VIOLET
Aquella noche era Ad Infinítum. Aquella noche yo era el sacrificio.
Me abracé con fuerza a mí misma. Ya no quedaba mucho tiempo. John estaba de pie a mi lado, con las manos entrelazadas a la espalda. Ambos nos habíamos apoyado contra la pared, a la espera. Las puertas del vestíbulo de la entrada estaban abiertas de par en par y los mayordomos guardaban silencio junto a varios lacayos vestidos con sus más elegantes uniformes en negro y plata, completados con pelucas empolvadas.
Yo tenía las piernas desnudas, al igual que los brazos y los hombros. El vestido blanco harapiento y deshilachado apenas me daba calor; estaba hecho con capas de una tela rasposa y áspera y de encaje basto, y tan sólo lo sujetaban unos tirantes finos. Me llegaba justo por encima de las rodillas, y llevaba unas cintas blancas enrolladas en torno a las pantorrillas y unas bailarinas también blancas que hacían que mis enormes pies parecieran más pequeños.
El cabello me caía sobre los hombros, y yo había dejado que se me secara al aire, tal y como me ordenaba la tarjeta que me habían dejado en la habitación aquella mañana. Estaba ondulado y encrespado. Poco a poco se me iban formando tirabuzones. No llevaba joyas, ni perfume, ni maquillaje.
—Odio esperar —dijo John.
Era una frase bastante simple, pero cortó el aire como un cuchillo.
—Odio esto. —Aquellas palabras apenas fueron un susurro, pero me oyó.
—Yo también, y eso que a mí no van a morderme, como a ti.
Aquel hombre, casi veinte años mayor que yo, estaba claramente asustado de la familia que yo apostaría que su novia le había enseñado a temer. Su amplia camisa de lino ya estaba pegajosa a causa del sudor y tenía la cara colorada. Se secó la frente y volvió a apoyarse contra la pared de mármol.
—Al menos yo tengo un motivo para estar aquí. Tú…
—¿A mí me están castigando? Ya, ya lo sé. —Me reí incómoda—. Pero significa que tendré la oportunidad de ver a aquellos que aún no opinan que soy basura.
Me encogí de hombros y clavé la mirada en la puerta que pronto se abriría.
—Lo siento.
Eso sí que no me lo esperaba. Me enderecé.
—¿Por qué lo sientes?
No contestó de inmediato, pues oímos el retumbar de unos pasos en un pasillo. Se desvanecieron.
—Porque te estén tratando así.
Apreté los puños.
—Estoy acostumbrada.
—No deberías estarlo.
No tenía respuesta para aquello, y menos cuando las puertas del salón de baile comenzaron a abrirse y me provocaron una explosión de nervios en la boca del estómago. Parpadeé unas cuantas veces. Un millar de velas titilantes iluminaban la inmensa sala, algunas con llamas azules, otras naranja. Los ventanales, tan parecidos a los de una catedral, estaban enmarcados por cortinas negras, tan oscuras como la vista que se apreciaba a través de cada uno de sus cristales. El mármol blanco de las paredes, moteado de oro, estaba sumergido en la penumbra, y los pilares parecían extenderse hasta el infinito por encima de los cientos de vampiros de la estancia…, todos inmóviles. Perfecta y escalofriantemente inmóviles. Algunos estaban petrificados en un paso de baile, otros con bebidas en la mano, otros en equilibrio para bajar la escalera de la platea que nosotros estábamos a punto de recorrer.
Todos lucían los colores y las libreas de sus familias, tonos oscuros, en su mayoría. Llevaban maquillajes inmaculados y los ojos ahumados; en los recogidos de las mujeres había plumas, joyas y lirios que se marchitaban; los hombres llevaban espadas ceñidas a las caderas.
Los camareros, también petrificados, sujetaban bandejas de copas altas con un líquido rojo que no podía ser más que sangre y pequeños cuadrados de jugosa carne cruda. Al igual que los mayordomos, llevaban pelucas empolvadas que destacaban sobre los tonos oscuros de la sala.
Pero lo más impresionante eran las flores que caían desde el techo en cadenas: rosas, rosas negras con hojas blancas, unidas entre sí, muy por encima del espectáculo congelado de la sala. Bajaban por las columnas y las paredes; incluso había algunas enredadas en torno al trono negro del rey. Filas de aquellas mismas flores decoraban las mesas sobre las que descansaban cuencos de ponche y botellas de vino, y había pétalos diseminados entre las bandejas de comida. Algunas descendían desde la lámpara de araña, y habían atado otras a la tarima de la orquesta, tan grande que ocupaba la mayor parte del extremo opuesto del salón. Eran los únicos en el salón que no permanecían inmóviles, pues la música aún brotaba de sus instrumentos. Una mujer vestida de rojo, hermosa hasta más allá de donde alcanzaba mi entendimiento, estaba de pie a la cabeza de la orquesta, también petrificada.
