VIOLET
—¿Los vampiros cogen el metro? ¿En serio?
—Baja la voz —siseó Cain al tiempo que me empujaba hacia la ventanilla. Intenté señalarle que podíamos utilizar las máquinas, pero no quiso hacerme caso. Cuando nos acercamos, nos enfrentamos a la mirada acusadora de una mujer, que, por experiencia, sabía que se estaba preguntando por qué no sacábamos los billetes de una máquina.
—Hola. —Cain se dio la vuelta y, en silencio, empezó a contarnos a todos para luego darle vueltas al tipo de billete que nos convenía—. ¿Podría darnos tarjetas para todo el día para la zona uno? Siete adultos y un menor.
La mujer le lanzó una mirada cínica a través del cristal.
—¿Quién es el menor?
Cain se quedó perplejo durante un instante.
—Yo.
Miré a Cain de soslayo. Tenía dieciséis años y debería pagar la tarifa de adulto. «¿Es un príncipe vampiro millonario y de verdad va a intentar ahorrarse un par de libras en el metro?»
—El carnet, por favor —pidió la mujer a través del micrófono.
Fruncí el entrecejo. No conocía a muchos muchachos de dieciséis años que fueran por ahí con el carnet de identidad, pero, claro está, Cain se sacó la cartera de un bolsillo de los vaqueros, la abrió, y sacó un carnet con una fecha de nacimiento falsa en la esquina superior. La mujer no perdió el tiempo, cogió el dinero de Cain e imprimió los billetes.
—Idiota —rio Cain entre dientes mientras el torno se tragaba su billete.
Tras cederle el paso a una ejecutiva con prisas, lo seguí.
—¿Tienes un carnet falso que te quita años? —le pregunté un tanto sorprendida mientras bajábamos por la escalera mecánica. Nos quedamos pegados a la derecha para permitir que los pasajeros con prisa pasaran por la izquierda.
Esbozó una sonrisa arrogante.
—No sólo me quita años.
Le dio la vuelta al carnet y allí, en la parte trasera, había otra identificación que proclamaba que tenía dieciocho años.
Sacudí la cabeza, maravillada por lo que podía comprar el dinero. En seguida sentí una ráfaga de aire frío. Un segundo después un convoy emergió del túnel oscuro. Tiré de Cain y, casi forcejeando a codazos con un hombre, atravesamos las puertas abiertas confiando en que los demás se las apañaran por sí mismos.
El vagón se fue llenando y ambos acabamos empotrados contra una papelera. En cuestión de segundos, no quedó ni un solo hueco y el traqueteo de las ruedas lo silenció todo, excepto los graves de algún desconsiderado que se negaba a bajar el volumen de su música.
—Tía, es como estar en una cena de cien platos.
Cain tenía el rostro ligeramente contraído y se mordía el labio inferior, justo como hacía Kaspar cuando trataba de resistir la tentación. Puse cara de desaprobación y me acerqué más a él. Para entonces el metro ya estaba acelerando y, al haber perdido la práctica de cogerlo, perdí el equilibrio y casi me estampo contra Cathy, la amiga de Lyla.
—No pasa nada —susurré—. Oxford Circus está a solo tres paradas.
—Supongo —contestó Cain.
Era evidente que estaba intentando controlarse. No dijo ni una sola palabra más hasta dos paradas después, justo cuando salimos al andén de la parada de la calle Warren.
Un minuto o dos más tarde, nos detuvimos y, agarrando a Cain por la muñeca, tiré de él hasta el andén de Oxford Circus. Zarandeados por cientos de trabajadores y turistas acelerados, nos encaminamos hacia la escalera mecánica. En aquella ocasión subimos por la izquierda. Lo hice pasar por el torno detrás de mí, antes de que pudiera sacar su propio billete del bolsillo, cosa que me costó una mirada de desaprobación del vigilante. Divisé un hueco en la pared y me dirigí hacia él.
—Necesitas cazar, ¿no es así?
A lo lejos, distinguí a Fabian y a los demás avanzando hacia nosotros mientras trataban de esquivar a la gente que se movía en dirección contraria y, de repente, tuve una idea.
Cain asintió débilmente.
—Nunca había estado en una aglomeración así.
Cuando Fabian llegó a nuestra altura, lo agarré.
—¿Hay algún lugar discreto por aquí al que podáis ir a… ir a… ya sabes? —Señalé a Cain con la cabeza—. A cazar —terminé en voz muy baja.
Fabian asintió, negándose a mirarme a los ojos. Tuve la sensación de que el alma no se me caía a los pies, sino mucho más abajo: ahora ni siquiera podía mirarme a la cara.
—Entonces id vosotros, chicos, y nosotras, las chicas, vamos a arrasar las tiendas. —Hice una mueca. «Hablando de sacrificios…»
Fabian estuvo de acuerdo y comenzó a andar, pero Cain se rezagó y sacó algo de su cartera.
—Toma, necesitarás esto.
Observé el pequeño rectángulo de plástico que sujetaba en la mano. Arqueé una ceja.
—¿Eso es tuyo?
Intentó esbozar una sonrisa.
—No. Se la cogí prestada a cierta persona hace un tiempo.
Y de repente lo entendí.
—¿Puedo pasarme del límite? —le pregunté con una sonrisa cómplice en los labios.
—Puedes intentarlo. Pero su cuenta es casi infinita —respondió Cain. Dando un paso al frente, me susurró el número PIN al oído—. Vuélvete loca. —Me guiñó un ojo y echó a andar en pos de los otros.
