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VIOLET

No dijo nada. Durante todo un agónico minuto, permanecimos paralizados, petrificados. El único movimiento era el de su pecho al respirar. Durante todo un agónico minuto, tan sólo pude oír el tictac del reloj, que se acercaba a las doce. Tictac. Durante todo un agónico minuto, pensé que diría que no. Pero veía su deseo contenido en la manera en que intentaba controlar la respiración, y en el modo en que sus ojos batallaban entre el esmeralda y el rojo.

—Kaspar, te deseo. Aquí mismo. Ahora mismo. Y no te lo pediré civilizadamente más de una vez.

No contestó, pero sus labios impactaron contra los míos, feroces, ansiosos, con una urgencia incomparable. Me lanzó contra la encimera y la parte baja de mi espalda chocó dolorosamente contra el borde. De forma instintiva, traté de estabilizarme con las manos, pero oí un chasquido horrible. Kaspar se movía con una fuerza implacable, apretándome cada vez con más fuerza contra la encimera, pero aun así yo le devolvía todos los gestos que hacía, atrayendo sus labios hacia los míos hasta que dejé escapar un suave siseo contra su piel.

—Me estás aplastando… —Hice una mueca de dolor al tiempo que trataba de liberar mi brazo.

Se apartó de mí musitando una disculpa incómoda y me dio espacio para respirar mientras me masajeaba la muñeca lentamente. Solté una risita, y aquella pausa permitió que el deseo se desvaneciera y la incertidumbre ocupara su lugar. Pero en seguida pasó cuando levantó la mano, me apartó un mechón de pelo de la cara y me lo puso detrás de la oreja. Aquella inusual ternura hizo que me estremeciera hasta la mismísima yema de los dedos y acabó con cualquier duda.

«Esto es lo que quiero. Y esta es mi última oportunidad de conseguirlo. Después del mediodía… se acabó».

—Lo siento, me he olvidado de que no estás… hecha para… esto.

Me reí con nerviosismo.

—Nadie está hecho para que lo estrellen contra un objeto sólido.

Esbozó una media sonrisa.

—Entonces me aseguraré —me colocó las manos en los muslos— de que no te hagas daño.

Me levantó y me depositó con delicadeza sobre la encimera, y a continuación reclamó mis labios una vez más. En algún rincón de mi cerebro me di cuenta de que aún permanecía en ellos el sabor metálico de la sangre.

Me recorrió el labio inferior con la lengua, rogando que le permitiera entrar en mi boca, y yo cedí gustosamente. Le pasé la lengua por la punta de los colmillos, puntiagudos, afilados, ligeramente curvos como las espinas de una rosa; y él gruñó con anhelo, apenas conteniendo sus deseos carnales. Empezó a morder y me aparté. Pero él se limitó a sonreír con arrogancia y me acosó hasta que quedé tumbada sobre la encimera. Kaspar se encaramó de un salto y se colocó a horcajadas sobre mí. Podía ver ondularse sus músculos incluso a través de su camisa, tuve que esforzarme mucho por no levantar la tela y acariciárselos con las manos.

Pareció detenerse a medio camino de mis labios, y el corazón me dio un vuelco. El deseo, la lujuria, la necesidad, habían estado reprimidos durante demasiado tiempo; pero todo aquello quedaba eclipsado por mi corazón, aturdido y embriagado, como una niña que se embebe de los ojos de su primer amor. También sentía una gran satisfacción: estaba besando a Kaspar, pero aun así no había nada de aquel falso flotar, de aquellos elevadísimos sentimientos que experimentaba cada vez que Fabian me besaba… «No, esto… es mucho más que eso». Aquel sentimiento estaba diseñado para atraer a la presa y hacerse con el control de su pensamiento racional. Pero lo que estaba sucediendo con Kaspar era racional. «Esto es lo que quiero».

Contemplé sus ojos, de color esmeralda moteado de rojo, que luchaban contra su deseo a muchísimos niveles. Él contempló los míos, violeta, violeta como siempre.

Se echó hacia adelante y pensé que iba a besarme de nuevo, pero en lugar de eso me acercó los labios a la oreja y me susurró:

—¿Confías en mí?

Sonreí con suficiencia.

—Ni lo más mínimo.

—Pues eso… —Sentí que se apretaba más contra mí. Todo su cuerpo descansaba ya sobre el mío, y aunque yo no era pequeña ni frágil, me hacía daño. Pero no borré la sonrisa de mis labios. Ya no me cabía duda de que notaba un bulto en la entrepierna de sus pantalones, y su respiración se iba volviendo cada vez más jadeante—… podría ser un problema —terminó ronroneando, literalmente, como un gato mimado por su nuevo dueño.

Con tal rapidez que no pude verlo, sólo sentirlo, me sujetó los dos brazos por encima de la cabeza, y me agarró ambas muñecas con una sola mano. Sonrió como un niño al que acaban de regalarle un juguete nuevo (de hecho, me preocupaba bastante que fuera eso precisamente lo que estuviese pensando) y comenzó a acariciarme un costado con la otra mano, hasta llegar justo al hueco que se formaba debajo de mis costillas. Las comisuras de mis labios se curvaron y me aparté.