—Violet —dijo John sin apartar la mirada un instante de la escena que se desplegaba ante nosotros—, conviértete en vampira sólo por las razones correctas. No te dejes persuadir.
La música subió de volumen y ahogó cualquier otra cosa que tuviera que decir. Decliné contestar una afirmación que sonaba tan extrañamente franca.
Avancé, concentrándome en todos y cada uno de mis pasos, intentando no temblar, pues no quería traicionar el miedo y la presión que sentía. Tanteé con las manos delante de mí y agarré, aferré la barandilla de aquella especie de platea que dominaba el salón de baile mientras escrutaba con la mirada a sus ocupantes con lo que debería haber sido miedo fingido.
Estaban todos tan quietos como estatuas, inmaculada y elegantemente inmóviles. Pero tenían los torsos tensos, los brazos rígidos, como cazadores dispuestos a abalanzarse sobre la presa. Mi mirada volaba por la habitación en busca de un vislumbre de color esmeralda, de una sonrisa de suficiencia. Tenía el corazón tan paralizado como lo estaban las parejas de baile, pero también listo para saltar.
«No está aquí». En mi cabeza algo me dijo que preparara mi corazón para la decepción, y el alma se me cayó a los pies.
De pronto, la pareja que había debajo de nosotros comenzó a moverse, girando en un vals exquisito, sin perder la apostura en ningún momento. Rodearon a la que tenían más cerca, que, a su vez, empezó a moverse también, y rodeó a la siguiente pareja. El vestido de la mujer rozó el pie de la escalera que yo pronto descendería. Una y otra vez las parejas giraban dando vueltas y más vueltas, cada vez menos petrificadas. Observé, perpleja, que la sala se despertaba en una gran oleada, que aceleraba y se alejaba de nosotros girando y girando sin parar. Era como una máquina que hubiese cobrado vida y cuyos engranajes dieran vueltas cada vez más rápido al ritmo de la música. No paró, se extendió cada vez más y se diseminó en todas direcciones.
Distraída, vi algo de color de soslayo y me volví hacia la orquesta. La mujer, alta, elegante, voluptuosa —perfecta— dio un paso al frente. Su vestido rojo era brillante en comparación con el resto del salón. Cuando se movió, también lo hicieron el resto de los vampiros. Los que no estaban bailando y habían permanecido quietos, se desplazaron al unísono con un movimiento fluido y formaron un óvalo grande, inexpugnable.
Sólo los que estaban en el extremo opuesto del salón, cerca del trono, permanecieron en sus posiciones. Pero la ola se iba acercando, y el baile se iba tornando poco a poco más elegante, más complicado, más recargado.
Sentí que una gota de sudor me resbalaba por el cuello mientras observaba a los vampiros de aquella zona. Todos llevaban bandas negras y esmeralda. Los Varn. Cerré la mano con más fuerza aún en torno a la barandilla. Había cincuenta, tal vez sesenta, una mínima parte de los vampiros asistentes a la fiesta. Distinguí a Lyla en ese mar de negro y esmeralda, junto al acompañante del que tan amargamente se había quejado en el baile anterior.
Un sentimiento de rabia repentina e irracional hizo estremecerme. Si había atrapado a Fabian, entonces al menos debería estar bailando con él. También lo divisé a él, no muy lejos, vestido de azul oscuro. Sabía que las cosas no funcionaban así, pero me sentó fatal.
Más oculto entre la multitud estaba el rey, con la misma pareja que le había visto en el Equinoccio de Otoño. La expresión de ella era tan impasible como la del monarca. Estaban muy quietos. El resto de la familia los rodeaba, y busqué desesperadamente a Kaspar con la mirada. La sala continuó girando y atisbé un destello de cabello amarillo que daba la impresión de pertenecer a Charity, y otra figura que podría haber jurado que era la ex de Kaspar, Charlotte. Jag estaba paralizado, con una chica que no era Mary entre los brazos, y Sky tenía a Arabella abrazada a su lado. Cain también estaba allí. Su pareja era una chica que pensé que tal vez fuera una prima: había bromeado con que el baile era un rollo de «todo queda en casa». Incluso Thyme estaba allí; no bailaba, sino que esperaba al borde del círculo con sus minúsculos colmillos apoyados sobre el labio inferior, ligeramente curvado en una sonrisa. Pero a él no lo veía.