Yo seguí a Lyla y a Cathy hacia el exterior de la estación. Me enfrentaba a un día «libre de Kaspar», libre de sus trucos mentales e inevitable atracción. Era tan liberador que, en cuanto me di cuenta de que se había marchado, se me levantaron los ánimos. Fuera lo que fuese lo que me estaba haciendo, fuera cual fuese el sentimiento que me estaba provocando… no me gustaba y era frustrantemente difícil plantarle cara.
Al salir a las calles atestadas de Londres, inhalé el familiar hedor de los tubos de escape y las comidas exóticas de todos los países imaginables. A mi alrededor la gente hablaba con distintos acentos y en lenguas diferentes, y aquello era como música para mis oídos. Llevaba demasiado tiempo rodeada de gente con acento pijo.
Me puse eufórica, me sentía como en una nube. «Estoy en casa».
Cain y Declan se unieron a nosotras a la salida de Harrods, donde Lyla y Cathy habían pasado horas. Yo había matado el tiempo haciendo donaciones a todas y cada una de las organizaciones benéficas a las que apoyaban aquellos grandes almacenes, siempre usando la tarjeta de Kaspar. Al principio me llenó de satisfacción, pero la excitación de la venganza se desvaneció rápidamente y comencé a sentirme mal… aunque me hubiese besado.
Un rugido de mi estómago les ahorró a los dos chicos tener que ver todas y cada una de las compras de Lyla.
—¿Qué coño ha sido eso?
Me sonrojé.
—Eso ha sido mi estómago. Tengo hambre.
Cain adoptó una expresión extraña.
—¿Los estómagos de los humanos rugen cuando tienen hambre? ¡Vaya! Eso no nos lo han enseñado nunca en Vampiros. ¿Y qué quieres comer? Porque nosotros estamos un poco llenos, no sé si sabes lo que te quiero decir… —Me guiñó un ojo y esbozó una gran sonrisa.
Reflexioné durante un instante y en seguida lo supe:
—Me muero por unas patatas fritas.
Unos minutos después estaba abriendo un cucurucho de papel de periódico grasiento. El delicioso olor de la sal y el vinagre me inundó la nariz. Cuando salí del establecimiento de comida para llevar, seguía percibiendo el tufo de la grasa que se quemaba en las freidoras y del pescado rebozado. Mientras esperaba a los demás, le di un mordisco a una patata gorda, crujiente y extremadamente caliente.
«Vaya, esto es mejor que los sándwiches de queso».
Tratando de no quemarme la boca, mastiqué la patata, pero no lo conseguí e hice una mueca de dolor cuando, al tragármela, me abrasó la garganta. Cain salió a la calle seguido de cerca por Fabian. Ambos llevaban raciones enormes.
—Estabais llenos, ¿eh? —Sonreí cuando vi salir al resto de los chicos también con cantidades exageradas de comida. Parecía, sin embargo, que Lyla y Cathy habían decidido boicotear las grasas, cada una con una botella de una coca-cola light en la mano y nada de comida—. ¿Adónde queréis ir? Porque yo no puedo comer de pie.
Cain se encogió de hombros.
—¿Al Embankment?
Asentí. Eché a andar tras Cain, un tanto distraída, y no me percaté de que Fabian comenzaba a caminar a mi altura.
—¿Puedo hablar contigo? ¿En privado? —me dijo. Cain se dio la vuelta y nos miró primero al uno y luego al otro.
—Eh… claro —contesté dubitativa mientras le rogaba a Cain con la mirada que se opusiera.
Pero el joven me lanzó una última mirada de disculpa antes de alejarse, seguido de cerca por los otros cinco. Cuando Lyla pasó ante nosotros, me miró furibunda, con los brazos cruzados sobre el pecho, a la defensiva.
De repente, el suelo empezó a resultarme muy interesante, así que me escondí bajo mi pelo, rezando para que Fabian no viera el intenso rubor que me teñía las mejillas. Mientras esquivaba una grieta del suelo, Fabian me preguntó:
—¿Qué ha pasado antes?
Su voz sonaba extrañamente calmada y controlada, como si apenas pudiera contener el mal genio… Un estado en el que sospechaba que nunca lo había visto de verdad.
—¿Antes?
—Con Kaspar.
Suspiré. Debería haberlo sabido. Claro que Fabian querría saber por qué tenía sangre de Kaspar en los labios y por qué había desaparecido, aunque ni siquiera yo misma tenía la respuesta. «Porque odia el metro, no te jode…»
—Nada —contesté, pero sabía que mi estratagema no duraría mucho.
Dio un paso al frente y se acercó a mí, en actitud dominante. Y en aquella calle estrecha, rodeada de edificios altos, con el grave zumbido del tráfico a sólo unas manzanas de distancia, y con los insulsos cielos grises cerniéndose sobre mí, me sentí extremadamente pequeña. Extremadamente insignificante.
—Cuéntamelo, Violet.
—Hemos parado en ese sitio y Kaspar parecía distraído, y de repente me ha arrastrado hacia él, y… y hemos hablado, y entonces… —Me quedé callada.
—Sigue.
—Se ha cortado el labio y yo como que, bueno, nos… nos hemos besado —proseguí, sorprendida de lo ansiosa que estaba por contárselo a alguien, a cualquiera. Bajé la mirada, porque sabía que no podría soportar ver su expresión en ese momento—. Pero sólo ha durado un segundo, y después ha desaparecido.
Un susurro tenso cortó el silencio que se hizo.
—¿Por qué?
—No lo sé… es que su sangre… me volvía loca, y no podía pararlo. —Le eché un vistazo y me di cuenta de que él también tenía la mirada clavada en el suelo—. ¿Qué me ha pasado, Fabian? ¡Yo no quería eso!
«Mentiras», susurró mi voz.