—Podría ser un problema porque, ¿sabes?, te has resistido a mí con tanta firmeza y durante tanto tiempo que me gustaría salirme con la mía. Y doce horas no es mucho tiempo para conseguir salirme con la mía… Y desde luego no basta para enseñarte lo que te has estado perdiendo.

Volvió a acariciarme el costado, y yo me mordí el labio.

—¿No eres un poco chulo?

Enarcó una ceja. Cuando, con cuidado, hizo más fuerza para aplastarme contra la encimera, el bajo de mi camiseta se levantó y la fría encimera me heló la piel. Me pasó las manos por esa zona y la sonrisa se desvaneció de su rostro. Trazó círculos lentos, cada vez más arriba, acariciándome de manera provocativa. Comencé a jadear. Ni siquiera estaba segura de si seguía respirando. Él no lo hacía.

Levantó aún más la tela gris con sus manos frías, hasta que se deslizaron por debajo de ella, tan cerca de mi sujetador que sentí que se me enrojecían las mejillas. De repente, metió un dedo por debajo de la copa. Se me aceleró la respiración, expectante.

Una expresión diabólica que me inspiraba aún menos confianza que sus colmillos le inundó el rostro, y me inquieté. Temporalmente, me olvidé de mis pulmones. Sus manos volvieron a descender y, de pronto, empezó a hacerme cosquillas.

Solté una carcajada y comencé a revolverme hasta que me hice unos cuantos moratones. Intentaba esquivar sus manos, que me hacían cosquillas en cada punto de la piel que podían alcanzar mientras procuraban a la vez que me estuviera quieta. Me retorcí y me sacudí bajo su cuerpo hasta que, con un golpetazo, caí en el suelo, desmadejada y jadeante. Tomé grandes bocanadas de aire y me levanté de un salto para dirigirme a trompicones hacia la puerta, donde me detuve y me di la vuelta.

Él estaba apoyado contra la encimera, estudiándome, tal y como lo había hecho la primera vez que nuestras miradas se cruzaron en Trafalgar Square. Debería haber sentido miedo entonces, pero sentí deseo. Entonces mi corazón había latido por dos, justo como lo estaba haciendo en aquel momento. Quería moverme, pero mis músculos se negaban, ansiosos, pero paralizados. Estaba atrapada bajo su hechizo, presa de sus ojos, agarrada al marco de la puerta con desesperación mientras mis piernas se iban convirtiendo en gelatina.

No había cambiado nada. Tal vez hubiese pensado que lo conocía mejor, que conocía todas y cada una de las heridas bajo su oreja izquierda, que conocía todas sus emociones por el simple color de sus ojos, pero no era así. No sabía más sobre él de lo que sabía aquella primera noche. Ahora sabía la verdad —sabía lo que era—, pero no lo conocía a él. Cientos de miradas robadas de las que ni siquiera había sido consciente me habían enseñado cosas sobre su especie, no sobre él. Pero ahora lo anhelaba. Anhelaba conocerle… y ese era el motivo por el que me había quedado. Aquel depredador me había atrapado desde el primer momento.

«Ahora soy suya. Me estoy rindiendo a él».

Una carcajada escapó de mis labios cuando me di cuenta de lo que estaba pensando. «¿Qué demonios pensaría mi feminista profesora de ciudadanía sobre esto?»

Kaspar sacudió la cabeza y sonrió divertido ante mi inoportuno ataque de risa.

—¿Qué pasa?

—Nada, es que… cuando te he dicho que me rendía a ti, quería decir que me rendía a mis propios deseos.

Asintió pensativo, como si estuviera analizando minuciosamente la frase.

«Rendirte a tus deseos está prohibido, ya lo sabes. ¿Sigues creyendo que has tomado la decisión correcta?», siseó la voz en mi cabeza con ese tono siniestro que reservaba para las ocasiones en las que sabía que podía sembrar la duda en mi mente.

De pronto, las luces parpadearon y mi traicionera voz se sumió en las sombras. Cuando perdí el contacto visual con Kaspar y me di cuenta de que lo único que podía distinguir en la oscuridad eran dos esferas rojas y brillantes, recuperé la sensibilidad en las piernas y me di la vuelta para huir por el pasillo. Las luces que iluminaban aquella parte de la mansión se iban apagando, y oí la frenética persecución de Kaspar a mis espaldas. Irrumpí en el salón, atravesé la alfombra y esquivé los sofás nacarados. Cuando llegué al vestíbulo de la entrada, titubeé, asombrada por lo silencioso que estaba, más que de costumbre, y eso era mucho decir, teniendo en cuenta que normalmente se oían relojes que daban la hora en el otro extremo de la mansión. No había ningún Varn, y el único mayordomo que se había sobresaltado a mi entrada me dedicó una reverencia antes de desaparecer por un pasillo lateral.

