VIOLET
Me di una patada mentalmente cuando me di cuenta de que estaba pensando otra vez en aquel día cuyos acontecimientos se repetían una y otra vez en mi cabeza. Aún podía sentir la brisa helada en los tobillos, el dolor en las piernas. Analizaba cada palabra, le daba vueltas a casa pensamiento, recordaba cada detalle.
«Fue hace casi dos semanas, déjalo ya —me aconsejó mi voz, y me sentí inclinada a darle la razón. Pero por mucho que quisiera hacerlo, no podía—. Kaspar lleva fuera dos semanas. Intenta olvidarlo».
Me volví a agarrar a las sábanas de mi cama y me quedé mirando el techo mientras recitaba unas palabras que se me habían quedado grabadas en la mente:
Los vampiros no son criaturas amables y cariñosas. No está en su naturaleza cambiar o adaptarse para aceptar a otros. Su amor no es lo que los humanos llamarían amor, y la lujuria los consume a un nivel que nunca comprenderemos. No se hacen viejos como nosotros, sino que envejecen como lo hace la piedra: se marchitan gradualmente, perecen lentamente, tan despacio que es imperceptible. Pero al final, la piedra es un elemento eterno, como lo son ellos.
Kaspar se había convertido en algo muy cercano a mi corazón. Creía que el rey no podría castigarnos más que impidiendo que nos tocáramos, pero me había equivocado.
Octubre había dado paso a noviembre y los árboles ya estaban desnudos. Pero el bosque seguía tan oscuro como siempre, y el día siguiente llevaba adjunta la promesa de una tortura aún mayor: al día siguiente era 12 de noviembre, Ad Infinítum.
Yo era el sacrificio. Había aprendido los pasos y me habían confeccionado un vestido a medida. Había conocido a John, el otro sacrificado. Era un chico callado que pensaba convertirse en Navidad para estar con su amada, Marie-Claire. Aquello era lo raro del sacrificio. Que podía hacerse por amor… o por odio.
Les seguí la corriente con lo del sacrificio y me aprendí mi papel como una humana buena, pero sólo por una razón: era la única forma de que se me permitiera asistir al baile, y Kaspar tendría que regresar para asistir a la fiesta. «Regresar de dondequiera que esté».
Me enjugué los ojos secos y bajé las piernas de la cama, llevándome conmigo la esquina de la sábana. Cogí un cepillo de mi mesita de noche y me lo pasé por el cabello, enmarañado y lleno de nudos por los días casi infinitos que llevaba encerrada en aquella habitación, evitando el resto de la casa. Parecía que aquello ya les iba bien. Nadie me hablaba nunca, excepto Cain, que últimamente había adoptado la molesta costumbre de preguntarme por mi familia… especialmente por Lily. Siempre Lily. No podía soportarlo.
Así que estábamos solas mi voz y yo.
Durante un momento, me pregunté si merecía realmente la pena bajar al piso inferior, pero tenía hambre y oía voces. Cogí un par de calcetines del vestidor y después salí con sigilo hacia el pasillo. A sólo unos metros de mi habitación, tragué con dificultad. «La habitación de Kaspar».
No me había acercado a ella, ni mucho menos entrado, desde aquella noche. Hacía sólo dos semanas, pero aun así tenía curiosidad… Tenía la sensación de que algo debía de haber cambiado allí dentro, como si la habitación no pudiera continuar igual sin su dueño.
Era una idea estúpida, pero cada vez albergaba aquel tipo de pensamientos con mayor frecuencia.
Por el contrario, en la superficie de mi mente flotaba una idea de una naturaleza totalmente distinta. Por más empeño que pusiese, era incapaz de dejar de pensar en el cuerpo desnudo de Kaspar apretado contra el mío, ni en su forma de agarrarme con firmeza, ni en su carácter exigente, controlador que, secretamente, me gustaba… aunque nunca lo admitiría ante él. Todavía podía prender de nuevo el fuego de la excitación que me azotó el cuerpo cuando tiró la llave por las puertas abiertas del balcón, dejándome allí encerrada con él.
Ya estaba abriendo la puerta de su habitación cuando recuperé la cabeza. Por alguna razón pensaba que no tocar a Kaspar incluía no entrar en su habitación. Y probablemente era así, pero tenía que mirar. Tenía que saber.