—No lo sé. Pero… dime la verdad, ¿sientes algo cuando hago esto?
—¿Cuando haces qué?
Dio un paso en dirección a mí y me levantó la barbilla.
—Esto.
Cuando posó sus labios sobre los míos, todo lo prohibido, lo malo y lo inmoral volvió a desbordarse en mi interior. Y no era más que yo deseando que no fuesen los labios de Fabian los que estaban sobre los míos, sino los de Kaspar.
Cuando mi boca se movió al ritmo de la suya por decisión propia, sentí una oleada desbordante de amor, anhelo y necesidad, y sobre todo felicidad. Sin embargo… no fue exactamente lo mismo.
Sabía que cuando nos separáramos, todo habría acabado y que volvería a pensar en él como en nada más que un amigo. Y sabía que le estaba haciendo daño al permitir que me besara. Aun así, le rodeé el cuello con las manos, sin soltar la bolsa de patatas, y le obligué a bajar la cabeza para estar más cerca de mí. De pronto, se apartó y vi que en sus ojos brillaba la esperanza.
—¿Has sentido algo?
—Sí. Pero… —Oí que se le aceleraba la respiración—. Lo siento, pero sólo sucede cuando te beso. Yo no… No es… Lo siento, Fabian, pero nunca he pensado en ti, y nunca lo haré, como en algo más que un amigo, y no sé por qué, porque eres genial y me tratas muy bien…
«Al contrario que Kaspar», aportó mi voz.
—Es sólo que no te amo. Lo siento… No sé qué pasa cuando te beso.
Cerró los ojos.
—Experimentas lo mismo que cualquier humano cuando besa a un vampiro. Es el modo en que seducimos a nuestra presa… a veces. Y no, no es amor —me explicó. Impasiblemente. Desapasionadamente. Pero por debajo aprecié el tono tenso de su voz, la verdadera magnitud de su dolor.
—Y no es en lo que debería basarse una relación.
Al instante, me arrepentí de lo que había dicho. La expresión de Fabian pasó de impenetrable a rabiosa en cuestión de segundos.
—¿Y lo que Kaspar y tú tenéis es…? ¿Debería basarse una relación en la lujuria, la sangre y el deseo? ¡¿Es eso lo que quieres, Violet?! —vociferó, acercándose aún más a mí.
—¿Quién ha dicho algo de una relación?
—Nadie. Nada. ¡Nada excepto tu forma de actuar!
—Yo no quiero una relación. ¡Ni con un vampiro ni con nadie! Ya estoy harta de hombres. Mi último novio me puso los cuernos, ¿te acuerdas? —grité con la respiración agitada, gesticulando con las manos cerradas en un puño, zarandeando la bolsa de patatas.
—¡No me mientas! Lo deseas y lo sabes. —Entornó los ojos—. Pero escúchame, Violet: cuando te rompa el corazón, no acudas corriendo a mí, porque no tendré un corazón de repuesto. Recuérdalo.
A continuación, se dio la vuelta y se fue, sin dejar atrás más que el viento estremecido.
—No dejaré que me rompan el corazón, imbécil —murmuré a sus espaldas.
Me apoyé contra la verja de una casa cercana que estaba dividida en pisos, y traté de calmarme. Al cabo de unas cuantas respiraciones profundas, me invadió el pánico.
«¿Por qué coño prefiero a Kaspar si es un gilipollas, hablando claramente? Vale, un gilipollas que tiene sus momentos, pero un gilipollas cruel en cualquier caso».
«Lo prefieres porque, como acabas de decir, no lo has besado sólo porque te ha seducido, ¿no es así, Violet? —indagó mi voz con su habitual tono burlón—. Escucha a tu corazón. ¿Cuál es el primer nombre que te viene a la cabeza?»
Suspiré.
—Kaspar.
Mi voz se echó a reír.
«Entonces has tomado la decisión correcta».
Cerré los ojos. Me sentía estúpida por buscar consuelo en una voz que tenía en la cabeza. Aun así, sabía que esa voz tenía razón. Porque sabía que sentía algo por él, a pesar de lo que era, y a pesar de los abusos que había tenido que soportar de todos ellos.
Era un resumen superficial, pero me pregunté cómo había podido terminar rechazando al chico bueno y sintiéndome cada vez más atraída por un príncipe gilipollas. Que me había secuestrado. «Mi vida es el cliché de una historia de mierda».
Me aparté de la verja y seguí los pasos de Fabian.
Me recosté contra el respaldo del banco y me metí las manos grasientas en los bolsillos. Me había terminado las patatas y estaba impaciente porque los demás hicieran lo mismo. Cain, sentado a mi lado, hacía mucho rato que se había callado, así que me dediqué a mirar a los artistas callejeros que había por el parque.
Algo que había a lo lejos me llamó la atención. Tres chicos que llevaban sudaderas abiertas con capucha y vaqueros holgados —sujetos por unos cinturones que saltaba a la vista que no servían de nada— caminaban sin prisa por la acera vociferando palabrotas y riéndose a carcajadas del mimo que tenían más cerca. Con sus capuchas sobre los flequillos irregulares y sus camisetas ajustadas y cuellos alzados, fueron acercándose con sus andares arrogantes. Sólo cuando uno de ellos levantó la cabeza y miró en nuestra dirección (bueno, en la de Lyla), los reconocí.
«Joel y sus amigos».
—¡Mierda! —exclamé, dominada por el pánico.
Cain se volvió hacia mí con una expresión inquisitiva antes de seguir mi mirada y fijarse en los tres chicos, que cada vez estaban más cerca. No apartaban la vista de mí, pero con lo tontos que eran, no creía que me hubieran reconocido.
