VIOLET
La tetera silbó justo cuando me estaba subiendo a un taburete alto. Dejé que la cabeza me descansara entre las manos. Estaba destrozada, abrumada, y el estridente silbido retumbó dolorosamente en mi interior y su eco hizo tintinear las sartenes que colgaban de la pared.
Con un estremecimiento, no provocado por el frío, percibí que alguien apagaba el gas y sentí que el vapor ascendía desde el agua hirviendo y me hacía cosquillas en la nariz.
Me apoyé sobre los codos y observé a Kaspar, que estaba agachado debajo de la encimera buscando algo en un armario. Soltó una palabrota y a continuación masculló que volvería en seguida.
Volví a apoyar la cabeza en las manos y escuché el ruido suave de mi respiración en medio de aquel silencio antinatural y las volutas de humo que de vez en cuando escapaban de la tetera: los únicos sonidos que mi oído no ignoraba.
El compás de otra respiración se sumó a la mía y atisbé a través de mi cortina de pelo para ver a Kaspar, que había regresado acunando una polvorienta botella de licor entre los brazos, como si se tratase de un bebé.
—El mejor whisky escocés, 1993, y la última botella de la bodega, así que no se lo digas a mi padre. Les tiene bastante cariño a sus licores.
«Y yo pensando que en la bodega guardaban ataúdes».
Casi con un único y fluido movimiento, desenroscó el tapón y se llevó la botella a la boca. El trago que bebió habría tirado al suelo a un humano en cuestión de segundos… Para un vampiro tenía más o menos tanto efecto como un vaso de limonada.
—¡Te dije que quería un té! No whisky —refunfuñé, pero mi protesta sonó más débil de lo que esperaba.
Dejó la botella con un ruido seco, sin apartar la mirada de mí ni un segundo. Sin preocuparse de añadirle leche o azúcar, me pasó la taza humeante.
—Confía en mí, después del día que has tenido necesitas un trago de esto —dijo, y sirvió una copiosa cantidad de whisky en mi té bajo mi dubitativa mirada—. Parece que hayas visto un fantasma. Y sabe bien, deja de poner esa cara de asco.
Cogí la taza, titubeante, y di un buen sorbo. Casi lo escupo. Tenía un sabor ahumado y, en combinación con el gusto herboso del té, era simplemente repugnante. Me forcé a tragar, y me dejó la boca seca. Al cabo de un instante sentí que la garganta me ardía, y estaba convencida de que no tenía nada que ver con el té. La habitación dio un salto mortal y, para evitar caerme, me concentré en Kaspar, que se estaba bebiendo el resto de la botella, sentado en un taburete y mirándome con una vaga inquietud.
Dejé el té casi entero. Todavía me sentía como si estuviera dando vueltas sin parar.
—Creo que voy a dejar el resto. —Cuando me di la vuelta sobre el taburete y nuestras rodillas se rozaron, no me dio la impresión de que aquel líquido tan fuerte hubiera logrado el efecto que Kaspar pretendía. Apoyé la barbilla sobre las manos, bajé los párpados y deseé que mis lágrimas no comenzaran a caer, pues los ojos me escocían y amenazaban con desbordarse sin que pudiera controlarlo—. Dios…
Había tomado la decisión y me sentía fatal. Acababa de abandonar a mi hermana, enferma y vulnerable, así como a mi familia y amigos, eso por no hablar de mi educación y de la promesa de una vida normal y libre de grandes cargas.
¿Y qué había elegido en su lugar? Un reino lleno de criaturas enfermas, retorcidas y manipuladoras que se daban banquetes con humanos, y al apuesto pero egoísta cuarto hijo de los Varn, el mismísimo pináculo en torno al que algún día giraría aquel mundo secreto. «Debo de haber perdido la cabeza».
Sin embargo, la idea de que podría haberlo dejado todo atrás hacía que se me encogiera el corazón, aunque no tenía nada claro si de alegría por haberme quedado o de pesar por no haberme marchado.
Gruñí interiormente y me derrumbé sobre la encimera, perfectamente consciente de la figura que, a mi lado, trataba de sofocar una risita; perfectamente consciente de la mirada de sus sorprendentes ojos y del movimiento superficial, casi innecesario, de su pecho al respirar, pues podía atisbarlo entre los mechones de mi pelo.
«¿Qué demonios me está pasando?»
«Creo que el término que se aplica en estos casos es Síndrome de Estocolmo —aportó mi voz con petulancia, como mejor sabía hacerlo—. Te han lavado el cerebro, enhorabuena».
«Todavía no soy una idiota sin cerebro», le espeté. Y me di cuenta de que si mi voz hubiera tenido un par de hombros, los estaría encogiendo.
«Todavía no».
