba mirando los pies, sino más bien el escote, pronunciado y no precisamente muy discreto, cuando me inclinaba hacia adelante. Al fin me volví a poner el zapato y desistí del intento de que las cintas quedaran bien. Volví a enderezarme y eché a andar por delante de él, en dirección al estanque.

«Para ser justos, tú te has puesto a mirarle la entrepierna hace un momento», me recordó mi voz.

«Sí, bien visto, voz».

Kaspar en seguida llegó a mi altura y adoptó mi ritmo, pero me dejó seguir rumiando en silencio, con su media sonrisa presuntuosa en los labios. Llegué al estanque, extasiada con las luciérnagas que revoloteaban por allí y que cubrían la superficie del agua de una nube brillante que zumbaba quedamente.

—Son bonitas, ¿verdad? —comentó Kaspar haciendo un gesto con la cabeza en dirección a las luciérnagas—. Sólo vienen una vez al año, para Ad Infinítum. Es estúpido, pero la gente dice que se alimentan de la alegría.

—Vaya —murmuré, aunque en realidad no estaba admirando los insectos.

—Mi madre las adoraba.

Volvió a caer el silencio y, al cabo de unos momentos, eché a andar por el borde del estanque hacia el lugar del que, de los árboles, colgaban aún más guirnaldas de flores, unidas como cadenetas de papel. Eran idénticas a las de dentro: los pétalos del negro más oscuro, las hojas absolutamente blancas. Estiré una mano, porque quería tocar los pétalos… parecían estar hechos de terciopelo.

—Yo no lo haría, si fuera tú.

Aparté la mano a toda prisa cuando Kaspar apareció justo delante de mí.

—¿Por qué?

La expresión de su rostro se tornó increíblemente sincera.

—Estas rosas se llaman Caricia de la Muerte. Son letales para cualquier humano o vampiro que toque sus pétalos.

Me aparté a trompicones.

—¡Estás de coña!

Sacudió la cabeza.

—Hablo completamente en serio. Si hubieses tocado una, ya estarías en el suelo, muerta. —Abrí los ojos como platos y di unos cuantos pasos más atrás. Kaspar se echó a reír, se dio la vuelta y arrancó una del tallo. La admiró durante un instante y luego estiró los pétalos exteriores para que se ajustaran al círculo que creaba el resto de la flor—. Toma, huele una.

Me la ofreció en la palma de la mano y yo sacudí la cabeza.

—¡Ni de coña!

—Confía en mí, Violet —rogó con un suspiro.

Fruncí el entrecejo, pero me eché hacia adelante. Ni siquiera tuve que acercarme mucho para captar su fragancia.

—¿A qué te huele? —me preguntó.

Arrugué la nariz.

—A verduras podridas.

Hizo un gesto de asentimiento.

—Pues a mí me huelen —se llevó la flor a la nariz— casi tan dulces como tú.

Resoplé.

—¿Esa es una frase cursi que utilizan los vampiros para ligar?

Fingió sorprenderse.

—¡Mierda! ¿Tan obvio resulta?

Lanzó la flor al estanque, sobre cuya superficie flotó como si hubiera caído en un nenúfar. Después, se limpió la mano en la camisa blanca que llevaba debajo del chaleco y se la manchó de negro.

Comenzamos a andar.

—Entonces, si son tan mortíferas para los humanos y los vampiros, ¿por qué está toda la casa decorada con ellas?

Soltó el aire lentamente, como si la respuesta fuera obvia.

—Siempre hay dos únicos humanos en Ad Infinítum, y están bajo vigilancia constante, así que, ¿por qué no? Además, son la flor del reino. Mira. —Señaló la rosa del escudo de armas de su chaqueta—. Representan todo lo que somos. Son letales para los humanos, pero para nosotros son algo bello y valioso. Incluso fabrican perfumes que contienen su aroma, el cual no gusta mucho a los humanos.

—¿Así que son simbólicas para los vampiros?

—No. Son simbólicas para los seres oscuros.

Cerré los ojos y me recordé que no debía exasperarme ante aquella respuesta. Teniendo en cuenta que yo no sabía nada sobre los seres oscuros, a duras penas podía aclararme algo.

