VIOLET
La temperatura había descendido considerablemente durante el mes que siguió a la muerte de Ilta. Las cosas, dentro de lo que era estar secuestrada por unos vampiros, transcurrían con normalidad. Lyla se disculpó (no sé qué le diría Kaspar, pero debió de ser convincente) y retiró su amenaza. Fabian se tranquilizó y no volvió a intentar nada, aunque seguía siendo incómodo estar cerca de él mientras trataba de averiguar qué demonios había sentido al besarlo. ¿Y Kaspar? Kaspar mantuvo las distancias.
Me puse unos pantalones y un jersey, pues sabía, después de la experiencia de las noches anteriores, que sepultarme bajo las muchas capas de mantas de la cama no proporcionaba mucho calor.
Con un gruñido, eché las cortinas de las ventanas para no dejar pasar aquel clima cada vez más inestable. Toda la mansión olía a humedad, yo estaba convencida de que iba a llover. «Otra vez. Nunca había visto un año así —pensé—. No hemos tenido ni un solo intervalo de calor y ahora ya es prácticamente invierno».
Me hice un ovillo bajo las sábanas y permanecí tan quieta como pude para que el aire formara una capa cálida a mi alrededor. «¿Por qué no pueden encender las chimeneas? ¿O poner la puñetera calefacción central?» Pero ni el calor ni el frío podían evitar que me sumiera en el sueño.
El hedor de la muerte flotaba en el aire, no lo disimulaba ni la humedad que inundaba el valle aquella noche. Los pies del hombre se hundieron en el suelo con un chapoteo que le mojó el bajo de la capa. Tampoco le importaba. Tenía asuntos más urgentes de los que encargarse. «¿Por qué no podían escoger los cazadores una noche seca?»
Aquella noche, era un verdadero canalla apartado de la sociedad. Cuando se aferró a aquella línea de pensamiento esbozó una sonrisa salvaje. Era tan liberador… Libre de las ataduras de las leyes, la moral y las promesas; libre para cazar cuando quisiera; libre para relacionarse con quien le apeteciese; libre para entrar en Varnley y en Rumanía… Renunciar a la civilidad ofrecía muchas, muchas ventajas.
Pero siempre había algo que lo lastraba. Perder la civilidad era perder la dignidad. Muchos de los canallas que aún quedaban en el país le habían cogido el gusto al bosque de Varnley, pues buscaban el retiro y el aislamiento que ofrecía, así como el obvio beneficio de que el atestado terreno de caza de Londres estuviera a menos de una hora de carrera. Pero vivir entre los animales como un animal era, bueno, drástico.
Se detuvo cuando algo atrapó su mirada en aquella noche tan afilada como la hoja de un cuchillo gracias al capricho de sangre fresca que acababa de concederse. A unos cientos de metros por delante de él había una sombra oscura, tres en realidad, merodeando por el límite de la finca. Se puso la capucha de su capa empapada sobre la cabeza y continuó con cautela.
Cuando se acercó, percibió susurros, tan bajos que sólo podía distinguir frases sueltas.
—Giles, recuerda que necesitamos a los canallas… Si quieres tener alguna oportunidad de follarte a esa puta de Violet Lee, ¡cállate la boca!
Aquellas groserías hicieron que, bajo sus colmillos, sus labios adoptaran una mueca de disgusto. Pero no perdió la concentración y se ajustó mejor la capucha para asegurarse de que su rostro quedaba oculto. Luego metió la mano en un bolsillo interior y sacó una carta sellada con el lacre de los canallas.
—Buenas noches, amigos. —Sobresaltados, los tres cazadores metieron las manos bajo los abrigos, y él atisbó algo plateado y brillante. Puso los ojos en blanco—. Soltad vuestras estacas, no soy un enemigo.
—Entonces dinos tu nombre y el asunto que te trae por aquí, vampiro —exigió saber el hombre que estaba en el centro. Dio un paso al frente. No apartó la mano del interior del abrigo.
—Mi nombre no tiene importancia. Mi asunto es la razón de que estéis aquí; me han enviado en lugar de Finnian y Aleix, dado que están indispuestos.