La música bajó de volumen; la habitación se quedó en silencio. Las cabezas se volvieron hacia nosotros, que seguíamos de pie en platea. Las velas de la lámpara de araña flaquearon en las alturas cuando una corriente de aire helado entró por las puertas a nuestras espaldas, agitándome el vestido y despeinando a John. Quise volverme para ver de dónde procedía, sabía que la entrada principal estaba abierta, pero ninguna corriente de aire podía ser tan fría. No tuve oportunidad de hacerlo.
Un brazo me rodeó por la cintura y la fuerza de un cuerpo me empotró contra la barandilla y me sujetó contra el mármol. Sentí que el aire se me escapaba de los pulmones y cerré los ojos, sin aliento. Y empecé a tomar bocanadas de aire involuntarias. El dolor me oprimía las costillas, pero tenía problemas más importantes… un segundo brazo me había agarrado por la muñeca y sentí que mis pies abandonaban el suelo. Instintivamente, volví a abrir los ojos y me revolví, dando patadas y arañazos, sólo para volver a detenerme.
La música ascendía de volumen otra vez y, como uno solo, los Varn se despertaron. La habitación resplandeció como un mar de negro y verde que se elevaba y caía, interminable, tornándose cada vez más feroz. No aparté la mirada de la escena en ningún momento mientras medio me arrastraban medio me cargaban escaleras abajo, tropezando y cayendo, puede que gritando; era imposible decirlo con aquella música. Llegamos al final y, cuando continué hacia adelante, incapaz de frenar, el mismo brazo me detuvo. Cuando tiró de mí hacia atrás, vi de reojo una manga. Era uno de los mayordomos.
John apareció a mi lado, sujeto por otro de los mayordomos. En sus ojos se apreciaban el esfuerzo y el miedo, miedo de verdad. Los dos sabíamos lo que iba a ocurrir, pero nada podría haberme preparado para la sacudida nauseabunda que experimenté cuando la pareja más cercana se separó y vi las pequeñas sonrisas de sus labios. El hombre, bastante joven según los estándares vampíricos, separó los labios y dejó a la vista dos incisivos perfectamente cincelados que lo señalaban como el cazador. Y nosotros éramos su presa.
A un gesto de su cabeza, nos lanzaron a aquel mar negro y esmeralda.
La habitación se llenó de ruido, no de música, y un alarido espeluznante que me heló la sangre surgió de la boca de la mujer que tan bella me había parecido. Volé por los aires, pues me lanzaron hacia el vampiro joven, que me recogió entre sus brazos. Le golpeé el pecho, y el pelo se me cayó sobre los ojos y una de las cintas de mis zapatos se deslizó por el tobillo. Pero apenas tuve tiempo de gritar antes de que me echara de espaldas sobre su brazo y me acercase la boca abierta al cuello. Me echó el pelo hacia atrás y percibí su aliento, que apestaba a sangre y vino. Me temblaron los párpados cuando vi un destello blanco: John, que pasaba delante de mí envuelto en los brazos de la mujer. Cerré los ojos y sentí que las manos del vampiro vagaban hacia el bajo de mi vestido…
La música volvió a alcanzar un crescendo y volvieron a ponerme en pie. Aquel movimiento rápido y mareante hizo que la cabeza se me quedara sin sangre. Sentí que me empujaban hacia los brazos de otro hombre que me lanzó hacia atrás, y los ojos enrojecidos de aquel nuevo vampiro se acercaron de nuevo a mi cuello aún descubierto. Cogí aire, quería taparme los oídos, bloquear aquel chillido, pero no podía. Tenía los brazos pegados a los costados y la sensación de mareo y las náuseas iban en aumento.
Al cabo de un instante volví a estar en pie y sentí que el rubor abandonaba mis mejillas. Me pusieron una mano en la parte baja de la espalda y me empujaron hacia el siguiente. John desapareció, engullido por una masa de seda y satén ondulantes. Volví a tomar una bocanada de aire cuando me propulsaron hacia atrás para terminar atrapada por otro brazo distinto…
Cerré los ojos: no quería ver cómo me pasaban de un vampiro a otro. Sentí que el encaje y la muselina me arañaban la piel desnuda, que tropezaba con mis propios pies y caía, que me tambaleaba pasando de uno a otro, que nuevos brazos me cogían mientras los colmillos no paraban de acercarse a mi cuello, mi garganta, mis hombros…
Pero no me mordían. Sabían que no me morderían. Aun así, aquello no disminuía la sensación de que era una presa entre tiburones, de que me estaban desgarrando lenta y cruelmente.
