27

VIOLET

—Violet, es hora de despertarse —dijo una voz musical al lado de mis rodillas. Una mano minúscula me apretó con suavidad una pierna y me vi arrastrada de vuelta a la conciencia. Cuando comencé a abrir los ojos, vi a una niña risueña con unos enormes ojos de color esmeralda enmarcados por varios tirabuzones rubios. Thyme—. ¡Llevas dormida como los humanos mucho tiempo, Violet!

Seguí abriendo los ojos y la confusión desapareció. Deslumbrada, logré distinguir que estaba incorporada sobre la cama con un montón de almohadas blandas bajo la espalda dolorida. Tenía la muñeca envuelta en una venda, pero no escayolada. Kaspar, Fabian y Lyla estaban cerca, de espaldas a mí.

—¡Violet está despierta!

La niña se abalanzó sobre mí y me rodeó el cuello con sus bracitos. Me clavó las rodillas en el estómago, y yo hice un gesto de dolor. Gruñí cuando todo mi cuerpo se vio invadido por un sufrimiento tan intenso que creí que iban a estallarme las articulaciones. Thyme me besó en el cuello una y otra vez, apretándome cada vez con más fuerza. La sentí pasar sobre las heridas recientes de mi cuerpo y traté de gritar de dolor, pero sólo oí un gemido. Los tres vampiros se volvieron de inmediato y Lyla se apresuró a quitarme a Thyme de encima.

—¡Thyme! ¿Es que no ves que le estás haciendo daño?

Respiré pesadamente mientras el dolor remitía. A Thyme le temblaba el labio inferior y comenzó a hacer pucheros. Huyó de la habitación sollozando pero sin derramar ni una lágrima. La observé antes de empezar a incorporarme del todo muy lentamente. El dolor regresó cuando apoyé el peso sobre la muñeca vendada. Kaspar se mantenía a cierta distancia, parecía dudar si debía acercarse. Detuvo su fría mirada en mí durante un instante antes de apartarla y dirigirla hacia la ventana. Fabian ahuecó las almohadas que tenía detrás de la espalda y, al recordar mis últimos minutos en el baile, me aparté un poco. No pareció darse cuenta.

—Toma, bébete esto —me dijo mientras sujetaba un gran vaso de agua. Tenía la garganta tan seca que me lo bebí de un trago, y Fabian me sirvió otro de la jarra que había en mi mesilla—. Violet, siento mucho lo que te ha pasado.

Hice un sonido extraño y gutural. Quise sacudir la cabeza, pero me di cuenta de que tenía el cuello demasiado rígido. Se produjo un silencio incómodo.

—Iré a buscar a Galen —murmuró Lyla, y abandonó la habitación.

Nadie habló durante el siguiente minuto. Con la ayuda de Fabian, me las ingenié para sentarme con la espalda totalmente recta. Finalmente, el rey entró en la habitación seguido de un hombre alto y de aspecto imponente que deduje que era Galen. Tras él iba Eaglen.

—No debería estar viva —fue lo único que conseguí decir.

Fabian y Kaspar intercambiaron una mirada. Galen, por su parte, me cogió el brazo sano y colocó dos dedos sobre mis venas para tomarme el pulso. Traté de apartarlo, pero él no lo permitió y me lanzó una mirada recriminatoria. Fabian sonrió tranquilizadoramente y dejé que el hombre continuara examinándome. Me pidió que abriera y cerrara el puño del brazo sano, y me asombré cuando no me dolió.

—¿Cómo se siente? —me preguntó.

«Avergonzada. Desesperada. Enferma».

—Agarrotada —contesté.

—Es normal. Lleva tres días inconsciente. —Lo miré embobada. «¿Tres días? ¿Tanto?»—. Estará dolorida durante un tiempo —continuó tras volverse hacia el rey y Eaglen—. Y tendrá que llevar la muñeca vendada durante dos semanas. Puede que a las heridas les cueste un poco más sanar pero, aparte de eso, ya casi se ha recuperado. —Se levantó de la cama y le susurró algo al rey. Obviamente creyó que no podría oírles, pero capté todas y cada una de sus palabras—. El impacto mental a largo plazo es un asunto muy diferente. Y yo tendría en cuenta, su majestad, que esto podría influir muchísimo en su decisión acerca de convertirse.