Sí, él los había dejado indispuestos el día anterior, en cuanto descubrió la reunión que tenían planeada.
Se acercó con cuidado de mantener la mirada ligeramente baja para que no se le resbalara la capucha y le entregó al asesino la carta. Este la miró brevemente antes de volver a fijarse en su figura. En apariencia satisfecho, se metió el sobre en el bolsillo y apartó la mano del interior de su largo abrigo.
—¿Por qué se ha solicitado esta reunión, canalla? No tenemos nada significativo que compartir.
Dio unos cuantos pasos atrás y apoyó el codo contra un árbol. No le preocupaba mucho que pudieran vencerle, pero tampoco quería que estallara una pelea prematura.
—¿Estás totalmente seguro de eso, asesino?
—¡Pues claro que lo estamos!
El segundo hombre dio un paso al frente y habló con un acento bastante más marcado que el del primero.
—Rumanía está muy lejos de Varnley, ¿no? Y aun así hemos hecho el viaje para que nos pidas una información que no tenemos.
No contestó de inmediato, esperó y les observó sufrir mientras escogía sus palabras con gran cuidado.
—No es un viaje desperdiciado, ¿no es así, amigos míos? Estoy seguro de que podréis disfrutar del clima inglés.
Asegurándose de que la capucha permanecería en su sitio, levantó la cabeza hacia un cielo en el que las nubes ocultaban las estrellas. Sólo tenía que esperar. Los humanos eran tan impacientes… dejaban escapar sus secretos con tanta facilidad…
—Sabes tan bien como yo que Michael Lee está esperando a que los Varn comentan un error. Necesita una excusa para conseguir el apoyo de su gobierno.
La figura de la capa hizo un gesto de desinterés con la mano.
—Los Varn no cometen errores.
—Puede que no sea necesario que lo hagan.
Cerró la mano en un puño.
—¿Eso es una adivinanza, asesino? Acabas de decir que Lee tiene que esperar un fallo, ¿y ahora dices que los Varn no tienen que cometerlo? ¿Qué quieres decir con eso?
Los asesinos comenzaron a retroceder, y la figura de la capa sintió que lanzaban miradas hacia atrás.
—Eso es todo lo que vamos a decirte esta noche, canalla. Enviaremos instrucciones cuando se acerque el momento.
—Por supuesto —contestó mientras procuraba que no le temblara la voz. Se estaba preparando para saltar.
Con un gesto de la cabeza del primer hombre, los tres se dieron la vuelta y echaron a andar.
La figura de la capa respiró hondo en varias ocasiones. «Son tres», se recordó. No podía permitirse meter la pata. Rodeó el árbol para esconderse y contó hasta treinta en silencio antes de comenzar su persecución.
El elemento sorpresa lo era todo. Dudó de que al primer asesino, el más alto de los tres, le hubiese dado tiempo a darse cuenta de lo que estaba sucediendo cuando apareció como una sombra detrás de él y le colocó las manos, con tanta suavidad como lo haría una amante, a ambos lados del cuello. Se lo fracturó sin que el hombre emitiera ni un solo gemido antes de derrumbarse boca abajo contra el suelo. Sus dos compañeros avanzaron tres o cuatro pasos antes de percatarse de lo que había pasado. Cuando lo hicieron, una estaca corta y afilada se materializó en la mano del que se dio la vuelta. Lanzó una estocada en dirección al pecho de su atacante. Pero la figura de la capa fue más rápida, ya se había anticipado al movimiento del hombre —«Los asesinos son tan predecibles…»— y se hizo a un lado. El asesino se tambaleó y, cuando la figura le arrancó la estaca de las manos, se cayó y aterrizó a los pies del primer asesino muerto.
El tercer hombre no fue tan tonto. Retrocedió manteniendo la estaca cerca del pecho y sin dejar de mirar alternativamente a sus dos camaradas caídos y al vampiro que tenía ante sí. En sus iris de color avellana, la figura de la capa veía el reflejo del asesino que se movía penosamente a sus pies, en yuxtaposición al hombre que se debatía entre pelear y escapar.
