37

VIOLET

Cogí la toalla y me la enrollé sobre el cabello húmedo. Iba cambiando el peso de mi cuerpo de un pie a otro, medio bailando, mientras tarareaba una canción de Elvis. Ya me había olvidado de la charla del día anterior con el rey, y me había despertado de un humor extrañamente bueno, en parte porque había dormido de un tirón y sin pesadillas y en parte porque la esperanza que había conservado durante mis primeras semanas como rehén había resurgido.

—Nena, ¿qué coño estás haciendo?

Como un gato asustado, di un salto y solté un grito. Me lancé a coger cualquier cosa con la que pudiera taparme, pues estaba en ropa interior.

«¿Por qué no me habré vestido?», refunfuñé mentalmente.

Él se echó a reír y paseó la mirada por mi cuerpo casi desnudo.

—Nena, las gasas con las que estás intentando cubrirte son traslúcidas.

Bajé la mirada, avergonzada. El hecho de que mi sujetador y mis bragas no combinaran y que estas últimas fueran más de abuela que sexis no hacía más que empeorar las cosas.

—Deberías hacer cabriolas en ropa interior más a menudo. —Se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta, pero, volviendo la cabeza, comentó—: Pero si vas a salir con nosotros te sugiero que te pongas algo de ropa. Fuera hará mucho frío para ti.

Solté las gasas.

—¿Fuera?

—Sí, fuera, Nena. ¿Quieres que te lo deletree?

—Fuera —repetí. Parecía una palabra extranjera, después de tanto tiempo sin pronunciarla—. Fuera, fuera, fuera —susurré. Me gustaba cómo se movía mi lengua al decirla.

—Fuera, ya sabes, en el exterior.

Asentí aturdida.

—¿Fuera, dónde?

—A Londres. Ahora, date prisa, porque la verdad es que me gustaría salir hoy mismo.

Se dio la vuelta y se marchó dando un portazo.

Me quedé allí parada, perpleja y en silencio durante todo un minuto. ¿A Londres? ¿Por qué demonios iban a llevarme a Londres? ¿No era un poco arriesgado?

«Por lo que parece, no», contestó mi voz.

«Pero podría escaparme», repliqué.

En mi cabeza, mi voz se rio de tal forma que me dejó claro que si pudiera habría puesto los ojos en blanco.

«¿De verdad crees que puedes escapar de varios vampiros? ¡Yo creo que no!»

—Pero no hay duda de que podría intentarlo —murmuré mientras me planchaba el pelo después de vestirme—. Pero ¿y si alguien me reconoce? ¡Hasta salí en la BBC! —Me estremecí al recordar aquel día cruel en el que había visto a mi familia sufrir en las noticias.

«Dudo que alguien lo haga. Es Londres. Además, nadie pensará de verdad que eres Violet Lee. Y tú no harás nada».

—¿Qué te hace pensar eso?

«Ahora ya es demasiado tarde para volver, ¿no, Violet? No te marcharías aunque pudieras».

La voz se desvaneció y me dejó allí, sorprendida y asustada por lo que acababa de decir. «¿Es demasiado tarde? ¿Me marcharía?»

Sólo de pensar en aquellas palabras, se me cayó el alma a los pies. Una cosa era que mi padre, bueno, me rescatara, pero otra muy distinta tomar yo la decisión de marcharme.

Apagué la plancha del pelo, me pasé los dedos por mis mechones y pensé que estaban más lisos de lo que lo habían estado en meses. Sumado al hecho de que me había molestado en aplicarme rímel y delineador de ojos, tenía un aspecto incluso presentable.

Al bajar la escalera, vi al mismo grupo que me había encontrado en Londres la primera noche, más Lyla y otra chica que llevaba el cabello, castaño claro, recogido en un moño. Al lado de Lyla, alta y delgada, parecía bajita y corpulenta, aunque en seguida pensé que seguramente la princesa estaría celosa del escote de infarto que tenía la otra.

Fabian me pasó un abrigo corto que me resultaba familiar. Lo cogí y la mano me tembló un poco cuando el áspero terciopelo me devolvió de inmediato miles de recuerdos, los más recientes relativos a cierta noche en Londres.

