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VIOLET

Una hora atrapada en un coche con tres asesinos trastornados no era mi idea de pasármelo bien. No era capaz de dormir por miedo a lo que pudiera suceder. Tampoco podía hablar porque el señor Paso de Caer Simpático me recordaba constantemente que estaba a su merced y que, por lo tanto, debía mantener la boca cerrada. Ni siquiera podía mirar por la ventanilla, puesto que era demasiado oscura para ver algo, así que no tuve más remedio que escuchar una animada conversación acerca de las tetas de una tal Amber von Hefner. Encantador.

El sol comenzaba a despuntar, así que le eché un vistazo a mi reloj: un regalo de cumpleaños adelantado que me había hecho mi padre. «Mi padre». ¿Qué harían mi madre y él cuando descubrieran lo que me había ocurrido? ¿Y Lily, mi hermana pequeña? Sólo tenía trece años, no debería tener que enfrentarse a esto.

Pero también me pasaron por la cabeza otros pensamientos más importantes: ¿qué harían aquellos extraños asesinos? ¿Me retendrían para pedir un rescate? ¿Me «silenciarían»? No soportaba siquiera pensar en ello.

Cuando volví a mirar mi reloj me di cuenta de que eran las cuatro y media de la mañana y de que estaban asomando los primeros atisbos de luz. Los campos de cultivo iban desapareciendo, dando paso a bosques espesos y densos. La carretera se iba tornando más serpenteante y cada vez nos cruzábamos con menos coches.

La calzada viró bruscamente hacia la izquierda cuando atravesamos una gran verja. Sus enormes y elaborados enrejados se abrieron de par en par y pude vislumbrar las gárgolas que guardaban las ventanas ojivales de la casa de la entrada.

Al pasar, podría haber jurado que vi varias caras observándonos desde esas ventanas, pero antes de que pudiera echar una segunda ojeada ya estábamos cercados de nuevo por el bosque. La carretera continuaba zigzagueando, pero los árboles comenzaron a clarear y la luz del sol sólo lograba sortear esporádicamente las agujas de los abundantes pinos. Un poco más adelante, dieron paso a unas frondosas flores, y cuando los árboles desaparecieron del todo tuve que ahogar un grito, casi incapaz de contener mi asombro.

Delante de nosotros, rodeada por una inmensa extensión de hierba, se erguía una mansión espléndida, tan grande que el bosque parecía estremecerse ante su presencia. Era una extraña mezcla arquitectónica: altos capiteles góticos descollaban de la piedra pálida, incontables ventanas en arco bordeaban los tres pisos y una gran terraza sobresalía del centro y cubría la entrada, descansando sobre cuatro columnas. A lo lejos distinguí hileras de garajes y establos; la luz de primera hora de la mañana danzaba sobre los nenúfares que flotaban en el estanque. La mansión estaba rodeada de árboles de toda forma y tamaño que después daban paso a los pinos del bosque. Por detrás, la mansión estaba protegida por una colina también cubierta de árboles.

Recorrimos un camino de gravilla y, tras rodear una fuente, nos detuvimos delante de la impresionante entrada.

«¿Y dónde está el puente levadizo?», me pregunté. Pero eran unos amplios escalones los que conducían hasta las dobles puertas de mármol de la entrada a la mansión.

Alguien abrió la puerta del coche, me agarró por los hombros y me arrancó de mi asiento.

—¡Quítame las manos de encima! —grité. Continuó tirando de mí, pero me escabullí y salí del coche por mí misma, a pesar de la gravilla que se me clavaba en los pies al caminar. El hombre se encogió de hombros y se marchó. Kaspar le lanzó las llaves del coche a un muchacho de más o menos mi edad que llevaba un traje negro con rayas de color esmeralda. Lo seguí con la mirada mientras se subía a uno de los coches y lo arrancaba para dirigirse hacia los garajes.