—¿Qué he hecho? —pregunté. En realidad no era una pregunta dirigida a Kaspar, más bien había expresado mis pensamientos en voz alta—. He abandonado a Lily. La he abandonado y todo a cambio de…
—¿A cambio de qué? —me cortó con aspereza. Levanté la cabeza y vi que tenía los ojos grises otra vez—. ¿Por qué no te has ido? Tenías la oportunidad de ser libre, pero ¡has regresado corriendo!
Con su cambio de tono, todos mis sentimientos confusos desaparecieron y dieron paso a algo más siniestro que fue ascendiendo, trepando y arrastrándose por mi pecho.
—Estás enfadado —dije con un tono perfectamente neutro. Me bajé del taburete y me acerqué a él. Se levantó y cruzó los brazos sobre el pecho para mantener cierto espacio entre nosotros cuando cubrí la distancia que nos separaba—. ¿Por qué estás enfadado, Kaspar? Has conseguido lo que querías, ¿no? Una mascota humana durante algo más de tiempo. Alguien a quien atormentar y con quien jugar, a quien echar a perder y romper como haces con todos los demás, porque simplemente no puedes enfrentarte al hecho de que sufres por dentro. Igual que tu padre.
Incluso cuando aún estaba pronunciando aquellas palabras, no me podía creer que las estuviese diciendo, pero sabía que ya no podía parar. «¿Cómo se atreve a estar enfadado? ¿Qué motivos tiene para estarlo?»
Nada delataba sus sentimientos excepto el color esmeralda de sus ojos, frustrantemente frío. Me siguió con la mirada hasta que me detuve, con la cara al nivel de su pecho. Su expresión podría haberse utilizado para regañar a un crío travieso. Su voz surgió lenta y medida, como si yo necesitara que me explicase su rabia, igual que si fuera ese crío desobediente.
—Estoy enfadado porque te he ofrecido esa oportunidad, Violet. Te he dado lo que ansiabas. Pero no lo has aceptado. Ahora estás aquí encerrada y llegarás a lamentarlo…
—No.
—Sí. Pero ahora la has perdido. Lo sabes, ¿verdad? Tu propósito era continuar siendo humana. Pero ahora esa oportunidad la has perdido, así que se trata de «cuándo» no de «si». —Sacudió la cabeza—. Y ahora no sé qué pensar de ti.
Me puse de puntillas para ser lo más alta posible y me negué a dejarme intimidar por aquellos ojos que se estaban tornando rojos.
—¡Eso no es cierto! Al menos yo no soy tan cruel como tú. Yo nunca he sabido qué pensar de ti. Tan pronto te importo como me odias. ¡Decídete de una puñetera vez, como he hecho yo!
Me di la vuelta, pero me agarró por los hombros y me obligó a volverme.
—Al menos yo tengo una buena razón para ser como soy. Tú no. ¿Por qué has elegido quedarte?
Entorné los ojos.
—¿Por qué te importa?
—¿Por qué no debería importarme?
—Muy bien, no sé por qué me he quedado. Sólo tenía un segundo para tomar la decisión y no me fiaba de esos asesinos —repliqué con la mirada clavada en el suelo, aún intentando ignorar las quemaduras que me provocaba su mirada, maldiciendo a mi corazón por flaquear cuando Kaspar daba a entender que mi bienestar le preocupaba de algún modo.
—No me estás diciendo toda la verdad, ¿eh? —Yo cerré los ojos, pues sabía que no podía mentirle en eso. Suspiró y me atrajo hacia sí para rodearme con los brazos. Me di cuenta de que los ojos recuperaban el tono esmeralda—. ¿De qué estás huyendo, Nena?
—Es más bien hacia qué estoy yendo —murmuré pegada a su pecho.
Notaba el frío de sus brazos en mi espalda, pues llevaba las mangas subidas. Sentí que se quedaba petrificado.
—¿Qué?
—Este sitio no está tan mal. Supongo que me he encariñado con él.
Consciente de que podía leer mi mente y descubrir la verdad, fortifiqué mi conciencia para esconder todo lo que no debía saber. Se rio un poco ante mi tono alterado y ligeramente indignado, y yo solté un sigiloso suspiro de alivio.
—Te diré la verdad. —Me apretó con fuerza contra él, y me pareció estúpido que hubiéramos estado discutiendo hacía sólo unos segundos…, pero con Kaspar todo era una discusión enorme—. Me alegra mucho que te hayas quedado, Violet. Necesitaba a alguien a quien atormentar.
—Gracias. Se agradece tu sadismo.
Se rio quedamente y apoyó la cabeza con cuidado sobre la mía para que pudiera sentir su aliento. Con una mano, comenzó a jugar con mi pelo y casi perdí la cuenta de los minutos que me tuvo así, abrazada. Parecía que los dos estábamos simplemente felices de que hubiese terminado la pesadilla del viaje a Londres.
