KASPAR
Se lanzó hacia el asiento libre más cercano del pulpo y se recostó sobre el falso cuero. A regañadientes, me uní a ella y me acerqué a la calidez de su piel, escondida bajo su abrigo. El coche se giró un poco en cuanto me senté. Me picaban los ojos por el constante resplandor de aquellas luces destellantes que tanto parecían gustarles a los humanos.
Sí, algo iba mal. En concreto, el hecho de que sabía que sólo me quedaban unas horas para poder tocarla, para sentir su piel radiante contra la mía, una sensación que me descubría ansiando con mayor intensidad a cada hora que pasaba…
Cuando me senté a su lado, comenzó a tratar de desabrocharse el botón de arriba del abrigo, y el esfuerzo hizo que se pusiera roja y que una gota de sudor le resbalara por el cuello. No era capaz, así que me di la vuelta y con una mano le desabroché los dos primeros botones. Le rocé el pecho, ahora un tanto descubierto, no precisamente por casualidad. Noté que se estremecía, a pesar del hecho de que acariciarle la piel era como poner la mano sobre una estufa caliente. Sentí que la cara le ardía, que se le acumulaba la sangre en las mejillas antes de que murmurara un «gracias».
Las sirenas ulularon, el suelo traqueteó y comenzó a moverse, y nuestro coche empezó a girar sobre sí mismo. La barra que nos protegía retembló bajo mis manos y, por instinto, le rodeé firmemente los delgados hombros con un brazo. Medio esperaba que se resistiera, pero no lo hizo. En lugar de eso, se acercó a mí y me permitió que la empujara hacia mi pecho. Se soltó de la barra sin dudarlo.
Con su cuerpo pegado al mío, sentí el calor de su piel sobre mis brazos desnudos… Aquel calor se estaba convirtiendo en algo casi familiar para mí. Era diferente al de los humanos que se convertían en mis víctimas, cuyo calor se iba desvaneciendo a medida que los dejaba secos. Pero cuando acercaba a Violet a mí, su calidez no hacía más que aumentar; cuando la tocaba no se ponía azul, sino roja, pues el rubor le teñía las mejillas.
Hacía meses que había decidido que la poseería, la satisfaría y la utilizaría a mi voluntad. «Soy un hombre de palabra. Y su sangre… ¡Ah, su sangre!» Era dulce, aunque no tanto como la que se servía en los bailes. Pero no la bebí por su sabor. Bebí de ella porque anhelaba su reacción. Quería oírla gimoteando suavemente bajo mi peso cuando le agujereara el cuello y las venas; quería ver su sangre serpenteando por sus hombros menudos, avanzando sobre sus pechos, tiñendo las cicatrices que Ilta le había dejado, que aún pugnaban por curarse. Bebí de su sangre porque, al contrario que cualquier otra criatura a la que hubiera hecho daño en mi vida, ella no gritaba nunca, ni siquiera cuando, maliciosamente, yo me proponía provocarle dolor.
Aquella terquedad siempre me había intrigado, su inquebrantable y perseverante fe en lo que pensaba que era moral y recto…
«Él no impedirá que la toque. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Separándonos?»
La sonrisa de sus labios estaba comenzando a convertirse en una risita. Me rodeó la cintura con los brazos y me apretó con fuerza cuando el vértigo la invadió. Sus carcajadas histéricas eran contagiosas. Yo también sonreí, a pesar de lo mucho que odiaba la música alta y las luces destellantes.
No podría haber previsto lo que sucedió a continuación. En un intento por atraerla hacia mí un poquito más, debí de rozarle un costado con la mano, porque dio un respingo y el movimiento giratorio de la atracción hizo que apoyara la cabeza sobre mi hombro y dejara a la vista su garganta carnosa y una única vena morada y palpitante.
Se me pusieron los ojos rojos y abrí la boca con un gruñido suave para liberar mis colmillos afilados. Su olor me inundó las cavidades nasales y mi mente comenzó a girar como la atracción. «Lo que daría sólo por probar una única e inocente gota de su sangre…»
Acerqué la boca a su cuello desnudo y tan sólo pensar en su sangre calmó el ardor de mi garganta. No estaba a más de dos centímetros de su cuello cuando mi voz, callada desde hacía muchos días, me interrumpió con brusquedad.
«No».
Su corazón latió, y yo desaparecí.