42

VIOLET

¡Desaparecido! ¡Otra vez!

Apoyándome sobre los codos, me incorporé de donde había caído sobre el asiento, a la espera de que la atracción frenara. Tenía el cuello rígido y me dolía, y estaba claro que estaba muy, muy mareada. Tuve una pequeña arcada, me moría por beber algo. Cerré los ojos y enterré la cabeza entre las manos. Estaba deseando que aquello acabara, me arrepentía de haberme montado en el pulpo.

Al final, el mundo se detuvo y, tras coger aire, me puse de pie y salí del coche con la cabeza palpitante y la visión borrosa durante unos segundos. El escote de mi camisa revelaba demasiado y me volví a abrochar el abrigo apresuradamente.

Escudriñé la oscuridad. Las únicas personas que había cerca eran los encargados de la atracción y las espaldas de las personas que acababan de bajar del pulpo. Me convencí a mí misma de que Kaspar no podía haber ido muy lejos y comencé a buscarle detrás de las caravanas.

Al final me pareció oír un quejido amortiguado y rodeé un tráiler para ir a investigar. Unos gemidos débiles flotaban en el aire, y un sonido como de succión llegó a mis oídos. Reduje la velocidad y avancé con sigilo. Distinguí una silueta en una esquina formada por dos caravanas, protegida por montones de cajas vacías. Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y, al apartar una caja a un lado con una mano temblorosa, sentí que la bilis ascendía por mi garganta.

Allí, atrapada entre los brazos de Kaspar, había una chica con la ropa desgarrada y la piel lacerada. Estaba bronceada, pero se estaba poniendo gris y sus ojos iban perdiendo el brillo. La única parte de su cuerpo que aún conservaba algo de color era su cuello, que estaba teñido de rojo brillante y rezumaba sangre.

«Muerta».

Kaspar se puso en pie y dejó que el cuerpo inerte de la chica cayera rodando de la cuna de sus brazos hacia el suelo, sucio y embarrado. Poco a poco, se volvió para mirarme. Le goteaba sangre de la barbilla, y su cuello y sus mejillas estaban manchados de pintalabios… unas marcas que demostraban cómo la había atrapado.

Me tragué la bilis y me obligué a respirar… «Adentro, afuera. Adentro, afuera».

—¿P… Por qué? —conseguí decir con la voz ahogada.

No quería marcharme, pero tampoco quería acercarme a él. Sus ojos abandonaron el carmesí, se tornaron de color escarlata y finalmente de un gris turbio y nebuloso que encajaba con la piel de la joven. Se mordió el labio inferior, manchado de sangre, con un colmillo.

Bajó la mirada durante un instante.

—Se llamaba Joanne.

—¿Sabías su nombre? —susurré, incapaz de apartar la mirada del cuerpo exánime que yacía boca abajo. Kaspar asintió, aún con los colmillos ensangrentados al descubierto. La sangre de la chica empezaba a coagularse en las comisuras de sus labios—. ¿Y eso en qué lo mejora?

—No lo sé, pero lo hace. —Se agachó y le dio la vuelta al cadáver como si fuera un trozo de carne con los brazos retorcidos a la espalda. Le bajó el vestido para taparle los muslos y le colocó un dedo en cada uno de los párpados para bajárselos y tapar sus pupilas ciegas, que lo observaban permanentemente horrorizadas—. ¿Lo mejora esto en algo?

Me estremecí y aparté la mirada de la sangre que continuaba secándose alrededor de sus labios y que iba adquiriendo un horrible tono marrón sobre su piel cenicienta.

—No puedes ir por ahí matando gente sin más.

Oí un rugido a mi espalda.

—Soy un vampiro, Nena. Tengo que matar para alimentarme, y he preferido que no fueses tú la que muriese.

Inspiré hondo y me volví hacia él de inmediato.

—¿Qué?

No contestó durante unos instantes; el movimiento de su pecho delataba la agitación de su respiración.

—En la atracción he estado a punto de atacarte. Y si lo hubiera hecho, no me cabe duda de que estarías muerta. Eras tú o ella.

Me quedé boquiabierta.

—¡Deberías haberme matado sin más!