La figura encapuchada no tenía ni tiempo ni paciencia para esperar a que se decidiera. Sin apenas esfuerzo, lanzó la estaca hacia el pecho del hombre y se dio la vuelta para ocuparse del segundo asesino. Supo que no había errado su objetivo cuando el olor de la sangre emanó del cadáver y quedó suspendido en el aire como un pesado almizcle.
Se detuvo justo al lado del asesino que quedaba y lo observó mientras se ponía en pie. Le sangraba la nariz. Era una visión penosa. Pero en cuanto el hombre se enderezó, lo lanzó contra el árbol y le atenazó la garganta con la mano.
—¿Qué quieres decir con lo de que no tienen que cometer un fallo? —siseó en la oreja temblorosa del hombre.
El asesino no contestó, sino que lanzó un escupitajo al suelo. La figura sintió vergüenza ajena. «Qué costumbre más asquerosa». Le daba asco incluso morder a aquel hombre tan sucio, así que fantaseó con la idea de utilizar una de sus estacas. Sin embargo, la desechó… necesitaba respuestas. Le clavó los colmillos en el cuello y los hundió hasta que su boca le sujetó la garganta como un cepo. Cuando hubo saciado su creciente sed, se apartó y le metió un dedo en cada herida para evitar que le cicatrizaran. Giró el dedo como si fuera un sacacorchos y se abrió camino entre las venas y los tendones mientras le arrancaba gritos de dolor.
—Vas a morir, pero todavía hay tiempo para hacerte sufrir —gruñó la figura de la capa mientras le clavaba aún más los dedos.
—¿Quién eres? ¿A quién sirves? No apestas lo bastante como para ser un canalla —rugió el hombre con un tono considerablemente desafiante teniendo en cuenta que las piernas estaban empezando a fallarle.
—No sirvo a nadie. Y ahora, ¿por qué no es necesario que cometan un error?
La figura levantó una rodilla y la estampó en la entrepierna del hombre, que abrió los ojos como platos. Como no obtuvo respuesta, tomó impulso y lo golpeó. Su movimiento tuvo el efecto deseado.
—Ru… rumores —jadeó el asesino, al tiempo que intentaba llevarse la mano a la entrepierna. Las lágrimas le caían por las mejillas.
Al de la capa le dio un vuelco el corazón. «¿Rumores sobre el ataque a Violet Lee? ¿Es posible que los asesinos lo sepan?»
—¿Rumores sobre qué?
Sólo le dio un segundo para contestar antes de asestarle otro rodillazo en la entrepierna.
—Los sa… sabios.
La figura de la capa se dio cuenta de que el asesino iba a perder la conciencia y lo sacudió con brusquedad.
—¿Qué dicen los sabios?
El hombre apenas podía hablar y tan sólo logró articular una palabra antes de derrumbarse, inconsciente, sobre el hombro de la figura:
—… Profecía.
Frustrado, el de la capa estiró una mano y le sacó la estaca del pecho al otro. A continuación, clavó al hombre inconsciente al árbol, atravesándole el pecho, de tal forma que quedó como una banderola fijada a una farola. No tenía sentido intentar despertarle, y no quería dejar testigos.
Dejó atrás los cadáveres —otros canallas disfrutarían del banquete— y echó a andar hacia el oeste con la sensación de que no había conseguido mucho. «¿La Profecía? ¿Qué quería decir con eso?» Athenea contaba con cientos de profecías, archivos enteros dedicados a ellas. Siempre circulaban rumores respecto a alguna. «¿Y cómo podría ser una excusa? ¿Cómo podría utilizarla Michael Lee como excusa?»
En cualquier caso, sabía que él no era la persona adecuada para entenderlo y empezó a correr en dirección a Varnley.
Abrí los párpados y volví a cerrarlos repetidamente para adaptarme a la brillante luz de la mañana. Tenía la columna como si me la hubieran cortado con un serrucho y los músculos del cuello tremendamente rígidos. Tras parpadear unas cuantas veces, me di cuenta de que estaba en el suelo, medio recostada contra la cama.
Con un gruñido, me levanté apoyándome en el grueso colchón. Después me dejé caer sobre él y percibí un olor desagradable, como el de las prendas del gimnasio si no las lavas durante semanas.
Asqueada, me di cuenta de que yo era el origen del hedor… Estaba empapada en sudor.