Aparté los ojos de él cuando Kaspar me agarró de la muñeca y comenzó a subir los escalones a toda prisa. Los otros cinco nos siguieron. Las puertas dobles se abrieron hacia dentro y me quedé boquiabierta cuando las crucé. Una escalera grandiosa rodeaba la pared, hecha enteramente de mármol blanco. Llevaba hasta una enorme galería y un pasillo iluminado por lámparas de gas en forma de antorcha fijadas en la pared, a gran distancia del suelo. Justo delante de mí había otra puerta doble idéntica a la que acabábamos de cruzar, pero nos encaminamos hacia una más pequeña que había a mi izquierda. Pasamos junto a un mayordomo que nos saludó agachando la cabeza.

—Alteza. Lores. Señor… y señora —añadió claramente sorprendido por mi presencia. Lo observé, dudando de lo que acababa de oír. Recuperó la compostura—. ¿Una invitada, alteza?

Kaspar soltó una carcajada oscura.

—No, sólo una diversión.

—Muy bien, alteza.

«¿Alteza?» Kaspar había comentado algo acerca de que era un príncipe. Pero Gran Bretaña ya tenía su propia realeza, a no ser que fuera un pariente lejano de la reina. Y yo lo habría sabido de haber sido así. Todo el mundo sabría de la existencia de un miembro de la familia real como aquel.

Kaspar emitió un vago gruñido de reconocimiento antes de volver a reírse. De repente, dejó de prestarme atención y, con un fuerte empujón, me encontré cruzando a trompicones la puerta más pequeña, que daba paso a un salón magníficamente decorado. Las paredes estaban revestidas de madera y la gastada alfombra era de un color rojo intenso. Las mismas lámparas en forma de antorcha que había visto en la entrada colgaban de unos soportes fijados en las paredes, entre enormes retratos al óleo con marcos de plata. Pero la habitación contaba con la misma parafernalia moderna que cualquier otra: un televisor de plasma adosado a la pared y, debajo de él, todo un despliegue de videoconsolas; los mandos a distancia estaban desperdigados por la mesita de cristal sobre la que el muchacho de cabello oscuro y gafas tiró la chaqueta al dejarse caer en uno de los sofás de cuero.

Kaspar se acercó a las ventanas, cuyos cristales estaban enmarcados por los cortinajes que iban desde el altísimo techo hasta unos antepechos. Cerró las cortinas y veló el paso de la luz, excepto por una pequeña línea que dividió la habitación en dos.

—¿Quieres que me lleve tu abrigo? —preguntó una voz a mis espaldas. Cogí aire de golpe, sobresaltada. Al mirar hacia atrás, vi que era Fabian. Negué con la cabeza—. ¿Segura? —añadió con una sonrisa. No pude evitar fijarme en que, a la escasa luz de la habitación, sus ojos daban la impresión de ser dos puntitos de color azul brillante rodeados de sombras, demacrados, apagados. Me aparté de él, pero me quité el abrigo y se lo di. Esbozó una sonrisilla comprensiva y me señaló los sofás. Me aproximé a ellos, pero decidí no avanzar más. Preferí seguir observando la habitación y a sus ocupantes. En total eran seis: Kaspar y su hermano pequeño, Cain; el muchacho de los ojos azules, Fabian; y otros tres. El del cabello llameante, otro que llevaba lo que parecían ser unas gafas sin graduar y el tipo alto y rubio que me había sacado a rastras del coche.

De repente, Kaspar dio un salto hacia adelante y metió la mano en uno de los bolsillos del abrigo que Fabian todavía tenía en las manos. Se alejó y me di cuenta de que había cogido mi teléfono.

—Me lo quedaré —anunció con una sonrisita de suficiencia. Lo desbloqueó y comenzó a curiosear en él.

—¡No hagas eso! —exclamé al tiempo que me abalanzaba sobre su mano. Él se hizo a un lado y yo di unos cuantos pasos tambaleantes al frente.

—¿Por qué, tienes algo que esconder? —se burló. Movía los dedos a toda velocidad sobre el teclado—. ¿Mensajes picantes de tu novio, tal vez?

—¡No! —Me lancé contra él en un segundo intento por recuperar mi móvil. Pero Kaspar lo mantuvo lejos de mi alcance—. ¡Devuélvemelo! —grité mientras daba saltos para arrebatárselo. Él volvió a adoptar aquella exasperante expresión de suficiencia y lo alzó aún más.