—¿Qué? —se alteró Cain, que volvió la cabeza primero hacia ellos y luego hacia mí.
Con los ojos como platos, me volví y le dije:
—¡Los conozco!
Él también abrió los ojos como platos y palideció.
—¡Joder!
Asentí frenéticamente. Cuando el trío pasó por detrás de un grupo de turistas, me levanté de un salto con la intención de echar a correr como una loca. Pero antes de que pudiera dar ni un solo paso, tiraron de mí hasta hacerme sentar sobre la madera fría.
—¿Adónde te crees que vas? —siseó Cain con una voz que se pareció asombrosamente a la de su hermano.
—¡Me largo de aquí! ¡Me reconocerán!
—¡No puedes!
—¡Claro que sí!
—Entonces voy contigo —decidió, y se puso en pie cuando hice ademán de moverme.
Lo empujé para que volviera a sentarse en el banco y le respondí demasiado de prisa:
—¡No! Es decir, no pasará nada, no me escaparé.
Apresuradamente, miré hacia los tres chicos y vi que seguían observándome. Poco a poco, iban abriéndose camino entre la multitud. Sabía que si me veían de cerca me reconocerían de inmediato.
Cain escrutó la muchedumbre que se iba abriendo como un halcón evaluando sus presas, antes de ceder:
—Vale, vale, pero, por favor, no te escapes. Kaspar me matará. Solucionaremos esto, ¡vete!
No hizo falta que me lo repitiera. Me interné en una calle lateral y me mezclé entre la multitud mientras sentía que las lágrimas me humedecían las mejillas. No sabía hacia dónde iba, ni siquiera dónde estaba. Sólo sabía que tenía que seguir corriendo.
Choqué contra alguien que se interponía en mi camino y oí gruñidos contrariados a mi espalda, seguidos de unas cuantas palabrotas vociferadas. Miré atrás y vi a un hombre que llevaba un traje caro agitando el puño en mi dirección. Su maletín estaba en el suelo y un montón de papeles desparramados por la acera.
Nuevos sollozos me obstruyeron la garganta y las lágrimas volvieron a desbordarse de mis ojos. «¿Joel? ¿Por qué ahora? No es precisamente lo que necesito».
Sin dejar de correr, me dirigí hacia el único lugar en el que podía buscar cobijo por allí: Hamleys. La famosa juguetería de seis pisos y un sótano. «Cutre pero cierto». Las estanterías y más estanterías de juguetes me traerían recuerdos felices de la infancia… y recuerdos felices era justo lo que necesitaba.
Escaleras mecánicas arriba, pasé a toda prisa ante niños chillones y padres con aspecto de fastidio a los que arrastraban hacia juguetes con aspecto de caros. Di un traspié al final de la que me pareció ser la enésima escalera mecánica y me encontré contemplando una habitación llena de trenes de juguete.
Me escondí detrás de una estantería y me apoyé en un montón de cajas de camiones que parecía estable. Respiré hondo varias veces.
La aparición de Joel me había pillado desprevenida. Eso estaba claro. Y ese tenía que ser el motivo por el que tenía la sensación de que un cepo me había atrapado el corazón, ¿no? Porque había superado lo de Joel. «Lo he superado». Esa tenía que ser la razón por la que, con cada débil latido, tenía la impresión de que el cepo que me rodeaba el corazón se constreñía cada vez más y restringía el paso de un fluido esencial… la sangre.
De repente, algo frío se apretó contra mi espalda.
—Voy a chuparte la sangre —murmuró una voz junto a mi cuello, y me estremecí.
—¡No hagas eso! —exclamé cuando unos colmillos de plástico me presionaron el cuello y unos brazos vestidos con una tela oscura me rodearon los hombros—. ¡Kaspar! ¡Apártate!
—No —contestó arrimando más el pecho a mi espalda—. Me gusta bastante estar aquí.
Me revolví un poco para intentar quitarme sus brazos de encima.
—Al menos deja de babearme todo el cuello, y sácate esos estúpidos colmillos falsos. ¡Los tuyos son de verdad, por el amor de Dios!
—Baja la voz, van a oírte —masculló con tono de alarma. Pero aun así se los quitó y se los colocó en la palma de la mano. Los estudió y dio unos golpecitos a los redondeados y exageradamente grandes incisivos con la otra mano…, la que tenía sobre mi pecho—. Estúpidos humanos. No podríamos comer con unos colmillos de este tamaño.
—Estás celoso porque los tuyos son pequeñitos y enclenques.
Se guardó la dentadura falsa en el bolsillo y me clavó los dedos en los costados. Di un bote, sobresaltada, y me acerqué todavía más a él.
—No es necesario que muestres tanto entusiasmo, Nena —dijo entre risas al tiempo que me apartaba unos cuantos centímetros.
Me puse como un tomate.
—Pero…
—Y tenemos los colmillos pequeños para que no los vea nadie.
Su tono cambió cuando volvió a atraerme hacia sí. Bajó la cabeza y su pelo me hizo cosquillas en las mejillas; sus labios me rozaron la oreja. Un escalofrío involuntario me recorrió la columna vertebral y le di gracias al cielo porque estuviéramos ocultos tras un montón de estanterías… El movimiento de Kaspar sería considerado pornográfico en una tienda de juguetes.
—¿Vas a decirme qué te pasa, Nena, o tengo que sacártelo por la fuerza, como de costumbre?
Suspiré.
—No me pasa nada.
—No me mientas, Violet.
—No te…
Se separó de mí, apartando de mi pecho los brazos fríos, y me agarró de la mano. Me guio hacia un lugar más retirado de la tienda, y me sonrojé cuando unas madres de labios fruncidos nos lanzaron miradas amenazadoras, pues obviamente pensaban que estábamos siendo demasiado «íntimos» para sus hijos.