Kaspar dio un paso hacia mí y yo di otro hacia atrás. Mi corazón flaqueaba y mis sentidos me decían que debería echar a correr. Él gruñó débilmente, con los ojos negros por completo.

—¡Despierta de una vez, Nena! ¡Tu vida es lo único que impide que nos sumamos en una guerra! La primera y la última oportunidad que tuve de matarte fue en Trafalgar Square.

Pasó a mi lado a toda prisa, dándome un empujón, pero me volví y lo agarré del brazo. Le clavé las uñas y utilicé todas mis fuerzas para hacerle retroceder.

—Entonces ¿por qué no lo hiciste?

No me miró a los ojos y, con el brazo que le quedaba libre, se secó la boca.

—Tenemos que marcharnos antes de que alguien se dé cuenta de que la chica ha desaparecido. Vamos.

Tiré de él con más fuerza y repetí la pregunta:

—¿Por qué no lo hiciste?

En lugar de contestar, se libró de mi mano y echó a andar hacia la oscuridad. Con una última mirada a la chica que yacía inerte y desangrada sobre el suelo, me apresuré a seguirle. Estaba asqueada, pero me ponía aún más enferma no ser capaz de sentirme verdaderamente horrorizada.

—Yo no lo contaré si tú tampoco lo haces.

—Pero no puedes, ¡es tremendamente cruel!

—Venga, tampoco es que os sigáis llevando bien. ¿Por qué debería importarte?

—Pero no le fastidiará el coche, ¿no?

—No —contestó Kaspar entre risas—. Sólo lo retrasará.

Extrajo los cables y cerró el capó de golpe. Rodeó el R8 de Fabian y se encaminó hacia el de Charlie. Yo sentí vergüenza al pensar que era un delito.

—No vas a hacerles lo mismo a todos, ¿verdad?

Sonrió perversamente.

—Claro. De hecho, me gustaría hacer lo que me diera la gana en Varnley por una vez. Y con mi padre fuera y esta pandilla tirada en la carretera, todo será calma y tranquilidad al fin. Además, terminarán por volver corriendo… mañana por la mañana estarán allí, supongo.

Fruncí el entrecejo.

—Déjame decirlo con otras palabras. Quieres decir que yo voy a quedarme tirada contigo.

—Sí. —Arrancó otro grupo de cables y cerró el capó de golpe—. ¡Qué suerte la tuya!

—«¡Qué suerte la tuya!» —lo imité en voz baja.

»¿No serán capaces de arreglarlo?

Cerró el capó del coche de su hermana con tanta fuerza que pensé que le haría una abolladura. Cuando se inclinó hacia mí, en su rostro apareció la media sonrisa arrogante marca de la casa.

—Los niños ricos no saben arreglar coches.

Enarqué una ceja.

—Entonces ¿admites que eres un gilipollas arrogante y pijo?

—Nunca lo he negado.

Lo miré con escepticismo y luego rodeé el coche para hacerme con las llaves que acababa de sacarse del bolsillo.

—Yo conduzco.

Hizo ademán de abalanzarse sobre mí con la mano estirada para recuperar las llaves, pero me aparté. Apreté los dedos en torno al metal, las oculté a mi espalda y caminé de lado hacia su coche.

—¿Tienes carnet de conducir? —bramó mientras me perseguía alrededor del coche.

—Sí.

Entonces fue él el que adoptó una expresión escéptica. Me siguió el juego persiguiéndome hasta el lado del conductor… Al fin y al cabo, podía cogerme con facilidad en cuanto quisiera. Después de que afirmara con vehemencia que era perfectamente capaz de conducir (le preocupaba que le hiciera daño a su «chica»), cedió a regañadientes y se dirigió hacia el asiento del pasajero.

—Sigo sin perdonarte —le dije.

Se quedó parado, con una expresión vagamente divertida en la cara.

—No esperaría que lo hicieras, eres demasiado terca.

Abrió la portezuela y se metió en el coche. Yo no tardé en hacer lo mismo.

—¿Y qué se supone que quiere decir eso? —exigí saber.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí —contesté inflexible.

—Te importa una mierda que haya matado a esa chica. No te importaría una mierda si hubiese matado a un centenar de chicas. Sólo te molesta porque no soportas el hecho de que destruye tu imagen perfecta de que no somos… no soy… un depredador por naturaleza.

