VIOLET
—¿Puedo mirar ya? —pregunté con los ojos todavía cerrados mientras Lyla me guiaba hacia el espejo.
—No, todavía no.
Sentí un pequeño tirón cuando me cogió un mechón de pelo y se lo enredó en el dedo antes de fijarlo con una horquilla.
—Vale, ya puedes mirar —dijo con entusiasmo.
Abrí los ojos y vi a una extraña que me devolvía la mirada con unos ojos de color violeta iluminados por la sorpresa.
—¿Esa soy yo?
Lyla asintió sin dejar de examinar su creación. Hizo gestos a dos de las doncellas para que abandonaran la habitación mientras yo me miraba de arriba abajo en el espejo, sin apenas creerme que la persona que se reflejaba allí fuera yo.
Tenía el cabello oscuro, negro, ligeramente ondulado y me caía justo por debajo de los hombros. Mi flequillo y algunos de los rizos más obstinados estaban recogidos con un minúsculo pasador en forma de rosa a un lado de mi cabeza. Toda mi piel lucía un mismo tono, un blanco pálido y apagado, y apenas llevaba maquillaje, tan sólo un poco de rímel, perfilador de ojos y un ligero toque de sombra de ojos. En torno a mi cuello descansaba una gargantilla de encaje negro adornada con otra rosa. Sentía la presión sobre mi tráquea cuando mi pulso palpitaba contra la delicada tela.
Pero era el vestido lo que había provocado la verdadera transformación. Era un vestido de baile sin tirantes y de color violeta. No era una mera coincidencia, por supuesto. El escote era en forma de corazón y un corsé me moldeaba la silueta hasta la cintura. Miles de diminutas cuentas de cristal se extendían por el pecho y por uno de los costados del corsé. La falda tenía mucho vuelo y también estaba cubierta de cuentas de cristal hasta casi rozar el suelo. Mataría por un vestido como aquel. Mataría.
Volví a echarle un vistazo a mi piel de aspecto cetrino. El colorete era un tabú en el mundo de los vampiros, así que no me lo habían puesto. Tenía un aspecto enfermizo, pero ¡estaba muy atractiva!
—Toma, necesitarás esto —me dijo Lyla al tiempo que me pasaba unos guantes de color blanco cristalino. Me los puse y vi que me llegaban justo por encima de los codos—. No te los quites en ningún momento —me ordenó, y yo asentí y me volví para mirarla con atención por primera vez.
El habitual tinte rosa de su pelo había desaparecido y en su lugar lucía un tono avellana oscuro. Lo llevaba recogido, aunque unos cuantos mechones sueltos le enmarcaban el rostro. Su vestido era de color esmeralda y dejaba desnuda la espalda. El resto del tejido fluía hasta el suelo, donde formaba una pequeña cola. Llevaba muy poco maquillaje… Aunque tampoco lo necesitaba.
Sobre el vestido, se puso una banda esmeralda que llevaba estampado el escudo de armas de los Varn en color plata. La única doncella que se había quedado en la habitación se adelantó y le colocó a Lyla una exquisita, por no decir carísima, tiara de diamantes en la cabeza. También le entregó un par de guantes blancos casi idénticos a los míos.
—Bueno, creo que estoy lista, y no cabe duda de que tú también lo estás. Debo decir que eres mi más impresionante logro —fanfarroneó.
—Gracias —farfullé sarcásticamente.
—Casi podrías hacerte pasar por vampira —prosiguió mientras la doncella la ayudaba a ponerse una cadena de plata alrededor del cuello. Me volví hacia el espejo. «¿De verdad estoy tan cambiada? ¿Puedo pasar por vampira?»
La respuesta era «no». Aún veía una vena palpitante en mi cuello, apreciaba el rubor natural que me coloreaba las mejillas, sentía el latido estable de mi corazón. No poseía ni la gracia ni la elegancia de los vampiros y despreciaba totalmente todo lo que ellos representaban. Y, por supuesto, sabía que mi olor los atraería.
Sentía mariposas en el estómago, y un minúsculo temor me envenenó el cerebro. Oía los sonidos amortiguados de la orquesta que tocaba en el piso de abajo y el golpeteo de muchos pies moviéndose sobre el duro suelo de mármol. El exterior de la mansión era un hervidero de actividad, pues no paraban de llegar coches y los mayordomos y aparcacoches se afanaban por atender a los invitados. Cada vez que oía la incoherente voz de alguien que hablaba en el piso de abajo, el estómago se me retorcía y me hacía tambalear. Incluso el reloj parecía burlarse de mí mientras las manecillas se arrastraban hacia la media noche.