Me lo puse alrededor de los hombros, y agradecí su calidez. Mi chaqueta fina no me habría protegido mucho contra la fuerte brisa. Todo el mundo comenzó a coger varias cosas del salón, llaves de coches, monederos y carteras, tarjetas de crédito y bolsos.

Kaspar se acercó a mí mientras se metía una cartera en el bolsillo trasero del pantalón.

—Te lo advierto, Nena, no voy a apartarme de tu lado en todo el día. Así que nada de cosas raras, ¿vale?

Asentí, poniendo los ojos en blanco. «Ya he tenido esta discusión con mi voz». Me rodeó y me dio unos golpecitos en la espalda para obligarme a andar, pero me quedé paralizada. Me puse pálida y di un paso atrás.

Por el pasillo avanzaba alguien envuelto en una capa negra, con la capucha puesta de manera que ocultaba su rostro.

Kaspar, a mi espalda, también se había quedado helado, con un dedo presionándome suavemente la espalda. Todas las cabezas se volvieron hacia él, y luego hacia mí. Justo en ese momento, el rey surgió también del fondo del pasillo, con aspecto tenso e inquieto.

Todo, incluido el hombre de la capa, pareció inmovilizarse. Era alto y de postura erguida y, con su aparición, la temperatura de la habitación bajó. Kaspar me agarró por la cintura, me atrajo hacia sí y comenzó a caminar hacia la puerta con el rostro contraído. Me resistí un poco, pero no mucho, dividida entre el miedo y el deseo de saber quién era aquel misterioso individuo.

Estaba de espaldas a nosotros, pero en aquel momento inclinó un poco la cabeza antes de que se diera la vuelta a una velocidad que debería ser imposible. La capucha ocultaba todo su rostro, excepto los ojos, que eran de color añil, pero que pronto se tiñeron de un rojo llameante.

—¡Sacadla de aquí! —bramó el rey al tiempo que los mayordomos daban un paso al frente y se colocaban entre nosotros y la figura rugiente que teníamos delante.

Kaspar no necesitó que se lo repitieran. Me sujetó la cintura con más fuerza, me agarró por la muñeca con la otra mano y tiró de mí hacia el otro lado de las puertas. Llegué a atisbar a Fabian agachándose a nuestra espalda en posición de atacar.

—¡No volváis antes de la medianoche! —gritó el rey por encima de la confusión, las voces y el crujido de la gravilla bajo nuestros pies.

Me faltó la respiración cuando descubrí unas figuras humanas en el extremo más lejano de los terrenos. Estaban demasiado lejos para distinguirlas con precisión, y antes de que pudieran acercarse, Kaspar me arrastró por un lateral de la mansión hacia los garajes. Vi que la mano comenzaba a enrojecérsele a causa del sol.

Intenté darme la vuelta, pero Kaspar me lo impidió.

—¿Qué está pasando? —pregunté mientras trataba de mirar volviendo la cabeza. Pero él me soltó la muñeca y me puso una mano bajo la barbilla, de manera que no tenía más elección que mirarlo a él—. ¡Kaspar, explícamelo!

Hizo un gesto de desagrado.

—Nena, tienes que confiar en mí. Pase lo que pase, no mires a tu alrededor, ¿de acuerdo? No apartes la vista de los garajes.

—¿Por qué?

—No discutas, sólo hazlo. Prométemelo. Por favor.

Había una desesperación tan repentina en su voz que no pude rechazar aquella faceta suya que raramente aparecía. Asentí.

—Te lo prometo.

—Gracias —susurró—. Te explicaré lo que pueda cuando salgamos de aquí. —No paraba de lanzar miradas a mi espalda, observaba algo que había justo a nuestra derecha—. Vamos.

Me agarró de la mano y volvió a echar a correr. Cuando nos acercamos a los garajes, se abrieron las puertas y revelaron varias filas de coches caros. Frenamos en seco y Kaspar sacó un juego de llaves de un bolsillo.

Los demás llegaron detrás y se produjo un pequeño alboroto mientras decidían quién iría con quién y en qué coche.

—¿Con quién voy yo? —pregunté.

—Conmigo, por supuesto. Al Aston. Ahora.

Lucía su media sonrisa presuntuosa, y sentí que mis ánimos se desinflaban. De pronto, toda la arrogancia de su cara desapareció y el sonido de unos pasos llegó a mis oídos.

—No te des la vuelta —masculló con la mirada clavada en algo que había detrás de mí.