Se quedó mirándome para calibrar mi reacción.

—Sé que eres un asesino, no soy imbécil —dije con un suspiro al tiempo que metía la llave en el contacto—. ¡Tienes colmillos, por el amor de Dios!

«Sé que es un depredador. No puedo olvidarlo en ningún momento a pesar de lo que él cree. —Tenía el cuerpo lleno de cicatrices y marcas, recordatorios sin fin de lo que él y los demás eran capaces de hacer, y de lo que un vampiro llegaría a hacer para salirse con la suya—. Pero tiene razón en una cosa. No me molesta de verdad que haya matado a la chica». Claro que me sentía mal: había muerto en mi lugar, y sabía que tendría que vivir con la culpa de saber que otros eran sacrificados por mi causa. Pero los había visto matar y devorar a tantos humanos y a vampiros por igual que ya casi no me afectaba.

—Pero ¿sabes que lo soy? —preguntó, e hizo una mueca de dolor cuando metí la marcha del coche.

—¡Sí! ¡Tengo unas puñeteras marcas que lo demuestran! —Me las señalé bajándome el cuello de la camisa.

Con el rabillo del ojo, vi cómo me miraba.

—No estoy convencido. Todavía piensas que puedes cambiar lo que somos, y no es así. No puedes… —Se quedó callado y miró por la ventanilla.

—No estoy intentando cambiarte. Simplemente no estoy de acuerdo con matar para comer. Soy vegetariana, a fin de cuentas.

—Lo que tú digas. Gira a la izquierda —murmuró cuando salí hacia la carretera principal.

Percibí que la conversación se había acabado y los dos guardamos silencio. Con la mirada clavada en la carretera, sentí el calmado ronroneo del motor bajo mis manos. Hacía bastante que no conducía, y sólo había cogido el coche de mi madre en el congestionado centro de Chelsea. Nunca había conducido nada con tanta potencia ni tan caro, y menos por carreteras costeras llenas de curvas. Una sacudida de ansiedad me subió por los brazos, como un calambrazo, cuando pensé en lo que Kaspar me haría si le hacía el más mínimo arañazo a su querida chica. Puede que ya me hubiera mordido varias veces, pero seguía aterrorizándome, y se me agitó la respiración al recordar el dolor y la sensación de ser succionada.

Salí de mis propios pensamientos cuando entramos en un pueblo, vacío al anochecer. Seguí la carretera hasta que volvimos a circular junto al mar. Pasamos junto a un embarcadero que se extendía sobre una marisma y al final llegamos a las aguas turbias del estuario del Támesis.

—¿Dónde…?

—Sigue hacia la isla de Grain, pero sal en la indicación para ir hacia All Hallows. Después sigue hacia Low Marshes.

—Vale —murmuré sorprendida ante su repentina aspereza.

Me arriesgué a echar un vistazo en su dirección y vi que tenía la mirada clavada en la ventanilla, con la frente arrugada y los labios transformados en una fina línea. Fruncí el entrecejo.

Kaspar se dio la vuelta de golpe.

—¿Qué?

Me volví de nuevo hacia la carretera, sonrojada.

La noche parecía estar tornándose más oscura a medida que el cielo perdía el resplandeciente halo de luz anaranjada que tanto me gustaba de Londres. Allí estaba más claro y las estrellas salpicaban la cúpula celeste como si un niño hubiera esparcido brillantina sobre una sábana negra. Sólo perdía esos brillos cuando una nube ocasional lo atravesaba. Las carreteras estaban desiertas y hacía mucho que habíamos abandonado la principal cuando el asfalto comenzó a estrecharse. Vislumbré el cartel de Low Marches y seguí la flecha. Nos fuimos alejando poco a poco del mar en dirección hacia las colinas de Varnley.

Era extraño pensarlo, pero ansiaba volver a encontrarme entre los gruesos muros de la mansión, metida entre las sábanas frías y respirando su aire estancado. Me proporcionaba una rara sensación de seguridad, a pesar de distar mucho de serlo, y comencé a preguntarme si no estaría identificando mi encarcelamiento con estar protegida. En Varnley no tomaba decisiones. En Varnley era una actriz secundaria.