«Te encanta», se burló mi voz.
«Por supuesto», murmuré en mi mente.
Se detuvo en un rincón sombrío protegido por filas de cajas de «Fabrica tu propio avión». Se dio la vuelta y puso una mano junto a mi cabeza mientras con la otra me acariciaba la mejilla.
—Has estado llorando, Nena. Ahora cuéntamelo. ¿Qué te pasa?
El cepo se endureció, pero por algún motivo no me sentí como si me estuviera extrayendo del corazón hasta el último hálito de vida. Las caricias de Kaspar mientras me secaba una lágrima de la mejilla resultaban tranquilizadoras. Aun así, bajé la mirada al suelo.
—He visto a Jo… Joel —dije con la voz ahogada. Contuve las lágrimas y levanté lentamente la cabeza, sólo para ver que los ojos se le tornaban negros.
—Ah.
Hice un gesto de afirmación con la cabeza, callada, mordiéndome el labio.
—Estaba en el parque del Embankment, y los demás están allí, y yo creía que lo había superado, Kaspar. Creía que había pasado página, pero no es así, ni de lejos.
Me escocían los ojos. Lo observé mientras sus iris recuperaban su color verde esmeralda habitual, quizá un poco más luminoso, menos intenso.
De pronto me agarró por los brazos.
—¿Te ha visto? Violet, ¿te ha visto? —exigió saber sin dejar de mirar alternativamente hacia la escalera mecánica y hacia mí.
—No… no lo sé.
—¿Qué aspecto tiene?
Fruncí el entrecejo, ligeramente indignada. «¿Es en lo único que puede pensar?» Pero no estaba acostumbrada a esa nota de pánico en su voz, así que contesté:
—Pelo rubio oscuro, ojos castaños, alrededor de un metro ochenta.
—Entonces agáchate.
Antes de que me diera cuenta, los dos estábamos en el suelo, yo cuan larga era sobre la moqueta.
—¿Qué demonios haces? —siseé.
Pero él se acercó a mí de rodillas y me tapó la boca con una de sus manos. Se llevó la otra a la boca y se colocó un dedo delante de los labios.
—Está aquí —dijo con voz muy baja.
Abrí los ojos como platos. Iba a abrir la boca, pero Kaspar sacudió la cabeza para señalar en dirección a la escalera mecánica. Me cogió de la mano y me arrastró tras él. Tratando de pasar desapercibidos y caminando a toda prisa entre las estanterías, consiguió que nos acercáramos a la escalera y, en última instancia, a nuestra huida. Pero por mucho que despreciara a Joel por lo que me había hecho, por cómo me había herido, no pude evitar estirar el cuello tratando desesperadamente de vislumbrar, aunque fuera de lejos, al chico al que había amado durante dos años. Sólo para confirmar que era real… que estaba allí.
Pero aun así, en el fondo sabía que si él me veía, sería el fin. Mi antigua vida y la nueva chocarían violentamente la una contra la otra.
Kaspar se detuvo y escuchó con atención. ¿Cómo podía oír algo con el ruido de aquellos cascabeles tan cursis que atronaban a través de los altavoces y con los gritos de los niños? No tenía ni idea. Apuntó detrás de mí, a través de la estantería, y masculló algo.
—¿Qué? —le pregunté en voz baja.
—¡Está justo ahí! —repitió un poco más alto.
—¿Cómo que justo ahí?
—¡Justo, justo ahí!
—¿Qué vamos a…?
Antes de que pudiera terminar la frase, se había lanzado hacia mí, me había tapado la boca con la mano y me había tirado al suelo. Sin embargo, debió de calcular mal las distancias, porque aterrizó justo encima de mí. Gruñí ruidosamente al sentir que todos y cada uno de los huesos de mi cuerpo parecían quedar reducidos a una masa informe. Luchó conmigo durante un instante, mientras yo intentaba quitármelo de encima y él silenciarme.
—Chis… ¡Chis!
Entonces se quedó paralizado.
—¡Kaspar! ¿Qué estás…?
—¿Violet?
Yo también me quedé paralizada. Mirando por encima del hombro de Kaspar vi a la única persona que realmente no quería que me viera mientras tenía a un vampiro a horcajadas sobre mí en medio de una juguetería.
—¿Joel?
Joel estaba allí parado, con la boca abierta y la mirada clavada en mí… O, mejor dicho, en Kaspar, que estaba encima de mí.
—Esto… eh… ¡No es lo que parece!
—¡Son ellos, justo aquí! ¡Esos dos! ¡En el suelo!
—Bien, ¿y qué le parece que es entonces, señorita? —preguntó una voz extraña.
Kaspar me miró desde arriba con una cara que quería decir «estamos de mierda hasta el cuello», una expresión que yo también compartía. Atisbando tímidamente por encima de su hombro, vi a un hombre uniformado con una camisa que decía HAMLEYS y una placa brillante sobre el bolsillo del pecho que decía ENCARGADO. A su lado estaba una de las madres de los labios fruncidos, la de la nariz respingona.
—¡No doy crédito ante este comportamiento! ¡Delante de los niños! ¡Es escandaloso! ¡Deberían echarles!
Me moría de vergüenza. Joel estaba allí, y ahora además nos habíamos metido en un lío con el encargado. «Maravilloso, simplemente maravilloso».
—Sí, sí, tiene razón, ¿señora…? —comenzó el encargado.
—Charles-Pomphrey.
—Sí. ¡Fuera! ¡Los dos! ¡Y no volváis! Y tú también, jovencito —dijo volviéndose hacia Joel—. Los jóvenes de hoy en día, de verdad, señora…, no he visto cosa igual en todo el tiempo que llevo aquí.