Al cabo de un rato, no pude resistirlo más y me aparté. Me senté en un taburete y sentí que se me calentaban las mejillas. «Amigo íntimo» no era algo que pudiera aplicársele a Kaspar.
—¿Se enfadarán los demás contigo por lo de los coches?
—No, encontrarán algo con lo que entretenerse. —Me estremecí y sentí que el vello de la nuca se me ponía de punta—. Mañana por la mañana estarán de vuelta con unas sonrisas tontas en la cara.
Rio con ironía y su cambio de humor me pilló desprevenida, aunque en el fondo no me sorprendió.
—Y tú estás aquí encerrado conmigo. —Esperaba que contestara, al menos con algún comentario ingenioso o una réplica sarcástica, pero se limitó a seguir con la mirada perdida—. ¿Kaspar? —No contestó. Me resigné a esperar y me quedé allí sentada mientras los minutos pasaban, dándole sorbitos a lo que quedaba de mi letal té.
—Violet, tengo que decirte algo.
Se me paró el corazón. Conocía el tono de voz que acababa de utilizar; era el mismo que empleó la doctora cuando llevó a Lily y a mis padres a una sala aparte, o el que usó el policía cuando abrí la puerta y, con la gorra en la mano, me dijo que quería hablar con mis padres sobre Greg.
«Lo siento muchísimo», decían, como si sentirlo, sentirlo muchísimo, y sentarse y tomar tazas de té fuera a deshacer lo que ya estaba hecho.
Lo miré a los ojos. El miedo y el terror me constreñían la mente, el corazón y el hígado, y las lágrimas se amontonaron en mis ojos porque sabía que aquello no iba a ser nada bueno.
Sus iris recorrieron el espectro de colores hasta quedarse en el gris.
—He hecho algo realmente estúpido. —Fijó la mirada en el suelo y lenta, muy lentamente, comenzó a retroceder—. El consejo interdimensional oyó todo lo que te conté sobre este mundo de camino a Londres. Dijeron que te había dado demasiada información y me enfadé, y les dije que se jodieran. —Abrí los ojos como platos y no me molesté en ahogar una exclamación de sorpresa. Kaspar continuó, incapaz de mirarme a los ojos cuando me bajé del taburete y empecé a acercarme a él—. Humillé al reino y ahora tú pagarás las consecuencias de mis acciones.
Me quedé sin respiración, tenía la sensación de que el pecho iba a estallarme.
—¿Qué quieres decir?
Seguía sin mirarme a los ojos.
—A partir de mañana al mediodía no podré tocarte.
Me cayó un enorme peso sobre los hombros y mi corazón se rindió: explotó, estalló como un globo; perdí la vista y me aferré a la encimera para sujetarme, pues me fallaron las rodillas.
—Mi padre sabe cuánto te deseo. Así que, como castigo, no me permitirá tocarte de ninguna forma física. Somos las únicas personas cuerdas que quedan aquí, y él acaba de asegurarse de que nos perdamos el uno al otro. Lo siento muchísimo, Violet, de verdad, porque ahora mi padre convertirá tu vida en un infierno y no es culpa tuya. Lo siento muchísimo…
—¿Ma… Mañana al mediodía? —conseguí preguntar con la voz ahogada.
Ya tenía la mente llena de imágenes de lo que podría hacerme el rey, y aquello me provocaba escalofríos.
—Nunca permitiré que te haga daño, jamás pienses eso —gruñó Kaspar, y sentí una ráfaga de aire frío a mis espaldas cuando doblé el cuerpo sobre la encimera. Respiré hondo tratando de darle sentido a lo que acababa de decirme.
«Estaba dentro de mi cabeza…»
—¿Al mediodía?
Miré el reloj que había en la pared y vi que era mucho más tarde de lo que creía, las manecillas estaban a punto de llegar a las doce. Unos brazos me rodearon la cintura y el frío de su pecho contra mi espalda me provocó escalofríos de una clase muy diferente.
—Nunca permitiré que nadie te haga daño.
Tomé una bocanada de aire; apenas osaba creer mis propios pensamientos, pero sabía que lo que hacía que mi piel se estremeciera estaba bien y, cuando hablé, me esforcé para que mi respiración no se tornara irregular.
—Pero quien me hace daño eres tú.
Se apartó un poco y aflojó los brazos. Sentí su dolor. Aprovechando la ocasión, me di la vuelta, consciente de que aquella era mi última oportunidad antes de que todo cambiara.
«Jamás pensé que vería este momento…», dijo mi voz con el mismo asombro que experimenté yo al mirarlo a los ojos.
«Ni yo», contesté.
—¿Nena?
—Me rindo.
—¿Qué?
Respiré hondo.
—Me rindo a ti.