Fabian dio unos cuantos pasos cautelosos al frente.

—¿Qué estás haciendo aquí, Fallon?

—Príncipe Fallon de Athenea para ti. Tengo curiosidad. —Me sorprendió oír un acento estadounidense, o tal vez canadiense, incluso más que su título. Tuve que esforzarme por contener el impulso de volverme—. ¿Así que esta es la joven dama que ha provocado todo este lío?

Lo oí dar un paso al frente y yo imité su acción.

—La joven dama tiene nombre.

—Sé que lo tiene, señorita Violet Lee.

El crujido de la gravilla me dijo que había dado otro paso, y vi que Kaspar se tensaba. Los demás estaban completamente inmóviles, observando la escena con preocupación.

—Déjala en paz, Fallon.

Estaba tan cerca que pude sentir su aliento en la nuca cuando suspiró. Aun así, por encima de aquello sentí una abrumadora sensación de calidez que no procedía de ningún aliento. Era como si el sol me estuviera dando con fuerza en la espalda, pero aquello no era posible: estábamos en octubre y hacía un frío horroroso. Quienquiera que fuese aquel miembro de la realeza, no era un vampiro.

Incluso yo me sorprendí de la facilidad con la que aceptaba algo así. Pero, claro, si existían los vampiros, ¿por qué no podían existir otras criaturas?

—¿Cuánto tiempo vas a protegerla, Kaspar?

—Durante el tiempo que el consejo interdimensional diga que debemos hacerlo. Un consejo que, te recuerdo, encabeza tu padre.

—Yo no soy mi padre. Tendrá que saber de nuestra existencia en algún momento si se convierte, que es lo que desea mucha gente.

Reuní el valor necesario para hablar:

—No me importa si hay muchos que quieren que me convierta. Es mi decisión.

Sentí que algo me apretaba el hombro, una mano. Pero no miré. No podía mirar.

—Ojalá pudiera decir que estoy de acuerdo con usted.

Sentí que la mano, sorprendentemente caliente, me apartaba los mechones de pelo del cuello. Me pasó un dedo por las minúsculas heridas punzantes que nunca habían desaparecido por completo desde que consentí que Kaspar bebiera de mi sangre hacía semanas. Fallon cogió aire y dijo:

—Se está acabando el tiempo, Kaspar.

Con aquellas palabras, retiró la mano de mi cuello y oí el crujido de la gravilla que provocaron sus pasos al alejarse. Me relajé pero Kaspar continuó tenso.

—¡¿Para qué se está acabando el tiempo?! —le gritó al hombre.

—La Profecía no esperará para siempre, ya sabes.

Ahogué un grito y me di la vuelta. Había desaparecido. Me volví de nuevo. La cara de Kaspar adoptó una expresión de profundo enfado y los ojos se le volvieron de un color negro brillante. Me di cuenta de que estaba apretando los puños con muchísima fuerza, tanto que las venas de los brazos comenzaban a hinchársele.

No me gustó aquella expresión ni sus gestos y me aparté un poco. «Primero Fabian y luego la figura de mis sueños mencionaron la Profecía, y ahora esto». Yo no era Sherlock Holmes, pero tampoco hacía falta ser un genio para darse cuenta de que todo eso estaba relacionado.

Un brazo me rodeó los hombros y me obligó a volverme.

—Hora de irse —ordenó Kaspar.

Levanté la mirada hacia él y me encontré con unos ojos fríos, indiferentes y negros.

—Quiero respuestas.

Me agarró por un codo y empezó a tirar de mí.

—Querer no es tener, Nena.

Me quedé boquiabierta. Me arrastró hacia su coche con facilidad a pesar de mi resistencia.

—¡Tengo derecho a saber! Toda esta mierda tiene que ver conmigo, así que no me mantengas en la ignorancia.

Kaspar me abrió la portezuela y me empujó hasta que me metí en el interior del coche. Cerró con brusquedad, dio la vuelta al vehículo a toda velocidad y, tras ocupar el asiento del conductor, se puso el cinturón de seguridad. Los demás ya estaban saliendo de los garajes y, detrás de ellos, aceleró por el camino de entrada para alejarse del lugar que se había convertido en mi prisión.

Me negaba a mirarle. Era evidente que estaba cabreado. Muy cabreado. Y yo también.

