30

VIOLET

Kaspar no regresó durante el resto del día y, al final, me imaginé que debía de haber salido a cazar. Fabian no se acercó a mí y todos los demás me dejaron en paz. Aquello era exactamente lo que no quería: perder al único vampiro que estaba cerca de poder llamar «amigo».

Con la luz del día entrando a raudales por las ventanas, la habitación no me resultaba tan amenazadora y puede que hasta agradeciera pasar un rato a solas. Pero al minuto siguiente me encaramé al antepecho de la ventana y observé el límite del bosque, medio esperando que una figura emergiera de su escondrijo.

«¿Por qué se ha puesto mi vida patas arriba? Debería estar empezando la universidad, no encerrada con unas criaturas que ni siquiera deberían existir».

E Ilta. ¿Qué había dicho? «¿Que debería morir? ¿Que él me estaba salvando?»

Y para coronar el pastel, las palabras que Fabian me había escupido antes se negaban a salir de mi cerebro abarrotado y frenético. «¿En serio crees que puedes largarte sin más? ¿Es que acaso quieres marcharte?»

Debería saber la respuesta a esa pregunta de inmediato, pero no era así, y aquello era lo que me molestaba. «No lo sé —pensé mientras me obligaba a cerrar los ojos para intentar dormir—. De verdad no lo sé».

Seguía dormida. Pero aun así era consciente de lo que me rodeaba, aunque no completamente.

Sentía el viento frío rozándome la piel, lo oía silbando contra el cristal, percibía los ligeros crujidos del suelo. Oía un sonido de metal chirriando. Esto último incluso en mi estado de duermevela, me hizo apretar los dientes. Las gasas se movían ligeramente como agitadas por una brisa suave… como la que podría entrar por una puerta abierta. Las manecillas del reloj continuaban avanzando y distinguía el ruido del polvo que se asentaba sobre los muebles. Durante un instante, me pareció que todo se volvía más oscuro, como si hubieran echado unas cortinas muy tupidas en torno a mi figura durmiente.

Sentí y oí que el colchón se hundía, pero seguí sin abrir los ojos. Noté que una piel fría acariciaba la mía, pero no me moví, ni siquiera pensé en gritar.

Sentí su peso perfectamente encajado sobre mí, oí su aliento helado y percibí el ardor de su mirada. Sentí cada centímetro de su magnífico cuerpo esculpido arquearse contra mi cuerpo muerto. Sentí la lujuria y el deseo, la necesidad, no, la sed que palpitaba por sus venas.

Cuando al fin abrí los ojos, lo primero que vi fue que la ventana más apartada, casi tan alta como yo y normalmente cerrada, estaba abierta de par en par y dejaba pasar una corriente heladora. Sólo entonces se me pasó por la cabeza que algo no iba bien. Entonces abrí la boca para gritar.

Él gruñó, y apresuradamente me tapó la boca con la mano. Traté de morderle los dedos, pero me vi sometida de inmediato.

—Sé buena —se mofó apretándose más contra mí. Atisbé el centelleo trastornado, lujurioso, de sus iris de color carmesí. Abrí los ojos como platos y guardé silencio, aterrorizada—. Vamos, Nena, sólo una gotita de sangre. Tengo mucha hambre. Lo disfrutarás.

Fruncí el entrecejo y me revolví. Estaba tendido sobre mí y me apretaba el vientre con su entrepierna.

—¡Kaspar, apártate de mí! —estallé en cuanto me quitó la mano de la boca.

Me contempló desde arriba, con los ojos consumidos por el ansia de sangre. Yo casi podía oler su garganta ardiente, desesperada por apagar su sed.

—Si gritas, te juro que te mataré, así que te sugiero que te estés calladita —murmuró mirándome a los ojos y pronunciando cuidadosamente cada palabra.

Volví a poner gesto de enfado.

—Pero ¿qué hay de la Protección?

Titubeó durante un instante y sus ojos se calmaron un poco.

—Dame tu consentimiento.

Parpadeé. Dijo aquellas palabras casi con pesadumbre.

—¿Qué hay de malo en la sangre de los donantes habituales?

Fue su turno de parpadear.

—No sabe tan bien como la tuya —afirmó con lentitud, como si fuera algo obvio.