Entonces la habitación volvió a quedarse paralizada y la música se detuvo. Las parejas que nos rodeaban —aunque dio la sensación de que en realidad era yo, porque sólo el aliento gélido que me rozaba el cuello delataba el hecho de que no me estaba sujetando una estatua— se pararon en seco, petrificadas una vez más. Tenía la espalda arqueada y las puntas de mi pelo rozaban el suelo. Sentía los jadeos de mi pecho y cerré los ojos a cal y canto. Quería gritar, todo aquello me parecía injusto.
Sonó un tambor y la música resurgió, con un ritmo más rápido. El estruendo hacía que me retumbaran las costillas, como si mil caballos desbocados quisieran trasladarse de uno de mis pulmones al otro. Con el tambor, volvieron a enderezarme y me tragué la bilis. El vampiro que me sujetaba soltó un hondo suspiro y comencé a darme la vuelta hacia él; de inmediato, me puso ambas manos en los hombros y me obligó a darle la espalda. Con la boca abierta, me vi arrastrada en otra dirección, pero traté de verlo cuando desapareció entre las figuras que giraban.
Otros brazos me rodearon y sentí que se me disparaba la temperatura; tenía la piel roja y me ardía. Tal vez fuera porque reconocí el color de la manga que tenía en torno a la cintura, carmesí, y porque identifiqué el emblema grabado en los gemelos, o quizá porque notaba un pequeño vial clavado en la espalda.
—Al fin nos conocemos, Violet Lee.
Tragué con dificultad, pues sabía exactamente quién era aquel hombre.
—Eres el padre de Ilta.
—Para ti, el conde de Valaquia, escoria humana —me siseó al oído. Entonces me lanzó hacia atrás sobre su brazo, tal y como habían hecho todos los demás, pero con tanta fuerza que oí que me crujían las articulaciones. Mi cabeza colgaba a escasos centímetros del suelo. Sentí el frío del mármol mientras contemplaba sus ojos azules. Tenía los labios fruncidos en una mueca de asco y pensé que debía de estar planteándose dejarme caer al suelo. No me importaría: que me tocara era repulsivo, sucio, y me dejaba quemaduras en los hombros y en las palmas de las manos.
—Tu hijo era la escoria, Crimson.
Gruñó ante mis palabras y me acercó la boca al oído.
—Mi hijo le estaba haciendo un favor a este reino cuando intentó librarlo de ti y de tu impureza. Tu principito debería haberlo recompensado aquel día, no matado.
Abrió un poco más la boca y presionó un único colmillo contra mi cuello.
Me estremecí. Su aliento dejó un rastro sucio tras él, una huella que no podía eliminarse con agua.
—¿Qué estás haciendo aquí? Estás desterrado.
Se echó a reír. Era la risa de alguien que sabía que estaba en condiciones de superioridad.
—El rey revocó su decisión casi de inmediato. Parece que yo, como mi hijo, sé demasiado como para que me olviden. Les soy muy útil, ya sabes.
—¿Cómo?
—Para decirlo sin rodeos, pequeña niña, sé demasiado sobre las Heroínas Oscuras y sé demasiado sobre tu futuro.
Con brusquedad, me puso en pie, pero antes de que pudiera empujarme, lo agarré por el brazo.
—¿Qué sabes?
Entornó los ojos.
—Que no te mereces la senda que el destino ha creado para ti.
—¿Senda? ¿Y qué son las Heroínas…?
Antes de que pudiera terminar, se había librado de mi brazo sobre el suyo y me había alejado de él con fuerza. Me sentí asqueada y confusa, pero, sobre todo, intrigada. Aquello ya era, por sí mismo, repugnante. Debería desear estar lejos de aquel hombre, pero sin embargo, quería volver y obtener respuestas.
Vampiro tras vampiro, fueron atrapándome y, a medida que me acercaba al trono, iba reconociendo cada vez más rostros. Charlie, Declan, y Felix, a todos ellos les llegó el turno de maltratarme. Declan estaba deprimido, con la mirada clavada en una chica coqueta que no estaba muy lejos. Alex me había dedicado un guiño con una sonrisa amistosa en los labios. Su hermano pequeño, Lance, fue demasiado cariñoso.
