10

VIOLET

—¡Annie! —grité mientras corría a toda velocidad por el pasillo del piso de abajo—. ¡Annie! —repetí cuando reduje el ritmo en la escalera del servicio, que descendía en espiral hacia las entrañas de la casa. Debajo de ella había varias cocinas que se utilizaban para preparar las comidas que la familia real degustaba en el piso superior durante los eventos. Además, había varias habitaciones con lavadoras y cuartos pequeños y oscuros para que durmieran los criados. Allí pasaba yo la mayor parte del tiempo, lejos de Kaspar, y de Fabian, y de los demás. Allí nadie me prestaba atención ni ansiaba mi sangre, porque la mayor parte de ellos detestaban tanto beberla como asco me daba a mí pensar en ello. Era allí, a Varnley, según me había contado Annie, adonde acudían los vampiros que nunca quisieron serlo. Los vampiros convertidos.

Me guie siguiendo las paredes de aquellas cocinas tan poco iluminadas. Oía el eco de mis propios pasos retumbar contra las paredes de piedra y los techos abovedados. Sabía que Annie me habría oído a un kilómetro de distancia y, cómo no, estaba esperándome en el extremo opuesto, con los brazos cruzados y un leve timbre de exasperación en la voz.

—No deberías estar aquí abajo a estas horas.

Hice un gesto para quitarle importancia a sus palabras.

—Pero es que tengo que pedirte un favor.

Asintió con la cabeza y los rizos rubios que tanto empeño ponía en conservar —un guiño a su etapa adolescente, allá por los años cuarenta, decía— se movieron, lacios y sin vida, junto a sus orejas. No llevaba la cofia y el mandil habituales, pero sí el vestido negro.

—Tú te encargas de limpiar las habitaciones, ¿verdad? —le pregunté. No podía parar de morderme el labio inferior porque no sabía cómo iba a reaccionar Annie. Volvió a asentir—. ¿Podría ayudarte?

Me lanzó una mirada de desconcierto.

—¿Por qué?

—Tengo una sorpresita para Kaspar —dije de inmediato, ansiosa por soltarlo cuanto antes.

La sonrisilla escéptica de Annie creció hasta convertirse en una enorme sonrisa de emoción.

—¿Qué tienes en mente?

No había pegado ojo durante tres noches. Cada una de ellas se había visto interrumpida por una nueva variedad de gemidos y gruñidos. Cada mañana se marchaba una chica diferente. De hecho, estaba bastante convencida de que la mañana anterior habían sido dos chicas las que habían salido de su habitación. Al final decidí hacer algo. No esperaba que Annie accediese, pero odiaba al príncipe: trataba a los criados como si fueran el polvo de sus zapatos o incluso peor. Pero cuando llegamos a su puerta, mi determinación empezó a flaquear.

Annie llamó y dijo con voz tímida a través de la puerta:

—¿Alteza?

No hubo respuesta. Volvió a llamar, esta vez con más fuerza. Esperamos un minuto y siguió sin haber respuesta. Asomó la cabeza al interior.

—Despejado —murmuró y, tras entrar, comenzó a barrer.

—¿Dónde dijiste que los guardaba? —pregunté en voz baja, temerosa de que pudiera regresar en cualquier instante.

—Prueba en los cajones de la mesilla, debajo de la cama, detrás del reloj de pared y en el armario del baño.

En algún recoveco de mi mente me pregunté qué demonios estaba haciendo, pues sabía que llevar las cosas demasiado lejos con Kaspar podía hacer que terminase herida o muerta. Sin embargo, vengarme de él por haberme llevado allí, aunque fuera con una nimiedad, resultaba demasiado tentador.

«Además, a estas alturas ya te habrían hecho daño si hubieran querido, ¿no es así?», dijo mi voz expresando con palabras el pensamiento del que me había ido convenciendo cada vez más a lo largo de los últimos días.

Comencé a moverme a toda prisa, abriendo cajones y mirando debajo de las alfombras. Por supuesto, en el armario del baño había una caja, tres detrás del reloj de pared y dos más en los cajones.

Me tumbé boca abajo en el suelo y me metí debajo de la cama. Reprimí el impulso de gritar cuando algo se escabulló entre las sombras y desapareció entre el rodapié y el suelo. Pero encontré un tesoro: allí había cajas y más cajas, todas sin abrir. Las recogí y las apilé sobre la cama recién hecha, junto con las demás. Hice un último barrido por la habitación para ver si se me había escapado alguna. Pues no.

Volví junto a la cama y comencé a vaciar las cajas de su contenido. Las ponía del revés y luego tiraba los cartones vacíos a la bolsa de la basura de Annie. A continuación me metía en los bolsillos lo que había caído de su interior.