Entonces me di cuenta. «El sueño». En un segundo, todos los recuerdos volvieron en tropel a mi mente, varios de ellos rivalizando por mi atención. El más destacado de todos era el pensamiento: «Viene hacia aquí». Lo seguía la obscena referencia del asesino a lo que querían hacerme. Con un escalofrío, decidí no lanzarme a los brazos de nadie que no fuera mi padre cuando saliera de allí. Puede que fueran aliados del gobierno, pero buenos desde luego no eran.
Me puse en pie con dificultad y me dirigí al vestidor.
«Alguien, los sabios, quienesquiera que sean, han cometido un error, y eso es lo que necesita mi padre».
Tomé aire, me quedé parada y contemplé el suelo de madera durante un instante. Permití que la pequeña chispa de esperanza que había enterrado en lo más profundo de mi pecho se hiciera cada vez más grande. Mi esperanza brilló cuando tuve la idea de que tal vez pronto saliera de allí.
«Y viene hacia aquí, a Varnley, a decirle al rey lo que yo ya sé».
La casa estaba en calma cuando llegué a la escalera, y me entretuve en el peldaño superior, inquieta por el tictac del reloj… Era el único sonido que percibía, aparte de mi respiración acelerada.
«La figura de la capa mata a gente —me recordé a mí misma con un estremecimiento—. Y no se lo piensa dos veces». Había perdido la cuenta de la cantidad de personas que había matado en mis sueños.
Tenía que encontrar a alguien pero no estaba segura de qué iba a decirles. No podía contarles mis sueños… En cierto sentido, quería guardármelos: a pesar de los horrores que me mostraban, me ofrecían información que no iba a obtener de los Varn. Información como el hecho de que mi padre seguía buscando una forma de llegar hasta mí.
El clic de una puerta que se cerraba me sacó de mis pensamientos. Kaspar había salido del estudio de su padre y esbozó una sonrisa burlona en cuanto me vio. La burbuja de esperanza de mi pecho se desinfló. Kaspar me dejó atrás pero se volvió y me apuntó con el dedo:
—Nena, casi me olvido. Mi padre quiere verte. Ha dicho que lo esperes en su estudio, irá dentro de un momento.
Casi se me salen los ojos de las órbitas.
—¿Verme? ¿Para qué?
Se encogió de hombros.
—Tú sabrás.
Con eso, se metió las manos en los bolsillos y continuó su camino hacia el vestíbulo de la entrada.
Le observé alejarse. De repente, me encontraba muy mal. A mis espaldas, las puertas paneladas y blancas del estudio del rey parecían siniestras. «¿Verme?» El rey nunca había solicitado hablar conmigo… más bien nos encontrábamos el uno con el otro, normalmente menos me apetecía verle.
Se me formó un nudo en el estómago. No pude evitar sentir que aquello quizá tuviera algo que ver con la figura de la capa, y tuve la tentación de esconderme en las cocinas del sótano.
«No». No era una cobarde y, además, me intrigaba saber qué tenía que decirme el rey. Respiré hondo y crucé la puerta.
Me saludó un ayuda de cámara, que me hizo una venia.
—Por favor, señorita Lee, tome asiento.
Me señaló una silla de madera de respaldo alto situada delante del gran escritorio del rey, que aquel día estaba hasta arriba de papeles. Había oído a los demás mencionar que disponía de una legión de asistentes y secretarios para ayudarlo con el papeleo, pero aun así parecía descorazonador.
—Su majestad está ocupándose de cierto asunto en estos momentos, pero lo informaré de que está esperándolo. Por favor, sírvase.
Hizo un gesto en dirección a una pequeña mesa auxiliar sobre la que había dos jarras distintas de agua y sangre, varios vasos y un plato de galletitas. Me hizo otra venia y desapareció por una puerta encajada entre dos de las enormes estanterías que dominaban las paredes.
Eché un vistazo a mi alrededor y me puse de pie para probar una de aquellas galletas de aspecto tentador cuyo olor inundaba la habitación. El estudio era bastante agradable. Tenía las cortinas abiertas y la luz del día la bañaba. De vez en cuando, incluso entraba en ella algún rayo de sol que conseguía escapar de entre las nubes.