Debían ignorar todos los asuntos privados de la familia real.

Me di la vuelta, retrocediendo, con los pies chirriando sobre el suelo de mármol. Los jarrones, de aspecto caro y delicado, contenían flores de cristal; un pequeño Cupido de porcelana estaba apoyado sobre una sola pierna junto a un jarrón blanco como la nieve; a su lado se veía una bandeja de plata con una inscripción en latín. Todos aquellos objetos ya me resultaban familiares, pero en aquel instante tenía mucha mayor conciencia de ellos… Todo era nuevo y original, y aquello hacía que una excitación aturdida me diera pinchazos en el estómago. Sin embargo, lo que hizo que desapareciera aquella sensación fue lo que no debería haber estado allí: sobre una de las mesas de mármol había una revista cuyas páginas abiertas dejaban ver los pétalos de color naranja de un cuadro de Georgia O’Keeffe. Teniendo en cuenta que estaba en un lugar poco apropiado, lo normal habría sido que cualquier doncella lo recogiese. «Esta noche no».

No me permití seguir mirando la revista, sino que me centré en el reflejo que me devolvía la vajilla de plata. Tenía las mejillas cubiertas por un rubor rosáceo, y me percaté de que mi pecho subía y bajaba a toda velocidad, al ritmo de mi respiración jadeante. Los ojos me brillaban aún más que de costumbre, resplandecían, estaban húmedos y vivos, pero la gruesa línea negra que los contorneaba estaba comenzando a desdibujarse y a mancharme las cuencas, lo cual me confería el aspecto ojeroso de… Me la borré en seguida. La camiseta larga y ancha que llevaba se me había resbalado por los hombros y dejaba a la vista los tirantes de mi sujetador casi transparente. Levanté un brazo para taparme, pero su voz afilada me interrumpió. Fue una orden, en un tono brutal, pero una voz que conocía lo suficientemente bien como para discernir que no era una exigencia, sino una invitación, un galanteo áspero.

—No. Déjalo así.

Levanté la cabeza y lo vi apoyado contra la puerta, que no le había oído cerrar, observándome en silencio con aquella mirada que me hacía enrojecer. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, e incluso desde aquella distancia podía ver que tenía las cavidades nasales ensanchadas… como le ocurría siempre que estaba enfadado. O excitado.

—¿Cómo lo haces? —me preguntó sin rodeos.

Me di la vuelta y caminé despacio hacia la escalera mientras admiraba distraídamente el mármol de las paredes. El taconeo de mis botines retumbaba en el silencio de ese momento, junto con mi respiración.

—¿El qué?

Tardó unos instantes en contestar, pero yo notaba que tenía la mirada clavada en mi espalda.

—Hechizarnos. Todos y cada uno de los vampiros… Todos nos morimos de deseo por ti. Yo, Fabian…

—Ilta —añadí. Volví la cabeza para observar su reacción.

Asintió, serio.

—Eres humana, dampira. El deseo no debería ser tan poderoso. Fabian no debería haberse enamorado de ti, e Ilta… —Se quedó callado y no acabó la frase, cosa que le agradecí. Pero entonces, en voz baja, tan baja que imaginé que supuestamente yo no debería haberla oído, añadió—: No debería dejarme arrastrar a esto…

Me ruboricé todavía más. Seguí adelante, fingiendo que no lo había oído. Pasé los dedos por encima de la mesa del jarrón, buscando unas motas de polvo que no existían.

—Tal… Tal vez sea porque no soy como ninguna vampira que hayas conocido. Tu riqueza y tu estatus no significan nada para mí. —Recorrí las paredes de mármol veteado de negro con un dedo—. Yo no os miro a Fabian y a ti como a un lord y un príncipe. No os trato de forma diferente, y no me esfuerzo por gustaros como esas putas que tenéis. —Las imágenes de Charity me inundaron la mente y, claro está, la de Kaspar también, porque cuando lo miré hizo la cabeza a un lado—. Al contrario que el resto de las chicas de este reino, lo único que quiero de vosotros es respeto. —Me di la vuelta para mirarlo cara a cara—. Y sé que no soy como ninguna otra humana que hayas conocido. No pierdo la cabeza por tus juegos de seducción, al menos hasta que yo lo decido… y puedo, y lo he hecho, decirte que no. —Me obligué a mantener la mirada fija a pesar de mi descarada mentira. No me había resistido. Ni cuando Ilta me había cautivado, ni cuando Fabian me había besado, y tampoco antes, en el coche con Kaspar—. Y cualquier hombre, humano o vampiro o lo que sea, siempre deseará lo que no puede tener.

