VIOLET
La mañana del 7 de agosto Fabian entró en mi habitación. Se había desvanecido ya una semana, así como mis esperanzas de salir de allí. El lado bueno era que la puta de Charity se había marchado.
—Tu familia está saliendo en las noticias. ¿Quieres venir a verlo? —me preguntó después de explicarme que ya podía volver a salir de la habitación. Lo seguí. Una diminuta chispa de esperanza volvió a encenderse en mi interior cuando entramos en el salón y vi una foto mía —una del colegio… ya podrían haber elegido otra— llenando casi toda la pantalla. Sobre ella podía leerse la palabra DESAPARECIDA. Los demás estaban reunidos en torno a los sofás, mirando la pantalla. La sintonía del informativo retumbaba y las imágenes de varias historias centelleaban en la televisión a toda velocidad.
La música terminó y la presentadora sentada a la izquierda levantó la vista de su portátil.
—Violet Lee, hija del ministro de Defensa, Michael Lee, ha sido declarada hoy oficialmente desaparecida. —Mi cara volvió a aparecer en la pantalla—. La señorita Lee fue vista por última vez el 31 de julio alrededor de la una de la madrugada en la zona de Trafalgar Square. Se teme que podría haber presenciado la matanza de treinta hombres, conocida como El Baño de Sangre de Londres, y haber sido secuestrada por los asesinos. La Policía Metropolitana, que está ampliando la búsqueda al área del Gran Londres, no ha confirmado esta hipótesis.
La imagen dio paso a un vídeo de varios agentes de policía con perros sabuesos investigando a las afueras de Londres. Me aferré al respaldo del sofá cuando sentí que me flaqueaban las piernas.
—Se ha confirmado que un zapato de tacón encontrado en la escena del crimen pertenece a la señorita Lee, aunque la policía ha descartado la posibilidad de que ella pueda ser considerada sospechosa. —Detrás de la cabeza del presentador de la derecha apareció una imagen de mi zapato en una bolsa de plástico transparente—. Han surgido preguntas respecto a por qué no se ha denunciado antes la desaparición de la señorita Lee, y hoy el ministro de Defensa ha cedido a la presión pública y ha ofrecido una declaración.
Apareció mi padre, aferrado a la mano de mi madre. Estaban sentados detrás de una mesa y un montón de periodistas les sacaba fotos y los asediaba con grabadoras. Tras ellos, en una pantalla azul, podía verse una foto mía de gran tamaño y el número de teléfono de información que se había habilitado a propósito. Me faltó el aire cuando los vi, especialmente cuando me percaté de que a mi madre le caían lágrimas por las mejillas. La expresión de mi padre era serena, controlada.
—Estamos trabajando con la policía para intentar encontrar a nuestra hija, y nos gustaría agradecerles su apoyo —dijo mi padre con la voz firme frente a un micrófono.
Otro periodista se puso en pie y elevó la voz por encima del alboroto:
—¿Cree que esto podría estar relacionado con los detractores de su decisión de enviar más tropas a Oriente Medio?
Mi padre hizo un gesto de negación con la cabeza.
—No voy a hacer comentarios sobre política. Este no es ni el momento ni el lugar adecuado. Sólo queremos recuperar a nuestra hija. La echamos de menos.
En ese instante mi madre se derrumbó y comenzó a sollozar. A pesar de eso, pude oír sus súplicas: quería que su hija volviera a casa.
Me escocían los ojos, yo también estaba a punto de llorar. Quería estirar la mano y tocarla. Quería consolarla, decirle que estaba bien a pesar de que no era cierto, a pesar de que no saldría de aquella si continuaba siendo humana. Las lágrimas me rodaban por las mejillas. Estaba paralizada: quería dejar de verlo, pero era incapaz de apartar la mirada de la pantalla. Fabian me puso una mano en la parte baja de la espalda. Lo rechacé.