Me aclaré la garganta.

—¿Cómo es posible que esté viva?

Una vez más, todos intercambiaron miradas y se mostraron reacios a hablar.

—Le extrajeron un tercio de la sangre y entró en shock hipovolémico —contestó finalmente Galen con una distancia clínica que me indicó que no estaba a punto de recibir buenas noticias. Era la misma voz que los médicos habían utilizado cuando nos dijeron que Greg no lo había logrado, que Lily tenía cáncer…—. Requería una transfusión inmediata. Por desgracia, no había tiempo para conseguir sangre humana.

Los ojos estuvieron a punto de salírseme de las órbitas y la habitación se sumió en el silencio, a la espera de mi reacción. Los únicos sonidos que se oían eran el crepitar del fuego en la chimenea y el de mi respiración, que se había vuelto más rápida y superficial.

—Convertir a un humano implica que la mitad de su sangre se sustituya por la de un vampiro, y esta se encarga de consumir el resto de la sangre humana. A usted se le reemplazó un cuarto de la sangre con sangre vampírica, lo cual significa que es mestiza, o lo que nosotros llamamos «un dampiro».

No le presté mucha atención. Me examiné la palma de la mano apresuradamente, tratando de ver si estaba más pálida de lo que la recordaba. No era así. Además, sentía que el corazón me latía en el pecho.

—Estáis mintiendo —bramé.

—No estamos mintiendo, señorita Lee —me corrigió Galen.

—Pero ¡me late el corazón! ¡Tenéis que estar engañándome! —les grité a todos. Me negaba a creérmelo. Fabian me acarició el brazo, pero lo aparté con tantas ganas que la articulación dio un chasquido y me estremecí de dolor—. No quiero tener nada que ver con vosotros. ¡Soy humana!

Rabia, una rabia tan extraordinaria tomó forma dentro de mí que incluso quería vomitar.

De repente Kaspar estaba a escasos centímetros de mi cara. Me agarró por los hombros para que dejara de revolverme y me sujetó contra el cabecero de la cama. Apoyó una rodilla en el colchón. Su rostro era impenetrable. Estaba enfadado, porque sus ojos oscilaban entre el esmeralda y el negro, pero había algo más. «¿Lástima?»

—¡Violet!

Intenté apartarme de él, de escabullirme de sus brazos.

—¡Quítame las manos de encima! —le espeté.

—¡Mírame, Violet! —Aparté la cara, me negaba a hacer lo que me pedía—. ¡Te he dicho que me mires! —gritó. Seguí mirando hacia otro lado. Me agarró por la barbilla y me obligó a enfrentarme a él. Me picaba el cuello allí donde sabía que habría marcas de colmillos. Me fijé en las sábanas, no quería mirarle a los ojos—. Por el amor del cielo, ¡mírame! ¿Cuál es la diferencia?

Perpleja, cedí y levanté la mirada para encarar la suya. A regañadientes, analicé su rostro durante un instante. Había algo diferente. «Los colores». El verde de sus ojos era más brillante y destacaba más sobre el blanco.

—Yo…

—Escucha. Huele… Todo es mejor, ¿no es así?

«Sí».

—No —jadeé—. ¡No!

Comencé a revolverme de nuevo, necesitaba escapar. Grité y grité, incapaz de pensar racionalmente.

Sin embargo, tras mi tercer «no» sentí el impacto de una mano en mi mejilla húmeda y, sobresaltada, me quedé callada, sumida en un silencio total por la sorpresa. Abrí los ojos como platos y noté el aliento de Kaspar en mi rostro. Parecía no creerse que me hubiera golpeado. Lentamente, me soltó y se dirigió hacia un rincón de la habitación. Me llevé una mano hacia la mejilla que me ardía. Dolía. Pero había funcionado.

—Fabian me dijo que a los vampiros les cuesta llorar. ¿Se… Será esta la última vez que pueda llorar?

—No —contestó Eaglen—. Si nos dejara explicárselo, podría no resultarle tan horrible como ha pensado.

Galen volvió a dar un paso al frente desde la chimenea, donde había estado avivando el fuego.