—Vuelvo en seguida —susurré. Salí a hurtadillas después de haber comprobado si la costa estaba despejada. Intenté caminar hasta la cocina con naturalidad, consciente de que mi mirada saltaba de una sombra a otra, segura de que en cualquier momento iba a aparecer alguien. Cuando llegué a la cocina, me dirigí directamente al frigorífico y saqué de uno de los estantes una botella de sangre casi vacía. A continuación vertí la espesa «bebida» en el fregadero. Tenía un olor dulzón, no cabía duda, aunque quedaba eclipsado por el pestazo acre de la sangre coagulada. «Y se bebieron esto. Repugnante».

Dejé unas cuantas gotas de sangre en el fondo y luego me saqué los paquetes del bolsillo y los abrí a medias. Los metí uno a uno en la botella, la cerré con el tapón y la agité para que todos los paquetitos quedaran cubiertos por aquel líquido pegajoso. Volví a guardarla en el frigorífico y me encaminé de nuevo hacia el piso de arriba.

«Me parece que hay alguien que esta noche no va a echar un polvo», dijo mi voz rezumando alegría e interrumpiendo mis pensamientos. Resonaba en mi cabeza y no tenía tono ni timbre, pero no se correspondía con mis reflexiones, así que, para conservar la cordura, iba a asumir que se trataba de mi subconsciente.

Subí la escalera de dos en dos escalones y me apresuré a entrar de nuevo en la habitación de Kaspar. Encontré a Annie dando los últimos retoques y haciéndole un nudo a la bolsa que llevaba las cajas vacías.

—¿Estás segura de que no seguirá adelante sin más? —le pregunté.

—No, porque si algo sale mal se meterá en un buen lío.

Asentí y garabateé una nota en un trozo de papel que había encontrado sobre la repisa de la chimenea. «¡Utiliza siempre protección, imbécil!»

La metí en la única caja de condones vacía que quedaba y volví a guardarla en el cajón de su mesilla antes de salir a la carrera hacia mi habitación y disponerme a esperar.

Ya era cerca de medianoche cuando oí las primeras risitas. Eché un vistazo a escondidas desde la puerta de mi habitación y vi que se trataba de la misma rubia de piernas largas que ya se había quedado unas cuantas veces más. Charity, creo que se llamaba… pero no hacía justicia a su nombre.

Pasaron unos quince minutos antes de que oyera movimiento y exclamaciones de frustración, seguidas de un tremendo rugido cuando mi puerta se abrió de par en par. Kaspar entró furioso en mi habitación. Me agarró por las muñecas y tiró de mí. Me miró a los ojos y vi que los suyos eran de un negro insondable.

—¿Reconoces esto? —dijo entre jadeos mientras me mostraba la caja de condones. Tenía la nota en la mano, hecha una bola.

Sacudí la cabeza e intenté concentrarme en aquella acción en lugar de en sus ojos o, aún peor, en Annie, por si trataba de entrar en mi cabeza y leerme los pensamientos.

Charity entró detrás de él, un tanto desaliñada, como si hubiese tenido que vestirse a toda prisa. Las puntas de su cabello rubio platino apuntaban en mil direcciones y su pintalabios de color rosa brillante estaba emborronado a la altura de las comisuras. Me lanzó una mirada furibunda con los ojos entornados.

—¿Qué jodido problema tienes? —gimoteó como un niño que hubiese perdido su juguete favorito.

—Ninguno. ¿Por qué, tienes tú alguno? —Le dediqué mi sonrisa más inocente, consciente de que Kaspar parecía estar un poco más que enfadado.

En un instante el príncipe se abalanzó sobre mí. Impactó contra mi costado y me arrastró con él. Caí dando vueltas sobre la cama y me detuve cuando me golpeé la cabeza con la mesilla de noche. Se me escapó un grito cuando Kaspar aterrizó sobre mí y me inmovilizó contra la cama. Apreté los dientes para controlar el dolor cuando la mesilla se me clavó en la espalda.

—¡Apártate de mí, rata pervertida! —grité. Daba patadas y me revolvía, su proximidad me repugnaba.

—¿Por qué, te hago sentir incómoda? ¡Puede que te utilice a ti en su lugar! —gruñó con una fastidiosa expresión de superioridad desencajándole el rostro. Sus ojos no reflejaban ningún tipo de emoción… Hablaba en serio. Se puso a horcajadas sobre mí con una pierna a cada lado de mi vientre y me presionó con más fuerza contra el colchón. Después me sujetó las manos por encima de la cabeza. Comenzó a quitarme la camisa y oí expresiones de protesta procedentes de Charity, que se mezclaron con los quejidos del colchón por mis intentos de liberarme.