En cuanto perdimos Varnley de vista, Kaspar habló.

—Dispara —dijo con un suspiro.

—¿Qué está ocurriendo? Has mencionado la existencia de un consejo. Se está celebrando ahora mismo, ¿verdad? ¿Sobre qué están tratando?

Me quedé callada y observé su expresión. Era casi lúgubre.

Volvió a suspirar, apesadumbrado.

—Sobre ti.

Me cogió por sorpresa lo exhausto que parecía, aquel no era el joven ingenioso y arrogante que yo conocía.

—Pero ¿por qué ahora?

Podía imaginarme la respuesta a aquella pregunta, sabía que estaba relacionada con la figura de la capa, pero no podía explicárselo a Kaspar, y quería saber más.

Suspiró por tercera vez.

—La gente está empezando a preocuparse. No creen que tu padre permita que esto siga así durante mucho más tiempo. Si hiciera algo y nosotros tomáramos represalias, podríamos encontrarnos con una guerra. Y si nosotros nos vemos envueltos en una guerra, también lo estarán las otras dimensiones.

—¿Dimensiones?

—Existe un motivo por el que te he dicho que no te volvieras. —Enarcó una ceja y me miró. Yo continué callada, muy interesada en el salpicadero. Prosiguió—: No podemos obligarte a convertirte en vampira porque eres una prisionera política. Si lo hacemos, incumplimos tratados que tenemos tanto con los humanos como con las otras dimensiones. Pero no podemos seguir esperando sin más, porque tenemos razones para pensar que tu padre podría hacer un movimiento.

—¿Qué razones? —pregunté, incapaz de disimular la urgencia de mi voz y lo intrigada que estaba. «La Profecía. ¿Qué quieren decir con eso?» Pero no me contestó y cambié de táctica, pues sabía que tenía que aprovecharme de su repentina franqueza—. ¿Qué impide que me limite a esperar a que llegue mi padre? Entonces no tendría que convertirme.

De su pecho brotó un sonido sordo que sonó como el inicio de una risa desganada.

—No te molestes ni en contemplar esa idea, Nena. Dudo muchísimo que tu padre pudiera reunir una fuerza lo suficientemente grande y tonta como para enfrentarse a nosotros y si, gracias a algún milagro, lo lograse, simplemente nos mudaríamos a Athenea y te llevaríamos con nosotros.

Mi burbuja de esperanza estalló como si me hubiera clavado un alfiler. Entonces fui yo la que suspiré y guardé silencio durante un rato, mientras contemplaba los árboles que pasaban a nuestro lado. Cada vez eran menos abundantes y la vía única iba ensanchándose. Una línea blanca comenzó a marcar la división entre dos carriles.

—¿Qué es Athenea? —pregunté al cabo de unos minutos. Kaspar no contestó—. Ese tal Fallon es de allí, ¿verdad? —Asintió, mudo. Me di cuenta de que estaba volviendo a cerrarse y le formulé otra pregunta—: ¿Quién era esa persona de la capa?

Frunció los labios.

—Un hombre muy desagradable. —Me pegué a la ventanilla, alarmada por la fuerza que empleó para mover la palanca de cambios.

Me recosté con brusquedad contra el respaldo del asiento, decepcionada y descorazonada. Era una situación desesperada. En algún momento se desataría una guerra y lo peor de todo era que sería todo por mi culpa. Pero aun siendo consciente de ello, sabía que no podía afrontar mi conversión. «Aún no, sólo necesito tiempo —pensé con impotencia—. ¿Por qué es eso precisamente lo que no tengo?» Miré a Kaspar con los ojos a punto de llenárseme de lágrimas. Parecía distraído, sumido en sus propios pensamientos.

—Debe haber una forma de salir de esta. ¡Tiene que haberla!

Tenía que decirlo en voz alta para creérmelo. Observé que Kaspar se apartaba de mí ligeramente, como si fuera culpable de algo.

—Sí, la hay. Si te conviertes en vampira por tu propia voluntad, tu padre olvidaría el asunto. No podría hacer nada. Habría sido decisión tuya. Problema resuelto —dijo con una chispa de esperanza, aunque su tono me decía que apenas se atrevía a pensar que aquello pudiera llegar a pasar.

Resoplé.