Sus ojos estaban cambiando de color rápidamente, dejando el carmesí atrás y recuperando el esmeralda a toda prisa. Pero aún captaba el hedor de su deseo. Seguía teniendo sed.

—Por favor… —jadeó.

Su voz era suplicante, desesperada, como el ruego lastimero de un niño famélico. Cerré los ojos y susurré una palabra en la que ni siquiera debería haber pensado.

—Vale.

Inmediatamente, sus ojos volvieron a refulgir con el color de la sangre y yo me tensé bajo su peso. Se echó a reír, pero no fue una carcajada cruel como a las que me tenía acostumbrada, sino de pura y sincera diversión. Su mirada recorrió la camiseta de tirantes y los pantalones cortos con los que me había vestido antes de meterme en la cama y esbozó una sonrisa pícara.

—Déjame ayudarte a disfrutar de esto.

Lenta, muy lentamente, permitió que todo su peso descansara sobre mí. Gemí al sentir que se me comprimía el pecho. Volvió a reír, pero se apartó un par de centímetros. Buscó mi mano con la suya y la encontró pegada a mi costado. Me la acarició durante unos instantes, después de recorrerme el brazo con un solo dedo. Me estremecí ante su contacto y se me puso la piel de gallina.

«No debería estar disfrutando con esto. Casi me dejan seca hace unos días. Debería escapar de sus caricias, debería tener miedo. —Pero no lo hice y no lo tuve—. Y él me salvó». Tal vez pudiera salvarlo yo a él.

Me pasó la mano por las clavículas, rozando la parte de arriba de mis cicatrices. Entonces me retorcí, pero Kaspar me había puesto una mano detrás de la espalda y me apretó contra sí. Me la clavó en la columna e hice una mueca de dolor, pero él lo ignoró. Estaba ocupado recorriéndome la vena del cuello con la mano y observando su cadencia atentamente.

Bajó la cabeza y yo me puse rígida, a la espera de que estallara el dolor. Pero no fue así. Sus labios suaves comenzaron a besarme el cuello.

—¿Qué… qué estás haciendo? —titubeé.

—Relájate y disfruta —murmuró sin apenas separar la boca de mi cuello. Su aliento hizo que un hormigueo me recorriera la piel y tuve que contener un jadeo.

«No se lo negarías a Kaspar, ¿no es así?»

En vez de jadear, suspiré, casi internamente, y me relajé poco a poco. Kaspar, sin prisa, siguió depositando besos tiernos por mi garganta y mi escote hasta llegar a mis cicatrices plateadas, donde se detuvo y absorbió el olor de mi piel antes de comenzar a lamerlas. Di un respingo a causa del cosquilleo. Él rio y volvió a colocar los labios a la altura de mi mandíbula. Su cabello oscuro me rozó la boca y soplé con suavidad para apartarlo.

De repente, volvió a colocar la cabeza en mi cuello y me tensé, segura de que en aquella ocasión sí me mordería. Pero una vez más me besó el cuello, rozándome la piel con los dientes. Pero aquellos besos eran más profundos, más urgentes, y me estremecí bajo su cuerpo.

—Sé que quieres gemir, Nena —ronroneó junto a mi cuello. Deduje, a partir de su tono arrogante y el contorno de sus labios, que estaba sonriendo con suficiencia—. Adelante…

«Ya llegaré a ti, Violet Lee».

Sus manos comenzaron a masajearme el costado. Fruncí los labios mientras los suyos ahondaban en mi cuello con frenesí. Gimoteé. Lo había intentado y había fracasado.

—Ríndete —susurró al tiempo que me rozaba la oreja con la boca. Y lo hice. Un pequeño gemido se escapó de mis labios y me encontré arqueándome contra él compulsivamente, obligando a cada centímetro de mi cuerpo a chocar contra el suyo. Me apretó más contra la cama y otro gemido abandonó mi boca. Volvía a esbozar su sonrisita junto a mi cuello y noté que su mano ascendía por mi costado.

De pronto, me cogió y me apretó contra la pared, lo bastante fuerte como para que el panel de madera se me clavara en la espalda, como aquella primera mañana.

—Sangrarás menos si estás de pie —me explicó—. Limítate a relajarte —susurró, pero yo había vuelto a ponerme rígida, asustada ante la mera visión de sus colmillos. Soltó un suspiro de anticipación—. Te dolerá menos si te relajas.