Pero cuando regresara, por más que desease que terminara el día, sabía que existía una posibilidad muy real de que aquel «consejo interdimensional» hubiese tomado una decisión respecto a mi humanidad. Y aquella era una decisión que debía tomar yo.

Y luego estaba el asunto de que había besado a Kaspar.

Un resplandor en los retrovisores me llamó la atención. Pisándonos los talones había un coche que llevaba las luces largas. Sin inquietarme por lo mucho que se estaba acercando, aceleré.

El coche que nos seguía se quedó atrás. Obviamente había cogido la indirecta de que me gustaba tener mi espacio. Kaspar volvió a descansar la cabeza contra la ventanilla y comenzó a frotarse las sienes.

De repente, se irguió, sobresaltado.

—Asesinos… —siseó. A continuación, explotó—: ¡Para en la cuneta! ¡Sal del coche! —gritó, pero apenas lo entendí—. ¡Fuera! ¡Violet, muévete! —Hice lo que me ordenó. «Asesinos»—. Yo conduzco, ¡sube! —«Asesinos»—. ¡Violet!

—Asesinos —susurré—. Aquí… «Los asesinos de mi sueño. Tenían que ser ellos».

Kaspar, al otro lado del coche, estampó las manos contra el techo de metal.

—Sí, asesinos, aquí, y vienen a por ti. ¡Métete en el coche!

Creo que estaba mirando a Kaspar, pero lo único que veía era el cielo oscuro, gris, ondulante y peligroso. Creía que lo oía, pero lo único que percibía era el aullar del viento que levantaba las hojas y las hacía crujir. Kaspar me estaba hablando, pero yo tan sólo escuchaba mi propia voz, callada y tímida en comparación con el trueno que acababa de estallar.

—Aquí…, a por mí. Podría irme a casa…

Un gruñido brotó de sus labios:

—No.

—Podría irme a casa y ver a mis amigos… Podría ir a la universidad…

—No.

—Ver a mi familia…

—No…

—Ver a Lily…

Su aliento frío me acarició las mejillas y se me humedecieron las palmas de las manos cuando apoyó la frente contra la mía. Entrelazó los dedos con los míos y sentí la humedad revoloteando entre ellos.

—No puedo negártelo. —Levantó la mirada buscando la mía; tenía los ojos grises, del mismo tono apagado que el cielo. Los cerró lentamente al tiempo que tomaba una larga, sorda y áspera bocanada de aire—. Me arrepentiré de esto. Violet… Nena. Vete a casa.

Me aparté de él.

—¿Q… Qué?

—Vete a casa. Escapa de esta vida que no quieres…

Sus palabras apenas eran un susurro, tensas e inseguras.

—Pero…

—Sé humana. —Se aferró desesperadamente a mi mano mientras se la llevaba a los labios, tembloroso. Me dio un beso tierno en los nudillos y, con un último apretón, la dejó de nuevo junto a mi cadera y me soltó. Después, dio un paso atrás—. Cuida mucho de Lily. Ocúpate de ella. No la dejes marchar.

Tenía los ojos vidriosos, como el reflejo de la luz sobre un estanque, y durante el más breve de los instantes me pregunté si sería a causa de las lágrimas… pero aquel era Kaspar. Él no desperdiciaría sus lágrimas.

—¡Antes de que cambie de opinión! ¡Vete! —gritó, con los ojos primero cenizas y luego fuego.

Su rostro tenso y adusto se iluminó cuando el primer relámpago atravesó la bruma que flotaba baja sobre el mar. El trueno retumbó apenas un segundo después. Como una bala disparada con precisión, el segundo rayo incendió un árbol a más o menos un kilómetro y medio de distancia, y los cielos repiquetearon y estallaron al ritmo de la tormenta.

Caminando hacia atrás, tropezándome con mis propios pies, comencé a retroceder sin apartar la mirada de sus ojos. Kaspar empezó a buscar a tientas la manilla de la portezuela del coche.