Habíamos llegado a la fuente. Kaspar se sentó en el borde y dio unas palmaditas sobre la piedra, a su lado. Me senté al tiempo que intentaba convencerme de tener el suficiente valor para obtener respuestas.

—¿Qué son las Heroínas Oscuras?

Se volvió hacia mí con la espalda recta como un palo, los ojos como platos y la boca abierta. Se le pusieron los ojos negros durante un segundo.

—¿Quién te ha hablado de eso? —quiso saber.

Mi pensamiento se aceleró, tratando de buscar una excusa plausible. No podía contarle lo de los sueños, pues su padre podría averiguarlo.

—Nadie. Dentro he oído hablar a varias personas de que Athenea había encontrado la primera chica sa… bea… na o algo así. —Apenas recordaba cómo había pronunciado aquellas palabras el canalla durante mi sueño.

Kaspar se relajó un poco, pero la curiosidad y la alerta continuaban ardiendo en sus ojos.

—Sabiana. Se escribe con «i», sa… bia… na —repitió silabeando.

—Sabi… ana. —Intenté imitarlo, pero me resultaba difícil pronunciar aquella palabra, no sabía muy bien por qué.

Las comisuras de sus labios se levantaron ligeramente.

—¿Sabes quiénes eran los que hablaban de eso? Porque se supone que no lo sabe nadie más que el consejo, y por supuesto que no se debe hablar de ello.

Sacudí la cabeza y mentí entre dientes:

—No lo sé. No los reconocí.

—Ah.

Suspiré, y aquella vez sí dejé entrever mi exasperación.

—No vas a contarme qué son las Heroínas Oscuras, ¿verdad? Ni qué es la Profecía de las Heroínas. Ni por qué los vampiros están tan sorprendidos. Ni por qué los vampiros son los siguientes…

Se estremeció.

—¿Has oído todo eso?

—Por favor, explícamelo. ¿Qué mal puede hacer? Tampoco es que vaya a decirle a nadie que sé lo que es.

Hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Ya sabes que tanto el consejo vampírico como el interdimensional han acordado que no debes tener conocimiento alguno respecto a ninguna dimensión que no sea esta hasta que te conviertas…

—Sobre eso trataba la reunión cuando nos fuimos a Londres, ¿no? Y ese tal Fallon. ¿Era sabiano? Él sabía lo de la Profecía, ¿verdad? ¿Hace cuánto descubristeis que habían encontrado a esa chica? ¿Hace poco? No he oído a nadie hablar de esto antes.

Lancé las dos últimas preguntas para ponerlo a prueba; ya conocía las respuestas gracias a mi sueño de la noche anterior, pero quería saber hasta qué punto sería sincero.

—¡Frena! Te lo contaré, ¿vale? —Levantó la mirada sólo para volver a bajarla y se pasó la mano por el pelo. Se me detuvo el corazón, por fin iba a obtener respuestas—. Bien, ¿por dónde empezar? —Respiró hondo, bajó la mano, y entonces comenzó su discurso—: Hay nueve dimensiones, paralelas en casi todos los sentidos; todas ellas están pobladas por humanos, así como por un número mucho menor de seres oscuros de los que no voy a hablarte. —Estaba a punto de empezar a protestar, pero me cortó—: Es una información más valiosa que mi vida, así que no te la daré. —Y prosiguió—: Los humanos no se han llevado nunca bien con los seres oscuros en ninguna de las dimensiones, excepto en esta, donde, aparte de los miembros más destacados del gobierno, todos ignoráis nuestra existencia, por lo general. Pero hace unos cinco mil años, un erudito y profeta sabiano, sí, «sabiano» —asintió con la cabeza mientras yo lo silabeaba de nuevo—, un erudito sabiano aseguró que conocía el futuro. Seguro de sus propias habilidades, escribió lo que había previsto. —Levantó la mirada para cruzarla con la mía. Tenía los ojos moteados de gris—. Predijo las guerras mundiales, y el cambio climático, incluso la invención de la bomba atómica. Sabía que los tratados a los que habían llegado los seres oscuros y los humanos fracasarían, y que la guerra se convertiría en una posibilidad cada vez más inminente. Conocía nuestro mundo, Violet. Sabía dónde nos equivocaríamos.