Kaspar cerró los ojos y se relajó ligeramente sobre mí. Murmuró algo inaudible antes de levantarse muy lentamente, como si le costara un gran esfuerzo, y ofrecerme una mano. La acepté agradecida y me levanté con rapidez gracias a su fuerte presión. Abrí la boca para quejarme al encargado, pero Kaspar me cogió por el codo y me condujo hacia el exterior. Joel iba pegado a nuestros talones, aún perplejo.
Cuando pasamos ante el encargado, creí oír que Kaspar mascullaba una disculpa al pasarle un papel que se parecía sospechosamente a un billete de cincuenta libras.
Llegamos a la entrada y el aire gélido me puso la piel de los brazos de gallina. Las nubes por fin se habían disipado para dejar paso a un sol brillante, ya bajo en el cielo a primera hora de la tarde. Deslumbrada por la luz, no vi que Joel se ponía delante de nosotros, pero Kaspar sí.
Me rodeó la cintura con un brazo y me atrajo hacia él mientras gruñía en voz baja:
—¿Qué cojones quieres?
—¿Y quién eres tú? ¿Y qué estás haciendo con mi chica?
Fruncí el entrecejo.
—¡Yo no soy tu chica!
Joel desvió la mirada hacia mí antes de volver a encararse con Kaspar, que me empujó ligeramente para que me pusiera detrás de él.
—Venga, nena… sabes que lo siento. Y sé que no te secuestraron aquella noche, Vi. Sé que huiste porque te puse los cuernos. Pero eso ya se ha acabado.
Estiró una mano para que yo se la cogiera y, percibiendo el riesgo, Kaspar me agarró el brazo y apretó con tanta fuerza que se me cortó la circulación.
No tendría que haberse preocupado. «¿Pensó que me había escapado porque me había puesto los cuernos?» Aquella presuposición tan egoísta hizo que me dominara la ira. Lo odiaba, pero aun así mirarlo resultaba agridulce: sus ojos todavía hacían que se me encogiera el corazón. Necesité mucho autocontrol para no sacarlo de su error y gritar sin más la verdad sobre los vampiros.
—¡No! ¡No voy a ningún lado contigo! Y por última vez, ¡no soy tu chica!
Se produjo un silencio, e incluso la calle pareció detenerse. Los transeúntes no se molestaron en ocultar la sorpresa ante mi estallido.
—¿Que… qué? ¿Qué quieres decir… no vas a ningún lado? ¿Quieres decir que prefieres quedarte con él? —Apuntó con el pulgar a Kaspar y bajó la mirada hacia el brazo con el que el vampiro me rodeaba la cintura para intentar alejarme de allí. Su rostro reflejó que por fin lo había entendido—. ¿Estáis… juntos?
Me quedé boquiabierta y, horrorizada, me liberé con brusquedad de Kaspar.
—¡No! No somos nada. O sea…, ¿él y yo? No. —Solté una risita de niña tonta y me puse tan roja como un tomate. Kaspar me pasó un brazo por los hombros y me miró inquisitivamente.
—¡Sí, claro que sí!
De nuevo, me quedé boquiabierta. Resoplé, medio riendo medio asfixiándome.
—¡No, está muy claro que no estamos juntos!
Me libré de su brazo y le lancé una mirada enfurecida. Volvió a achucharme.
—¡Sí, claro que sí!
Me lo quité de encima.
—No, no lo estamos. Y se acabó.
Me pareció oír a Kaspar decir en voz baja la palabra «idiota» cuando me volví hacia Joel, cuya mirada nos seguía como si estuviera presenciando un partido de tenis, con una ceja arqueada.
—Bueno, pues si no estás con él, entonces ven y vuelve conmigo.
Estiró la mano, me agarró del brazo y tiró de mí para situarme a su lado. Como no me lo esperaba, me tropecé con mis propios pies y, tambaleándome, cerré los ojos a la espera de golpearme la nariz contra el suelo en cualquier momento. Sin embargo, el impacto no llegó a producirse.
En vez de eso, un brazo gélido se había enredado en torno a mi estómago y me mantenía, prácticamente en el aire, balanceándome. Al darme la vuelta, me di cuenta de que Kaspar era mi salvador. Volvió a dejarme en el suelo sobre mis pies y después se volvió hacia Joel, que estaba palideciendo a un ritmo vertiginoso. Sin siquiera mirarlo, supe que los ojos de Kaspar se habían oscurecido. Rugió, un sonido que reservaba para las ocasiones en que estaba enfadado de verdad:
—Deberías aprender a tratar a tus «chicas», Joel. Especialmente a una chica tan decente como Violet. O mejor aún, ya te enseñaré yo.
Joel, obviamente asustado, intentó conservar algo de su bravuconería.
—¿Ah, sí? ¿Y si me enseñas ahora mismo?
Levantó los puños, preparado para pelear. Kaspar dio un paso al frente, aceptando el desafío.
—¡Tú primero!
Me di cuenta de que la gente caminaba más despacio, de que se paraba para ver el comienzo de la pelea cuando Joel se dispuso a lanzar un puñetazo. Consciente de que no tendría ni una sola oportunidad contra Kaspar, intervine y me interpuse entre ellos. En seguida me encontré con que un puño volaba a toda prisa hacia mí, pero levanté una mano y lo bloqueé, apartándole el brazo a Joel. Lo agarré por la muñeca y se la retorcí hasta inmovilizársela. Hizo una mueca de dolor y comenzó a agacharse.
—¡Esto es por ponerme los cuernos la primera vez!