Me rodeó la cintura con una mano y posó con firmeza la palma sobre la parte baja de mi espalda para atraerme hacia él. Con la otra mano me apartó el cabello de los hombros y expuso mi cuello desnudo. Di un paso tambaleante hacia él.

Me apartó la cabeza hacia un lado sin dejar de acercarse cada vez más a mí y bajó hacia la vena palpitante de mi cuello. Me encogí cuando separó los labios y vi sus colmillos.

Su boca llegó a mi cuello y le oí aspirar mi aroma. Sacó la lengua y me lamió en el punto en el que pretendía morderme, justo sobre la vena. Separó un poco más los labios y me besó con suavidad. Un escalofrío de placer me recorrió de arriba abajo: mi cerebro comenzó a convulsionarse, mi cuerpo se desplomó entre sus brazos y mi determinación se evaporó.

En cuanto me sintió languidecer, me clavó los colmillos con fuerza. La sangre comenzó a manar de las heridas y a gotear sobre mi piel.

Abrí la boca para gritar, pero lo único que conseguí emitir fue un quejido amortiguado. Tenía una mano sobre la boca que me obligaba a mantenerla cerrada. Lo sentí beber, respirando rápida y superficialmente, resollando, visualicé los ojos destellantes de rojo y con un hilillo de sangre cayendo por su barbilla. Retrocedí y me apreté contra la pared, pero él volvió a tirar de mí hacia adelante.

—No grites —me advirtió, y volvió a agachar la cabeza. Me encogí.

—Duele… —gimoteé a través de sus dedos, trémula.

Para mi sorpresa, sus ojos se suavizaron, pero no cedió, pues me hundió los colmillos en el cuello una vez más. Mientras Kaspar continuaba bebiendo, mi mandíbula se iba tensando cada vez más en un intento por ignorar la horrible sensación de drenaje. Era como un análisis de sangre que hubiera salido mal, muy mal.

Pensar en lo que realmente estaba ocurriendo hizo que se me nublara la vista y, cómo no, segundos después me desmayé y caí contra su hombro. Kaspar se apartó de inmediato, y yo entorné los ojos cuando me cogió.

—¡Vaya! —jadeó mientras me sujetaba. Yo sentí que me enderezaba, comprimida entre la pared y su cuerpo helado—. ¿Estás bien? —me preguntó con la voz llena de verdadera preocupación. Asentí temblorosa—. Creo que estoy saciado.

Rio para tratar de relajar el ambiente. Yo volví a asentir y respiré hondo unas cuantas veces a pesar del esfuerzo que me suponía. Estaba recuperando la visión y las palpitaciones de mi cabeza iban remitiendo. Sentí un cosquilleo extraño en el cuello, justo donde estaban las heridas, y levanté una mano para tocarlas.

Lo que deberían haber sido dos horribles heridas no eran más que dos pequeñas incisiones que se estaban suturando solas.

—¿Có… cómo es posible es… esto? —dije, pero él se inclinó hacia adelante y me susurró al oído:

—Los vampiros son una fantasía, Nena. Todo es posible.

—Pero…

—Pasa siempre que tomamos sangre. Si no, te desangrarías hasta morir. ¿No te habías dado cuenta antes?

Sacudí la cabeza en un gesto de negación.

—Pero entonces, cuando él me mordió, ¿por qué perdí tanta sangre?

—Se la bebió toda —contestó Kaspar sin rodeos.

Apartó la mirada, yo clavé la mía en el suelo. La sangre se estaba secando, coagulándose sobre mi piel y dejando regueros de color carmesí por todo mi pecho y mi cuello. Fui a secármela, pero Kaspar me cogió la mano.

—Permíteme.

Puso la cabeza a la altura de mi pecho y recorrió con la lengua el escote de mi camiseta. Poco a poco fue ascendiendo hacia mi cuello, lamiendo la sangre, y, a juzgar por la lentitud de su avance, estaba saboreando hasta la última gota. Comenzó a acariciarme de nuevo un costado con la mano.

—Joder, qué bueno eres… —exhalé sin pretender que me oyera.

—Lo sé.