—¿Quién es Joel, entonces?

Quise agarrarle la muñeca, pero él cogió la mía y me la retorció hasta que chillé de dolor. Me soltó y retrocedí frotándome la muñeca. Con una carcajada, comenzó a leer con voz aguda para burlarse de mí:

—«Hola, me preguntaba si podríamos quedar alguna vez. Solos tú y yo. Tenemos que hablar de lo que hice. Te echo de menos, nena. Contéstame, Joel». —Se quedó callado e hizo un mohín—. Y vaya, mira, hasta puso un beso al final. —No cabía duda de que se lo estaba pasando en grande. Lo miré con el entrecejo fruncido—. He dado con un punto sensible, ¿verdad?

—Que te jodan —murmuré, sin pretender que él lo oyera.

—Ojalá, Nena, ojalá.

—Kaspar —siseó Fabian. Estaba fulminándolo con la mirada, con las cejas fruncidas y los ojos echándole chispas. No dijeron ni una sola palabra durante todo un minuto, hasta que Kaspar le lanzó el teléfono a Fabian, que lo cogió y se lo metió en el bolsillo. Tras encogerse de hombros, Kaspar se apoyó contra el sofá y comenzó a tamborilear con los dedos sin dejar de mirarme con expresión divertida.

—Has visto demasiado, y eso es un problema. Así que tienes que elegir, Nena. Puedes convertirte en uno de nosotros o podemos retenerte aquí indefinidamente.

No me paré a pensar. Ya me había decidido antes incluso de que hubiera terminado su frase.

—No soy una asesina y nunca lo seré.

Kaspar volvió a encogerse de hombros.

—Entonces te quedarás aquí hasta que aceptes cambiar. Y no confíes en que te rescaten. Ningún humano puede entrar aquí sin que lo sepamos.

Torcí el gesto.

—¿Humano?

—Sí, humano. —Se volvió hacia los otros con una sonrisa dibujada en el rostro—. Es mucho mejor cuando no tienen ni idea, ¿no creéis?

Todos murmuraron su aprobación excepto Fabian.

—¿Ni idea de qué? —pregunté cautelosa, mientras miraba a uno y otro rostro.

—¿Cuántos años crees que tengo? —quiso saber Kaspar.

Me pareció una cuestión irrelevante, pero contesté de todos modos, pues no quería que perdiera los nervios.

—¿Unos diecinueve?

Se miraron unos a otros, entre risas. Pero en aquella ocasión parecieron tomar una decisión.

—Te equivocas. Tengo ciento noventa y siete.

Enarqué las cejas.

—Nadie vive tantos años…

—Mi especie vive esos años y más —me interrumpió Kaspar—. Los vampiros, Nena.

Sacudí la cabeza al tiempo que un escalofrío me recorría la espalda. «Están locos», pensé. Di un par de pasos atrás y se me escapó una risa nerviosa, en parte por lo ridículo de lo que aquel hombre acababa de decir y en parte porque me preguntaba qué tipo de juego se llevaban entre manos y qué reacción me mantendría viva durante más tiempo.

—¿Es esto una broma de mal gusto?

La sonrisa de Kaspar desapareció.

—¿Acaso me estoy riendo? —respondió, y abrió la boca recogiendo los labios hacia atrás. Sobre su carnoso labio inferior descansaban dos dientes afilados, suficientemente discretos como para pasar desapercibidos a menos que él quisiera, dos colmillos tan afilados como los de un animal.

—Son falsos —dije sin apartar la mirada de ellos. Mi voz sonó más desafiante de lo que pretendía.

—¿Quieres comprobarlo? —repuso Kaspar.

—Los vampiros no existen —susurré sacudiendo aún la cabeza—. No sois más que unos locos.