Embelesada, permanecí en silencio, y él se lo tomó como una señal para que parase.

—¿Estás segura de que quieres que siga? —Asentí y él soltó una risa seca—. Pero no nos dejó totalmente desesperanzados. Al mismo tiempo, elaboró la Profecía de las Heroínas, y en ella predijo que durante esa época oscura nueve mujeres ascenderían para convertirse en una especie de… deidades, supongo. Por encima de todos los reyes, se supone que esas nueve mujeres restaurarán el equilibrio perdido con la humanidad.

Me lo podía imaginar. Era un cuento de hadas, un cuento de héroes, pero real. «Esto es real». Mi voz se quedó en silencio, envuelta en la historia que tanta intriga me producía. «La historia de mi mundo».

—Pero tú no te la crees. Al menos antes no te la creías.

Sacudió la cabeza.

—No muchos se la creían, aparte de los Athenea, que es el nombre tanto de la familia real sabiana como de un lugar real, y del pueblo sabiano. También en aquella época se consideró que la Profecía era una tontería, porque situaba a las mujeres en el poder.

Me acerqué a él con los ojos cargados de curiosidad. La voz me salió en un susurro con una nota de incredulidad:

—Pero ¿ahora se está haciendo realidad?

—Sí. No quiero creérmelo, pero ¿cómo puedo no hacerlo?

Su pregunta iba más dirigida a él mismo que a mí, así que no contesté. Los recuerdos de mi sueño de la noche anterior aún estaban recientes. «Es verdad. Es real».

—Los sabios de Athenea han encontrado a su chica. —Respiré y me quedé callada, sobrecogida. Mi padre me había educado para que fuera una persona racional, pero mi experiencia allí me había cambiado. Estaba dispuesta a creerme aquello, por muy loco y complicado que pareciese—. ¿Sabes quién es?

Sacudió la cabeza.

—¿La primera Heroína? Ni idea. Nadie lo sabe. Los sabios han cerrado sus fronteras, así que no hay forma de entrar ni de salir de la dimensión. No podemos enviar mensajes y está bastante claro que ellos no van a decirnos nada. Tenemos que esperar a que nos lo cuenten. Como de costumbre.

Fruncí el entrecejo.

—Pero ¿cuánto podría tardar eso?

—¿Quién sabe? —contestó—. Días, semanas, meses tal vez. Se tomarán su tiempo, y cuando estén listos, ella vendrá. Tendrá que hacerlo en algún momento, porque ha nacido para despertar a las otras Heroínas.

Me aferré al borde de la fuente. El rocío salpicaba la chaqueta de Kaspar y volvió a provocarme frío.

—¿Qué quieres decir?

Cerró los ojos con un suspiro.

—La primera estrofa tiene que ver con los sabios, la segunda con nosotros, la tercera con los malditos, y así. La primera explica que la primera Heroína debe buscar a todas las demás. Como supuestamente la segunda es vampira, vendrá aquí en primer lugar, encontrará a la segunda chica, y entonces… bueno… —Se quedó callado e hizo un gesto de negación con la cabeza.

—¿Cuál es la primera estrofa? ¿Te la sabes? —le pregunté, aunque dudaba que fuese a decírmelo.

—Por supuesto. Todo el mundo se la sabe, excepto vosotros, pobres humanos de esta dimensión. —Puse cara de mal humor ante aquel comentario—. Es muchísimo más bonita en su lengua original, el sabiano, porque en la nuestra se ha alterado para que rime, pero entenderás la esencia.

Se echó hacia atrás apoyándose sobre los codos y miró hacia el cielo estrellado. Las palabras salieron de sus labios como si las hubiera repetido un millón de veces:

En piedra están grabados sus destinos,

sentenciada a sentarse en el primero de los tronos.

La última de su línea y un símbolo para los buenos,

es la última de los caídos, una deidad entre todos.

Su maestro, su amor, su mentira la mueve,

sola la primera inocente muere,

para la chica nacida para despertar a las nueve.

Terminó, juntó los labios y apartó la mirada de las estrellas.