Sabía que ninguno de los dos teníamos mucho tiempo, y el miedo me estranguló el corazón, pues me aterrorizaba lo que los asesinos podrían hacerle. Pero, consciente de que iban a por mí, sopesé mis opciones: podía irme con los asesinos o podía irme sola a casa desde dondequiera que estuviésemos.

Las palabras del asesino que quería follarme me llenaron el cerebro y supe lo que preferiría. Preferiría un bosque lleno de vampiros a quedarme con los asesinos.

Frenética, mi voz susurraba en mi cabeza una y otra vez: «Date prisa, date prisa» con una urgencia que no podía ignorar. Observé los troncos de los árboles y decidí ocultarme entre ellos, pero le lancé una última mirada a Kaspar, que estaba inmóvil, contemplándome con una expresión que nunca había visto antes en su rostro.

Cuando nuestras miradas se cruzaron, se dio la vuelta y comenzó a meterse en el coche. El viento silbó, aulló lo que creí que eran las palabras «Adiós, Violet».

Resonó un trueno y las lágrimas cayeron en abundancia por mis mejillas para volver a destrozarme el maquillaje. Me dolían los ojos de frotármelos para poder ver. Oí el chirrido de unos neumáticos cuando dos pares de focos tomaron la curva y me atraparon como a un ciervo asustado. El corazón se me salía del pecho mientras veía que los dos vehículos se acercaban.

«No es el momento adecuado».

Me di la vuelta y me lancé hacia el coche de Kaspar. Abrí la puerta del pasajero justo en el momento en que él estaba encendiendo el motor. Me dejé caer sobre el asiento y cerré la puerta detrás de mí para oír a Kaspar soltar:

—¿Qué cojones haces?

—No puedo marcharme, ¡no puedo! —dije con la voz ahogada, y me di la vuelta para ver los dos coches, que estaban a escasos cincuenta metros de nosotros—. Ay, Dios, ¡ay, Dios mío! ¡Están justo detrás de nosotros!

—Vale, cálmate, ponte el cinturón de seguridad —me ordenó, y metió la primera marcha.

No necesité que me lo repitiera y me abroché el cinturón al tiempo que mi espalda se pegaba al respaldo, pues el coche aceleró a una velocidad que debía de ser muy ilegal. Me golpeé la nuca contra el reposacabezas y me aferré con las manos al borde del asiento como si el mañana no existiese. Mi mente me gritaba que, en efecto, no lo habría si nos estampábamos contra un árbol a aquella velocidad.

«¡Deja de quejarte! ¡Si no quisieras morir, habrías vuelto a casa con papá!», graznó mi voz con un tono tan agudo que me dejó claro que ella estaba tan asustada como yo.

La mirada de Kaspar alternaba constante y rápidamente entre los retrovisores, la carretera y yo, y pasaba de la rabia a la concentración y después a la preocupación. Cohibida, levanté una mano para secarme las lágrimas, pero pensé que sería mejor olvidarme de ello cuando tomamos otra curva y tuve que volver a aferrarme al asiento a toda velocidad.

—Sólo tenemos que llegar a los límites de Varnley. Son sólo unos tres kilómetros —murmuró más para sí mismo que para mí, pero yo asentí de todas formas, incapaz de hablar.

Doblamos otro recodo de la carretera y los neumáticos gritaron y protestaron cuando la aguja del indicador de la velocidad empezó a acercarse a los ciento setenta… una velocidad con la que a un humano le cuesta ya lidiar en una carretera normal y agradable, y mucho más en un camino estrecho y lleno de curvas con árboles como columnas de hormigón a ambos lados.

—¿Qué coches llevan? —me preguntó secamente Kaspar cuando nos acercábamos a una curva terrible, enrevesada como un sacacorchos.

Giró el volante a la derecha y estuvimos a punto de salirnos de la carretera. Solté un chillido enorme cuando mi puerta pasó a apenas unos milímetros de un árbol.

—¿Qué coches? —repitió al tiempo que enderezaba el volante y hacía que me empotrara contra la portezuela.

—¡No lo sé! —grité sin apenas mirar por el espejo—. ¡Está jodidamente oscuro! ¿Qué importa, en cualquier caso? ¿No deberías estar concentrado en la carretera?