—No tuvimos mucha elección. El shock habría causado que sus órganos principales dejaran de funcionar, así que sus probabilidades de sobrevivir sin una transfusión eran nulas. Las reservas de sangre humana almacenadas aquí sólo están analizadas para su consumo, así que la sangre vampírica era nuestra única opción. Y, por supuesto, ese tipo de sangre tiene el beneficio añadido de ser capaz de curar las heridas a una velocidad extraordinaria. Tiene mucha suerte de que su alteza se ofreciera a donarle parte de su propia sangre.

Miré a Kaspar con los ojos como platos debido a la sorpresa, pero cuando nuestras miradas se cruzaron él desvió la suya como si hubiera algo muy interesante al otro lado de la ventana. «Le debo la vida otra vez…»

—Entonces, si soy dampira, ¿por qué sigue latiéndome el corazón?

—Porque un dampiro es más humano que un vampiro. Vivirá como antes y no ansiará la sangre de ninguna manera. Legalmente, sigue bajo el gobierno de los humanos y no del reino. La única diferencia, tal y como le ha señalado el príncipe, es que sus capacidades habrán mejorado ligeramente. La vista y la fuerza, por ejemplo. También es posible que viva más tiempo que un humano medio.

El rey asintió.

—Gracias, Galen. Puedes retirarte.

—En caso de que surjan complicaciones, no dude en mandarme llamar —susurró Galen. Y entonces comprendí por qué había podido oírles cuando se situaron en el extremo opuesto de la habitación. A continuación, el médico inclinó la cabeza y se marchó con Eaglen.

—Fabian, Lyla, concedednos un minuto. Tú quédate, Kaspar —agregó el rey cuando su hijo hizo ademán de seguir a los otros dos. Una vez que la puerta se hubo cerrado a sus espaldas, me dijo—: Señorita Lee, está bajo lo que conocemos como la Protección del Rey y de la Corona, lo cual quiere decir que dañarla de cualquier modo es un crimen punible con la muerte. Ilta Crimson ha huido, pero procuraremos encontrarle. Cuando lo hagamos, será sometido a juicio. Fue Kaspar quien la encontró, y por lo tanto ha sido convocado como testigo. ¿Tiene alguna objeción al respecto?

—No —contesté, y me di cuenta de que me temblaban los labios. Bajo las sábanas, me clavé las uñas en la palma de la mano, pues había descubierto que aquello impedía que me saltaran las lágrimas.

—Entonces nos marchamos ya. Le sugiero que descanse. Siempre habrá alguien cerca por si necesita algo.

Se encaminaron hacia la puerta, aunque Kaspar se entretuvo durante un segundo. La habitación se quedó en silencio y, de inmediato, algo me cerró la garganta. «Miedo». Miré al frente con los ojos muy abiertos. No podía estar sola. Él regresaría para terminar lo que no había acabado.

—Kaspar —susurré. Él se dio la vuelta—. Por favor, quédate.

—¿Qué? —contestó. Se había puesto rígido.

—Por favor, quédate. No… No quiero estar sola.

Se produjo una pausa durante la que nada alteró el silencio. Pero entonces oí la puerta y cerré los ojos, convencida de que se había marchado. El miedo volvió a aumentar y me dejó paralizada. No podía estar sola. El suelo crujió. Se me detuvo el corazón. Oí el ruido de unas pisadas amortiguadas por la mullida alfombra. Y luego el silencio. Despacio, abrí ligeramente un ojo.

Estaba allí, de pie, apoyado contra uno de los postes de mi cama. Su cabello oscuro, casi negro, le caía perezosamente sobre los ojos, sus mechones aclarados por el sol estaban desapareciendo, pues el verano se estaba convirtiendo en otoño. La falta de luz también le hacía la piel más cadavérica, más fantasmagórica. Aunque tal vez tuviera que ver con que yo hubiese comenzado a ver con más claridad.

—Te has quedado.

Levanté la mirada hacia él y asintió.

—No soy tan despiadado como crees.

Silencio.

—Me has salvado la vida. —Fruncí el entrecejo—. Dos veces.

Él se puso a contemplar la alfombra. Yo me puse a mirar las sábanas.