«Cierto asunto». Con una extraña excitación, se me ocurrió que justo en aquel mismo instante la figura de la capa podría estar hablando con el rey. Pero eso significaría que sabrían que mi padre llegaría pronto (no quería utilizar el verbo «atacar»). Y si estaban listos para ello… No podía soportar siquiera pensarlo.
Le di un mordisco a la galleta y casi la escupí, era muy amarga. Era como comer pan de jengibre demasiado especiado y bañado en pomelo y limón. De mala gana, la mastiqué mientras buscaba al otro lado de la mesa una papelera donde lanzar el resto.
Sin embargo, mis ojos toparon con una carta a medio doblar que descansaba sobre el escritorio, bajo el periódico del día. Pero lo que de verdad me llamó la atención fue la firma que había al final:
S. M. REINA CARMEN
Se me paró el corazón. Dejé el resto de la galleta de nuevo en el plato e ignoré mi voz, que se quejaba de que era de mala educación dejar la comida a medias. Llena de curiosidad, miré hacia la puerta y después agarré una esquina del papel y lo saqué de debajo del diario. Me sorprendió lo grueso que era. Sabía que no debía leerlo y que el rey podría aparecer en cualquier momento, pero aun así fui incapaz de impedir que mis ojos comenzaran a moverse de izquierda a derecha.
Queridísima Beryl:
En primer lugar, debo preguntarte cómo estáis Joseph y tú. Ciertamente ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que nos vimos; creo que no he disfrutado del placer de vuestra compañía desde el comienzo del nuevo año, y de eso hace meses. Por lo tanto, ¡tenéis que venir a cenar pronto! Estoy segura de que a los niños les gustaría ver de nuevo a Marie-Claire y a Rose, y sé que la última vez que nos vimos a Jag le resultó agradable la compañía de John.
Y ya sabes, mi querida amiga, que soy una criatura entrometida, así que tengo que preguntarte cómo están John y Marie. Por lo que me dicen Kaspar y Jag, llevan un año y medio de noviazgo. He de felicitaros, tanto a ellos como a vosotros, por esa unión. No es muy frecuente que los humanos se integren con tanta facilidad en el reino.
Pero basta de preguntas; tal vez te sentirías aliviada si te contara un poco sobre Varnley. Aparte de los acontecimientos acostumbrados, no puedo decir que tenga muchos cotilleos con los que animarte el día. Quizá la única noticia que merezca la pena señalar sean las cada vez más habituales apariciones de Charity Faunder a las horas más inadecuadas. A pesar de que me alegra que Kaspar haya entrado en razón y se haya alejado de las horribles chicas de Von Hefner, no puedo evitar creer que Charity no es una compañía femenina adecuada para él. Sé que no puedo detenerlo, porque ya no es un niño, pero sus inclinaciones superficiales cuando se trata del sexo opuesto no dicen nada a favor de la madurez que sé que posee. Sé que tuviste problemas parecidos con Rose. A veces pienso que el modo en que nos criaron a nosotros fue mucho más apropiado. Pero ¿qué podemos hacer con este mundo en perpetuo cambio?
¿Qué más? Estaba pensando en volver pronto a España para enseñarles a los niños dónde crecí. También estoy planteándome encargarle a Flohr otro retrato de la familia. No nos hemos hecho ninguno desde que Kaspar era pequeño, y me encantaría incluir a Cain y a Thyme… Ahora ella ya tiene dos años, y creo que podríamos convencerla para que se estuviera quieta el tiempo necesario.
Pero eso tendrá que esperar hasta que vuelva de Rumanía. Ya sólo me queda un día para marcharme, y los preparativos no parecen acabar nunca. Vladimir me ha sugerido que me lleve a Kaspar, pero me niego a considerar hasta la mera idea. El séquito ya es lo bastante grande y el mal genio de Kaspar se parece demasiado al de su padre, cosa que a Pierre no le gustaría. Por otro lado, la verdad es que no quiero que mi hijo y heredero se ponga en peligro, y no cabe duda de que lo habrá. Pero he evitado mencionarle este motivo a mi marido.