—¿Con quién me has dicho que ibas? —pregunté para mantenerme entretenida y no pensar.
—Mi primo segundo. Ha sido concertado, claro. Un favor a mi tía —explicó Lyla con tono de desagrado, claramente molesta por no haber podido opinar sobre el asunto.
—¿Es feo?
Enarcó una ceja perfectamente esculpida.
—¿Has conocido a algún vampiro que sea feo? —Negué con la cabeza—. Exacto, porque no existen. Pero mi primo tiene un ego exasperantemente desmesurado. Bailará las dos primeras piezas y luego desaparecerá. Tendremos suerte si lo encuentran esta noche.
Frunció el entrecejo y luego murmuró algo incomprensible.
—Entonces desearías haber podido ir con otra persona, ¿no? —pregunté con tono despreocupado.
—Sí. Y sé exactamente con quién habría ido —suspiró. Se le nublaron los ojos, pero puede que no fuera más que un efecto de la luz, porque en seguida se irguió y sonrió—. ¿Lista?
Justo en aquel momento alguien llamó a la puerta y la doncella se apresuró a ir a abrir.
Fabian entró en la habitación vestido con un frac oscuro y una camisa blanca que le quedaba como un guante y se le ajustaba al torso hasta desaparecer bajo una faja azul marino. Llevaba el pelo rubio más brillante y arreglado que de costumbre. Un triángulo de tela blanca sobresalía del bolsillo de su chaqueta y también lucía un par de guantes blancos.
—¡Vaya! —exclamó recorriéndome con la mirada—. ¡Lyla, has obrado maravillas!
Me sonrojé. No estaba muy segura si debía tomarme aquello como un halago o como un insulto.
Los ojos de Lyla adquirieron un matiz ligeramente rosáceo y la vampira bajó la mirada.
—Oh, no ha sido nada.
Me di cuenta de que ni ella ni Fabian reconocían el mérito de las doncellas, que habían hecho la mayor parte del trabajo.
Lyla se acercó a mí y me dio un ligero beso en la mejilla, pero no antes de susurrarme al oído:
—Cuida de él.
La vi alejarse en dirección a su enorme vestidor. Se mordía con uno de sus colmillos el labio inferior, que le temblaba. Se me formó un nudo en la garganta. ¿Cómo había podido ser tan tonta? Era Fabian con quien quería ir. Aquello explicaba la expresión de la cara de Lyla cuando él me había invitado a ir al baile. «Pero ¿lo sabe Fabian?»
—Es hora de irse.
Me sonrió y entrelazó su brazo con el mío, así que no me dio tiempo a reflexionar sobre mi pregunta. Me condujo hasta el piso de abajo, donde nos unimos al gentío que se dirigía hacia el salón de baile. Unas cuantas cabezas se volvieron hacia mí y me fui sonrojando cada vez más y más. Fabian recibió unos cuantos gestos de saludo de hombres con pinta de aristócratas —«¡Vampiros!»— y me tensé, aterrorizada.
—Relájate —murmuró Fabian en voz baja—. Estás a salvo, te lo prometo.
Asentí, insegura, sin tener el valor de decirle que en verdad era su contacto lo que hacía que me estuviese poniendo rígida.
Poco a poco, avanzamos hacia las puertas dobles que daban al salón de baile. Oí vagamente a Fabian quejarse de que la gente no debería quedarse merodeando por la entrada, pero en realidad no lo estaba escuchando. Una cabeza de largos rizos rubios entretejidos con una guirnalda de flores rojas me bloqueaba la vista.
De nuevo, avanzamos unos cuantos centímetros más. Tenía miedo de que si Fabian se detenía mis pies se agarrotaran y se negaran a moverse o, peor aún, que se me doblaran las rodillas. Estaba convencida de que si me caía no volvería a levantarme… Me habían apretado tanto el corpiño del vestido que tenía que mantener la espalda completamente recta si no quería correr el riesgo de que una de las ballenas me atravesara.
Descubrí que si me ponía de puntillas podía atisbar la luz centelleante de un millar de velas negras en la lámpara de araña. El rumor de las voces en el vestíbulo de entrada se había mezclado con el tenue sonido de los violines y del coro, y con el eco de lo que parecían ser mil voces más.
En una oleada, la muchedumbre avanzó, y los que estaban delante de nosotros entraron en tropel a través de las puertas dobles hasta desembocar en el pasillo en el que un día Kaspar se había enfrentado a mí por el asunto de Thyme. Fabian, tal vez confundiendo mi tensión con miedo, me atrajo hacia sí.