—Desde que Michael Lee ocupó el puesto de ministro de Defensa en la sombra estando en la oposición y luego obtuvo el cargo con la elección de su partido hace tres años, la familia ha sufrido una serie de aflicciones sin parangón. Hace cuatro años, a la temprana edad de diecisiete años, el hijo mayor de los Lee, Greg Lee, murió a causa de una sobredosis de heroína. En octubre del año pasado, a Lillian Lee se le diagnosticó leucemia y actualmente está en tratamiento. —La reportera guardó silencio y sentí que me quedaba sin sangre en la cabeza. El aire dejó de llegar a mis pulmones porque me olvidé de respirar—. Ahora tenemos un mensaje de Lillian.
Lily, mi preciosa hermana Lily, apareció en la pantalla. Estaba tumbada en una cama de hospital con un montón de cables colgándole de las muñecas. Estaba más pálida que los parásitos que me rodeaban, pero sus brazos daban la sensación de tener un ligero tono verdoso. Tenía los ojos hundidos e inyectados en sangre, y su aspecto era frágil y débil, a excepción de sus mejillas, que estaban hinchadas a causa de los esteroides. Estaba calva, pero no importaba. Era mi preciosa hermana pequeña, con cáncer o sin él. Parecía muy enferma, pero yo sabía que se debía al tratamiento.
Le colocaron un micrófono debajo de la boca, y comenzó a pronunciar palabras con la voz un poco ronca. Era evidente que le costaba trabajo hablar.
—Vi… Violet, sé que estás ahí. Te… te dejarán marchar y volver a casa. —Cerró los ojos y una expresión de paz le inundó el rostro.
La imagen regresó al plató de los informativos, y los presentadores, con aspecto de sentirse incómodos, empezaron a explicar cómo ponerse en contacto con la policía para facilitar información.
Horas después, continuaba aturdida. Aturdida y fría. No sentía nada: ni dolor ni esperanza, ni felicidad ni miedo. Nada.
Fabian me estaba abrazando, y dejé caer la cabeza sobre su hombro. Bajó un brazo hasta colocármelo en la cintura y me atrajo hacia sí. Me había quedado sin lágrimas, cosa que supe que lo alegraría… Fabian tenía la camiseta mojada. Mil y un pañuelos descansaban en una papelera cercana, y tenía la nariz irritada y los ojos rojos e hinchados.
—No llores más, ¿vale? No permitiré que llores más. Tu familia querría que fueras fuerte, ¿no?
La preocupación se reflejaba en su rostro anguloso y confería cierta belleza a sus facciones.
Asentí y me froté la nariz. Su cara se relajó un poco. Parpadeé y me di cuenta de que los demás me estaban rodeando. El rey, Lyla, Kaspar, Cain, Thyme, Charlie, Felix, Declan y dos hombres a los que no reconocí. Al lado de cada uno de ellos había dos bellas mujeres, una con un bebé en un brazo y un niño agarrado de la mano. Tanto los hombres como los niños compartían los mismos cautivadores ojos de color esmeralda.
«Sky y Jag —pensé—. Tienen que serlo, con esos ojos».
El que tenía familia parecía mayor, así que supuse que sería Sky; Thyme me había dicho que era el mayor. Supuse que las mujeres hermosas eran sus compañeras. Ninguna de ellas parecía pasar de los veinticinco años. Una vez que hube observado a los recién llegados, bajé la cabeza y clavé la mirada en mi regazo. Me sentía como un león enjaulado.
Kaspar carraspeó y levanté la vista para encontrármelo con un teléfono en la mano. Me lo ofreció.
—Dos minutos, nada más.
Me quedé mirando el aparato llena de incredulidad.
—Vamos, haz un esfuerzo —murmuró Fabian con una ligera sonrisa en los labios—. Lo necesitas.
Contemplé el teléfono con inseguridad, no tenía claro si quería hacerlo. «¿Y si me hace sufrir más?»
«Pero quieres hacerlo, ¿verdad?», se mofó mi voz. Y supe que tenía razón. Le arrebaté el aparato de las manos y salí a toda prisa de la habitación. Tenía las manos agarrotadas y sujetaba el teléfono como si fuera una recién nacida.
—¡Recuerda que podemos oír todo lo que decís! —gritó Kaspar cuando cerré la puerta del salón a mis espaldas y me senté en la escalera.