Contéstame y yo te escribiré en cuanto vuelva. (Quizá acepte el consejo de Lyla y comience a utilizar el correo electrónico). Debo dejarte, pues aún tengo que darle estrictas instrucciones a Kaspar para el tiempo que yo esté fuera (puedes imaginártelas, estoy segura). Todo mi amor y recuerdos para tu familia.
Tu amiga,
S. M. REINA CARMEN
Me quedé mirando boquiabierta la carta que sujetaba entre mis manos temblorosas. No podía asimilar del todo que había leído una carta —una carta jamás enviada— escrita y doblada por la reina de la que tanto había oído hablar, la reina cuya muerte había destrozado a los Varn.
En algún lugar lejano, el reloj de pared que siempre oía pero que nunca encontraba dio las nueve, y volví en mí para darme cuenta de que el rey podría regresar en cualquier momento. Volví a doblar la carta por las marcas, la metí debajo del periódico y esperé que el rey no se diera cuenta de que se había movido.
Volví a sentarme, aún alterada. Tuve que aferrarme a los brazos de la silla para que dejaran de temblarme las manos.
—Buenos días, señorita Lee.
Al oír la voz del monarca a mi espalda, me levanté de un salto e hice una torpe reverencia. Tenía la sensación de que me ardían las mejillas, sobre todo a causa de la culpa por lo que acababa de hacer.
—Su majestad.
Rodeó su escritorio y tomó asiento en su silla al tiempo que me indicaba que me sentase yo también. Obedecí, con la mirada centrada en cualquier cosa menos el rey.
—Señorita Lee, dentro de pocos días hará tres meses que está confinada en Varnley. Durante este tiempo, ha estado al tanto de muchas intimidades de la casa y de la familia y, espero, ha adquirido cierto conocimiento acerca de lo que implica vivir como miembro de este reino. ¿Estaría usted de acuerdo con estas afirmaciones?
Asentí. Revolvió sus papeles y guardó el periódico, y con él la carta, en uno de los cajones.
—Soy consciente de que el tiempo que ha pasado aquí ha sido complicado y, en ocasiones, amargo, y que la elección que se presenta ante usted no es la ideal, pero debo instarla a tomar una decisión.
Me aferré con más fuerza todavía a los brazos de la silla, tanto que noté que mis dedos tocaban las palmas de mis manos. El rey dejó de colocar papeles y miró mis manos.
—No se inquiete, señorita Lee. No quiero decir «ahora mismo». Pero siento que es mi responsabilidad informarla de que se encuentra en el centro de un debate político de cada vez mayor calado dentro del reino, del Reino Unido, y a nivel internacional. Y la única forma de calmar la situación es que usted se convierta por voluntad propia en uno de nosotros. —«Sin presionar…»—. Creo que también es de justicia asegurarme de que no contempla la falsa posibilidad de que su padre o el gobierno británico negocien o luchen por su libertad. A sus ojos, su humanidad no es compensación suficiente por la pérdida de vidas que sufrirían como contrapartida.
Me puse en pie tan rápido que mi cerebro se quedó sin sangre y se me nubló la vista. Me costó una inmensa cantidad de fuerza de voluntad y morderme la lengua no gritar que estaba mintiendo. «Mi padre vendrá. No necesita más que una excusa. Y por lo que sé, la tiene».
—¿Señorita Lee?
—Le agradezco, su majestad, sus palabras. Tomaré en consideración lo que me ha dicho —contesté con los dientes apretados. Luego le hice una reverencia y me marché del estudio del monarca. Iba a dar un portazo a mi espalda, pero el ayuda de cámara interceptó la puerta con un gesto de desagrado y la cerró suavemente.
Fuera, me derrumbé contra la pared, respirando con dificultad. «¡Qué mentiroso! Y si cree que voy a convertirme por razones políticas, ya puede meterse la elección por el…»
«¡Ese vocabulario!», me riñó mi voz antes de que pudiera concluir la frase.
Me quedé allí hasta que recuperé el ritmo normal de mi respiración y pude pensar con mayor claridad. Agradecí que los sueños me hubieran dado ventaja. Ahora sólo debería seguir una estrategia de distracción.