—Sí, supongo que sí. Pero si mueres… Tu padre…, así que…

Hice un rápido gesto de asentimiento. Con los labios fruncidos, desvié la mirada hacia la ventana. Le oí moverse ligeramente.

—Gracias de todas formas. Si no hubieras llegado, no sé lo que me habría hecho.

Agitó una mano en el aire para que me callara.

—¿Lo recuerdas todo?

Parecía estar horrorizado. Yo asentí apesadumbrada.

—Todo, hasta que me desmayé.

Se me pusieron los ojos vidriosos y un escalofrío de asco me recorrió el cuerpo cuando recordé las palabras de Ilta: «Cuando estás viva para sentir la vergüenza, Violet Lee, para sentir que te están violando, es mucho más divertido, ¿sabes?»

Pero Kaspar me había salvado de aquel destino… por muy poco. Él ya me había advertido que me mantuviese alejada de Ilta.

«Fui una estúpida, tremendamente estúpida por confiar en él, por dejar que se acercase a mí. Kaspar tenía razón. Debería haberme mantenido lejos de él. Pero le permití bailar conmigo. Me marché sola del baile. Esto es culpa mía. —Me oculté la cara con las manos, avergonzada de que Kaspar me viera derrumbarme así—. Debería ser fuerte. Debería aceptarlo sin más».

—No llores —dijo con voz grave.

Levanté la vista, extrañada. Tenía los ojos completamente negros y los puños apretados. Abrazaba el poste de la cama con un brazo y casi temblaba. Puede que tuviera la mirada clavada en mí, pero no me veía.

—Morirá por lo que te hizo. Lo torturarán, desgarrarán y quemarán hasta que suplique clemencia, pero no la obtendrá.

—Por favor, no digas eso —rogué cuando unas imágenes horribles comenzaron a invadirme la mente. La bilis me subió por la garganta y tuve una arcada. Sus ojos recuperaron el color esmeralda.

—¿Por qué? ¿No deseas venganza?

Me encogí de hombros. Sus palabras me provocaron una nueva oleada de lágrimas y, para tratar de evitar los sollozos, me concentré en mis puños apretados y me moví bajo las sábanas. Me percaté de que en la habitación hacía mucho calor y de que una capa de sudor me cubría la piel. Puede que el barro y la sangre hubieran desaparecido, pero me sentía sucia, y no de una forma que creyese que el agua pudiera limpiar. Pero en cualquier caso quería intentarlo.

—¿Hay alguna posibilidad de que pueda darme una ducha?

—Sí, por supuesto. Puedes darte un baño, si lo prefieres. —Sus ojos adquirieron un ligero matiz rosado. Yo asentí—. Le pediré a una de las doncellas que te lo prepare.

—¡No te vayas! —insistí.

Esbozó una sonrisa ladeada.

—No lo haré.

Cerró los ojos durante un instante y me vi obligada a mirarle a los párpados. Aquella sonrisa ladeada, un gesto que apenas le había visto hasta entonces, permaneció en su rostro. Estaba a medio camino entre una sonrisa y una mueca de suficiencia.

—Ya te lo están preparando, en el baño de enfrente.

Señaló la puerta con la cabeza.

—Gracias.

Me destapé y, al hacerlo, pude echarle un vistazo a lo que llevaba puesto: sólo una camiseta larga y holgada.

—Te traeré algo de ropa —dijo, y desapareció en el vestidor.

Un instante después, regresó a la habitación y me dio un par de leggings, un jersey largo de lana fina y ropa interior limpia.

—Tienes que conservar el calor —me explicó, y se dio la vuelta. De espaldas a mí, se dedicó a mirar a través de las puertas acristaladas.

Cogí la ropa, me la puse debajo del brazo y me alejé un poco de la cama. Me agarré al poste para sentirme más segura. Sintiéndome como una niña que intenta dar sus primeros pasos, llegué hasta el baño y me ruboricé ante la preocupación de Kaspar.

—¿Estarás bien sola? Estaré en mi habitación, si, bueno…

Asentí. En cuanto abrí la puerta, me envolvió el vapor perfumado y el olor de la lavanda invadió el pasillo. El espejo estaba cubierto de vaho y todos los accesorios del baño goteaban agua, al igual que mi piel cuando colgué la ropa limpia en el toallero más alejado de la bañera. Cuando me acerqué a cerrar la puerta, me di cuenta de que habían quitado la llave de la cerradura.