Soltó una risita grave y continuó bajando los labios cada vez más y más, hasta que me di cuenta de que me había apartado la camiseta y se me veía el sujetador. Me quedé de piedra.

—Kaspar. —Me ignoró—. ¡Kaspar!

Lo empujé utilizando la mano que no tenía vendada mientras trataba de contener las lágrimas. Levantó la mirada hacia mí y vi que tenía el entrecejo fruncido.

—¿Qué?

—No hagas eso —dije titubeando, aún reprimiendo el llanto.

—¿Por qué?

Su ignorancia liberó algo y mis lágrimas comenzaron a brotar. Me señalé las cicatrices, dividida entre la rabia y el dolor, aunque el miedo lo ensombrecía todo.

—Estuve a punto de ser violada hace menos de una semana. ¡¿Por qué crees que es?! —chillé.

—Antes estabas bien —dijo, aún ceñudo.

Sacudí la cabeza con incredulidad.

—¡Casi me muero! Y sé que todo fue por mi estúpida culpa y que debería haberte escuchado, y que fui una idiota, pero todo esto… ¡es demasiado! Y ahora Fabian está enfadado y yo estoy tan jodidamente asustada… Temo por mí, por mi familia, por la humanidad, ¡por vosotros! ¡Por tu familia! No quiero que mi padre le haga daño a nadie. ¡No quiero una guerra! —Rompí a llorar, incapaz de continuar. Él se quedó allí, estupefacto, observándome como si fuera una criatura peligrosa a la que hubiese que tratar con extrema precaución—. Y tú ni siquiera puedes abrir la boca —proseguí entre sollozos—. ¡Tú, estúpido, arrogante, creído y despiadado príncipe vampiro!

Le golpeé el pecho con los puños intentando hacerle daño, pero fracasando estrepitosamente. Traté de apartarlo de mí, pero Kaspar me atrajo hacia sí y me dio un enorme abrazo.

—Lo siento mucho —murmuró—. Muchísimo.

Tenía uno de los brazos firmemente sobre mi espalda y con la otra mano me acariciaba el cabello con delicadeza. Yo lloraba descontroladamente sobre su pecho.

Después de lo que pareció una eternidad, conseguí calmarme. Mis lágrimas se secaron, mis sollozos comenzaron a desvanecerse.

—Perdona —dije entre dientes, mirando al suelo.

Estaba avergonzada. Derrumbarme delante de Kaspar se estaba convirtiendo en una rutina, y no me apetecía mantenerla. Él se encogió de hombros a modo de respuesta, como si todas las noches tuviera a chicas llorando entre los brazos.

—Ashton atrapará a Ilta, no te preocupes. Y entonces no volverás a tener miedo de él. Jamás. El resto tendrás que resolverlo por ti misma.

—Gracias por tu ayuda —farfullé con sarcasmo.

Se echó a reír y se acercó más a mí.

—Pero tendrás que admitir que hace un rato estabas excitada.

Apoyó la frente contra la mía, y vi que aquella sonrisita arrogante y tan propia de él le adornaba un rostro casi demasiado perfecto.

—No, no lo estaba —repliqué a la defensiva. Luego, le di un puñetazo en el estómago. Ni se inmutó.

«Mentirosa», susurró mi voz, y detecté un dejo casi siniestro, como si, en efecto, estuviera mintiendo.

Kaspar se apartó de repente de mí y su frente fría se apartó de la mía. Sus labios se curvaron en una media sonrisa presuntuosa y distinguí las puntas de sus resplandecientes colmillos.

—Algún día te seduciré, Violet Lee —dijo, dejando escapar un débil suspiro.

Cerré los ojos, muerta de risa.

—En tus sueños, principito.

—La fantasía son los sueños…

Abrí los ojos poco a poco y me lo encontré mirándome fijamente, con los labios a escasos centímetros de los míos. Estaba pegado a mí, y nuestros pechos se hinchaban y deshinchaban al mismo ritmo. Había apoyado las manos contra la pared, una a cada lado de mi cabeza.

De pronto se apartó de mí y volvió la cabeza en dirección a la puerta.

—Viene alguien.

Se dio la vuelta para mirarme. Se me había acelerado el corazón. Su expresión estaba a medio camino entre la alarma y la decepción. Fue una mirada efímera, no pudo durar más de un segundo, pero me bastó para verla.

