KASPAR
—Me parece que ya habéis hablado bastante. ¿No estás de acuerdo, Lee? —le espeté al tiempo que cerraba la puerta del salón y dejaba a Violet fuera.
—Vuelve a pasármela, Varn.
Me eché a reír, consciente de que mi padre me observaba desde lejos y escrutaba mis palabras.
—No. Tenemos que hablar de negocios.
El sonido de la respiración de Michael Lee cesó al otro lado de la línea. Se había apartado el teléfono de la boca. Al fondo, le oí debatir acerca de qué debía decir, presumiblemente con uno de sus venenosos consejeros, que estaban decididos a hacernos la vida imposible.
—Me niego a hablar directamente con cualquier persona que no sea uno de vuestros embajadores o el rey —contestó al fin Michael Lee con frialdad.
—Vaya, pues has tenido mala suerte, Lee. Soy el heredero, y cualquiera de los asuntos de mi padre es también asunto mío. Si eso te supone un problema, háblalo con los consejeros del rey. Ah, espera, yo también soy uno de los consejeros.
Oí que los engranajes de su cabeza se movían. La esposa de Sky, Arabella, cogió a sus dos hijas, la mayor de las cuales tan sólo tenía dos años, y las sacó de la habitación mientras murmuraba algo sobre que no le gustaba la política. Había dejado muy clara su posición respecto a Violet: desaprobaba todo aquello. Tanto era así, que al principio se había negado a acompañar a Sky en su visita desde Rumanía.
—Entonces tú me valdrás —se mofó. «Es igual que su hija»—. Supongo que conoces a John Pierre.
«¿John Pierre? Sí, lo conozco bien».
—Por supuesto.
—Y deduzco que eres consciente de que fue a su hijo a quien matasteis en Trafalgar Square.
—Claro.
—Entonces estoy seguro de que no te pillará por sorpresa oír que no está muy contento.
«No me digas, Sherlock».
—No me sorprende en absoluto.
—Los hombres que se mueven por venganza son los más peligrosos. Ten cuidado, Varn —gruñó Michael Lee.
Todos los presentes en la habitación tenían la mirada clavada en mí. La de mi padre era la más destacada, a la escucha, esperando mi reacción.
—Eso apenas es una amenaza, Lee. Te das cuenta de que nuestro reino podría reducir a la mitad la población de este país en un día, ¿verdad?
Tic, tic, sonaba la mente humana.
—Puede que seas una sanguijuela, Varn, pero no creo que estés hecho para el genocidio.
—Tal vez no, pero no me importaría en absoluto empezar por tu hija.
Las palabras apenas habían salido de mi boca cuando Sky estiró la mano para coger el teléfono. Era evidente que mi hermano había decidido que yo ya había provocado suficiente daño. Se lo cedí alegremente, y él continuó la conversación. Mi padre desvió la atención hacia él. Jag se acercó a mí y me dio un codazo debajo de las costillas.
—Mírate, hermanito, tratando de política. Si no te conociera, pensaría que te has sometido a un cambio de personalidad. —Entonces bajó la voz y se dio la vuelta para darle la espalda a Mary, su novia—. Buen ejemplar para ser humana. —Me guiñó un ojo y se fue a cubrir a Mary de halagos. «No ha cambiado en el tiempo que ha estado fuera», me dije.
Salí con sigilo de la habitación, cansado de la charla. La chica estaba sentada en el último escalón, encogida sobre sí misma, con la cabeza sepultada entre los brazos. No oí sollozos, aunque cuando levantó la cabeza seguía teniendo los ojos rojos e hinchados, pero le brillaban con una chispa de esperanza que se convirtió en una mirada acusadora en cuanto se dio cuenta de que no llevaba el teléfono en la mano. Se encogió aún más y se pegó a la barandilla cuando pasé ante ella. Me siguió con la mirada y creí oírla murmurar que era un capullo.