Antes de que pudiera decir una sola palabra más, Kaspar me empujó contra la pared y comenzó a recorrerme el cuello con los labios. Se le agitó la respiración y sentí su fuerza, su poder, su hambre. Su aliento no me calentó la piel como lo habría hecho el de cualquier otra persona, sino que me dejó helada y provocó que un escalofrío me recorriera los hombros y los brazos. Sentí que mi corazón latía de manera irregular, tan frenéticamente que las venas de mis muñecas pugnaban por atravesarme la piel. Cerré los ojos y percibí una suave presión cuando sus dientes de navaja recorrieron la palpitante vena de mi garganta antes de que me desgarrara la piel con uno de sus colmillos y se abriera camino a través de las capas de mi epidermis. Se me escapó un grito y abrí los ojos; cerré los puños mientras rechinaba los dientes. Estaba totalmente indefensa. Él estaba hecho para matar, y yo no.

Se apartó unos centímetros, pero mantuvo su cuerpo apretado contra el mío para impedir que me escapara. Me miró directamente a los ojos y se me cortó la respiración. Ya no eran de color esmeralda, sino rojos.

—Escúchame atentamente, Nena. No soy un vampiro cualquiera. Soy un vampiro de la realeza y harás lo que yo quiera. Así que ten cuidado con lo que dices, porque nunca se sabe cuándo puedo tener hambre. —Se apartó de mí y se alejó—. Puedes unirte a nosotros o permanecer recluida aquí. Tú eliges.

No me quedé allí a esperar que siguiera hablando. A tientas, detrás de mí, busqué el pomo de la puerta con la mano. Lo encontré y empujé para salir de la habitación. La cerré bruscamente a mis espaldas y me apoyé contra la pared de mármol del vestíbulo. Me agaché, con las manos en las rodillas y el cerebro sobrecargado, para recobrar el resuello. Algo caliente me resbalaba por el cuello y acerqué un dedo para ver de qué se trataba. Al retirarlo, miré horrorizada la sustancia húmeda y roja que lo cubría.

No eran asesinos. Eran depredadores.

Algo se puso en funcionamiento en mi mente y la adrenalina me inundó las venas y me goteó por el cuello. Eché a correr hacia las puertas y di gracias al cielo porque el mayordomo se hubiera marchado.

Tenía que huir, y tenía que huir ya.

Las zarzas me arañaban la piel y mis pies desnudos palpitaban de dolor cuando las espinas y las agujas de la pinaza se me clavaban en las plantas. Pero seguí adelante. Sabía que no tardarían mucho en darse cuenta de que me había escapado, y si en verdad eran lo que decían ser —vampiros—, sabrían que había buscado refugio en el bosque.

Veinticuatro horas antes me habría reído sólo de pensarlo. Los vampiros eran personajes de ficción creados para asustar a los niños. Eran criaturas míticas que hacían babear a las niñas. Se suponía que no eran reales.

A mi alrededor, los pinos iban haciéndose cada vez más altos y la separación entre ellos más pequeña. La luz que se filtraba a través de sus ramas era escasa y me llegaba teñida por la neblina, de modo que, cuando disminuí la velocidad y miré atrás, no pude ver mucho más allá de unos cuantos árboles, ni mucho menos distinguir el camino que creía que había estado siguiendo.

«¿Cómo no iba a saber la gente de su existencia? ¿Cómo podrían entrar seis vampiros en Londres por las buenas y alimentarse de treinta hombres?»

La garganta me ardía y casi agradecía la humedad que me envolvía los dedos de los pies. La sangre me resbalaba por las piernas arañadas y el sudor impregnaba mi flequillo. Se me había levantado el vestido y uno de los tirantes se había deshilachado y amenazaba con romperse.

«Vampiros. Es ridículo. Pero…»

Levanté una mano y me acaricié el punto en que Kaspar me había mordido. Ya no me sangraba y tan sólo noté unos cuantos grumitos de sangre seca que me sacudí. Aparte de eso, mi piel estaba tersa y suave. Me pasé la mano por toda la garganta en busca de una herida. Fruncí el entrecejo. No había nada, excepto una pequeña marca donde debería estar el mordisco.