Me rodeó la cintura con las manos y me lanzó hacia la cama. Sorprendentemente, no aterricé despatarrada sobre las suaves mantas. Se detuvo y me lanzó otra mirada. Lo conocía lo suficientemente bien como para saber lo que quería decir: «No se lo digas nunca a nadie».

Parpadeé, y ya se había marchado.

Oí unos pasos que se acercaban a mi puerta, crujidos, y me entró el pánico. Miré hacia la ventana abierta y las gasas que ondeaban al viento. La puerta se abrió y vi a Fabian. Volví a mirar a la ventana. Estaba cerrada.

Fruncí el entrecejo, pero en seguida relajé la expresión cuando Fabian se sentó a los pies de mi cama.

—¿Estás bien? He oído un ruido.

—Estoy bien. ¿Un ruido?

—Sí, alguien que hablaba, que suplicaba en realidad. No habrán sido otra vez esas pesadillas, ¿verdad? ¿Y por qué no estás en la cama?

—¿En la cama? Sí, bueno. Supongo que debo de haber tenido una pesadilla —contesté sin mucha convicción y con la esperanza de que se tragara la excusa.

—¿Volvía a ser sobre un vampiro? —Sacudí la cabeza—. No estás bien, ¿verdad? Estás toda acalorada.

—¿Ah… sí? —tartamudeé.

Me llevé una mano a la cara para comprobarlo. Tenía las mejillas calientes y las palmas de las manos un tanto sudorosas.

—¿Quieres hablar? —me preguntó con ternura.

Una oleada de culpa por mentirle me recorrió de arriba abajo.

—Estoy bien, de verdad —contesté en un tono más desafiante de lo que pretendía.

Entornó un poco los ojos, pero lo dejó pasar. Durante un rato reinó el silencio, y me pasé todo aquel tiempo deseando que se marchara, temiendo que se diese cuenta de quién había sido la causa de aquellas «súplicas» de antes.

Al cabo de unos cuantos minutos, habló:

—Oye, Violet, quiero disculparme por lo que te he dicho antes. Ha sido cruel. Sé que debes de estar pasando un infierno, y no quiero disgustarte más. Ha sido muy egoísta por mi parte. —Agitó la cabeza y mi corazón se derritió un poquito cuando vi verdadero arrepentimiento en su mirada—. Y sé que rechazarías a Kaspar si alguna vez él intentara algo contigo, sexo o sangre. Sé que eres lo bastante fuerte para no dejar que te seduzca. Así que también quiero pedirte perdón por eso.

Se me abrió la boca y retrocedí levemente. Fijé la mirada en la ventana y la dejé allí durante unos instantes.

—¿Violet?

Me volví hacia Fabian y me di cuenta de que me estaba observando con gran atención. Miré las sábanas con culpabilidad. «No puedo permitir que se disculpe por algo que no es verdad. Algo que acaba de demostrarse falso hace apenas unos instantes».

«¿Y tú qué eres, una jodida mártir?», siseó mi voz. El tono siniestro no había desaparecido.

—Fabian, no tienes que pedir perdón. Estabas enfadado, y a veces todos decimos y hacemos cosas estúpidas.

«Al menos yo, está claro».

—Eso es justo lo que quería decir. Estaba enfadado contigo porque no sientes nada por mí. Eso está mal. Pero, por favor, dime que podemos seguir siendo amigos.

Se me volvió a abrir la boca, no sabía qué decir. Asentí y tartamudeé:

—Sí… sí po… por supuesto.

Se abalanzó sobre mí y me rodeó con sus brazos musculosos para darme un fuerte abrazo.

«¿Por qué no puede gustarle Lyla? —pensé con desesperación—. ¿Por qué permitió que pasara esto?»

«Porque ningún hombre puede controlar sus pasiones», contestó mi voz con frialdad.

«Cállate —pensé—. De hecho, ¡sal de mi cabeza! ¡Déjame en paz! —grité mentalmente, y cerré los ojos con fuerza para no echarme a llorar una vez más».

«Nunca te dejaré, Violet, estaremos juntas para toda la eternidad. Soy una parte de ti».

Fabian se apartó y buscó mi rostro con la mirada, pero yo desvié la mía al tiempo que mi voz se desvanecía en la nada.