Padres, hijos y hermanos de los vampiros a los que había llegado a conocer disfrutaron de su turno para fingir un mordisco y acercarse a mí. Izaak Logan había sido el más delicado de lejos, mientras que Fabian, con una expresión fría y distante, había desviado la mirada e incluso me había clavado las uñas en los costados hasta el punto de hacerme pensar que tal vez me hubiera hecho sangre.
«Fue culpa tuya, Fabian —pensé—. Tú me hiciste elegir entre Kaspar y tú. Tú me apartaste».
Ya estaba increíblemente cerca de los Varn y me había imaginado que aquello funcionaba por rango ascendente; la única persona que se interponía entre la realeza y yo era Eaglen, que me agarró con la fuerza de un hombre mucho más joven.
Una vez más, nos detuvimos a medio baile. Mi cabeza colgaba precariamente cerca del suelo y las parejas que hacía tan sólo un segundo nos habían rodeado parecieron desaparecer. Veía estrellas ante mis ojos, pero los mantuve abiertos, inmóviles. Un ventanal alto, similar al de una catedral, reflejaba el escalofriante espectáculo que se desarrollaba más abajo, en el que yo era la víctima. Según los cristales del ventanal, la habitación estaba completamente desierta excepto por dos figuras macilentas, vestidas de blanco y con los ojos como platos. Una de ellas tenía los brazos sujetos detrás de la espalda, totalmente rígida excepto por la cabeza, que se inclinaba en un ángulo incómodo, doloroso. La otra estaba suspendida en el aire, con la espalda arqueada y los pies sólo rozando el suelo.
Cerré los ojos durante un segundo, asombrada ante lo que estaba viendo. Cuando volví a mirar al cristal, reflejaba la realidad: una habitación atestada de gente.
«Yo no me inquietaría, criatura mortal, pues pronto tomarán la decisión por usted». La piel se me enfrió, más de lo que ya lo estaba. Era la voz de Eaglen en mi cabeza, en mi mente, que se suponía que yo podía proteger y que había mantenido con éxito fuera del alcance de todos los demás.
«Lárguese…», comencé a decir, pero fui incapaz de terminar la frase porque las estrellas titilaban tras mis párpados cerrados. Necesitaba de verdad que me pusieran de pie o sentarme; cualquiera de las dos cosas sería mejor que continuar atrapada a medio camino.
La música estalló. Grité y no tuve opción cuando me empujaron para enderezarme de nuevo, tambaleándome, y la sangre se deslizó hacia mis pies e hizo que me hormiguearan. No había más colores que el esmeralda y el negro. Quería cerrar los ojos, pero tenía miedo de lo que no podría ver: ojos hundidos y manos ásperas sobre mi espalda, nada de compasión, nada de misericordia, sólo odio hacia una chica que se había acostado con su príncipe y heredero.
Los rostros, viejos y jóvenes, pasaban girando a mi lado cada vez a más velocidad. La música se iba acelerando y los alaridos de la mujer y del coro igualaban el timbre de mis chillidos. La cabeza me daba vueltas a toda prisa, casi al mismo ritmo que mi cuerpo, que pasaba de un vampiro a otro. Ansiaba el mordisco, pero sólo para que aquello se acabara.
Vi a Cain, y luego un atisbo de Arabella, que agarraba a John, al que se llevaron de inmediato porque a él no lo morderían. Jag parecía estar preocupado, pero su mirada no estaba concentrada en mí. Sky luchaba por sujetarme mientras yo me resistía, sin dejar de mirar al suelo, negándome a mirar arriba. Sabía que ya estaba muy cerca, pero al mismo tiempo conocía la jerarquía y quién debería ser el siguiente.
Finalmente levanté la mirada. Se estaba formando un círculo, un círculo de parejas danzantes que no paraban de girar sobre sí mismas. En el centro estaba el rey, que había abandonado a su pareja en mi favor. Ella estaba de pie bastante cerca, con su habitual expresión de serenidad deformada por el ansia de sangre cuando clavó la mirada en mí.
Dos personas se separaron del círculo, de espaldas a mí. Ambas iban vestidas de negro, con bandas de color esmeralda sobre los hombros. Una llevaba un vestido largo, con cola, sin espalda, con encaje alrededor del ruedo de la falda. Tenía el cabello recogido en un moño, y una flor idéntica a las que colgaban de las columnas destacaba entre sus mechones medio sueltos. La otra era un hombre que llevaba el traje de corte, con una espada colgando de la cadera y el cabello oscuro alborotado.