Atravesamos el umbral y la mujer de los rizos rubios y su pareja viraron hacia la izquierda para bajar por una de las dos escaleras que llevaban a la pista de baile. Entonces pude distinguir por fin la habitación.
Ahogué un grito de asombro.
Había cientos de parejas reunidas, las damas con elegantes vestidos de baile y los caballeros con frac. La única fuente de luz era la lámpara de araña, que proyectaba un remanso de luminosidad sobre el centro del salón de baile. Los camareros, vestidos de blanco, se movían entre los invitados llevando copas altas llenas de un líquido que, con toda seguridad, no era vino.
Cuando entramos varias cabezas se volvieron. Miradas de todos los colores nos observaban con curiosidad.
—¿Es esa? ¿Es la humana?
—No parece humana…
Algunas voces destacaron sobre el murmullo constante, y cada vez más y más gente se dio la vuelta para escrutarnos. Pero no me importó. Mirara a donde mirase, había vestidos oscuros y vaporosos, casi todos de colores carmesíes intensos, como la sangre, y marrones y negros, y diferentes tonos de azul noche. Me agarré a la barandilla de la especie de platea en la que estábamos con un entusiasmo febril, sin aliento ante la demostración de que mis sueños infantiles sobre los bailes de cuento de hadas eran verdad.
Todas las personas de la sala parecían oscuras, intimidantes, cuando aquella suave luz iluminaba sus rostros acechantes, macilentos. No eran perfectas, como siempre decían las historias: eran demasiado inmorales como para serlo. Pero estaban lo más jodidamente cerca de la perfección que podía llegar a estar la naturaleza.
—¿Violet?
Me volví y vi a Fabian dedicándome una enorme sonrisa, con una mano posada en la mía para tranquilizar mi ánimo.
—Es precioso —susurré.
—Como tú —contestó también en un susurro.
Titubeé al sonreír y mi mirada no paró de danzar arriba y abajo mientras me esforzaba por buscar la suya.
—Yo…
—Vamos —dijo, y tiró de mí hacia la escalera de la izquierda.
Bajamos y comenzamos a serpentear entre la multitud. Algunos se apartaban con un respetuoso silencio cuando nos cruzábamos en su camino; otros se daban la vuelta, contrariados. Fabian me guiaba y echaba vistazos a nuestro alrededor. De repente vi que un ceño adornaba su rostro. Farfulló algo que no pude oír, pero en seguida su expresión volvió a relajarse. Me agarró de la mano y empezó a hacerme retroceder entre aquel enjambre de personas que zumbaban como moscas.
—Fabian, ¿adónde vamos exactamente? —le pregunté al darme cuenta de que me conducía hacia algún sitio concreto.
—A ver a mis padres.
—¡Qué! —exclamé. Debí de poner cara de pánico, porque me lanzó una mirada de «sé razonable».
De todas formas, me negué a seguir avanzando y protesté hasta que desistió.
—Más tarde, entonces —me advirtió por encima del sonido de la orquesta, que, en el extremo opuesto de la sala, afinaba los instrumentos con el inmenso piano. La música suave y tranquilizadora había desaparecido. En su lugar, los violines dieron tres notas largas, estrepitosas y escalofriantes, y se lanzaron a la fanfarria más agobiante que había oído jamás.
Comenzó a sonar el ritmo militar de un enorme timbal y los violines lo siguieron con unas notas nítidas e implacables. Los cuernos, profundos y atronadores, empezaron a retumbar por toda la sala.
La multitud se dividió en dos y formó un camino serpenteante que llevaba desde las enormes puertas hasta el trono, situado en el otro lado de la estancia. El vello de la nuca se me erizó cuando el espeluznante sonido de un coro se sumó a la música.
Se me heló la sangre.
—¿Qué está pasando? —le pregunté en voz muy baja a Fabian.
Era extremadamente consciente de que los vampiros que había frente a nosotros no dejaban de mirarnos. Daba igual lo que estuviera sucediendo, no me gustaba: un espíritu inoportuno comenzó a hacerse con el control de mi cuerpo y me hacía temblar, me revolvía el estómago y me debilitaba las piernas.
—Llegan los Varn —fue la única respuesta que obtuve.
El entusiasmo se extendió entre la multitud mientras esperaba. Su exaltación era tal que los invitados parecían arremolinarse como si fueran una corriente de agua multicolor, moviéndose todos a una. Me di cuenta de que la mayoría de aquella gente probablemente viera a sus gobernantes en contadas ocasiones, y que debía de llevar mucho tiempo esperando aquella aparición. «Y yo tengo la posibilidad de lanzarle un nuevo insulto al príncipe cada día. Qué suerte la mía».