En un abrir y cerrar de ojos, quizá incluso más rápido, estaba a mi lado. Puso un brazo a cada lado de mi cabeza, con las palmas de las manos apoyadas sobre la pared. Sus manos eran lo bastante grandes como para rodearme el cuello, lo bastante fuertes como para partírmelo en un instante. Se me aceleró la respiración, pero no intenté ocultarlo. El mero hecho de ver a una criatura así… «de conocer a una criatura así… Dios, qué sexy es. Oscuro, perverso…».

En algún recóndito lugar de mi mente me di cuenta de que aquello no estaba bien. No era aquello lo que debería pensar sobre él. Sin embargo, Kaspar entornó los ojos como si supiera lo que estaba pasando por mi cabeza y me retara a cambiar de opinión. Volví a coger otra bocanada de aire para mantenerme en pie, y habría suspirado de deseo si me hubiese quedado oxígeno para ello. Pero no, aquello también me lo había arrebatado, junto con mi corazón y mi determinación.

Se inclinó hacia mí apoyándose en los brazos y vi que sus músculos apenas acusaban la tensión. Cerré los ojos cuando sus labios se acercaron. El frío de su torso era lo opuesto a mi pecho agitado y acalorado, que se movía de prisa, inquieto por la serenidad de su aliento, que ya no era superficial ni irregular. Repentinamente, con un único y rápido movimiento, me sujetó las dos muñecas con una de sus manos y me las retorció dolorosamente por encima de la cabeza, pegadas a la pared. Dejé escapar un quejido, pero quedó amortiguado cuando sus labios, breve, tentadoramente, rozaron los míos. Podía sentir cómo me derretía y moldeaba bajo su cuerpo.

Continuó besándome por las mejillas y la mandíbula hasta que sus colmillos encontraron mi oreja y la mordisquearon con delicadeza.

—Pero ya te tengo —murmuró.

Me planteé hacer un gesto de asentimiento, pero no me pareció bien. Agarró la cintura de mis vaqueros y me atrajo hacia sí con brusquedad. Abrí los ojos a causa de la sorpresa, pero se limitó a tirar aún más de mí. Su brazo estaba tan cerca de mi cabeza que me habría acurrucado en él si hubiera tenido el valor necesario, pero sus ojos me abrasaban con una mirada de «si te mueves se acabó». Sin cesar de mirarme, bajó una mano para coger mi camiseta y levantarla.

Sabía que estaba a punto de perder el control, pero no había clemencia en aquellos ojos cuando levantó la tela hasta dejar a la vista mi sujetador, bajo cuyo tejido desaparecían las cicatrices. Sin soltarme, acercó la mano a mis pechos, y cogió uno de ellos entre los dedos.

Una palabrota ascendió a mis labios, y recordé que tenía que respirar, pero era inútil, no tenía sentido, y dejé de preocuparme por ello al tiempo que intentaba decirle que fuera más delicado. Pero lo único que conseguí articular fue un gemido de dolor. Con la yema de un dedo comenzó a apartarme el sujetador, arañándome un pezón.

Yo luchaba por mantener los ojos abiertos, y él no apartó la mirada de ellos en ningún momento. Su sonrisa sádica me decía que estaba disfrutando del conflicto que sabía que se estaba pintando en mi rostro: duda mezclada con deseo.

—Oh, Dios mío, qué… Yo… ¡Por favor, perdone la intromisión, alteza!

Abrí los ojos como platos. Allí, boquiabierta junto a la minúscula entrada a un pasillo de servicio que había bajo la escalera, estaba Annie, la doncella. Tenía la mirada clavada en mí, en mis muñecas pegadas a la pared, en la mano que Kaspar no apartó de mi pecho. Me ruboricé muchísimo y traté de librarme de su brazo, pero él me agarró con fuerza. Sin volverse hacia ella, medio le escupió que se largara, ante lo que Annie hizo una rápida reverencia, aunque sin apartar la vista de nosotros.

—Alteza. Señorita Lee.

—¡Por el amor de Dios, lárgate! —le espetó. Tenía los dientes apretados en un gesto de impaciencia. Vi que la doncella retrocedía y traté de disculparme con la mirada. Su expresión de profundo asco no cambió—. Es ridículo, ¿es que no puedo tener un poco de intimidad? —gruñó Kaspar, y con un movimiento de su muñeca, mi mano estaba en la suya y ya me estaba guiando hacia la escalera.

Me pareció que había pasado una eternidad desde la última vez que había estado en la habitación de Kaspar. Aun así, las mismas sensaciones de entonces me recorrieron la piel; mi creciente ansiedad y mi cada vez mayor deseo no las eclipsaron. Pero el ímpetu y el entusiasmo de antes se habían marchado, y muy lejos.

Me dejó entrar en la habitación por delante de él y observarlo todo. La cama, oscura e imponente, se alzaba amenazadora en el centro de la habitación, y sentí el impulso repentino de evitarla… La rodeé, consciente del silencio amortiguado de mis pasos sobre aquella alfombra desgastada que una vez había sido mullida y del contraste cuando pasé al suelo de madera. Tenía frío, mucho frío, y la diferencia fue brutal, como cuando sales de una bañera caliente y pisas un suelo de baldosas. Me golpeó como una enorme ola, ascendiendo desde los dedos de los pies, y de repente me asaltó el demencial pensamiento de que podría volverme azul. Quise reírme de aquel momento de enajenación, pero aún estaba hechizada por Kaspar. Así que agité la cabeza para deshacerme de aquella idea y me rodeé la cintura con los brazos medio por el frío, pero también por el miedo.