Pero entonces desapareció. Levanté un poco la cabeza y vi a Fabian y a Charlie apartándolo por la fuerza, cosa que les costó unos cuantos rasguños. Con un suspiro de alivio, me incorporé con dificultad y volví a cubrirme el estómago con la camisa. Estaba sonrojada y más llena de rabia que nunca.

—¡¿Qué demonios está pasando?! —vociferó Fabian. Miró a Kaspar y a Charity a los ojos, como desafiándolos a mentirle—. ¿Estás bien? —añadió tras volverse hacia mí. Asentí y me rodeé la cintura con los brazos instintivamente.

—¡Qué más da si está bien! ¡Le ha robado los condones a Kaspar! —me acusó Charity apuntándome con el dedo.

En aquel momento entró Lyla, muerta de risa.

—¡Qué tragedia! —murmuró, pero todos la oímos.

Kaspar le dedicó una mirada de odio y se liberó de las manos de Charlie, que seguía agarrándolo.

—Violet, ¿es verdad eso? —me preguntó Fabian, que había sumido el papel de diplomático. Mi expresión de culpabilidad debió de contestar su pregunta, porque prosiguió—: ¿Dónde están?

Sacudí la cabeza, me negaba a contestar. Un segundo después, varias mentes muy poderosas y muy entrometidas entraron en la mía, y mis pensamientos se tornaron extraños y caóticos. Luché por esconderlo todo pero, de algún modo, los detalles de mi plan se filtraron. No podía hacer nada sino albergar la esperanza de que no se hubiesen dado cuenta de que una doncella me había ayudado.

—En la cocina —refunfuñó Fabian, y Kaspar salió disparado de la habitación, seguido de Charity.

Yo no pensaba ir tras ellos, pero la mirada de indignación de Fabian me corrigió.

—¡Eres idiota! —me reprendió—. ¿Es que no podías limitarte a mantener la cabeza agachada? Vas a convertir tu vida aquí en un infierno.

Pasé a su lado sin mirarlo cuando me abrió la puerta para que saliera.

—No quiero tener una vida aquí —murmuré.

No esperé a que me contestara y me dirigí hacia la escalera y luego a la cocina. «Pero puede que tenga razón. Tal vez haya ido demasiado lejos».

Cuando llegué a la cocina, estaban sacando la botella del fondo del frigorífico. Fabian la puso del revés sobre el fregadero y cayeron unas cuantas gotas de sangre. Los condones se amontonaron en torno al cuello de la botella, estropeados.

Charity se volvió hacia mí. Su expresión facial pasó de asombrada a decepcionada y después a homicida. Y fue en aquel instante cuando me di cuenta de que no tenía escapatoria. Me di la vuelta para echar a correr, pero ella ya volaba hacia mí con sus uñas afiladas como cuchillas y pintadas de rosa dispuestas para el ataque. Me agarró por la camisa, tiró de mí hacia atrás y me las clavó en la cara. Sentí que sus zarpas me desgarraban la piel y solté un aullido cuando vi que iba a repetir la acción, pero recuperé el control lo suficiente como para lanzar todo el peso de mi cuerpo contra ella. No conseguí mucho, pero bastó para que Lyla y Charlie la sujetaran.

—No eres más que una vaca gorda y celosa —escupió. Se secó los ojos y se le corrió el maquillaje. Pasó a tener un círculo gris alrededor de cada uno de ellos.

—¿Perdona? —siseé.

—¡Que eres una vaca gorda y celosa!

—Ya te he oído —me burlé.

Se liberó de Lyla y se estiró la falda, que se le había subido.

—Me da igual. No te metas en los asuntos de los demás, ¿vale? Vamos, Kaspar.

—Vaya, no sabía que una vampira además podía ser bruja y puta —murmuré cuando estaba a punto de atravesar la puerta con Kaspar siguiéndola como un perrito faldero. Se quedó petrificada.

—Retira eso —gruñó. Sus ojos pasaron del azul al negro.

—No —repliqué con tranquilidad. Dejó escapar un grito y se lanzó contra mí sin apartar la mirada de mi cuello.

Yo también chillé, para tratar de confundirla. Me arañó otra vez, pero antes de que pudiera hacer nada más ya nos estaban separando. Fabian me rodeó la cintura con sus fuertes brazos y Kaspar tiró de Charity en dirección contraria. La rubia no opuso resistencia, pero no dejó de lanzarme insulto tras insulto. Yo la ignoré hasta que metió el dedo en la llaga.

—Deberías haberla matado cuando tuviste oportunidad, Kaspar. Sé cómo son estas chicas humanas. Intentan tirarse a cualquier cosa con piernas.

Traté de abalanzarme sobre ella, pero Fabian me sujetó con firmeza.