La puerta se cerró en silencio a mi espalda, y respiré hondo antes de levantar la vista. La habitación estaba inusualmente iluminada, pues el sol invernal entraba a raudales a través de las puertas acristaladas. Las cortinas oscuras estaban recogidas y atadas, las sábanas remetidas bajo el colchón y las almohadas ahuecadas. Había desaparecido el olor a perfume, y tampoco el aroma de la sangre impregnaba el ambiente. La mayor parte de los muebles estaban tapados con sábanas para que no cogiesen polvo, y estas cubrían la habitación de un manto blanco. Cuando las pisé con los pies desnudos noté su suavidad y también su frialdad, eran como nieve de algodón.
Sentí un pinchazo en lo más profundo del estómago.
Me di cuenta de que las lágrimas se me acumulaban en los ojos y retrocedí, pues anhelaba el consuelo y la seguridad de mi habitación. Pero me detuve cuando, de soslayo, distinguí un resplandor. Me sequé los ojos y vi que sobre la repisa de la chimenea, debajo del cuadro de los padres de Kaspar, había un colgante.
Miré hacia la puerta, temerosa de que alguien pudiera irrumpir en la habitación. Pero todo estaba en silencio y los gritos de antes se habían desvanecido. Así que, con cautela, di un paso adelante, y luego otro, y después otro. Me negaba a mirar el cuadro: la intensidad de los ojos de las figuras de óleo resultaba inquietante incluso en un buen día, y aquel no era ni siquiera uno de ellos.
Me atreví a pisar la losa fría que había a los pies de la chimenea y me puse de puntillas para quedar a la altura de la repisa. El colgante estaba cubierto de una ligera capa de polvo; las motas se aferraban a la hermosa cadena de la que pendía el colgante. Estaba colocado sobre un trozo de papel grueso que ignoré.
La levanté con gran cautela y la contemplé asombrada cuando reflejó la luz: líneas minúsculas de esmeralda, realmente minúsculas, engastadas en la plata. Era una rosa que goteaba sangre y con una pequeña «V» debajo: el escudo de armas real. En el centro había una diminuta esmeralda. Lo dejé caer en la palma de mi mano sin dejar de admirar su belleza. No era ninguna experta, pero algo tan extraordinario y delicado debía de valer miles de libras.
Volví a levantarlo y ahogué un grito. Se había abierto y dentro había ocho miniaturas, cada una rodeada por un marco igualmente pequeño. «Un medallón».
Reconocí al instante las figuras del interior. Eran el rey y la reina con todos sus hijos, del mayor al menor. Les eché un vistazo a los pequeños marcos, ensartados entre sí por unas bisagras como telas de araña.
Volví a levantarlo hacia la luz, fascinada mientras giraba en la cadena. Detrás de él veía el enorme cuadro que tan nerviosa me ponía, las figuras tenebrosamente realistas del padre y la madre de Kaspar, el rey y la reina, que me observaban desde su pedestal. Pero algo me llamó la atención. En torno al cuello de la reina había un colgante idéntico a aquel.
Miré de nuevo el medallón que tenía en la mano y me di cuenta de que había pertenecido a la reina fallecida.
Lo bajé y cogí el papel sobre el que antes reposaba en la repisa de la chimenea. Lo desdoblé y me tomé un instante para estudiar el lacre real, ya roto. Era una carta escrita con una caligrafía elegante. Les eché un vistazo a las primeras líneas:
Queridísima Beryl:
En primer lugar, debo preguntarte cómo estáis Joseph y tú. Ciertamente ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que nos vimos…
No necesité seguir leyendo para saber lo que decía el resto. Era la misma carta que la del estudio del rey. Y aun así, allí estaba, la última carta de la reina sujeta bajo el peso de su medallón en la habitación de Kaspar. Lo admiré, aún abierto, dando vueltas sin parar…
El sueño comenzó de una forma diferente aquella noche. Normalmente empezaba de forma casi pacífica, como si unirme al misterioso hombre de la capa fuera un modo de escapar. Y probablemente lo era, pues sus pensamientos parecían girar en torno a la libertad y huir de cualesquiera que fuesen las restricciones que tanto odiaba.
Pero aquella noche, primero tuve que soportar imágenes muy desasosegantes. Kaspar y el medallón que había dejado en su habitación daban vueltas en mi cabeza, eran más voces y sonidos que verdaderas imágenes. Por encima de todo ello, oía un reloj que daba las doce, y luego las nueve, y después las seis, como si funcionara al revés. Pero pronto —aunque no lo bastante— el escenario cambió y fue sustituido por los pensamientos del solitario visitante del rey y el bosque ya conocido.
Incluso pensar le suponía un esfuerzo, y la figura de la capa ansiaba entrar en aquel estado de trance que era lo más cerca del sueño que podía estar un vampiro, pero no se lo permitiría. Tenía que volver a tiempo para el baile de Ad Infinítum. No se lo perdería por nada del mundo.