—Yo también lo siento, Fabian —musité.

—¿Por qué? —me preguntó sorprendido.

—No podías saberlo.

Sacudí la cabeza y él estiró una mano y me acarició la mejilla. Seguía examinándome con gran atención y, cohibida, me coloqué unos cuantos mechones de pelo sobre las heridas aún abiertas que me había hecho Kaspar.

—Violet…

Contuve la respiración al mirarlo a los ojos. Cambiaban de tono a toda velocidad, todos los colores del espectro brillaban en ellos con intensidad.

—Violet, lo siento, no puedo controlarlo durante más tiempo. Me está matando. Puede que algún día lo entiendas si te conviertes en uno de nosotros, pero, por favor, perdóname.

—¿Perdonarte por qué?

Se inclinó hacia mí con la mano aún en mi mejilla.

—Por esto.

Sus labios chocaron contra los míos y se me paró el corazón. Se me paró literalmente. Me quedé petrificada por completo durante un momento, sin saber qué hacer. Sus labios insistían tiernamente sobre los míos, suplicando algún tipo de reacción.

Y vaya si reaccioné cuando unos sentimientos desconcertantes y fantásticos estallaron en mi interior y se apoderaron de mi corazón y de mi mente. La sangre comenzó a circular a toda prisa por mis venas y arrastró a mi cuerpo hacia el frenesí.

Había besado a muchos chicos, hombres. Pero no había nada que pudiera compararse con aquello. Amor… la palabra «amor» no cubría lo que sentía en aquel momento.

El Atlántico no era lo bastante profundo para contener la sensación de naufragio de mi estómago. Mi felicidad era demasiado desbordante para comprender siquiera lo que sentía en aquel instante. La culpa que crecía en mi pecho eclipsó mi consternación.

Y lo más aterrador de todo era que quería más.

Me recorrió los labios con la lengua buscando una entrada que le facilité de buen grado. Me invadió la boca, los dientes, y se retiró cuando yo hice lo mismo. Supliqué que me dejara entrar en él, pasé la lengua por aquellos colmillos afilados que me arañaban los labios. Fabian se acercó y me empujó contra el cabecero de la cama. Se sentó a horcajadas sobre mis piernas estiradas, me apartó el pelo de los hombros y enredó las manos entre mis mechones alborotados.

Nos separamos minutos después, los dos jadeantes. Mi pecho subía y bajaba como si acabara de hacer una carrera campo a través mientras esperaba a que mi mente se acompasara con mi corazón… y a que mi corazón se acompasara con mis sentidos.

Sólo cuando lo consiguieron, me di cuenta de verdad de lo que acababa de hacer.

Fabian apartó la mano de mi mejilla y buscó la mía. Trató de cogérmela con cuidado, pero la rechacé de inmediato y levanté la vista para mirarlo con los ojos abiertos como platos.

—¿Violet?

—Deberías marcharte ya —contesté con frialdad, extirpando de mis palabras todas las emociones a excepción de la hostilidad. Su rostro, lleno de esperanza, de esperanza cruel, se hundió, y los ojos se le tornaron de un color gris acerado.

—Vi, yo…

—Vete.

Asintió, sin decir una palabra, y se apartó de mí. Antes de marcharse, echó una mirada atrás. Una mirada lastimera, desesperada y desgraciada antes de cerrar la puerta silenciosamente. Sentí una presión en el pecho y los ojos comenzaron a escocerme. Mi respiración era cada vez más superficial y la rabia iba en aumento, junto con la vergüenza y una creciente sensación de desesperanza cuando el peso de lo que acababa de pasar se posó sobre mis hombros.

«Pero nada de desesperanza. Todo esto es culpa mía».

Quería gritarles tanto a Kaspar como a Fabian por aprovecharse de mí, por utilizarme, o mejor aún, rebobinarlo todo y pararme los pies a mí misma. Con ese pensamiento, me lancé hacia el aseo del vestidor y con agua fría me refresqué las manos, que aún me ardían.

«Sólo que no me han utilizado. Yo estaba dispuesta. Yo lo quería. Aún lo quiero. Lo deseaba a pesar de todo lo que me ha ocurrido.

»Pero ¿qué —o a quién— deseaba más?»