—No te preocupes. No tocaría a los de tu especie ni con un palo.

—Ya, sí… —contestó. Se acurrucó entre los brazos de Kaspar y le acarició el rostro. Él no respondió con el mismo afecto, sino que la atrajo hacia sí de manera mecánica. Charity no pareció darse cuenta—. Vamos, cariño, salgamos a cazar humanos. Estoy harta de sangre de animales.

No dejó de mirarme mientras pronunciaba aquellas palabras, pues sabía qué efecto tendrían sobre mí.

—Sois unos enfermos —dije con voz áspera—. Unos parásitos enfermos.

Charity no me oyó. Estaba demasiado ocupada observando la puerta por la que entró el rey. Con la cabeza baja, los vampiros se agacharon y le hicieron una reverencia. Fabian se mantuvo recto con dificultad, con los brazos aún cerrados en torno a los míos.

Yo no hice nada. «¿Por qué voy a hacerle una reverencia?»

El rey se volvió hacia Charity en primer lugar, y ella se apartó de entre los brazos de Kaspar y bajó la cabeza, aunque se las arregló para continuar lanzándome miradas furibundas cada pocos segundos.

—Le recordaré, señorita Faunder, que la posición de su padre en el consejo y en la corte depende tanto de sus propias acciones como de las de su familia. —Su voz era profunda y no le temblaba de rabia, pero contenía una evidente amenaza—. Váyase —ordenó, y Charity desapareció. No quería que tuvieran que repetírselo.

Entonces el monarca se volvió hacia mí y me encogí. Aquellos ojos grises, tan fríos que hicieron que me estremeciese, me taladraron. Fabian soltó su presa, pues se dio cuenta de que yo no iba a intentar nada ante el rey.

—Está jugando a un juego peligroso, señorita Lee. Terminará herida, o incluso peor, si no ceja en su empeño.

—Mejor muerta que una de vosotros —repliqué. Hice ademán de marcharme, pero Fabian me cogió del brazo. Al parecer el soberano no había terminado.

—Sus sentimientos cambiarán cuando se haya acostumbrado a nuestro modo de vida, cosa que ocurrirá con el tiempo. Y eso es precisamente lo que le sobrará, señorita Lee, pues su padre no es tonto. Conoce nuestro poder y no intentará liberarla durante un período de tiempo considerable, y entonces será demasiado tarde.

Abrí los ojos como platos. «¿Quiere decir lo que creo que quiere decir?»

—Mi padre no sabe nada de los vampiros.

Detrás del rey, Kaspar se echó a reír. Fue una carcajada fría, hueca, llena de escarnio.

—Tu padre está a cargo de la seguridad de este país. Por supuesto que sabe que existimos. Y sabe que fuimos nosotros quienes matamos a los asesinos de Trafalgar Square, y sabe que también somos nosotros los que te retenemos.

Kaspar se calló cuando el monarca levantó una mano. Cuando lo hizo, se le subió la manga de la camisa y atisbé un brazo salpicado de venas abultadas y oscuras.

—No se presentará ningún cargo contra nosotros, señorita Lee. La Policía Metropolitana cerrará el caso sin hacer mucho ruido en cuanto disminuya el interés de los medios de comunicación. Su padre negará insistentemente la idea de que su desaparición esté vinculada con el hecho de que presenciara los asesinatos, tal y como mis embajadores le han ordenado que haga, y si intenta hacer algo impulsivo, como revelarle nuestra existencia al público general, usted sufrirá las consecuencias. Excepto que quiera convertirse en vampira, se quedará aquí para que no pueda dar a conocer nuestra existencia a los humanos, y sufrirá como lo hacemos nosotros.

Abrí la boca y el corazón se me cayó a los pies. «Lo tienen todo pensado», me di cuenta.

—¡No podéis hacer eso! ¿Cómo ibais a poder hacer algo así?

—Estamos por encima de la ley y, como estoy seguro de que puede comprender, señorita Lee, su situación es bastante desesperada —dijo el rey. A continuación, se volvió hacia Kaspar—. La señorita Faunder puede quedarse tanto tiempo como quiera. Mientras esté aquí, no obstante, la señorita Lee deberá estar confinada en su habitación.

Comencé a protestar, pero el monarca me ignoró y salió de la habitación. Atrás dejó a Kaspar, quien, con una sonrisa arrogante dibujada en la cara, se dispuso a regodearse:

—¿Es dulce la venganza, Nena?

Fruncí el entrecejo y él, riéndose, se fue de la cocina. Fabian me miró con simpatía y me llevó de vuelta a mi habitación.

Aquella noche, los gemidos de la habitación de al lado fueron incluso más sonoros.