—Entonces estamos condenados. No conoces a mi padre. Siente tanta compasión como una nuez. Le daría igual que fuera decisión mía, encontraría algún modo de culparos de todas formas.

—No digas eso —murmuró Kaspar—. Todos los padres quieren que sus hijos sean felices, y si convertirte en vampira fuese lo que tú deseas, él lo respetaría.

Sacudí la cabeza.

—Incluso en el caso de que fuera así, ¿cómo podría ser feliz siendo vampira? No hay posibilidad alguna de que me guste la idea de vivir para siempre. ¡Es inútil!

Kaspar siguió circulando y mirando por el retrovisor. Habló con suavidad, con algo parecido al cariño en la voz:

—Eso no lo sabes, Nena. Puede que algún día encuentres algo por lo que merezca la pena vivir una eternidad.

Cogí aire lenta y prolongadamente.

—Tú no lo has encontrado. Estás tan destrozado como yo. ¿Por qué aguantar el dolor para siempre? —susurré.

Disminuyó un poco la velocidad del coche cuando los árboles se desvanecieron y nos acercamos a la costa.

—No. Todavía no lo he encontrado. Pero eso no quiere decir que no vaya a ocurrir. O que no vaya a sucederte a ti. Hasta donde sabemos, podríamos tener ese algo delante de las narices ahora mismo…

Apoyé la cabeza contra la ventanilla fría y contemplé cómo mi aliento cálido cubría el cristal de una capa neblinosa.

—No puedes prometerme que todo va a ir bien, ¿verdad?

—No —dijo casi sin voz—. No puedo.

Pasó algo de tiempo antes de que reiniciáramos la conversación, y fue él quien me obligó a hacerlo.

—¿¡Acabas de saltarte un puñetero semáforo en rojo a ciento cincuenta!? —exclamé sin apartar la vista del indicador de la velocidad.

—Sí —contestó sin más.

Me volví hacia él con la boca abierta cuando la aguja comenzó a aproximarse a los ciento sesenta.

—La has cagado. Ahí había un radar —le solté cuando pasamos ante un destello brillante y amarillo—. Despídete de tres puntos del carnet.

Me pareció ver que ponía los ojos en blanco.

—¿Quieres relajarte, Nena? Lo tengo todo controlado. Llevo conduciendo desde que se inventaron los coches. Además, tenemos matrículas protegidas, así que no perderé los tres puntos.

—¿Qué?

—¿Es que no sabes nada? Puedo conducir a la velocidad que me dé la gana porque mi matrícula en realidad no existe, así que si la policía me pilla, su base de datos les dirá que se jodan. Un pequeño favor que te hacen cuando perteneces a la realeza —explicó con suficiencia.

Sacudí un poco la cabeza mientras miraba por la ventanilla.

—Bueno, lo siento, no todos podemos ser tan kasparianos —dije volviendo a recostarme en mi asiento con los brazos cruzados.

—¿Cómo has dicho? —preguntó medio riéndose, medio gruñendo.

—Me invento palabras. ¿Tú no?

Me miró de refilón, pero al final apartó los ojos de la carretera durante un instante para dedicarme una media sonrisa de preocupación.

—¿Y qué quiere decir esa palabra en concreto?

—Kaspariano: dícese del sujeto tan estupendo que deja a todo el mundo a la altura del betún, sin aliento y apabullado.

Se echó a reír, un rumor grave procedente de lo más profundo de su pecho.

—Te dejo sin aliento y apabullada, ¿verdad, Nena?

—No te eches flores.

Soltó un gruñido de incredulidad y volvió a concentrarse en la carretera. Lo miré con el rabillo del ojo tratando de calibrar su reacción. Estaba sonriendo, pero me sentí desfallecer al ver que aquel gesto desaparecía de su rostro. Aquello quería decir que el Kaspar que me hacía reír, que se metía conmigo, que se lo pasaba bien con mis tonterías —y el Kaspar que me había salvado la vida en incontables ocasiones y que, de vez en cuando, parecía albergar una chispa de cariño en su interior— estaba desvaneciéndose a toda prisa.

Agité la cabeza para librarme de aquel pensamiento cuando su ceño habitual contrajo sus imponentes facciones. No estaba muy segura de por qué la segunda burbuja que se había ido hinchando dentro de mí hacía unos segundos había estallado de una forma aún más dolorosa que la anterior.