La capa ondeaba a su espalda a pesar de que su bajo rozaba el suelo húmedo. Noviembre y su denso frío habían avanzado rápidamente, y él sabía que los humanos notaban el repentino descenso de la temperatura. «Se acerca el invierno».
De pronto, captó el inconfundible olor de un asesino entre la humedad, y en un abrir y cerrar de ojos se ocultó en las copas de los árboles. Moviéndose de rama en rama, avanzó hacia el olor y, a medida que se acercaba, las voces.
—No queremos más excusas, asesino. Puedes decirle a tu queridísimo Lee que, a no ser que decida atacar pronto, no querremos tener nada más que ver con él. Ya hemos esperado bastante.
«Vaya, qué reunión tan interesante».
—Lee necesita una razón para atacar y asegurarse el respaldo del primer ministro. Hasta ahora no la ha tenido.
—Tal vez cambies de opinión cuando nos hayas escuchado, asesino.
El asesino, que tenía un rango alto a juzgar por su ropa y por las armas que colgaban de su cinturón, se echó hacia adelante para que la luz de la luna lo iluminara.
—Lo dudo mucho.
Los canallas, seis en total, se agitaron. Uno de ellos estaba sentado por delante de los demás y parecía ser el portavoz. Prosiguió:
—¿Has oído hablar de la Profecía de las Heroínas?
El asesino volvió a echarse hacia atrás.
—Por supuesto.
—¿Y estás familiarizado con su primera estrofa?
En aquella ocasión el asesino se limitó a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza. La figura de la capa, entre las hojas de los árboles, se tensó.
—¿Y te lo crees?
El asesino casi gruñó su respuesta:
—Es un montón de mierda sobre el destino inventada por Athenea. No es digna ni de mi tiempo ni del vuestro.
El vampiro sonrió.
—Entonces puede que también debieras replantearte esa opinión.
El asesinó soltó una carcajada.
—¿Y por qué debería hacerlo? No me creo lo del destino, y además, ¿qué tiene que ver eso con Lee?
El canalla se puso en pie.
—Todo, porque los Varn todavía no lo saben.
Se dio la vuelta y rozó la corteza de un árbol con una uña larga y marchita. Los vampiros que lo rodeaban se agitaron inquietos y se pusieron también de pie, casi como si se estuviesen preparando para huir.
—¿No saben el qué?
—Creía que esto no era digno de tu tiempo, asesino.
La curiosidad le desfiguraba el gesto al asesino, que medio se levantó de su tronco.
—¡Suéltalo, vampiro, o me aseguraré de que mi estaca te atraviesa el pecho!
El canalla rio oscuramente, tiró de un gran trozo de corteza y lo lanzó al suelo.
—Han encontrado a la chica sabiana de la primera estrofa. La Profecía es cierta.
Los vampiros comenzaron a alejarse. En unos instantes la oscuridad ya se los había tragado a todos excepto a su líder.
—¿Qué?
El canalla se detuvo y se volvió lentamente. La media luna iluminó su piel inerte.
—Han encontrado a la primera Heroína Oscura. Pero, al fin y al cabo, tú no te lo crees, así que no te molestes. Se lo haremos saber a Lee antes de que termine Ad Infinítum.
Sonrió, como si aquella idea lo divirtiera, y después se dio la vuelta y echó a correr.
Durante todo un minuto el silencio fue total entre los árboles, pues todo se quedó paralizado. Incluso los pájaros dejaron de piar en sus nidos tras aquella afirmación.
«Así que es verdad. Athenea siempre ha tenido razón».
La figura de la capa saltó del árbol y cayó al suelo como un borrón negro. Tenía que llegar a Varnley. Pero primero iba a comer.
El asesino no tuvo tiempo para volverse o sacar la estaca antes de que el vampiro se abalanzara sobre su espalda y lo tirara al suelo. Le clavó los colmillos con fuerza en la carne del cuello y el rostro del hombre reflejó la agonía antes de quedarse flácido.
Cuando la figura de la capa desechó el cadáver y empezó a correr, la sangre le goteaba de los labios hasta el suelo.
Sabía que si era rápido, podría alcanzar el límite antes de que saliera el sol, quizá incluso un poco antes.
«El rey tiene que saberlo. La Profecía de las Heroínas es verdad». La segunda estrofa resonó en su cabeza, pues estaba grabada a fuego en las cabezas de todos los seres, excepto de los humanos de su dimensión. Habían encontrado a la primera. La de los vampiros era la siguiente.