VIOLET
El 28 de agosto llegó mi cumpleaños, y con él pocos motivos de alegría. Había mantenido la mente bien protegida desde el momento en que establecí la conexión entre la muerte de la reina y mi padre, así que nadie se dio cuenta de que era un año mayor.
Debería haber estado por ahí celebrándolo, disfrutando de mi primera bebida alcohólica legal. Sin embargo, estaba atrapada en un salón lleno de vampiros, porque permanecer despierta me parecía una opción mejor que correr el riesgo de sufrir otra pesadilla. Eran infinitas, y no me creía lo que me decía Fabian ni por asomo: eran reales. El frío que sentía todas las mañanas me lo confirmaba.
El fuego titilaba perezosamente en el hogar y su calor casi me abrasaba las piernas. Las cortinas largas, rojas y negras estaban echadas sobre las ventanas y fuera se oían los aullidos del viento. La luna estaba medio llena e iluminaba débilmente el estanque de los jardines.
Me aparté de la ventana a través de cuyas cortinas había estado observando la llegada de más nubes. Nunca había visto un agosto así, con tan mal tiempo. Una tormenta tras otra se obstinaban en arruinar el verano, así que hacía mucho tiempo que había abandonado cualquier esperanza de que llegaran los días cálidos. Tampoco era que a los vampiros les importara. Me dejé caer sobre el mullido sillón que había junto al fuego. Yo era la única persona de la habitación que se daba cuenta de cuánto calor desprendía.
Escuché a Cain, Charlie, Felix y Declan mientras jugaban al póquer. De vez en cuando, alguna exclamación de «¡Trampa!» rompía la quietud del salón. Lyla estaba tumbada con su teléfono en el sofá, moviendo los dedos a toda velocidad sobre la pantalla, sonriendo para sí. Kaspar estaba sentado en el rincón más oscuro rasgando al tuntún las cuerdas de su guitarra. Apartaba la mirada cada vez que oía su nombre.
Volví a mirar al fuego buscando consuelo en las llamas que lamían la rejilla. Fascinada, lo contemplé durante un minuto antes de darme cuenta de que alguien me estaba observando. Fabian, sentado en la silla que había frente a mí, me miraba con curiosidad, como si estuviera tratando de descifrar algo.
—No has tenido un cumpleaños muy agradable, ¿no? —me preguntó en voz baja.
—¿Cómo lo sabes? —«Yo tenía la mente cerrada…»
Sonrió y la malicia centelleó en sus ojos.
—Te he buscado en internet.
Volví a recostarme en el sillón, que se amoldó a mi espalda.
—Ya que lo preguntas, no, no ha sido agradable.
Su sonrisa no desapareció.
—Creo que tal vez sepa lo que podría animarte.
Enarqué una ceja.
—No hablarás de la cena, ¿verdad?
Se echó a reír.
—No, nada de eso. Dentro de un par de semanas habrá un baile real. Los humanos pueden asistir si se los invita —explicó como si tal cosa. Entorné los ojos, tenía la inquietante sensación de saber hacia dónde se dirigía aquello—. Es divertido, y hay bailes y todo tipo de música. Te animará. Puede que incluso veas otra faceta nuestra y del reino. En cualquier caso, me preguntaba si tal vez te gustaría ir —terminó.
Volví a enarcar la ceja.
—¿Quieres decir que si me gustaría ir contigo? —le pregunté.
—Bueno… sí.
Hice una mueca.
—Verás, tengo una agenda muy apretada, me paso el día evitando que me chupen la sangre, así que tendré que comprobar si estoy libre. Pero puedo tomar nota de ello provisionalmente, si quieres.
Una enorme sonrisa de oreja a oreja le iluminó el rostro y volvió a reírse. Después se puso en pie y me arrastró con él. Los cuatro chicos habían dejado de jugar al póquer para observarnos, y Lyla miraba con disimulo por encima de su teléfono con la boca abierta a causa de la sorpresa. Incluso Kaspar levantó la vista desde su oscuro rincón y me escudriñaba con su mirada penetrante.
—Eso estaría muy bien… Me gustaría… —Se agachó para hacerme una reverencia y me cogió la mano para darme un beso en los nudillos. La vergüenza me hizo abrir los ojos como platos—. Me gustaría que usted, señorita Violet Lee, me concediera a mí, lord Fabian Marl Ariani, conde de Ariani, el honor de acompañarme al baile. Con zapatitos de cristal y todo.
Se produjo una pausa mientras intentaba digerir su numerito.
—Si no me queda más remedio… —contesté, mirando al techo.
Su sonrisa se hizo más amplia y se irguió de un salto. Miré a los demás. Todos estaban sonriendo, a excepción de Kaspar y Lyla, cuyos rostros eran totalmente impenetrables.
El corazón se me aceleró un poco, debido al miedo, la incredulidad, y cierto entusiasmo.
—Sólo hay un pequeño problema —dije.
—¿Cuál es? —quiso saber Fabian.
—Que no sé bailar.
Adoptó una expresión de satisfacción y la malicia volvió a revolotear en sus ojos una vez más.
—Bueno, eso se puede arreglar.