La tenue luz que alumbraba la habitación procedía de la luna, a uno o dos días de estar llena, y se filtraba por las puertas acristaladas del balcón, que estaban abiertas. Me sentí atraída hacia ella como una polilla por una bombilla, y observé cómo crecía mi sombra en el pequeño rectángulo de luz. Una brisa agitó las cortinas y yo la inhalé, agradecida. Un olor acre impregnaba la habitación y me abrasaba la garganta; procedía de varios perfumes densos y dulzones y de la madera antigua.

Me estremecí. La vista sobre los prados ligeramente ondulados y los árboles era magnífica, pero yo tenía pocas razones para admirarla, sobre todo cuando me sobresalté por el clic de una cerradura. «Ha cerrado la puerta». Les di la espalda a los prados.

Estaba apoyado contra la puerta y sujetaba en la mano una pequeña llave de plata. La levantó y desapareció bajo sus dedos cuando los cerró en un puño.

—Esta vez no te voy a dejar decir que no, Nena.

Y con esas palabras, la lanzó al exterior.

La llave pasó justo a mi lado, silbando, y logró que un pinchazo de pánico y excitación me atravesara el pecho. Cuando la oí caer sobre la gravilla, me pregunté qué tipo de monstruo había desatado y con qué tipo de monstruo estaba encerrada en aquella habitación. Y, hablando claro, con qué tipo de monstruo estaba a punto de follar.

Lo mire a los ojos. Los míos estaban llenos de sorpresa y una emoción desconocida. Kaspar se echó a reír y vi que sus ojos resplandecían en la oscuridad, batallando entre el esmeralda y el rojo, atrayéndome hacia ellos. No podía moverme, así que fue él quien se acercó a mí y me separó los brazos al tiempo que yo intentaba humedecerme los labios. Pero no me dio la oportunidad de hacerlo. Agarró mi camiseta y la desgarró; sus labios chocaron contra los míos y me besaron larga y profundamente. Cuando se apartó, me dejó ávida de más. Bajó la mirada por mis pechos, el sujetador casi transparente y mi vientre ahora desnudo, que eran su siguiente recompensa.

Llevó las manos a mis vaqueros a toda prisa —gruñó algo acerca de lo incómodo de la ropa de las mujeres— y yo me quité automáticamente los botines, pues sabía que no podía hacer mucho más, sobre todo en el momento en que me apartó las manos de un golpe al intentar desabrocharle la camisa. Me quedé allí parada, como una muñeca de trapo, mientras él me desnudaba con un deseo y una sed incontrolables, como un niño que arranca el envoltorio de un regalo en Navidad.

—Joder, eres preciosa, Nena.

Dio un paso atrás y yo me encogí, sorprendida ante aquel halago inesperado e impulsivo. Bajé la mirada al suelo, avergonzada de estar allí de pie sin nada más que mi ropa interior —«Mierda, ¿por qué no me habré puesto un conjunto?»— mientras que él seguía completamente vestido. Temblé y me puse una mano alrededor del cuello para ocultar las espantosas cicatrices que me había provocado Ilta no hacía tanto tiempo.

«Si el rey no hubiera prohibido que os tocarais no querrías esto; lo sabes, ¿verdad? —intervino mi voz—. Pero tienes curiosidad por descubrir cómo toca de verdad, ¿no es así, Violet?»

La ignoré.

Kaspar volvió a dar un paso al frente, me apartó la mano y comenzó a succionarme el cuello con suavidad, sin atravesarme la piel. Le rodeé el cuello con los brazos y traté de acercarlo cada vez más a mí, a medida que me iba sintiendo más y más ansiosa, necesitada de sus caricias. Él obedeció, y una de sus manos se coló bajo una copa de mi sujetador mientras sus colmillos me presionaban la piel. Se aferró a mi pecho, y su mano fría no hizo más que intensificar las sensaciones. Apreté mi pecho contra su mano, arqueé la espalda, expuse mi cuello…

Mordió el anzuelo y sus colmillos me agujerearon la piel de una forma tan dolorosa que habría gritado si no hubiera estado jadeando por cómo jugueteaba con mi pezón. Pero no bebió sangre. En lugar de eso, hundió los incisivos más arriba en el cuello y volvió a presionarme el pezón una y otra vez… y otra… y otra…, hasta que me convertí en una masa jadeante, sofocada entre sus brazos. Lamió la poca sangre que manaba de las heridas, que ya se estaban curando, y, con una sonrisa de triunfo, tiró de mí para que me irguiera.