Levanté la otra mano y le di un puñetazo en la nariz. No se la rompí, pero aun así le hice sangrar.
—¡Esto es por ponerme los cuernos la segunda vez!
Echó la cabeza hacia atrás y gruñó, de modo que, muy convenientemente, dejó expuesta cierta área muy sensible.
—¡Y esto —dije al tiempo que levantaba la rodilla— es por meterte con Kaspar!
Rápidamente, y sin sentir ni siquiera el más mínimo remordimiento, le di un rodillazo en los huevos.
El efecto fue inmediato. Se dobló sobre sí mismo y se agarró la entrepierna, cayó de rodillas gritando de dolor mientras la sangre le salía a chorros de la nariz enrojecida. Los transeúntes seguían mirándonos con distintos grados de desaprobación y asco, unos cuantos sonriendo… Algunos incluso aplaudiendo.
Con una sonrisita de complacencia en la cara, agarré a Kaspar de la mano y, sacudiendo la melena muy teatralmente, eché a andar con decisión, pero no antes de decir una última cosa.
Observé al patético muchacho que gemía a mis pies y me sentí invadida por una abrumadora sensación de satisfacción. Me agaché para ponerme a su nivel y sonreí triunfalmente.
—¿Sabes qué, Joel? Lo he superado por completo.
Y, sin más, nos marchamos.
Guie a Kaspar por un laberinto de calles secundarias, ansiosa por alejarme de las principales por si acaso Joel llamaba a la policía… Tampoco era muy probable que la policía fuera a atrapar a una panda de vampiros, ni que fuese a tragarse la historia de Joel.
—¡No puedo creerme lo que acabamos de hacer! —exclamé cuando estuvimos bien lejos.
Kaspar esbozó aquella media sonrisa arrogante que tanto me gustaba y me permitió arrastrarlo por las calles mientras yo soltaba risitas de niña pequeña.
—Recuérdame que no te cabree nunca. Quiero tener hijos.
Mis carcajadas se convirtieron en una sonrisa diabólica.
—Entonces será mejor que tengas cuidado —le advertí con un guiño.
—De todas formas, ¿dónde has aprendido todo eso? No pareces de ese tipo de chicas.
Me recorrió con la mirada de arriba abajo y me sonrojé.
—Mi padre me enseñó unos cuantos movimientos… inútiles contra los vampiros, claro está, pero bastante buenos para los humanos.
Su expresión se ensombreció un poco cuando mencioné a mi padre, los ojos se le apagaron.
—Ah.
Nos quedamos callados durante un segundo, y deseosa de evitar los silencios incómodos, retomé la palabra.
—¡Qué bien me ha sentado! ¡Nunca había hecho algo así! ¡Y nos han echado de Hamleys!
Se echó a reír y farfulló algo que sonó como «¡Ay, diablilla!».
—¡Eh! —Le di un pellizco en el brazo, pero él se limitó a encogerse de hombros—. Nunca me habían echado de ningún sitio hasta hoy. Excepto de una pizzería una vez por hablar demasiado alto.
Sonreí ante aquel recuerdo; a la edad de más o menos trece años, un grupo de amigos y yo nos habíamos zampado cuatro pizzas y habíamos acabado con todas las existencias de bebidas gaseosas del local… Aquello provocó que nos pusiéramos ridículamente hiperactivos.
Kaspar me apretó un poco la mano con la que lo arrastraba para reducir un poco mi ansiedad.
—Bueno, será mejor que te acostumbres si pretendes quedarte con nosotros. No tenemos precisamente reputación de buenos.
Arqueé una ceja.
—¿Y quién ha dicho que yo sea buena? Y además, nunca he dicho que vaya a quedarme con vosotros.
Le eché una ojeada y vi que estaba cabeceando, pensativo. Me sentí culpable y le solté la mano para apartarme un poco.
—Kaspar, ¿por qué has dicho que teníamos, ya sabes, un «asunto»?
Se encogió de hombros.
—Para ponerlo nervioso. Ha funcionado, ¿no?
—Supongo —murmuré—. No crees que vaya a decirle a la policía que estoy en Londres, ¿verdad?
Entornó los ojos.
—Casi parece que te preocupa que pueda hacerlo. Pero si se lo dice, lo tendrán difícil para pillarnos. No me inquieta.
«Bueno, eso ha sido un engorro. No estoy preocupada… sólo era una pregunta que había que hacer».
—¿Y por qué no te has abalanzado sobre Joel cuando ha comenzado a sangrar así?
Soltó un bufido.
—No me bebería la sangre de ese perro ni aunque fuera el último humano sobre la faz de la Tierra. Es repugnante.
No pude evitar soltar una carcajada. Mi humor mejoró al instante. Su medio sonrisa, medio gesto de suficiencia, volvió y Kaspar dio un paso hacia mí.
Aproveché su cercanía para darle un golpe juguetón en el pecho.
—Has estado a punto de pegarle una paliza a un tío por mí. Algunas chicas lo considerarían tierno. Y también has dicho que yo era una chica decente.
—Sí, ¿verdad? —reflexionó. Levantó la cabeza para poder mostrarme su ceño. Al cabo de unos instantes, rio, sacudió la cabeza como si estuviera perplejo y me pasó un brazo por los hombros—. Vamos —dijo—, estabas disfrutando de un día normal para variar. —No protesté cuando me llevó con Cain, Declan y los demás—. Tengo que irme a hacer una cosa.
—¿Es siempre así? —pregunté.
Cain se encogió de hombros.
—Hay algo que tienes que saber sobre Kaspar: cuando no lo quieres cerca, te fastidiará hasta que te rindas a él, y cuando lo quieres a tu lado, te abandonará. Y eso es algo que no puedes cambiar.