Ya sabía quiénes eran antes de encontrarme mirando dos pares de ojos de color esmeralda.
Uno de esos pares de ojos me devolvía la mirada.
Una pequeña sonrisa me curvó las comisuras de los labios e, inconscientemente, mis miembros se quedaron paralizados. El corazón me dio un brinco, recuperó la temperatura y se ensanchó. Pero mi mente ya iba por delante de él. Kaspar era el siguiente. Sin embargo, sabía que no podía tocarlo y aparté la mirada de él para fijarme en la figura que tenía justo detrás, cuyos ojos grises saltaban a toda velocidad de su hijo a mí. Kaspar vio mi expresión y se volvió para mirar a su padre a la cara.
El rey no me quitaba los ojos de encima y, mientras yo lo contemplaba, sus iris cambiaron al negro teñido de rojo —un rojo profundo, lascivo, lujurioso—. Las palmas de mis manos comenzaron a arder.
Kaspar cambió de postura y siseó. Nadie excepto nosotros podría haberlo oído por encima de la música, pero aquel sonido fue aumentando de intensidad a medida que continuaba avanzando de espaldas hacia mí, que estaba de puntillas, a punto de ser lanzada al centro del anillo.
De pronto, Sky me soltó y caí dando trompicones hacia Kaspar, que se dio la vuelta y se lanzó en dirección a mí al tiempo que su padre hacía lo mismo, siseando y gruñendo. Abrí la boca para gritar mientras luchaba por recuperar el equilibrio y retroceder, medio de rodillas, una huida inútil de aquellos dos depredadores que poseían un centenar de veces mi fuerza y mi velocidad. Las lágrimas me empapaban la parte delantera del vestido y trataba de no mirarlos, aún alejándome a trompicones. Los dos estaban ya muy cerca, ambos un borrón a sólo unos centímetros de distancia, cuando el rey estiró un brazo y agarró las solapas de la chaqueta de su hijo y lo apartó con una sola mano.
El rey habló cuando, con la otra mano, me cogió por el brazo y tiró de mí para ponerme en pie. Su voz atravesó la confusión, un susurro grave dirigido a su otro hijo, Sky:
—No la puede tocar, ¡ni siquiera para esto!
Todas las miradas estaban clavadas en nosotros, y dejé de revolverme, pues sentí que la sangre volvía a colorear mis mejillas. No me alegré, pues sabía que aquello tan sólo aumentaba mi atractivo para ellos. De pie detrás de mí, el monarca aprovechó la oportunidad para agarrarme las dos muñecas con una sola mano y levantármelas por encima de la cabeza. Con la otra mano, me apartó el pelo del hombro derecho, y entonces oí que de sus labios brotaba un gruñido.
Sentí su aliento, tan frío que parecía que iba a quemarme la piel. Cuando se acercó, noté la misma quemazón que en las palmas de las manos. La vena de mi cuello palpitaba descontroladamente, latía contra mi piel como si estuviera desesperada por escapar, pero yo sabía que era porque mi corazón palpitaba por dos. Unas cuantas lágrimas me resbalaron por las comisuras de los ojos, y cerré los párpados con fuerza, porque no quería que me viesen llorar.
—Abra los ojos —siseó junto a mi oído y, a regañadientes, obedecí.
Quise exigir que me explicaran por qué tenía que mirarlos mientras me veían sufrir, pero no tuve oportunidad, pues las personas que había a un lado se sobresaltaron y se movieron para separarse un poco. Sky se dirigió a toda prisa hacia aquella pequeña conmoción, donde ya estaba Cain, luchando con Kaspar, cuya expresión era la de un hombre que sabía que estaba luchando en vano: labios separados, puños apretados, entrecejo fruncido… desesperado. Sin una sola palabra, Sky cogió a su hermano de un brazo, tal y como había hecho Cain con el otro, ambos preocupados por que pudiese abalanzarse sobre nosotros.
Yo sabía que no lo haría. Era demasiado tarde. Su mirada se cruzó con la mía y me las arreglé para esbozar la más leve de las sonrisas cuando el rey me apretó las muñecas con más fuerza, preparándose para echarme hacia atrás y morderme. Cerré los ojos. Comencé a caer hacia el suelo, me clavó los colmillos en el cuello y la habitación, tan amplia, alta y larga como una catedral, se llenó con el eco de un grito no fingido, no simulado, como me habían ordenado, sino real. Muy real.