Cogí una toalla, me desnudé tan rápido como pude y me envolví con ella. No me atreví a mirarme el cuerpo. Traté de quitarme la venda de la muñeca, pero parecía pegada con cola.

Cuando me las arreglé para librarme de ella, limpié un trozo del espejo y contuve el aliento. No quería hacerlo. Pero debía.

Dejé caer la toalla y ahogué un grito. La mayor parte de los arañazos y cortes más pequeños habían sanado; también las heridas más grandes de mi costado derecho, pero en el izquierdo vi cinco tiras de piel brillante que me recorrían los pechos y el abdomen. Toqué la parte de arriba de una de ellas e hice una mueca de dolor. Escocía. Asimismo, me di cuenta de que las cicatrices de mi cuello, que habían sido como dos alfilerazos, eran tan grandes como mi pulgar. Me hundí en la bañera y volví a cubrirme el cuerpo.

Su cara, su risa, su voz untuosa, me invadieron la cabeza y sentí que me tocaba otra vez, oí su respiración jadeante, olí el hedor de la sangre.

«Es mi deber asegurarme de que mueres antes de que llegues a consumar tu destino».

«Y regresará para terminar conmigo. Lo sé. ¿Cómo puedo seguir adelante sabiendo eso?»

Mientras pensaba esto, mi mirada recayó sobre algo brillante que había junto a la bañera. Una cuchilla.

«Piénsalo, Violet. ¿Qué podría hacerte volver? ¿Qué te queda?»

Ya lo había hecho una vez. Pero recordaba la sangre, cuánta sangre había; y en aquel momento me parecía un líquido demasiado precioso para desperdiciarlo. Tampoco quería que me la extrajeran hasta dejarme seca.

De repente, la puerta se abrió de golpe y Kaspar irrumpió en el baño. Pasó a mi lado y me levanté tan rápido como el dolor de mi vientre y la rigidez de mis piernas me lo permitieron para envolverme de nuevo en la toalla.

—No —cogió la cuchilla— Se Te Ocurra —se dio la vuelta y cogió otra cuchilla de una estantería cercana— Volver A Pensar —abrió el armario del baño y sacó varios objetos punzantes— Hacer Eso —cerró el armario— Nunca Más.

Se dio la vuelta para mirarme y vi que los ojos le ardían con mil emociones diferentes. Nos contemplamos con furia el uno al otro.

—No iba a hacerlo —repliqué.

Me senté en el borde de la bañera, a la defensiva y tratando de revisar las barreras que había construido en torno a mi mente.

Kaspar arqueó una ceja.

—Date prisa y lávate. No voy a volver a quitarte los ojos de encima.

Se marchó dando un portazo.

—¡Vale! —grité a su espalda.

Dejé caer la toalla con un gruñido de dolor y me sumergí de nuevo en el agua. Sentí un escalofrío e, involuntariamente, cerré los ojos.

«Si cree que iba a permitir que ese estúpido monstruo llamado Ilta Crimson me perturbara, está totalmente equivocado. Al menos, eso es lo que me voy a obligar a pensar».

Me eché el pelo hacia atrás. Me lo había lavado dos veces y me había frotado la piel otras tres. Cuando puse los pies sobre el suelo del baño me los vi completamente arrugados, pero no me sentía limpia.

Abrí la puerta de mi habitación y oí que alguien estaba rasgando las cuerdas de una guitarra. Kaspar dejó de tocar cuando entré y me siguió con la mirada sentado en el borde de mi cama. Me encaminé hacia el vestidor con la intención de buscar unos calcetines calentitos.

—Lo de no quitarte los ojos de encima va en serio —dijo a mis espaldas.

Me dejé caer en la cama al tiempo que desenrollaba los calcetines.

—Puedes sentarte —comenté cuando se puso en pie de un salto y retrocedió un poco—. No muerdo —proseguí.

Se echó a reír y volvió a sentarse al otro lado de la cama.

—Tú no, pero yo sí. Bonitos calcetines, por cierto. —Señaló la tela gruesa y de color amarillo chillón. Después volvió a juguetear distraídamente con las cuerdas de la guitarra—. Pareces más animada que antes. La mayoría de la gente se habría derrumbado en tu situación.