—Cambio de planes —dijo Charles—. Las chicas quieren ir a la feria.
Estábamos a punto de volver a coger el metro hacia Islington cuando cambiamos de línea para dirigirnos hacia Hyde Park. Allí, una feria de Halloween funcionaba a pleno rendimiento y el pringoso olor del algodón de azúcar impregnaba el aire.
Cain me agarró por la muñeca y comenzó a arrastrarme tras él. Su excitación era contagiosa. Las luces de neón daban vueltas, las sirenas ululaban, los hombres repetían las palabras «¡Pasen y vean! ¡Coches de choque a una libra la vuelta! ¡Vamos, damas y caballeros!».
Unos chicos no mayores que yo recogían el dinero y acomodaban en sus coches a los pocos clientes que tenían; sus caras de aburrimiento eran permanentes a pesar de las chicas guapas que, de vez en cuando, aparecían en grupos de entre las sombras. El aire era gélido y me escocían las mejillas, pero el calor de mil bombillas impedía que me echara a temblar.
—¡Oh, Dios mío, un túnel de la bruja! Tenemos que entrar, vamos —exclamó Lyla. Cogió a Cathy con una mano y a Fabian con la otra (él no se resistió) y los arrastró a ambos hacia la ventanilla de los tickets. Cain puso los ojos en blanco pero los siguió, y los otros tres chicos no tardaron en hacer lo mismo.
Nos detuvimos junto al mostrador, sobre el que Lyla depositó un montón de monedas.
Pronto desaparecieron entre los pliegues de la entrada de lona. Declan farfulló algo acerca de que no quería permanecer allí para ver aquello, pero Charlie ya le pisaba los talones a Felix. Me obligué a mantener una expresión impasible en el rostro y entré tras él. Di unos cuantos pasos y mentalmente me encogí ante la figura de sesenta centímetros de alto y metro ochenta de ancho que me observaba desde un espejo divergente cercano. Cain no aparecía. Eché un vistazo a través de la entrada y vi que no estaba fuera, así que supuse que debía de haber adoptado la misma actitud que Declan.
No veía la imagen de ninguno de los otros cuatro y, casi había llegado a una escalera, serpenteando a un lado y a otro, cuando divisé a Lyla. Me quedé petrificada cuando me di cuenta de que tenía la lengua metida en la boca de Felix. Fabian estaba de rodillas, besándole y mordiéndole el vientre desnudo. A su lado estaba Charlie, con los colmillos bien clavados en el cuello de Cathy, y las manos de ella, enredadas en el pelo de él, estaban cubiertas de sangre. Dejó escapar unos gemidos suaves cuando un hilillo de sangre le bajó por el hombro y llegó a la altura de su camisa. La tela clara lo absorbió y quedó manchada.
Asqueada y avergonzada, retrocedí tratando de marcharme sin que se percatasen de mi presencia.
Pero Felix volvió la cabeza repentinamente, con los ojos de color rojo intenso. Esbozó una pequeña sonrisa que dejó entrever unos colmillos ensangrentados.
—¿Quieres unirte?
Sacudí la cabeza con fuerza.
—No, gracias.
Al caminar hacia atrás, golpeé algo duro. Creyendo que era uno de los espejos, volví a dar un paso al frente sólo para quedarme inmóvil y dibujar en mis labios una sonrisa de suficiencia cuando la voz arrogante y segura de cierto vampiro retumbó a mi espalda.
—Claro que no quiere sumarse a vuestra pequeña orgía, idiota.
—Relájate, tío, sólo era una pregunta —replicó Felix tras rodearle el cuello a Lyla con un brazo. Fruncí el entrecejo cuando ella soltó una risita. Fabian ni siquiera se dio por enterado de mi presencia—. Y, joder, aprende a compartir —murmuró Felix justo antes de enterrar su boca en el cuello de Lyla.
Con un gruñido de asco, Kaspar se dio la vuelta y tiró de mí mientras Lyla gimoteaba debajo de los dos hombres.
Kaspar no dijo nada a pesar de mis miradas de curiosidad mientras caminábamos el uno junto al otro hacia la salida. Apartó los pliegues de la lona y salió al frío del exterior sin siquiera estremecerse, con los primeros botones de la camisa oscura desabrochados y las mangas recogidas.
—Sé que te mueres por decir algo, así que suéltalo, Nena.
Puse cara de mal humor.
—¿Dónde has estado?
Me miró de soslayo, con la boca medio abierta, con el entrecejo fruncido, exasperado.
—Por ahí, Nena, pero no voy a contártelo porque tengo mi propia vida y no tengo que contestar a las preguntas de una cría a la que retengo como rehén.
Me detuve y me puse frente a él. Las luces resplandecían sobre su piel de alabastro, sus ojos brillaban en la atmósfera de neón. Estudié la curva de sus hombros, me fijé en que el pelo le caía sobre un ojo y vi que tenía las manos metidas en los bolsillos.
—¿Qué demonios te pasa? Hace un rato casi eras amable.
Hizo un gesto de desdén y dudé de que me estuviese prestando atención. Solté un suspiro de desesperación, le di unos golpecitos en el hombro y volví a preguntarle.
Clavó la mirada en la mía.
—Deja de hacer preguntas o me enfadaré y te morderé.
Sus labios parecían una sola línea, pero no pude evitar echarme a reír.
—¡Qué miedo! ¡Las amenazas estúpidas son tan intimidantes…!
—Lo digo en serio.
—Claro, Kaspar. —Le di un puñetazo en el hombro y eché a correr lanzando miradas hacia atrás y gritando—: ¡Vamos, quiero montarme en el pulpo!