—Hay más en el mismo sitio del que ha salido eso… —murmuró.

Levanté las manos para intentar deshacerle el nudo de la corbata, pero me temblaban demasiado a causa del frío y no lo conseguí. Él no me ayudó. Más bien al contrario: me cogió y me lanzó contra la cama, donde quedé tumbada de cualquier manera. El tictac del reloj era el único sonido que se oía, aparte de mi respiración frenética y la suya, que iba aumentando de velocidad a toda prisa.

Se desató la corbata tirando de ella con un solo dedo. Se llevó las manos al pecho y se desabrochó también los botones de la camisa, de uno en uno, hasta descubrir su pálido torso. Se sentó en la cama a mi lado, me pasó las manos por detrás de la espalda y, con pericia, me desabrochó el sujetador. La prenda cayó y él la tiró lejos. Aquello hizo que me ruborizara intensamente… Tampoco es que pareciera que le importase, porque esbozó su típica medio sonrisa de suficiencia. Me acarició una mejilla con una mano y con la otra el pecho. Me incorporé y lo besé mientras le recorría con las manos los brazos musculosos, admirando su fuerza, sabiendo que no debería, sabiendo que con ellos atrapaba a sus presas, partía cuellos. A su ego le gustaron mis caricias y sonrió arteramente sin separarse de mis labios. Me puso una mano en el vientre, más plano de lo que había estado hacía unos meses —demasiado plano— y, resbalándola hacia abajo, apartó la goma de mis bragas.

De pronto, se sentó a horcajadas sobre mis piernas y comenzó a analizar cada centímetro de mi piel como si estuviese buscando defectos. Volví a sonrojarme bajo la intensidad de su mirada… distinguí la lujuria roja que dominaba sus ojos. Me revolví intentando ocultar mis horrorosas cicatrices, pero, a la velocidad del rayo, me sujetó los brazos contra las sábanas por encima de la cabeza. Otra vez.

—No lo hagas.

Me regañó con la mirada como si estuviese enfadado conmigo por estar avergonzada. La vergüenza no entraba en su repertorio de emociones.

Sin embargo, ocupaba un lugar destacado en el mío. Tenía el cuerpo rígido: los muslos muy juntos, la respiración tan superficial que mi pecho ni siquiera se movía cuando una de sus manos comenzó a moverse sobre mi vientre en un círculo tortuoso, acercándose cada vez más a la sensación abrasadora que se propagaba desde mis muslos hacia mis pechos y de nuevo hacia abajo.

—Relájate —masculló, contrariado.

Aquellas palabras sí que eran una orden, no una invitación, y su tono casi me hizo apartarle, herida por su insensibilidad.

«¿Relájate? ¿Es que no entiende lo difícil que es esto?»

Volvió a besarme intentando introducir la lengua en mi boca, sospeché que porque sabía que aquello me distraería. «¿Cómo puede hacerme esto?»

Subí los brazos por su espalda y volví a cerrarlos en torno a su cuello. Le agarré el pelo enmarañado antes de cambiar de opinión y acariciarle el pecho, el estómago, hasta la cinturilla de sus vaqueros. Le desabroché el cinturón y se quedó inmóvil. Luego me apartó la mano y me lanzó por segunda vez aquella mirada de «no te muevas o verás». Le supliqué en silencio con los ojos, pero él volvió a besarme el cuello y luego los pechos, los besaba y los mordisqueaba.

Ahogué un grito cuando me pasó la lengua por un pezón, pero ya no fue tan suave cuando se movió hacia el otro y continuó allí con su arremetida casi dolorosa. Avanzó por el valle de mis pechos y me besó las cicatrices —deseé que no lo hiciera— antes de seguir adelante sin darme tiempo a pensar, o a bloquearme. Bajó por las costillas y por el vientre, obligándome a contener una risita.

Y entonces lo sentí respirar quedamente entre mis muslos y me estremecí, con los nervios más que alerta. Me besó el interior de uno de ellos y sentí que mis músculos retrocedían bajo sus labios, pero no lograban escapar. Me apretó el otro muslo con una mano y lo apartó. Me moría de ganas de gemir, pero me negaba a hacerlo… tampoco pude, pues grité cuando un latigazo de dolor me atravesó el muslo, el increíble dolor de unos colmillos rasgándome la piel.

Gruñí y se me llenaron los ojos de lágrimas, pero jadeé cuando noté que su lengua lamía la sangre mezclada con mi propia excitación. Pero entonces me soltó los muslos, y ya estaba sobre mí, con los ojos rojos resplandecientes de victoria y los labios brillantes. Se agachó y me besó. Le lamí los labios y sentí que en su pecho retumbaba una carcajada.

—Serías una buena vampira. Parece que estás bastante dispuesta a probar todo tipo de líquidos.

Esbocé una sonrisa culpable como respuesta. No podía añadir nada. Tenía la sensación de que las palabras estaban perdiendo su significado. Volví a llevar las manos a sus vaqueros y le bajé la cremallera, pues el cinturón ya estaba desabrochado. Él no hizo nada que no fuera apretarse contra mi cuerpo.