—Quiero saber si podemos dejarlos atrás —explicó con casi demasiada tranquilidad, dada la situación—. No quiero abandonar a mi chica en la cuneta si no es estrictamente necesario.

—Vale, bien… —Me di la vuelta en mi asiento, peleándome con el cinturón—. ¿Esos coches son negros?

—Da igual —refunfuñó—. Simplemente no te dejes arrastrar por el pánico.

Apenas tuve tiempo de asimilar sus palabras antes de que él se diera la vuelta en su asiento y se pusiera a mirar por la luna trasera en dirección contraria a la que nos dirigíamos a toda velocidad. Sus manos parecían conducir por su propia voluntad.

—Oh, mierda de…

El resto de mi frase quedó ahogada cuando el motor rugió y el coche giró fuera de control por la curva, directo contra el tronco de un árbol enorme.

Chillé al volver a golpearme contra la puerta lateral después de que Kaspar enderezara el volante, cambiase de marcha y el motor soltara un quejido. La cabeza me latía a causa del impacto, pero no me atrevía a separar las manos del asiento. Volví a tragarme mis tripas.

—Alfa Romeo… Los dos —gruñó Kaspar mientras agitaba la cabeza para quitarse el pelo de los ojos.

—¿Eso es malo?

—Es malo.

—¿Cómo de malo?

—Muy malo. No podemos dejarlos atrás. Aunque supongo que podríamos seguir conduciendo hasta que se averiaran —bromeó fríamente.

Justo cuando acabó de hablar, a nuestras espaldas surgió un rugido todopoderoso. Miré por el retrovisor y me di cuenta de que uno de los coches se acercaba a toda prisa. Kaspar pisó el acelerador y aumentamos todavía más la velocidad, pero el coche que nos seguía hizo lo mismo y continuó recortando distancias.

—Sólo tenemos que llegar a los límites… —repitió. Redujo mínimamente la velocidad cuando tomamos una curva muy cerrada y luego proseguimos.

Pero aquella mínima reducción bastó. En un abrir y cerrar de ojos, el coche de detrás aceleró y se puso a nuestra altura. No me atreví a mirar en su dirección, pues el instinto me decía que me encontraría con la cruel sonrisa de Giles, el asesino.

—¡Ni se te ocurra! —bramó Kaspar cuando el coche de los asesinos intentó impactar contra nosotros—. ¡Nadie le hace un arañazo a mi chica!

Si hasta entonces había creído que íbamos rápido, aquello no era nada en comparación con la velocidad que adquirimos cuando el rugido de los motores me llenó los oídos. Cerré los ojos y comencé a suplicar por mi vida a todas las deidades que conocía. Sentí que el coche saltaba sobre la cima de una colina y que salía disparado cuesta abajo.

—Ya no estamos muy lejos… ya no estamos muy lejos —murmuró Kaspar con furiosa determinación. A continuación, frenó en seco y giró con brusquedad a la izquierda.

—Voy a morir, voy a morir… —gimoteé con los ojos aún cerrados a cal y canto.

—¡No, no vas a morir! —protestó Kaspar, y oí que reducía una marcha.

—¡Voy a morir, y no quiero morir!

—Ya estamos…

—Voy a morir, soy demasiado joven para morir, no puedo morir. ¡Aún no he estado en Disneylandia! —grité, histérica, sin apenas darme cuenta de que la velocidad del coche se había reducido considerablemente.

—Vi…

—¡Voy a morir!

—¡Nena! ¡Por última vez, no vas a morir! ¡Hemos llegado! ¡Se han ido! ¡No pueden atravesar los límites! —gritó por encima de mis sollozos. Detuvo el motor y golpeó el volante con ambas manos.

—¿Eh?

Abrí los ojos con precaución y comencé a aflojar la presión sobre el cuero de los asientos. En efecto, habíamos llegado: los focos del garaje resplandecían sobre la pintura de los coches y el consolador aullido del viento al pasar entre las colinas de Varnley retumbaba a lo lejos.

—Se han ido. Ya está —dijo Kaspar con lo que debió de pensar que era un tono de voz reconfortante.

—Oh, Dios —murmuré enterrando el rostro entre las manos, respirando hondo e intentando no hiperventilar—. Oh, Dios, creo que necesito una taza de té.