—Yo no soy la mayoría de la gente. ¿Por qué debería permitir que me afectara? Ocurrió, y ya no puedo hacer nada al respecto… —Me quedé callada, preguntándome por qué demonios le estaba contando aquello.

Continuó tocando.

—Ocultar las cosas no es siempre la mejor opción.

—No estoy ocultando nada. —Me miró con gesto inexpresivo—. ¿Qué hay que esconder? Debería haberte hecho caso y haberme dado cuenta de que Ilta no era trigo limpio, pero no lo hice. Es culpa mía.

Dejó la guitarra a un lado y me miró a los ojos… Era difícil apartarse de aquellos ojos.

—No digas eso. No es verdad y lo sabes.

—Sí lo es. En cualquier caso, ¿por qué iba a importarte?

—¿Así que no quieres que me importe? Bueno, en ese caso, me voy.

Se levantó y se encaminó hacia la puerta.

—No me refería a eso. ¡Por favor, no te vayas!

Se detuvo y se dio la vuelta.

—No me iré si me dices por qué tienes tanto miedo de quedarte sola. —Suspiré y me puse a juguetear con los hilillos sueltos de mis calcetines. Deseé que Kaspar apagara el fuego, porque estaba empezando a sudar otra vez—. ¿Y bien?

—Porque va a volver —murmuré, y sentí que las mejillas se me sonrojaban a causa del fuego.

—Sería idiota si lo hiciera —dijo con una carcajada—. No tienes que preocuparte por eso. Nunca conseguiría atravesar los límites. De verdad —añadió al ver la expresión de mi cara, que yo sabía que era de incredulidad.

«Tú no oíste lo que dijo —pensé—. Tú no sabes cómo lo dijo. Iba en serio. Me quiere muerta».

—Deja de reírte.

Cogí mi almohada y se la lancé. Él, por supuesto, la agarró y me la devolvió con más fuerza. Me dio justo en el pecho, y ahogué un grito de dolor cuando me golpeó las heridas aún sin curar. Las estudié con la mirada, y Kaspar hizo lo mismo.

—Sanarán.

—Ojalá desaparecieran sin más.

Frunció el entrecejo y volvió a coger la guitarra.

—No tienen tan mal aspecto, ¿sabes?

Arqueé una ceja.

—En realidad sí.

—No.

—¡Sí!

—¡No!

—¡Quita los zapatos de mi cama!

Y así seguimos durante horas, hasta que el sol comenzó a ponerse. Intercambiamos bromas implacables, tontas, ingeniosas, en uno y otro sentido hasta que entre los dos agotamos casi todas las acepciones que da el diccionario de sarcasmo. Aquello enmascaró lo que se estaba gestando por debajo.

Hasta que Kaspar estiró un brazo y encendió la lámpara de mi mesilla de noche no me di cuenta de lo tarde que era.

—¿Crees que podrás dormir? —preguntó Kaspar.

Bostecé.

—Ahí tienes la respuesta.

Hizo un lento gesto de asentimiento con la cabeza. Un zumbido rompió el silencio. Kaspar se incorporó a toda velocidad, como si le hubiera picado una avispa, y se sacó el teléfono de un bolsillo de los vaqueros. Estudió la pantalla durante un instante y luego soltó un taco.

—¿Qué?

—Mira, voy a tener que marcharme. Tengo que encargarme de una cosa.

Se levantó de la cama y volvió a guardarse el móvil en el bolsillo.

—¡No te vayas! No creo que pueda dormirme si te marchas —le rogué, tratando de contener las lágrimas.

La oscuridad iba extendiendo su manto y todos y cada uno de los rincones de la habitación me resultaban amenazadores. Fuera, el viento rugía entre los árboles y aquel sonido me resultaba terrorífico, puesto que ya sabía lo que aquellos árboles podían esconder.

Abrió mucho los ojos.

—Tengo que resolver esto. Regresaré en cuanto pueda, ¿de acuerdo?

Salió a toda prisa de la habitación y yo, sintiéndome desprotegida, corrí hacia el aseo del vestidor, cogí la pastilla de jabón y comencé a lavarme las manos y la cara con agua helada.