—¿«Sola la primera inocente muere»? —cité, y sentí que se me erizaban los vellos de la nuca.

—Inquietante, ¿no? Cuarenta y cinco personas morirán si la Profecía es cierta.

Me estremecí, pues la intriga por aquel tema de pronto me provocó un frío desconcertante.

—No me gustaría estar en la piel de esa Heroína.

Kaspar sacudió la cabeza.

—A mí tampoco. No se lo desearía a nadie.

—¿Y si fuese alguien a quien conocieras?

Se puso de pie de repente. Se volvió hacia mí y su cuerpo bloqueó la luz de la casa y de la luna, que proyectó su larga sombra sobre el suelo.

—Pues entonces que el destino se apiade de su corazón.

Cuando volvió a mirarme, un segundo escalofrío me recorrió la espalda. Su diversión y su sonrisa arrogante ya no estaban. Más bien parecía que sólo mirarme le provocaba dolor.

—Quizá deberíamos volver adentro —murmuré mientras me ponía también de pie. «Ya he tenido bastantes respuestas por esta noche».

—Tienes razón. Vamos. —Juntos, nos encaminamos de nuevo hacia la mansión, ignorando las muchas miradas que nos seguían. Estábamos justo debajo del balcón cuando se detuvo—. Violet, espera.

Me quedé paralizada ante él y me di la vuelta para ver que se estaba ocultando en un hueco de la pared. Me cogió por sorpresa, pero en seguida recordé que todavía llevaba su chaqueta.

—La chaqueta, toma —dije. Me la quité a toda prisa y se la pasé.

—No, no era eso, pero sí que la necesito —rio entre dientes. Se la puso y metió la mano en el bolsillo del pecho—. Tengo algo para ti.

Supe que mis mejillas estaban pasando a toda velocidad del blanco al rojo.

—¿Qué? ¡No tenías por qué!

Sonrió con arrogancia.

—Sí tenía por qué. Me parece que es un regalo por haberte jodido la vida.

—No creía que mostrases arrepentimiento.

—Y no lo hago. Si me arrepintiera de lo que pasó en Trafalgar Square, no te daría esto —aclaró, y del bolsillo se sacó una larga cadena con un colgante, «No, un medallón», sujeto a ella.

—Dios mío… —dije sin apenas aliento, sin poder creerme lo que estaba viendo.

No era capaz de apartar la mirada; la esmeralda aparecía y desaparecía mientras giraba bajo la cadena.

—Era el medallón de mi madre. Y dentro tiene pequeñas fotos de mi familia. Me lo dio la semana antes de morir y me dijo que se lo entregase a la mujer que yo sintiera que iba a mantener unida a esta familia. Y… y he supuesto que esa eras tú.

La voz se me ahogó en la garganta:

—Yo… yo… ¡No puedes!

—Sí puedo —contestó ya poniéndose a mi espalda para abrir el cierre.

—Pero…

—Sin peros.

Me lo pasó por la cabeza y llevó la cadena hacia mi nuca. Me quedé paralizada por el miedo a que me tocara accidentalmente. La manipuló durante unos instantes y sentí el roce del medallón contra mi piel. El metal estaba extrañamente frío y no se calentó cuando saqué mi pelo de debajo de la cadena.

—Ya está —suspiró. Me rodeó y entonces me dijo—: Cuídalo. —Lenta, muy lentamente, pasó las yemas de los dedos por la esmeralda y terminó agarrando el medallón. Me quedé sin respiración cuando lo apartó de mi piel y se lo llevó a los labios. Lo besó—. Cuídalo —repitió, y entonces volvió a dejarlo sobre mi pecho, justo en el instante en que tomé una única y lenta bocanada de aire.

Sus dedos, tan fríos como el medallón, me rozaron la piel durante un momento, un solo segundo. Pero bastó. Kaspar me miró a los ojos y vi que el miedo repentino que hacía que se me hinchara el pecho se reflejaba en los suyos. Cuando se dio la vuelta y miró hacia las puertas, seguí su mirada. Sabía lo que iba a ver.

De pie junto a las puertas, con los ojos más oscuros que la noche alejada del farol, estaba el rey.