«Es mi decisión…»

De repente, sentí que su peso desaparecía y levanté la mirada para sonrojarme de inmediato. Kaspar estaba todavía más bueno desnudo —si es que aquello era posible— y me estaba dedicando una sonrisa arrogante mientras agitaba una caja de condones con un trocito de papel pegado.

—Esto es tuyo, creo —rugió, pero con la voz cargada de humor.

Levanté las manos y se la quité para leer la nota garabateada en el papel doblado. «¡Utiliza siempre protección, imbécil!»

Me eché a reír al recordar que le había robado todos los condones y se los había estropeado al poco de llegar a la mansión. En retrospectiva, era difícil de creer que hubiera tenido las agallas de haberlo hecho tan al principio.

Enarcó las cejas y abrió un paquete.

—¿Estás segura de que no eres tú la imbécil en esta relación?

Fingí sentirme ofendida y fruncí el entrecejo.

—¿Te ha dicho alguien alguna vez que tus modales en la cama son atroces?

Se echó a reír, y se agachó para darme un beso en los labios.

—No puedes culpar a un tío por intentarlo…

Sorprendida por aquel gesto íntimo y repentino, me tropecé con mis propias palabras.

—Yo… vale… puede que luego, entonces.

El resplandor rojo de sus ojos, que había comenzado a apagarse mientras se ponía el condón, volvió a recuperar el brillo.

—Te tomo la palabra.

Sentí su peso ya familiar sobre mí y él se dedicó a contemplarme durante un rato. La tensión no paraba de aumentar. Sonreí con arrogancia, pero no era más que una fachada… por dentro estaba hecha un manojo de nervios.

Atacó mis labios con los suyos y me besó con brusquedad mientras se introducía en mí.

Noté las gotas de sudor que se deslizaban por mi nuca, sentí que las sábanas se humedecían, oí mis jadeos y gemidos, que se mezclaban con sus gruñidos. Era una extraña mezcla de placer y dolor, y no estuve segura de qué sensación llevaba la delantera hasta que un quejido que se convirtió en grito escapó de mis labios y la angustia emergió desde detrás del deseo que reflejaban sus ojos. Me puso una mano detrás de la espalda y se dio la vuelta para colocarme sobre él, sin que perdiéramos el contacto ni siquiera un segundo.

No se movió mientras yo permanecí quieta a horcajadas sobre él, recuperando el valor y consciente de que Kaspar al fin había renunciado al control que tanto le gustaba tener. Durante un segundo, una fracción de segundo, me pregunté si alguna vez le habría permitido algo así a Charity, y sentí que el corazón me daba un vuelco, porque deseaba desesperadamente no ser para él lo que había sido ella: un simple lío más, una puta.

Pero no seguí pensando mucho tiempo en ello, porque metió una mano entre mis muslos y alzó la otra hacia mis pechos, y el placer irrumpió de nuevo en mi interior. Me agaché y le recorrí la garganta con los labios. Le mordí varias veces el cuello, pues sabía lo diferentes que serían las cosas si yo pudiera beber sangre. Sus jadeos se tornaron gemidos cuando volví a incorporarme y vi con satisfacción que cerraba los ojos, excitado. Mi vientre se agitó, a la espera de lo que sabía que se acercaba, cuando su otra mano se unió a la primera, que ya estaba entre mis muslos. Oyendo sus gruñidos, apreté los dientes para amortiguar un último gemido. Me derrumbé sobre su pecho cuando un dolor lacerante me atravesó la garganta y las estrellas comenzaron a titilar ante mis ojos. Sentí que me desplomaba entre unas manos que me devoraban el cuello antes de que la oscuridad se adueñara de mis pensamientos.

Debían de haber pasado minutos, o tal vez horas, cuando recuperé la conciencia. La habitación estaba borrosa, y yo sentía que la rigidez se iba apoderando de mis miembros. Dejé escapar un suspiro tembloroso, sin apenas atreverme a sonreír, cuando me di la vuelta para encontrarlo de costado, observándome y jugueteando con un mechón de mi pelo.

—Sabía que era bueno, pero nadie se había desmayado sobre mí hasta ahora —dijo con arrogancia mientras se pasaba la punta de la lengua por uno de los colmillos.

—Para ser justos, tampoco creo que jamás me habían mordido mientras tenía un orgasmo —repliqué al tiempo que me frotaba la frente. La cabeza me palpitaba, mis ojos intentaban adaptarse a la luz de la luna. No tenía energía para discutir que era bastante más probable que fuese el mordisco lo que había hecho que me desmayara.

Se echó a reír y su sonrisa de suficiencia se ensanchó victoriosa.

—Ya te dije que te haría pasar un buen rato.