No le presté atención y marqué el número de mi casa. Oí la señal y contuve el aliento. Se me aceleró el corazón cuando el segundo tono dio paso al tercero, y el tercero al cuarto. Estaba nerviosa. No sabía por qué.
—¿Hola?
Se me cayó el corazón a los pies y se me escapó un gemido. Las palabras se me ahogaban en la garganta.
—¿Papá?
—¿Violet? —contestó llena de asombro aquella voz tan familiar.
—Sí —murmuré con debilidad. Me fallaban las palabras.
Oí una especie de crujido, como si mi padre tapara el micrófono, y me pareció distinguir voces que hablaban acaloradamente al otro lado de la línea. Entonces hubo otro chasquido y regresó. Me habló con una urgencia inquietante.
—Voy a suponer que te están escuchando, así que no puedo decirte mucho. Sé que son los Varn quienes te están reteniendo, y sé lo que son. Debe de haberte producido un gran impacto descubrir todo esto, nunca fue mi intención que lo supieras. Sé que, por lo que me han contado los embajadores de esos chupasangres, tu situación debe de parecerte imposible. —Pronunció la última frase con tal veneno que incluso a mí me sorprendió… Y lo había visto bastante enfadado en otras ocasiones—. Pero es muy importante que no te rindas. No te conviertas, da igual lo que te digan o hagan. ¿Lo entiendes, Vi? —No contesté porque estaba intentando asimilar sus apresuradas palabras, así que insistió—: ¿Lo entiendes? Prométeme que no te convertirás.
Me quedé mirando el suelo de mármol. «¿Lo entiendo?»
—Te lo prometo —murmuré. Oí que la puerta se abría frente a mí y, cuando levanté la mirada, vi a Kaspar atravesarla. Se apoyó contra la pared, cruzó los brazos y me miró. Mis dos minutos se estaban acabando. Entretanto, mi padre continuó:
—Te sacaremos de ahí, Violet, pero va a llevarnos un tiempo y necesito saber varias cosas. ¿Te han mordido o bebido algo de tu sangre?
Kaspar buscó mis ojos con la mirada. Titubeé y me quedé observándolo con fijeza. Él hizo lo mismo.
—No —mentí.
En la frente de Kaspar apareció una minúscula arruga de sorpresa. «¿Por qué he mentido?»
—Bien —dijo mi padre—. Asegúrate de que no lo intentan y de que no te den a beber de su sangre mientras ellos beben de la tuya. Eso te convertiría.
Sacudí la cabeza. Las lágrimas volvían a acechar mis ojos y me las enjugué, consciente del hecho de que Kaspar seguía con el entrecejo fruncido.
—No puedes dejarme aquí, papá. No puedes —susurré. Se me escapó un pequeño sollozo—. ¡Matan a la gente!
Lo oí suspirar. No era mucho, pero me aferré a ello y saboreé aquel sonido.
—Tengo que hacerlo, Vi. De momento. Pero no nos rendiremos. Tengo contactos y…
Lo interrumpí cuando Kaspar echó a andar hacia mí. Agarré el teléfono con las dos manos, como si aquello pudiera impedir que me lo quitara, y le hice la pregunta más acuciante que tenía, pues me di cuenta de que era la última que podría formular:
—¿Cómo está Lily? ¡Rápido! —añadí intentando transmitirle mi urgencia.
Percibió mi pánico y no dudó:
—Débil, pero los médicos dicen que va bien y que debería estar recuperada para…
Kaspar me arrancó el teléfono de la oreja y se lo llevó a la suya. Como si tuviera las manos clavadas al aparato, seguí su movimiento. Me negué a soltarlo hasta que me di cuenta de que me estaba aferrando al aire: Kaspar había vuelto a entrar en el salón para reunirse con el resto de su familia.
Me dio con la puerta en las narices antes de que pudiera ir tras él, y cuando traté de girar el pomo me di cuenta de que estaba cerrada con llave. Me apoyé en ella e intenté escuchar, pero no oí nada.
«Ni siquiera he tenido oportunidad de despedirme».