Una corriente de aire ascendió desde el suelo y agitó mi vestido y mi cabello. Sobre nuestras cabezas, las velas crepitaron en sus recipientes. La habitación pasó de la luz a la oscuridad y de nuevo a la luz cuando el suave resplandor otoñal de las velas regresó.
«¡Corre!», gritó de repente mi voz.
Se me estaba cerrando la garganta, la piel me ardía a causa de la anticipación absorbente y atenazadora que me dominaba. No me quedaba voluntad, no me quedaban fuerzas para detener aquel deseo irracional, aquella necesidad irracional de posar la mirada sobre ellos… Ellos, aquellos depredadores tan aptos para destruir mi especie.
«¡Huye de la rosa!»
Se me aceleró la respiración, no me llegaba suficiente oxígeno al cerebro. Noté una sensación extraña en la mano y, a través de los guantes, sentí algo frío. Una presión delicada. Bajé la mirada y vi la mano enguantada de Fabian aferrada a la mía, agarrándome como si creyera que iba a salir volando en cualquier instante.
—No dejes de respirar, pasará en un segundo —dijo en un murmullo.
Yo asentí, temblorosa y con la mirada nublada.
«¡Corre antes de que sea demasiado tarde! ¡Huye ahora!»
La música no paraba de crecer y crecer, me saturaba los oídos y, mientras iba in crescendo, me descontroló por completo los latidos del corazón.
«¡Huye o arriésgate a ascender al trono!»
Las velas se apagaron cuando un viento feroz se propagó por el salón de baile al abrir las enormes y grandiosas puertas. «Los Varn». El rey descendió la escalera en medio de aquella oscuridad absoluta… pero las tinieblas se convirtieron en un resplandor titilante cuando él chasqueó los dedos. Sobre su cabello oscuro descansaba una asombrosa corona hecha de algún metal que parecía ser líquido, que se adaptaba a sus movimientos cuando las oscuras esmeraldas destellaban en sus engastes de plata. Sobre ellas, dentro de cuatro cristales, había un líquido rojo y fluido.
«¡Huye o conviértete en una de ellos!»
Dejé de respirar y tuve náuseas. Se me cerró la garganta. Mi visión se tornó borrosa, y la habitación comenzó a dar vueltas a mi alrededor. Me llevé una mano al pecho; me sentía como si mis costillas estuvieran a punto de partirse, cerrándose en torno a mi corazón, que ya no latía a ningún ritmo concreto.
El resto de la familia apareció tras él y pude apreciar todo el empaque de la realeza vampírica. Eran treinta, tal vez más, todos vestidos de negro o esmeralda, con bandas sobre los hombros. Sus parejas se agarraban a sus brazos y miraban al suelo. Kaspar iba justo detrás de su padre, con Charity asida a su brazo.
Una ola recorrió la multitud, todos hicieron venias y reverencias. Yo también lo hice una vez que el rey llegó a nuestra altura. Hice una reverencia muy pronunciada, sin soltar la mano de Fabian. Pero comenzaron a flaquearme las piernas cuando fui a erguirme de nuevo y algo siniestro, algo que no era mi propia mente, estalló en mi cabeza con un gran estruendo.
«Échate a tierra, criatura mortal. No eres digna. Muere antes de que el destino te atrape. Muere, criatura. Muere antes de que sea demasiado tarde».
Mis párpados languidecieron, mis rodillas cedieron y empecé a caer al suelo, preparada para sucumbir.
«¡Huye de su pecado!»
Abrí los párpados de golpe y alguien me estaba levantando. Una mano consoladora sostenía la mía y un par de ojos azules me observaban con preocupación.
—¿Violet?
Me llevé la mano que tenía libre al pecho y me arañé, desesperada por librarme de aquella oscuridad que me atenazaba, por sentirme libre de su estranguladora presencia. Kaspar pasó a nuestro lado y desvió la mirada para buscar la mía. Una sombra de inquietud le atravesó el rostro durante un instante, justo antes de que volviera a mirar hacia el frente. La cabeza me palpitaba. La familia llegó al estrado y formó una fila frente a sus súbditos. El rey continuó hasta su trono y se volvió para mirarnos a todos.
Un reloj dio las doce en las profundidades de la mansión. Doce estallidos reverberantes, y todos y cada uno de ellos me helaron la sangre.
«El tiempo no será infinito para siempre, Violet Lee. Se está acabando».
—Bienvenidos, damas y caballeros, al Equinoccio de Otoño.
«¡Huye!»