Oí el crujido de una ramita. Me di la vuelta buscando el origen de aquel chasquido, pero todo estaba en calma. Comencé a respirar profunda y agitadamente, el pecho se me hinchaba y deshinchaba exageradamente. Una ligera brisa me recorrió la piel y yo jugueteé con mi pelo sin dejar de escudriñar la penumbra.

«Corre —me susurró la voz de mi cabeza. O tal vez fuera el viento que soplaba entre las ramas—. Corre», repitió. Pero permanecí inmóvil, tratando aún de descubrir algo oculto tras los troncos de los árboles.

El silencio se rompió cuando el ruido de algo que aplastaba la maleza llegó a mis oídos. Tras la niebla aparecieron unas siluetas oscuras y la voz de mi mente gritó: «¡Corre!»

No necesité que lo dijera dos veces.

Eché a correr. Miraba atrás cada pocos segundos, convencida de que varias manos estaban a punto de agarrarme a pesar de que mis perseguidores no ganaban terreno. Pero los oía. Las hojas crujían y las ramas chascaban. La niebla formaba volutas como si algo se moviera —y muy rápido— a través de ella.

Mis pies resistieron mientras me adentraba en el bosque, pero era consciente de que no podría soportarlo durante mucho tiempo. Tomaba bocanadas de aire, pero tenía los pulmones vacíos y el flato volvía a darme punzadas en las costillas. Me cogerían y algo me decía que no serían tan misericordiosos aquella vez.

De repente entré en un enorme claro. Abrí los brazos, y estuve a punto de caerme al frenar de golpe. La tierra se desmoronó bajo mis pies y yo retrocedí mientras, levantando la mirada, trataba de asimilar lo que me rodeaba. Estaba a la orilla de un pequeño lago. Sus oscuras profundidades titilaban bajo el sol matutino y una niebla baja se aferraba a su orilla opuesta.

Se hizo un silencio espeluznante. Ya no oía chasquidos, ni pisadas, nada. Miré hacia atrás detenidamente, rastreando el bosque en busca de cualquier indicio de los asesinos que estaba convencida de que me perseguían.

Aquella calma era incluso más inquietante que el ruido. Comencé a rodear el lago y aceleré. Al comenzar a moverme de nuevo, volvieron los crujidos: ya no cabía duda, se oían pasos y me estaban siguiendo. Ellos también aumentaron la velocidad y, cuando alcancé la orilla opuesta, me di cuenta de que también estaban rodeando el lago por el otro lado. No tenía por dónde huir.

Me di la vuelta a toda prisa y esperé, como una presa atrapada en una trampa.

Sin previo aviso, seis figuras saltaron de entre los árboles y, asustada, retrocedí sin darme cuenta de que estaba justo a la orilla del lago. Con un alarido, perdí pie y caí al agua.

Antes incluso de que rozara la superficie, sentí el frío y vi que la piel se me ponía de color azul. Cuando el agua estalló a mi alrededor, se me metió en la boca, aún abierta por los gritos. Tosí y escupí, pero sólo conseguí tragar más agua. Agité las piernas tratando de alcanzar el fondo; parecía más un pulpo que una humana. Conseguí salir a la superficie el tiempo suficiente para tomar una bocanada de aire, pero no para gritar cuando algo que parecía un alga se me enrolló en el tobillo. De un solo tirón volvió a arrastrarme bajo el agua. Miré hacia abajo y vi que tenía un tentáculo enredado en la pierna, y que me encontraba cara a cara con lo que parecía ser un calamar gigante.

«¿Por qué no puedo tener una vida normal?», me lamenté.

Aterrorizada, comencé a golpear el tentáculo, a intentar separarlo de mi pierna, pero el calamar no pareció ni notarlo y se limitó a seguir tirando de mí hacia el fondo. Los pulmones comenzaron a arderme y a pedir oxígeno a gritos, y me di cuenta de que no podía hacer más que rendirme.

Vi un destello blanco con el rabillo del ojo, pero me sentía demasiado confusa. «Una luz con. Qué original…» Antes de que se me cerraran los párpados, percibí vagamente que la luz se movía y que su silueta borrosa parecía un cuerpo.

«Secuestrada por un vampiro, asesinada por un calamar. Vaya dramón».