Sonreí y me tumbé sobre la espalda para contemplar el techo oscuro. Me sumí en ese estado de relax, casi de aturdimiento, que tanto había deseado hacía meses, antes de El Baño de Sangre de Londres, cuando las discotecas eran mi terreno de caza.

«Pero nada… es decir, nada en absoluto… puede compararse con Kaspar». Y nunca volvería a sentirlo, teniendo en cuenta que en apenas unas horas el rey volvería e impondría su prohibición. Se me encogió el corazón y sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. Parpadeé para tragármelas, con la esperanza de que no me estuviese mirando.

—Le habrías gustado.

Me volví hacia él, confundida. Tenía la mirada clavada en el cuadro que había sobre la chimenea, y sus ojos eran una mezcla de esmeralda y gris neblinoso.

—Son tus padres, ¿no?

Asintió.

—Esta era su habitación, hasta que ella murió.

En la última palabra se le rompió la voz e, instintivamente, le cogí la mano, me amoldé a su pecho y me acurruqué a su lado tratando de ignorar la frialdad de su piel. Estaba estupefacta, e intenté ocultarlo. Nunca le había oído mencionar a su madre de ese modo.

—Estaría orgullosa de ti.

Se volvió hacia mí, con una expresión que pretendía aparentar sorna, pero sus ojos lo traicionaban. Estaban grises.

—¿Orgullosa de mí por qué? Soy el heredero al trono, pero no lo quiero; odio las responsabilidades y soy un completo desastre en todo lo que debería ser un príncipe, excepto en lo de ser guapo. ¿De qué coño podría estar orgullosa?

Me clavó las uñas en la piel, pero no creo que lo notara siquiera. Hice un gesto de dolor.

—Eres un buen hombre. Mira cuántas veces me has salvado… ¿cuántas son, cuatro ya? Y estabas dispuesto a enfrentarte a la ira del consejo y de tu padre por dejarme marchar a casa. ¡Eso es un buen motivo!

—No lo es. De todas formas, ¿qué te ha hecho convertirte en una santa del perdón? Estoy bastante seguro de que hace poco pensabas que era una criatura enferma y maligna.

Aparté la mirada del cuadro.

—Las situaciones cambian —murmuré.

Me miró con interés y me percaté de su expresión de perplejidad. Pensé que iba a insistir en el asunto, pero no lo hizo, para alivio mío, así que volvimos a sumirnos en el silencio. Empezó a jugar de nuevo distraídamente con uno de mis mechones. A ninguno de los dos parecía molestarnos la quietud, ambos nos sentíamos contentos de estar entre los brazos del otro.

«¿Es eso lo que de verdad esconde tras su máscara? ¿La preocupación de no ser lo suficientemente bueno?»

—¿Por qué se marchó tu padre de esta habitación? O sea, sé que habría sido…

Me interrumpió.

—Se estaba volviendo loco aquí. No podía soportarlo. Sé que piensas que mi padre no tiene corazón y es cruel, pero no fue siempre así. Ella lo completaba. Ella lo hacía bueno. Eso pasa, ya sabes. Se puede hacer buenos a los hombres malos. Cuando ella… nos dejó devastados… aquella noche en Trafalgar Square ni siquiera hacía falta que los atacáramos, ¿lo entiendes, Nena? Pero era su hijo… el hijo de Pierre, Claude, eso es… Y tenía que matarlo. Tenía que arrebatárselo a su padre como él hizo con mi madre. ¡Cabrón! —Cerré los ojos para evitar el escozor de las lágrimas, consciente de que había sobrepasado el límite con creces, odiándome por haber sacado el tema y hacerlo estallar así, odiándolo a él por recordarme aquella noche. Le rodeé el pecho con los brazos y lo abracé con fuerza mientras proseguía—: Mi padre bien podría haber muerto aquel día con ella. Y John Pierre simplemente nos envió un mensaje diciéndonos que le habían ordenado hacerlo, que le habían pagado por ello. Y nunca sabremos quién le dio aquella orden… Pero lo descubriré. Lo perseguiré y primero mataré a su amor, luego me beberé toda la sangre de sus hijos y violaré a sus hijas. Haré que ese demonio sin corazón sufra. Porque siento mucho más que odio hacia él, Violet. Él me quitó a mi madre.

Entonces cayó en el silencio, y yo me quedé con los labios secos y aflojé la presión de mis brazos. Yo era una de aquellas hijas.

«Ciérrate, ciérrate».

Levanté unas barreras enormes en torno a mi mente mientras asumía el horror de sus palabras. Deseaba desesperadamente decirle que no dijera aquellas cosas —que las retirara, porque no las sentía de verdad, no podía sentirlas—, pero sabía que insistir en aquel tema sería demasiado arriesgado.

—Nada de eso importa. Serás tan maravilloso como lo era tu padre antes de todo esto, a pesar de lo que dices. Sé que será así —susurré en la oscuridad.

Kaspar no contestó, sólo colocó una de mis manos sobre su pecho, en el lugar donde debería haber estado su corazón, y pronto me quedé dormida.